Casi la Luna (29 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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—No pasa nada, Helen —dijo Jake—. No pasa nada.

Noté que se arrodillaba a mi lado, su mano apoyada suavemente en mi espalda, después en la nuca. Hice cuanto pude para no sucumbir a su contacto. Sentía que apenas podía respirar, pero tomaba grandes bocanadas de aire. Lloraba, tosía, machacaba el suelo con el puño.

—Helen, por favor.

Me agarró la muñeca y lo miré.

— ¡Lo he estropeado todo! ¡Todo! —grité.

El hombre de la camioneta había subido el volumen de la radio. No dejaban de entrar llamadas a favor de prohibir la inmigración ilegal.

—Tienes que controlarte. Hazlo por las niñas, por mí. ¿Quién sabe? Tal vez no pase nada.

En cierto modo, que no pasara nada me parecía aún peor. Que hubiera tan pocos indicios de que le había entregado mi vida a mi madre que pudiera incluso llegar a matarla y nadie lo descubriera. Al fin y al cabo, yo era insignificante. ¿Era aquel mi escarmiento? ¿O el hecho de que cuando me incorporé y Jake me limpió la cara con su camiseta observara que el hombre de la camioneta había aparcado a un lado, tres espacios más allá para, supuse, no tener que mirarnos mientras almorzaba? Primero me fijé en ello y después vi a una mujer en el vidrio reflectante sujeto a la camioneta. Era yo. Sentada en el suelo de un parque desierto de Pensilvania. Un hombre con el que me había casado, con el que había tenido hijos, intentaba tirar de mí hacia él. Vi el árbol y las barbacoas herrumbrosas y el borde de la carretera a mis espaldas.

14

Jake fue directo a por el vodka, y cuando levantó el cojín del mueble bar me fijé en que el Teléfono Rojo parpadeaba con urgencia por los mensajes acumulados.

— ¿Quieres escucharlos?

—Sí.

Después del mensaje que había dejado Natalie el día anterior había uno de Emily, que decía haber dejado también un mensaje en el otro teléfono.

«Aunque por alguna razón este me parece más apropiado —continuaba el mensaje—. Recuerda que comienza una nueva y emocionante etapa de tu vida. Te llamaré más tarde, cuando haya metido a los niños en la cama.»

—La mitad de lo que dice siempre me suena a bla, bla, bla —comenté.

Jake fue a la cocina a recuperar su vaso.

A continuación había uno de Sarah. Su voz llenó la casa con la fuerza que era habitual en ella.

«¿Mamá? Vete a la mierda, gilipollas. Perdona, mamá, es un desgraciado al que según parece le gustan los culos gordos. Oye, el otro teléfono comunica. Voy de camino a la estación Penn, tomaré el primer tren. Llegaré sobre las dos y media, ¿de acuerdo? Si no puedes venir a recogerme, cruzaré la calle y te esperaré en ese horrible T.G.I. Friday s, si es que sigue allí. Me tomaré unas patatas con queso. ¡Que te largues, gilipollas! Te lo advierto. Perdona, mamá. Dos y media, ¿de acuerdo? Adiós.»

Me acerqué al mueble bar y esperé a que el contestador me dijera qué día y a qué hora había dejado el mensaje. Pensé que aquello marcaría el momento previo a que mis hijas supieran que había matado a su abuela.

Jake se quedó en la puerta del comedor, bebiendo vodka a palo seco en un vaso de zumo.

—Hoy ya vas por la segunda ronda —dije.

—No tengo normas para eso.

Pensé en la caja del sótano, la que contenía las cartas que mi padre me había escrito cuando Jake y yo pasamos dos meses fuera del país poco después de que naciera Emily. La universidad le había concedido a Jake una beca de movilidad y habíamos elegido el destino más tópico: París.

Mientras él visitaba museos o se reunía con otros pintores, yo recorría las calles con Emily colocada en una especie de cabestrillo al estilo centroamericano. Recordé el calor que hacía y lo sola que me había sentido. Aprendí a pedir un surtido de quesos y una cerveza en un bar y a llegar a la librería franco estadounidense. Recorría las mismas quince manzanas todos los días sin hablar con nadie, adormilada por efecto del queso y el lúpulo, con el hombro adolorido por el peso del cabestrillo. Lo más importante, para mí, no era la oportunidad de visitar el Louvre ni de sondar las profundidades de Le Bon Marché, sino las cartas de mi padre en las que me contaba cómo eran sus días, el progreso de su huerto de especias o si había un solo búho o dos, señal de que el primero había recibido la visita de un compañero en los árboles que separaban la casa de la señora Leverton de la suya.

—Eso nos da dos horas —dijo Jake—. Voy a ducharme. ¿Qué le dirás, Helen?

—Aún no lo sé.

—Será mejor que lo pienses. Sarah no es tonta y esto no es como hablar con ella por teléfono.

—Emily —dije. —Llámala.

—No puedo.

—Hazlo —dijo, y salió de la habitación.

