La inundación se había producido poco después de que mi padre conociera a mi madre en la sesión de John Wanamaker. «Por eso me interesé por el agua», solía decirle a la gente. La inundación había coincidido con la construcción de las ciudades de los alrededores, entre ellas Phoenixville. «Lambeth pagó el Centro Social del Espíritu Santo», señalaba mi padre cuando pasábamos en coche junto a aquel edificio de ladrillo y paneles metalizados.
Cuando cumplí trece años decidió que ya tenía edad para conocer la ciudad sumergida en la que había crecido. Preparó una cesta de picnic y se despidió de mi madre con un suave beso en la frente. «Que pases un buen día, preciosa», le dijo.
Cuarenta minutos más tarde noté que la atmósfera del Oldsmobile cambiaba notablemente según nos acercábamos a la ciudad, en la que casitas de una sola planta e hileras de cinco viviendas de ladrillo aún compartían en silencio una misma calle, hasta que todo se hundía en el agua y volvía a reaparecer a lo lejos, kilómetros más adelante.
La casa de mi padre, cuando por fin llegamos a ella, era la ruina del edificio que se veía en la fotografía. Seguía en pie entre una hilera de hogares condenados que, aunque hacía tiempo que se había programado su derribo, seguían ocupando su lugar año tras año. El único modo de acceder a ella era por una remendada carretera de asfalto que desembocaba a ambos lados en alcantarillas erosionadas por el agua. A fin de evitar los abismales baches mi padre tuvo que avanzar haciendo eses como si condujera borracho. Para mí fue como dar una mareante vuelta en una atracción de feria.
Cuando al fin llegamos a la puerta, mi padre me agarró de la mano y comenzamos a subir por aquellas escaleras podridas. —Aquí es donde posabas en la foto —dije.
—La naturaleza nos devuelve las cosas —respondió mi padre—. Cuidado con el escalón del porche.
Como era de esperar, los tablones, desprovistos desde hacía tiempo de su capa de pintura protectora, estaban del todo podridos. Alguien —mi padre, por supuesto— había colocado una nueva lámina de contrachapado para que se pudiera acceder a la puerta con seguridad. Me fijé en los bordes serrados de un adorno defectuoso e identifiqué el trozo que le había sobrado después de tallar el lomo arqueado de un caballito de balancín.
Entramos en el recibidor y vi una lámpara de propano encima de una silla de barrotes torneados. Era de su taller.
—Aquí encontraremos cosas de las que no hace falta que hablemos con tu madre.
Había empezado a alternar las lecturas de la escuela con novelas que guardaba a buen recaudo y que no aparecían en la lista de lecturas recomendadas, y creía saber en qué consistía eso de las «necesidades masculinas». Imaginé aquello que a Natalie y a mí tanto nos gustaba cómo sonaba: un antro de perdición. Habría cortinas y cubrecamas de terciopelo y mujeres fumando de pipas que parecían vasijas pero no lo eran. Mi imaginación daba para mucho, y me creía preparada.
No lo estaba.
Al principio ni siquiera sabía qué era aquello.
No en la misma entrada ni en la sala de delante sino en las habitaciones traseras del primer piso y en las del piso superior, vi y entendí a qué se había dedicado mi padre todos aquellos años en su taller cuando no estaba ocupado con los caballitos de balancín. Había estado haciendo figuras con tableros de madera.
Cuando entré en la cocina y me encontré con un panel de contrachapado en la pared, las siluetas perfectamente articuladas de dos adultos y un niño sentados a una mesa, di un paso atrás.
— ¡Papá! —grité.
—Estoy aquí.
Y allí estaba, justo a mi lado, en la entrada de la casa. —Es genial —dije.
Aunque no lo estaba mirando, noté que esbozaba su inusual sonrisa.
—Me alegro de que te gusten.
Me acerqué y recorrí el contorno de la cabeza del niño con el índice, suavemente para no clavarme ninguna astilla. Las figuras, unidas por un surtido de clavos y tornillos, eran bastas y estaban sin pintar.
— ¿Se supone que este eres tú? —pregunté, la palma de la mano sobre el pecho del niño.
—Sí —respondió—. Y ellos son mi madre y mi padre. Es la segunda que hice. Entonces tú eras muy pequeña.
Supongo que en algún momento deduje que aquello significaba que llevaba por lo menos diez años construyéndose una familia de madera. En aquel instante sentí un subidón de adrenalina por el secreto que compartíamos, algo de lo que mi madre no estaba al corriente.
— ¿Es aquí donde viniste aquella vez?
—No —respondió, y me dio la versión oficial—. Fui a Ohio, a visitar a mi familia y amigos.
Con trece años notaba que aquello era una mentira de mis padres, pero aún no sabía el porqué.
No había calefacción y en las habitaciones hacía frío, y el enlucido que rodeaba a las figuras de madera estaba desconchado, pero enseguida me di cuenta del motivo por el que le gustaba aquel lugar. Había un silencio sepulcral, solo roto por el ruido de las ramas que arañaban las ventanas. A veces los árboles rompían algún cristal, dijo mi padre, «en su deseo por ocupar el lugar».
