—Por mi enorme cabezota —decía Sarah.
—Por tu enorme y hermosa cabezota —la corregía yo.
Me fijé en que la bolsita de veneno que había dejado unos días antes no estaba en su sitio, junto a los cubos de basura. Permanecí inmóvil unos segundos y escuché con atención. Donde fuera que el ratón hubiera logrado arrastrarse, ya estaría muerto o a punto de morir.
De vuelta en el piso de arriba, vi la botella de vodka en la repisa de la ventana de la habitación de Sarah. Aún quedaba por lo menos un tercio. Jake siempre había necesitado poco para emborracharse. En nuestra primera cita de verdad, un profesor titular muy ingenioso lo había retado a beber y al cabo de una hora Jake ya estaba en el suelo.
Me esmeré en arreglar la habitación para Sarah. Aún tenía el tono lavanda que había querido años atrás. Las otras habitaciones las habíamos repintado de blanco, incluida la de Emily.
Alisé con movimientos bruscos la colcha morada para eliminar las arrugas del lugar en que Jake se habría sentado para ponerse los zapatos. Adelanté una hora el reloj, lo que no había hecho el día que correspondía, y utilicé el borde de mi jersey para quitarle el polvo a los objetos que tenía sobre la cómoda.
En aquella habitación, tres años antes, había sufrido un brote de violencia del que jamás me habría creído capaz. Sarah se había presentado con un chico llamado Bryce que me había dado mala espina nada más conocerlo en la estación. Un petimetre que, según él, procedía de una antigua familia de Connecticut. Nada de lo que dijo me pareció demasiado interesante y después de la cena, en la que no dejó de hablar de sí mismo, me retiré a mi habitación y les dejé la casa a su entera disposición.
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La primera bofetada sonó como un disparo lejano. La segunda me obligó a incorporarme en la cama. Oí a Sarah en la actitud de alguien que intenta con todas sus fuerzas guardar silencio pero no puede contenerse. Llegado ese momento ya había recorrido media casa en camisón, armada con el bate de béisbol que mi padre me había dado para protegerme.
Sarah me había hecho jurar que lo mantendría en secreto. Emily y Jake no podían saber que había permitido que un hombre le pegara. Cuando Bryce me vio blandir el bate y soltarlo con todas mis fuerzas contra el marco de la puerta salió de casa disparado.
Me senté en el suelo de la habitación de Sarah y me tumbé sobre la alfombra. Sin pensar en ello, realicé la serie de estiramientos que había hecho todas las mañanas de los últimos quince años.
A la una y media volví a mi habitación y encontré a Jake dormido en la misma posición. Susurré su nombre, pero ya había decidido que saldría sin él. Dejé una nota en la encimera de la cocina en la que le decía que volvería con Sarah. Guardé la botella de vodka en el mueble bar y justo cuando me disponía a meter el Teléfono Rojo y el cojín, me detuve. Arranqué el cordón de la pared y lo tiré a la basura.
Me planteé llevarme la bolsa de deporte pero al final decidí no hacerlo. Aún no estaba preparada. Si podía, me gustaría prepararle a Sarah la cena y despertarla al día siguiente con una cafetera llena que nos tomaríamos entre las dos.
Nunca había logrado acostumbrarme a la hora punta en la periferia, el momento en que los niños salían de la escuela y los coches de los padres se amontonaban en fila delante de la misma. En los años en que mis hijas iban y venían, el sistema de recogida de niños a las puertas de la escuela, alimentado por historias de secuestros, había alcanzado gran popularidad. Aun así, mientras bajaba por la calle donde se encontraba la escuela de primaria Lemondale, me alegré de ver al menos tres o cuatro autobuses amarillos aparcados al borde de la acera.
En Crescent Road me paró una guardia de tráfico con aspecto matronil ataviada con un fajín blanco y un silbato, el equipo completo. Observé a un grupo de niños pequeños —los «parvulitos», como los llamaban en Lemondale— que desfilaban frente a mi coche dibujando un movimiento ondulante que me recordó al de las nubes volátiles de los mapas meteorológicos que se veían en televisión. Solo unos pocos caminaban en solitario, las cabezas agachadas, los hombros hundidos por las mochilas. Los otros corrían o se tiraban de los abrigos y las camisas entre sí, soltaban las mochilas y gritaban insultos y provocaciones a los que estaban en el otro lado. Seguí adelante.
Pasé frente a la antigua tienda de música, ahora convertida en El Reino de las Magdalenas, donde hacía tiempo le había comprado a Emily su odiado clarinete. Recordé la época en que las niñas eran pequeñas y se presentaban en casa con todos sus amigos y no dudaban en pedirme que preparara sándwiches al gusto de cada uno. Uno quería mayonesa, otro solo mostaza. Una amiga de Emily, decepcionada con su sándwich, había venido a la cocina y me había aclarado la diferencia entre la gelatina, que ella había pedido, y la mermelada, que yo le había dado.
