—Todos dimos por hecho que era del chico que hacía los encargos y que en ocasiones se ocupaba de las tareas que mi madre ya no podía hacer.
Echó una ojeada a su cuaderno.
— ¿Manny Zavros?
—Exacto.
— ¿El mil quinientos veinticinco de Watson Road?
—Allí vive su madre —respondí—. Él desapareció después de que la señora Castle pusiera a toda la comunidad de fieles en su contra.
— ¿Desapareció? — ¿Creen que ha sido él?
—Estamos considerando todas las posibilidades. —No quiero meter a Manny en problemas, pero…
— ¿Sí?
—Hay algo que no le he contado a nadie.
—Yo soy la persona a quien debería contárselo. Supe que había llegado el momento de plantar la semilla. Mientras hablaba, noté que me sonrojaba.
—Por las mismas fechas a mi madre le robaron las joyas.
— ¿Y no informó de ello a la policía?
—Pasaron semanas antes de que me diera cuenta y para entonces Manny ya se había marchado y ya habíamos cambiado las cerraduras. Además, no quería preocupar a mi madre. Llevaba años sin ponerse muchas de aquellas joyas.
—Entiendo. Por cierto, debo decirle que su madre no ha sido la única que ha muerto en las últimas veinticuatro horas.
Sabía qué estaba a punto de decirme y traté de ocultar de inmediato cualquier expresión que pudiera delatarme.
—No será el señor Forrest, ¿verdad?
— ¿Por qué pregunta por él?
—Porque le tengo mucho cariño. Lo conozco desde que era pequeña.
—La señora Leverton.
Di un grito ahogado y me llevé una mano a la boca. La reacción —demasiado calculada— me pareció de inmediato afectada.
—La mujer de la limpieza la encontró esta mañana en su dormitorio.
Aunque sabía qué había visto —a la señora Leverton aún viva, subiendo a la ambulancia—, no pude evitar pensar que al menos yo había estado presente cuando mi madre había muerto.
— ¿Cómo murieron, exactamente? —pregunté. Sentí una fina película de sudor debajo del jersey. Tenía las manos pegajosas. ¿Por qué no había hecho esa pregunta al principio?
—De manera muy distinta. La señora Leverton estaba inconsciente pero aún respiraba cuando su empleada la encontró. Murió en una ambulancia, de camino al hospital.
— ¿Y mi madre?
— ¿A qué hora se marchó de casa de su madre anoche?
Erguí la espalda y busqué indicios de que estuviera a punto de acusarme. Pero me dirigió una mirada fugaz y se alisó la pernera derecha con la misma mano en que sostenía el bolígrafo.
Recordé una expresión que me había enseñado Sarah. «Casi guapo.» Se utilizaba en el mundo del espectáculo para designar a aquellos hombres que eran la sombra de los realmente guapos. Estaban bien proporcionados y tenían todos los atributos —color de pelo, altura y demás—, pero había en ellos el grado suficiente de mediocridad como para que no consiguieran hacerse con los papeles protagonistas. La barbilla achatada, los ojos un poco separados, las orejas despegadas de la cabeza. Decidí que Robert Broumas era un «casi guapo».
—Me gustaría saber cómo murió.
—Le responderé a eso enseguida. ¿A qué hora se marchó de casa de su madre?
—Poco después de las seis —respondí, y tuve que contener una mueca de dolor. La señora Castle había dicho que me había visto a las siete.
El detective Broumas pasó hacia atrás algunas hojas de su cuaderno. Se acomodó en la silla y carraspeó. — ¿Fue directamente a su casa? —No.
— ¿Adonde se dirigió?
—La señora Castle le habrá dicho lo mal que estaba mi madre. Y que ayer no la reconoció.
—Así es.
—Sabía que tendría que buscarle una residencia. Y que una vez que se la llevaran no volvería a ver su casa.
Entonces me descubrí llorando. Tenía las mejillas empapadas y me enjugué las lágrimas con la manga del jersey. «Jamás tuvo que marcharse de su casa —sentí ganas de decir—. ¿Se da cuenta de lo importante que era eso para ella?»
—Estuve conduciendo durante mucho rato. Al fin fui a un lugar al que me gusta ir, a pensar.
— ¿Dónde está ese lugar?
—Cerca de unas extensiones de cultivo, subiendo por Yellow Springs Road. Desde —allí se ve la central nuclear de Limerick.
— ¿Cuánto tiempo se quedó allí?
Calculé las horas que había pasado con Hamish y añadí la hora más que había pasado en casa de mi madre.
—Unas tres horas.
— ¿Se quedó sentada, pensando, durante tres horas?
—Me da vergüenza admitir que me quedé dormida. Mi madre puede resultar agotadora.
— ¿Y después se fue a su casa?
—Sí.
— ¿Hizo alguna llamada o habló con alguien?
—No. ¿Me dirá ahora cómo murió mi madre? —No hacía más que acumular mentiras, y era consciente de ello.
—Encontramos su cuerpo en el sótano.
— ¿En el sótano? ¿Acaso se cayó? —me interrumpí. Incluso a mis oídos, mis palabras sonaban falsas.