— ¿Lista para ir al piso de arriba?
—Todo esto es muy raro, papá.
—Puedo confiar en ti, ¿no? —preguntó. Durante un segundo entornó los ojos en señal de preocupación.
—No diré nada si tú no quieres —respondí.
Subimos juntos por las escaleras, como si nos dirigiéramos a una fiesta importante que se celebrara en el piso de arriba. Allí había más gente. En la habitación de la izquierda había una cama con una figura recostada en ella. Me fijé en el espacio que quedaba entre la puerta y la pared. Otra figura parecía acercarse a los pies de la cama.
—Es mi madre, que viene a despertarme —aclaró mi padre.
— ¿Y ese quién es? —Señalé una delgada figura que sujetaba algo que, sin pintura ni sombreado, tenía aspecto de cordón o de serpiente.
—Es el médico. Ha venido a auscultarme.
Me volví y miré a mi padre.
—Estaba enfermo a menudo. Fue duro para mi madre. En otra habitación creí verme a mí y, sin hablar, señalé la figura clavada en la pared.
—Sí —dijo.
Había otras dos figuras en aquella habitación —la habitación más pequeña del segundo piso—, pero no pregunté a quiénes representaban. Si yo era la más grande, del tamaño que debía de tener a los ocho o nueve años, entonces las otras dos siluetas, una a cada lado de la mía, debían de ser mis hermanos o hermanas que no llegaron a nacer.
En el centro de la habitación más amplia, donde dos adultos gesticulaban con los brazos en alto, había un caballito como el que había hecho para mí, igual a los que tallaba y pintaba cada año para la feria infantil de la iglesia ortodoxa. Aquel no estaba decorado, solo tenía los trazos hechos a lápiz que delimitaban las zonas de distinto color.
— ¿Por qué no lo pintaste? —pregunté.
—Lo pensé, pero no quería que desentonara con el resto. Vamos, súbete si quieres.
—Ya soy mayor para eso, papá.
Se le ensombreció la mirada tras las gruesas gafas.
—No en esta casa. En esta casa no tienes edad.
Miré a mi padre y sentí una punzada de dolor en mitad del pecho, como si todo el aire de la habitación no fuera suficiente, como si no me bastara para respirar.
Me sonrió. No quería desilusionarlo, de modo que también yo sonreí.
—Te lo demostraré —dijo.
Se quitó las gafas, dobló con cuidado las patillas y me las ofreció, sujetándolas con dos dedos por el puente. Las cogí por la montura con las dos manos. Sabía que sin ellas mi padre vivía en un mundo de formas y colores difuminados.
Cauteloso, se subió al caballito.
—Debo admitir que no lo había hecho antes. No sé cuánto peso podrá aguantar.
Se sentó en la parte llana y apoyó los pies en el suelo en lugar de subirlos a la estaquilla que sobresalía a ambos lados. Me alegré de que se hubiera quitado las gafas. Si hacía alguna mueca de disgusto mi padre podría interpretarla como una sonrisa.
Se balanceó suavemente una y otra vez, la mayor parte de su peso cargado en las piernas.
— ¡Hilda dice que les pongo tantos tornillos que estos caballos aguantarían a un caballo! —dijo, y se rió de la broma de la señora Castle.
El golpeteo de la curva de madera contra los tablones del suelo me pareció mal. Iba en contra de todo lo que mi madre me había enseñado acerca de colocar los muebles encima de las alfombras y los posavasos debajo de las bebidas.
—Voy al piso de arriba —anuncié.
Mi padre dejó de mecerse.
—No, cariño. Esto es todo.
—Pero si hay más escaleras.
—Es solo una pequeña buhardilla. No hay gente.
Se levantó, aún a horcajadas sobre el caballo, y supe que tenía otro secreto.
— ¡Voy a subir! —dije con entusiasmo y me volví y corrí, sus gafas todavía en mis manos.
Llegué al pie de las escaleras y cuando me apoyé en la barandilla oí que mi padre tropezaba con algo a mis espaldas.
—Cariño, ¡no! —gritó.
En lo alto de las escaleras había una puerta de cuatro paneles que estaba cerrada. Posé la mano en el frío pomo de porcelana. —No te gustará lo que verás ahí dentro.
—Qué se le va a hacer —dije por encima del hombro—. Así es la vida.
Aquella era una expresión que el señor Forrest utilizaba a menudo cuando hablaba con mi madre en el salón. Ella se quejaba y él decía «Así es la vida» y retomaba la conversación sobre Trollope, al que leían juntos, o sobre el libro de Edith Warthon
Reflejos de luna,
una primera edición que el señor Forrest le había regalado a mi madre.
Giré el pomo y entré en la habitación.