El tren que a Sarah le venía mejor tomar desde Manhattan tenía parada en Paoli. De ese modo evitaba tener que hacer transbordo en Filadelfia y llegar con la compañía Amtrak. En lugar de cruzar el puente y esperarla en el lado donde bajaban los pasajeros, eché un vistazo a mi reloj. Conté los minutos y aparqué en doble fila frente al Starbucks.
Entré con paso decidido en la estación y me acerqué al mostrador de la Amtrak. Pedí una hoja de horarios para el Corredor Nordeste. Pasé frente a la taquilla de la SEPTA y en el último momento se me ocurrió llevarme un par de folletos de horarios. Lo hice de manera automática, como había hecho los estiramientos, como había llenado la bolsa de deporte y la había escondido en el garaje. Mi cerebro se había dividido en dos, una mitad concentrada en las tareas que formaban parte de la normalidad —recoger a mi hija en la estación— y la otra concentrada en la huida.
Regresé al coche y di media vuelta. El hecho de conducir aquel coche rojo de alquiler me hacía sentir que llamaba la atención, pero estaba aparcado en la entrada del garaje y bloqueaba cualquier otra posibilidad. Recordé la promesa que le había hecho a Hamish —que lo vería aquella noche— y me pregunté si me había vuelto loca. Imaginé a Natalie vestida de policía de tráfico, con una señal de stop en la mano, impidiéndome el paso.
Sarah estaba en las escaleras del andén, inspeccionando la zona de aparcamiento. Llevaba un abrigo de borreguito hecho trizas debajo del que alcancé a ver mis viejas botas camperas, que se había agenciado la última vez que había venido de visita.
—Son tan hippy retro al estilo urbano —había comentado—. No puedo creer que te las pusieras.
Cuando le dije que todo apuntaba a que a partir de entonces sería ella quien se las pusiera, Sarah respondió:
—Sí, pero no pienso llevarlas en plan serio.
Llevaba dos trenzas que le llegaban a la cintura y en lo alto de la cabeza lucía lo que parecían una infinidad de clips de bisutería. No reconocería el coche, así que avancé hacia ella con la cabeza inclinada sobre el asiento del copiloto y grité su nombre.
— ¡Mamá! ¡Dios mío, este es el coche de un pervertido! —dijo mientras lanzaba su bolsa en el asiento trasero y se sentaba a mi lado.
Se acercó y me dio un beso en la mejilla. Lo sentí cargado de energía, como si hubiera estado frotando los pies contra una alfombra.
—Lo siento —dijo.
Salimos del aparcamiento.
— ¿Qué tal el viaje en tren? —pregunté.
— ¿A qué viene esto? ¿La crisis de la madurez, o algo así? ¿Te ha dado por un deportivo? Creía que solo los hombres hacían estas cosas.
—A las mujeres les da por el Botox.
—Entonces, ¿a qué viene?
—A decir verdad, no es mío. Es de alquiler.
—Este olor. ¡Tendría que habérmelo imaginado! ¿Dónde está el tuyo?
Nos detuvimos en un semáforo frente a Automóviles Roscoe y una oficina de correos. «Coches y correo —pensé—. Trenes.» —Tu cabeza parece una bola de discoteca —dije. —No cambies de tema.
Me encantaba provocarla. Habíamos jugado a ello desde que era pequeña, a sacarnos de quicio, a ver quién soltaba la mayor exageración. Sarah, no me cabía duda, había aspirado a convertir aquella habilidad en un arte. Era una niña sofisticada, de salidas ocurrentes. Si Emily destacaba por su carácter imperturbable, Sarah lo hacía por su habilidad para desviar cualquier tema de conversación. De ese modo, nadie esperaba una respuesta en serio cuando se le preguntaba cómo le iban las cosas. Y esa misma actitud había adoptado en las clases de canto. Cantaba bastante bien, pero… y ese «pero» contenía todo lo demás, un fuerte magnetismo y lo que yo temía pudiera ser un indicio de la locura de nuestra familia. —Cuéntame la historia —dijo.
Pasamos frente al hospital y aceleré. Era evidente que se sentía bien. Tenía las mejillas sonrosadas como si hubiera estado corriendo. Pero Sarah no corría. No hacía ejercicio. A ella no le iba lo que solía denominar mis «palizas en el gimnasio». A veces se mataba de hambre, otras se hinchaba a comer. Bebía y fumaba, y no me cabía ninguna duda de que también hacía otras cosas.
—Hay mucho que contar —respondí—. Prefiero no ir a casa todavía. Tu padre necesita descansar. Tal vez sea más fácil si estamos a solas.
—Cuánta intensidad —dijo.
—Iremos a algún sitio y te contaré todo lo que quieras saber. — ¡Vaya! —exclamó, y no dijo más.
Mientras pasábamos por delante del bar Easy Joe's me fijé en que se tocaba los clips uno por uno. Los recorría con el índice y el pulgar y después comprobaba que no se hubieran movido de su sitio.
— ¿Por qué te has hecho trenzas? —pregunté.
—Bueno, no lo sé. Tenía el pelo húmedo. ¿Te gusta?
—Me recuerdas a tu abuela.