Una vez, cuando estaba en Seattle, Emily me mostró cómo sacaba las vitaminas de los botes y las metía en hermosas cajitas de porcelana que dejaba sobre un centro de mesa giratorio de madera de cerezo que había en una de las muchas encimeras de la cocina. Cuando cometí la torpeza de preguntarle cómo sabían los niños dónde estaban sus golosinas, Emily me respondió que el color penetraba en la memoria de los niños con mayor facilidad que las palabras, por lo que Jeanine ya sabía que la caja de porcelana azul era la que contenía sus golosinas.

Emily había ido por delante de mí toda su vida. Aprendió a vestirse y a atarse los cordones de los zapatos antes de que yo estuviera lista para renunciar a esas tareas, y tan pronto como tuvo oportunidad se empeñó en asumir responsabilidades. Si intentaba leerle un cuento o servirle cereales en un tazón, ella me arrancaba de las manos
Harold y el lápiz color morado
o el paquete de cereales y gritaba —con demasiada autoridad, me pareció siempre—: «¡Yo lo hago!».

Oí a Jake en el piso de arriba, en el baño de las niñas. Recordé que solía dejar los pantalones tirados en el suelo, allí donde cayeran. Presté atención al sonido de la hebilla del cinturón y de los bolsillos llenos de monedas al impactar contra el suelo. Cuando lo oí, descolgué el auricular del Teléfono Rojo y marqué el número de Emily.

Sonó tres veces.

No respondieron, pero oí que alguien respiraba al otro lado de la línea.

— ¿Jeanine? Nada.

—Jeanine, soy la abuela. ¿Puedes avisar a mamá? Oí que soltaban el auricular en el suelo o sobre una mesa y el ruido de pequeños pasos que se alejaban.

— ¿Hola? —dije.

Esperé durante lo que me pareció un rato largo.

— ¿Hola? —repetí más fuerte.

Oí el agua de las cañerías por encima de mi cabeza. Jake se estaba duchando. Me fijé en que no había guardado la botella de vodka. Recordé que cuatro años antes había encontrado a mi madre acurrucada en el suelo del armario de la ropa blanca, después de haberla estado buscando por toda la casa.

— ¿Qué haces? —le había preguntado.

—Me escondo.

La había sacado a rastras como si de un animal atrapado debajo de la casa se tratara. Se le había pegado una franja de polvo en el lado izquierdo del cuerpo. Y yo le había sacudido el camisón para limpiársela.

— ¡Deja de pegarme! —había gritado—. ¡Deja de pegarme! Y yo había tenido que recordarle a la señora Castle que se asegurara de cerrar siempre el armario.

—Solo quería cambiar el mantel.

¿Por qué no le había dicho: «No lo entiende… mi madre se esconde en ese armario»?

Me apreté el auricular contra la oreja. Oí voces. Voces que procedían de la televisión. En Seattle, Jeanine estaba viendo la televisión, algún DVD, supuse. Emily y John tenían llenas de ellos las estanterías que yo opinaba que debían estar ocupadas por libros. Cuando le pregunté a John dónde guardaban los libros, se encogió de hombros. «¿Quién tiene tiempo para leer?»

Seguí a la escucha durante un rato. Imaginé las habitaciones. A juzgar por la proximidad del televisor, Jeanine tenía que haber descolgado el teléfono de la cocina. Me pregunté dónde estaría Leo. Emily. Sabía que John estaría trabajando, aleccionando a individuos poco interesados en el medio ambiente sobre las innumerables virtudes del plástico.

—La asfixié en el porche lateral —susurré al auricular. No hubo respuesta—. Le corté la trenza y me la llevé a casa.

Una sintonía de dibujos animados llenó la atmósfera de Seattle. Se oía una persecución.

Colgué el auricular. Pensé en la línea que atravesaba mi cuerpo y se extendía hasta llegar a Leo y a Jeanine. El parecido casi increíble que los ojos de Leo guardaban con los míos. El hecho de que la mandíbula de Jeanine me recordara tanto a la de mi padre. En su risa había parte de mí, y cuando cantaba, como acostumbraba a hacer, me recordaba a mi madre, rompiendo el silencio de casa con sus canciones cuando yo era pequeña.

Subí a mi habitación. Cuando era niña le había dicho a Emily que descendíamos de los Melungeon de Tennessee. Varios años más tarde supo que le había tomado el pelo, pero por un tiempo le hice creer que procedía de aquel extraño y perdido grupo de gente que se había aislado del mundo en las montañas del este de Tennessee. Un día había pasado frente al baño y la había encontrado buscándose alguna señal reveladora en la piel. En Sarah, me dijo, veía la frente ancha, los pómulos y el aspecto «casi asiático», pero en ella no reconocía nada.

En el sótano, junto con las cartas de mi padre, aún estaría el trabajo que Emily había entregado en tercero y en el que su profesora había garabateado un suspenso. Ya no recordaba el nombre de aquella mujer, Barber o Bartlett, algo que empezaba por «B». Había irrumpido en el instituto con el disfraz de mami que había elegido para la ocasión —un holgado pichi de pana y unos llamativos zapatos planos— y me había enfrentado a la profesora de Emily con todo mi poderío. El incidente había resultado en un aprobado para Emily y en la súplica de mi hija de que jamás volviera a hacer nada parecido. Seguía recordando los momentos en que defendía a mis hijas como los más felices de mi vida.