Era mucho más pequeña que las del piso inferior y sólo tenía ventanas en la pared del fondo, desde las que se veían los jardines hundidos de Lambeth. A diferencia de la vista de los pisos inferiores, aquella estaba despejada de árboles. A lo lejos vi la amenazadora curva entrante del Delaware.
Mi padre había llegado a la puerta. Había subido los escalones despacio, para darme tiempo a ver lo que tenía que ver. Sin gafas tenía la mirada perdida.
—Dámelas —dijo. Me las quitó a tientas y se las puso—. Al otro lado hay un pequeño trastero. Se llega a través de esa puerta baja.
Pero yo miraba el colchón, cubierto con una funda de cutí azul, mantas revueltas y una almohada, que había en mitad del suelo. Pensé en los días que había pasado lejos de nosotras.
—A veces duermo aquí —dijo.
Avancé unos pasos para que lo único que viera de mí desde donde se encontraba fuera la espalda. Había libros tirados por el suelo junto a la cama. Reconocí una historia ilustrada de los trenes que alguna vez había estado en una mesilla de noche de la habitación de mis padres. Y también una gruesa antología de poemas de amor. Un regalo que mi padre le había hecho a mi madre unas navidades. Y también vi, asomando por debajo de un montón de novelas policíacas desperdigadas, un muslo carnoso que, sin duda, era el de una mujer desnuda en una revista. Me pareció que tenía un tono de piel anaranjado.
—Me gusta mirar los jardines por la noche. Aquí arriba me siento como escondido en un nido.
— ¿De verdad fuiste a Ohio aquella vez? —pregunté.
—Estuve en el hospital, Helen.
Encajé como pude la noticia.
— ¿Y los viajes de negocios?
La pregunta se quedó suspendida en el aire. Caminó hacia mí y me apoyó las manos en los hombros. Se inclinó y me besó la cabeza, igual que hacía con mi madre.
—Hago viajes de negocios, pero a veces, de camino a casa, me quedó aquí a pasar la noche.
Me aparté bruscamente de él y me volví para mirarlo. Me notaba la cara caliente.
—Y me dejas sola con ella.
—Es tu madre, Helen.
Trastabillé contra el borde del colchón y me caí. Mi padre se acercó, pero me puse en pie de un salto y retrocedí hasta la cabecera de la cama de modo que el cutí azul y el revoltijo de sábanas malolientes se interpusieran entre nosotros.
—Solo me quedo una o dos noches cada vez —dijo.
Aparté de una patada la antología de poemas de amor y las novelas de detectives y dejé al descubierto el resto de la mujer anaranjada. Tenía los pechos más grandes de lo que yo creía posible. Incluso entonces me parecieron ridículos.
—Es asquerosa, "papá —dije olvidándome por un momento del enfado.
—Tengo que reconocer que tiene una delantera un poco exagerada.
—Es un monstruo —respondí.
Mi cabeza repetía la palabra «hospital» una y otra vez. ¿Qué significado tenía?
—Es una mujer hermosa, Helen. Los pechos son una parte natural del cuerpo femenino.
Sin pararme a pensar en ello, me crucé de brazos y grité:
— ¡Asquerosa! Vienes aquí a contemplar monstruos asquerosos y me dejas sola con mamá.
—Eso hago —respondió.
Lo que no pregunté, porque no hacía ninguna falta, fue: «¿Por qué?».
— ¿Puedo venir aquí contigo?
—Ya estás aquí, cariño.
—Pero ¿me puedo quedar a dormir?
—Ya sabes que no. ¿Qué le diríamos a tu madre?
—Le hablaré de este lugar —dije a modo de amenaza—. Le hablaré de las revistas. ¡Le hablaré de los bebés de madera de la habitación pequeña!
Cada una de mis frases hacía más mella en mi padre. En realidad no le importaba demasiado que le contara a mi madre lo del colchón, o lo de las conejitas
Playboy,
o que habíamos visitado la casa. Le preocupaba la gente de madera.
—No te eduqué para que fueras cruel.
— ¿Qué hospital? —pregunté.
Mi padre me miró, pensativo.
— ¿Por qué no hacemos nuestro picnic y te lo cuento todo?
Mi padre se pasó el resto de la tarde enseñándome los lugares aún visibles en los que había crecido. Comimos los sándwiches de ensalada de huevo con pepino y las galletas con pepitas de chocolate que él mismo había hecho. Había un termo de leche para mí y mi padre se bebió dos Coca-Colas seguidas y soltó el eructo más salvaje que hubiera oído jamás. Después de aquello no consiguió que dejara de reír. Me reí tanto que terminé tosiendo, como si ladrara, sin poder parar.
— ¿Por qué no esperamos aquí a que anochezca? —preguntó.
Aquello era un regalo y no fui capaz de volver a preguntarle por el hospital. Una parte de mí estaba satisfecha con la mentirijilla. Lo hacía parecer normal, aunque solo fuera una pose. ¿Dónde está tu padre? En Ohio, visitando a la familia y a los amigos. Ese día decidí que no volvería a culpar a mi padre por nada: su ausencia, su debilidad o sus mentiras.