—Aún no lo sabemos. La autopsia está programada para esta tarde. ¿Cómo iba vestida ayer su madre?
Mencioné la falda que le había cortado, la blusa que le había rasgado y el sujetador descolorido. Ya lo habrían recogido todo del suelo de la cocina.
— ¿Solía vestirse ella sola?
—Sí —respondí.
— ¿Salía mucho de casa?
—Padecía agorafobia. Le costaba un mundo salir de casa.
—Me refiero a si salía al jardín o si bajaba los escalones que hay enfrente de la cocina para sacar la basura, cosas así.
—Era muy terca y no dejaba que la señora Castle y yo lo hiciéramos todo.
Pensé que apenas habíamos empezado, pero tras colocar la delgada cinta roja en la página por la que estaba abierto, el detective Broumas cerró el cuaderno. Me di cuenta de que se relajaba y adoptaba una pose que anunciaba que no estaba de servicio.
— ¿Puedo hacerle una pregunta personal? —dijo.
— ¿Puedo verla?
El detective Broumas se levantó. Yo permanecí sentada en mi silla de modelo.
—Mañana, después de la autopsia —respondió—. ¿Qué tal es esto? —Señaló con un gesto la clase.
— ¿Qué tal es qué? —pregunté.
—Hacer lo que hace para ganarse la vida.
—Tenía la sonrisa fácil.
Lo detestaba. Lo detestaba porque no podía mandarlo a la mierda, porque sabía la clase de interés que tenía. Sincero y también lascivo.
—Como cualquier otro trabajo, solo que mucho más expuesto.
Se rió entre dientes y bajó de la tarima. Lo interpreté como una señal de que podía levantarme.
—Hay algunas personas con las que nos gustaría hablar que todavía no hemos localizado. —Descolgó la chaqueta del caballete y se la puso—. Nos quedan algunas huellas digitales y la de una pisada por analizar. Encontramos una pequeña cantidad de sangre en el porche lateral. Podría ser de su madre. Sabemos que desplazaron el cuerpo.
Bajé de la tarima. Me sentía como si flotara.
Me imaginé desnuda y acurrucada en la bañera del taller de mi padre. Las herramientas y los tornillos que se habían desprendido de la pared se me clavaban en la carne sin vida.
«El frío mata.» Lo había leído en el diario de Jake, garabateado con su letra presurosa. Pensé en mi madre asomada a la ventana de mi habitación cuando era adolescente, podando y volviendo a podar la enredadera que había fuera. El hecho de protegerme del señor Leverton había sido tan importante para ella que se había arriesgado con frecuencia a caerse del segundo piso de su casa. ¿Por qué no tenía miedo? ¿Tanto me quería, o aquello no tenía nada que ver conmigo? ¿Había producido mi nacimiento un acrecentamiento de su miedo?
El agente de uniforme abrió la puerta.
—La dejo con su amiga y con su marido. Oh, lo siento —dijo el detective Broumas—. Su ex marido, ¿no es así?
Asentí con la cabeza. Acababa de bajar de la tarima y ya necesitaba con urgencia una silla. Me apoyé, con la mayor naturalidad de la que fui capaz, contra el borde enmoquetado de la tarima.
—Sí.
— ¿Cuánto tiempo llevan divorciados?
—Más de veinte años —respondí.
—Mucho tiempo.
—Tenemos dos hijas.
—Y siguen lo suficientemente unidos como para que viniera a arreglar la ventana de su madre.
—Sí.
— ¿Desde Santa Bárbara?
—En realidad, ha venido a ver a su…
El detective Broumas me interrumpió.
—Sí, sí, me ha dado un nombre. Vamos, Charlie.
Me incorporé y caminé hacia la puerta. Me acordé del juego de la sombra al que las niñas jugaban de pequeñas, en el que una de ellas caminaba por delante de la otra, girando a la derecha cuando la otra giraba, inclinándose hacia la izquierda cuando la otra se inclinaba, de modo que la que iba delante no lograra ver a la que hacía de sombra.
Vi a Natalie y a Jake hablando en la sala de enfrente. Ambos estaban sentados en la primera fila de la que era una clase más tradicional, en la que se impartía historia del arte y teoría del pensamiento occidental. Los pupitres eran de color amarillo limón pálido y tenían los bordes redondeados.
Vi a los policías alejarse por el pasillo, el detective Broumas unos pasos por detrás de los dos agentes de uniforme. Hablaba por teléfono. Oí que decía «lazo de pelo» con tono autoritario y después la palabra «trenza».
Jake, sentado de cara a la puerta, me vio primero.
Natalie se volvió torpemente y me miró.
—A veces creo que no te conozco —dijo Natalie.
Noté que se me revolvía el estómago. Comencé a hablar pero entonces vi a Jake, que negaba vigorosamente con la cabeza y articulaba un «no» silencioso.
En ese caso, solo había otra cosa a la que Natalie pudiera estar refiriéndose. ¿Por qué se lo habría contado?
—Lo siento —dije.
—Lo conoces desde que era un crío.