Oí a Jake haciendo gárgaras en la zona de las niñas. El leve olor a almizcle de su loción para después del afeitado me alcanzó mientras cerraba la puerta con llave.

Abrí el largo armario de mi habitación. La mayor parte de la ropa estaba al otro lado de la casa, en el armario que, progresivamente, había pasado de contener los zapatos y la ropa que Emily utilizaba cuando venía de visita a convertirse en el lugar donde almacenaba todo aquello que no me volvería a poner pero de lo que no quería deshacerme. Sin embargo, las bufandas y los jerséis que mi madre había tejido a lo largo de los años, todos ellos asimétricos y desproporcionados, seguían en mi armario, metidos en una vieja bolsa de deporte de Jake. Allí estaba, un bulto verde caqui, mantenido en precario equilibrio sobre las dos cajas que había en la estantería de encima de la barra.

Me subí a un pequeño taburete que Sarah había hecho en clase de carpintería. Le di unos manotazos hasta que cayó rodando. No pensé en lo que hacía. Sabía que iríamos a recoger a Sarah a la estación. Sabía que la policía sabía más de lo que nos decía. Jake tenía razón, todavía quedaba una pequeña posibilidad de que no me descubrieran, pero me había dado cuenta, en algún momento de aquella mañana, de que ya no me importaba si lo hacían o no. Eran mis hijas las que al final tendrían que juzgarme y las dos debían saberlo. No podría engañarlas y tampoco quería hacerlo.

Tiré de la pesada cremallera dorada de la bolsa y saqué el triste montón de labores de punto de mi madre.

«¿Por qué todo lo que teje parece vómito?», preguntó Sarah unas navidades. Las niñas eran ya mayores y aquel año mi madre se había superado a sí misma y les había hecho un abrigo a cada una. Había utilizado una variedad de hilos para formar un diseño estriado que, en efecto, aunque pretendía tener un aire otoñal, parecía más bien intestinal.

Distinguí fácilmente uno de esos abrigos, lo volví a meter en la bolsa y lancé el resto de las labores sobre el archivador que tenía en el rincón. Después eché un vistazo a mi montón de zapatos desordenados y elegí las viejas zapatillas de deporte que me ponía para trabajar en el jardín. Oí que Jake se acercaba por el pasillo. Tres camisas. Encima del tocador, camisetas de felpa, ropa interior, un jersey de cachemir. Llevaba puestos mis mejores vaqueros y metí un segundo par en la bolsa. En el último cajón estaban las enaguas y un chándal de nailon con franjas reflectantes que me había parecido elegante en la tienda. Metí el chándal en la bolsa de deporte y cerré la cremallera.

Jake llamó con suavidad a la puerta.

—Helen, ¿estás despierta?

Solté la bolsa en el suelo y cerré el armario.

—Claro —respondí.

Vi que el pomo se movía. —Está cerrada.

Cuando abrí la puerta Jake tenía los ojos vidriosos y estaba un poco inclinado hacia la derecha.

— ¿Te has llevado el vodka a la ducha? —pregunté, y lo guié de la mano hasta la cama, donde se dejó caer pesadamente.

—Túmbate y cierra los ojos un rato —dije—. Te despertaré cuando tengamos que ir a por Sarah.

Asintió con la cabeza.

—Estoy muy cansado.

—Es normal. ¿Dónde está la botella?

—No bebas, Helen —me advirtió—. Tienes que estar sobria. Sonreí.

—Ya lo sé. Solo quiero dejarla en su sitio.

—Deberíamos llamar a Fin. Fin podría ayudarnos.

Le puse una mano en el pecho y empujé. Cayó de espaldas sobre la cama. Entonces levantó las rodillas y se acurrucó entre el revoltijo de sábanas.

—Eres un encanto —dije.

—A Milo y a Grace les gusta lamer la cara —dijo—. Y a Fin no le gusta.

Agarré una almohada y se la coloqué debajo de la cabeza. —Duerme un poco —dije.

Momentos después oí que su respiración dejaba paso a unos suaves ronquidos. Me acerqué para tocarlo. Recordé que me había olvidado de meter calcetines en la bolsa pero no quería arriesgarme a despertarlo. Caminé de puntillas hacia el armario, levanté la bolsa, me dirigí a las escaleras por el pasillo de atrás —«¿Quién sabe? ¿Caracas, tal vez?»—, y llegué al garaje. Encajé la bolsa entre la cortacésped y los cubos de plástico de la última vez que había pintado la casa. Allí nadie la vería.

Había preparado con antelación una bolsa para ir al hospital poco antes de nacer Sarah. Me había llevado un día entero. Cepillo de dientes nuevo, camisón nuevo e incluso una polvera, porque en todas las fotos en que aparecía con Emily en brazos tenía la cara brillante por el sudor. Había sido una de las pocas madres, dijo el médico, que había tenido más problemas en el segundo parto que en el primero.

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