—Eso es un no, entendido.
Sabía muy bien adonde me dirigía. Hamish había sido la primera persona con la que había ido allí en muchos años. Durante el día las extensiones de cultivo eran un regalo para la vista, pero más adelante las torres asomaban entre las copas de los árboles y arruinaban la panorámica.
Cuando pasamos frente al Ironsmith Inn y giré a la izquierda para subir la colina, Sarah soltó un suspiro.
— ¿No tenemos tiempo para una Schlitz? —preguntó con pesar.
Sin mirar por el retrovisor, di marcha atrás y me metí en el aparcamiento de la tienda.
—Que sean para llevar. Y rápido —ordené.
—Me gusta esta nueva faceta de tu personalidad —dijo Sarah entusiasmada.
Recogió mi bolso del suelo y salió del coche. Nadie podría decir que a la hora de dar malas noticias no me preocupara por contentar a la gente.
La vi por la ventana, hablando con Nick Stolfuz. Sarah movía las manos y trazaba un enorme círculo por encima de la cabeza. Nick se rió y dejó en la barra un paquete de seis latas junto al cambio. Antes de abrir la puerta del coche se volvió para saludarlo.
— ¿De qué iba eso? —pregunté.
—Le estaba hablando del desfile de Acción de Gracias de Macy's. Salí del aparcamiento y retomé la carretera. Sarah levantó la anilla de una lata de Schlitz y sorbió la espuma.
— ¿Y cómo ha salido el tema?
—Le he dicho que vivía en Nueva York. Está deseando poder ir algún día al desfile.
—Las cosas que se aprenden.
Pasamos por debajo del túnel abovedado y llegamos al otro lado.
—Tienes que poner interés, mamá. Nick está soltero, yo que tú…
—No, gracias.
—Mierda —dijo, y se dio una palmada en la pierna—. Podría haber sido dueña de un bar. ¿Vamos a la atalaya a ver las torres? —preguntó, tratando de orientarse.
—Sí.
—Donde hay patrón no manda marinero —respondió. Un refrán que yo le había enseñado.
Salí de la carretera y avancé por el camino de grava en que la noche anterior me había acostado con Hamish en mi coche. Me gustaba aquel coche alquilado, el ambientador en forma de árbol que oscilaba colgado del encendedor.
Apagué el motor.
Sarah tomó un sorbo de cerveza.
— ¿Puedes abrir las ventanas?
—Aún mejor, salgamos de aquí —dije.
— ¿Una cerveza?
—No.
De todas formas se metió una lata en el bolsillo del abrigo.
Cuando me levanté me fallaron las rodillas, di un traspié y tuve que volverme y apoyar las manos en el techo del coche para mantenerme en pie. Sarah se acercó corriendo.
—Mamá, ¿estás bien?
Había visto una serie de policías en la que el rasgo más característico del poli malhablado era empujar al sospechoso contra el coche con tal fuerza que siempre hacía un ruido descomunal. Veía aquella serie con mi madre y cada vez que se repetía aquella escena no lográbamos contener la risa. «Los llaman "tipos duros"», dijo mi madre una noche, y yo pensé que nuestros momentos de calma eran tan escasos que incluso por una estúpida serie como aquella debía sentirme agradecida.
—Soy débil, Sarah.
— ¿Débil? ¿A qué te refieres?
—Soy una persona débil.
Hice acopio de todas mis fuerzas. Ya había comenzado.
—Demos un paseo —dije, y crucé la carretera.
En todas las veces que había conducido hasta allí, jamás había puesto los pies en Forche Lane, pero en aquel momento decidí que sería por donde Sarah y yo pasearíamos. Era una carretera privada de un solo carril llena de baches de los que sobresalían hierbajos y matas.
— ¿De qué hablas, mamá? Ve más despacio.
—Me alcanzó, aún con la lata abierta en la mano.
—Si he de contártelo todo necesito seguir andando.
—Odio tu obsesión con el ejercicio. No me hagas ponerme en forma.
—Soy moralmente débil. Y lo que yo soy no se refleja en ti ni en Emily. Eso debe quedar muy claro.
Sarah corrió hasta adelantarme y se volvió para detener mi avance.
—No lo hagas —dije.
—Mamá, ¿qué pasa?
—Aparta.
—No.
La empujé a un lado y di un paso a la izquierda para retomar el camino. Sarah me alcanzó momentos después.
—Está bien, te escucho.
—No sé por dónde empezar.
A nuestra derecha, una bandada de urogallos salió volando de entre los arbustos en que estaban escondidos. El aire se llenó del batir de sus alas.
— ¿Qué te parece si empiezas contándome qué hace aquí papá?
—Lo llamé. Llegó en avión desde Santa Bárbara ayer por la noche.
— ¿Por qué? —Tomó un trago de Schlitz, como si necesitara prepararse.
No podía hacerlo. Todavía no.
— ¿Te acuerdas de Hamish?
—Claro.
—Me acosté con él ayer en mi coche. Dos veces. Una vez en la entrada de su casa y otra aquí, donde hemos aparcado.