No me importaba. Muchos cincuentones se acostaban con treintañeras, y estaba segura de que entre ellos habría quienes habían conocido a sus conquistas desde que eran niñas. Por desgracia, en aquel momento solo pude acordarme de John Ruskin y de la pequeña de diez años Rose la Touche.
—Fue algo mutuo.
—Por favor —escupió Natalie.
Volvió la cabeza hacia la pizarra. Le seguí la mirada. Algún estudiante había aprovechado que la clase estaba vacía para dibujar un gigantesco pene. La caricatura que le hacía una felación se parecía muchísimo a Tanner.
— ¿Te has acostado con Hamish? —preguntó Jake con expresión de incredulidad.
—Ayer por la noche, en el coche de ella —dijo Natalie—. ¡Lo he llamado para contarle lo de tu madre y me ha salido con eso! Dice que está enamorado de ti.
— ¿Le has dicho a la policía que estuve con él? —pregunté, consciente de que aquello contradecía mi versión.
— ¿Eso es lo único que te importa? ¿Es todo lo que vas a decir?
Jake me miraba fijamente.
—Lo llevaste al lugar con vistas a Limerick. —No era una pregunta. Asentí.
El vestido de Natalie, como solía sucederle, se había aflojado y la tela que se solapaba sobre el pecho se había abierto, dejando al descubierto su sujetador y su generoso escote.
Comparada con ella me sentía como una ramita que pudiera partirse con una pisada: quebradiza, frágil, combustible. Pasto del fuego o de la lujuria.
—La autopsia está programada para esta tarde —anuncié—. No la mataron en el lugar en que encontraron el cuerpo.
Natalie se levantó. Caminó hacia mí.
Agaché la cabeza para evitar su mirada.
—Supongo que debería felicitarlo. Hamish llevaba mucho tiempo queriendo estar contigo.
— ¿Y qué me dices de mí? —pregunté.
— ¿La verdad?
—Sí.
—Estoy harta. Harta de vivir en esa estúpida casa, de este trabajo, y estoy saliendo con alguien.
—Un contratista de Downington.
—Por supuesto, no lo apruebas.
—Ahora mismo no estoy en posición de juzgar a nadie. Natalie me posó una mano en la mejilla. Un gesto que, como bien sabía, también era habitual en Hamish.
—Pero lo haces —respondió.
Salimos de la Cabaña de Arte. Mis articulaciones soportaban el dolor de la tensión, producto de los acontecimientos de la noche anterior, las poses y el interrogatorio de la policía. Me moría por salir y regresar al lugar con vistas al roble podrido de detrás del edificio donde había estado por la mañana.
— ¿Te acuerdas de los muñecos de madera de mi padre? —le pregunté a Natalie. Estábamos en el aparcamiento. El coche rojo de Jake refulgía bajo el sol.
—Sí.
Los había visto una vez, poco antes de que por fin derribaran el edificio. Jake los conocía solo de oídas.
—Para él eran más reales que mi madre y que yo. —Me da asco mirarte —dijo.
Hurgó en su bolso en busca de las llaves. No costaba encontrarlas. Como las había perdido en infinidad de ocasiones, Hamish le regaló un llavero coronado por un enorme gato rojo.
Jake trató de llenar el silencio.
—Sarah llega hoy de visita. Me temo que no podremos recibirla con las mejores noticias.
Se había metido las manos en los bolsillos, algo que siempre hacía para tranquilizarse. No sé por qué razón me acordé de la camiseta que llevaba debajo del jersey:
«esto es vida»
.
—Yo me voy a Nueva York con mi contratista. Quiere presentarme a su madre —le dijo a Jake.
A mí no me miraba. De repente me había convertido en la desequilibrada y ellos en los ciudadanos rectos. ¿Había matado a la única persona que, comparada conmigo, me hacía parecer cuerda?
Momentos más tarde estaba acurrucada en el asiento trasero del coche de Jake, igual que la noche anterior lo había estado en el mío. Natalie se había alejado sin despedirse de mí.
—Cuídate —le dijo a Jake.
—Ha sido estupendo volver a verte, Natalie.
—Sí, supongo —respondió.
Jake arrancó y cerré los ojos. Haría el viaje en el asiento de atrás como cuando era pequeña y mi padre conducía y no había nadie en el asiento del copiloto. No le había contado a Natalie lo de mi madre y ahora sabía que no lo haría jamás.
Después de que lo que quedaba de Lambeth fuera derruido para construir una nueva carretera de circunvalación y un centro comercial en las afueras, escribí un verso para mi padre: «Todos han desaparecido, solo quedo yo; y para mí, nada ha desaparecido». No me acordaba de quién lo había dicho ni en qué contexto.
Cuando Jake dejó de dibujarme creí que su fascinación por el modo en que el hielo cubría las hojas o en que las moras aplastadas se mezclaban con la nieve y dejaban un tinte viscoso sería un capricho pasajero. Pensé que volvería a mí. Pero entonces comenzó a hacer figuras de tierra y hielo, palos y huesos, y se olvidó de la carne humana.