— ¡No jodas! —chilló Sarah.
—Es verdad.
— ¿Nuestro Hamish, el rubito patoso?
—Sí.
— ¿Y esa es tu debilidad moral? Tengo que admitir que no es lo más normal del mundo, pero me parece genial, en serio, genial.
Seguimos caminando. Forche terminaba tras aquel tramo de carretera que siempre había visto desde el coche. A partir de allí el asfalto daba paso a un camino de tierra.
— ¿Y eso es todo? —preguntó Sarah.
—No.
—Bueno, ¿qué más?
—Tu abuela está muerta.
— ¿Qué?
—Murió anoche y llamé a tu padre.
Sarah me agarró por el brazo.
—Mamá, eso es muy fuerte. ¿Estabas con ella?
—No estamos andando —respondí.
— ¿Sí o no?
—Sí.
Sarah tiró de mí hacia ella y trató de abrazarme. Pese a sus genes, siempre había sido muy dada al contacto físico. Cuando eran pequeñas Emily la llamaba «la invasora» porque Sarah no apreciaba la diferencia entre cerca y demasiado cerca.
—Eres un saco de huesos —dijo.
Me aparté y la miré. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas y supe que no tardarían en rodar.
—Y tú eres mi preciosa hija.
—Mamá, no pasa nada. Hiciste todo lo que pudiste por ella.
—Me ofreció su cerveza pero la rechacé.
—La maté, Sarah.
—Eso es ridículo. Siempre te chupó la sangre.
—No digas eso.
—Lo siento. Y siento que haya muerto, pero vamos, mamá, siempre te sacrificaste por ella.
—No lo estás entendiendo —dije.
Me separé de su abrazo y me volví para mirar el coche. Habíamos bajado tanto que no se veía la carretera.
Los campos eran de maíz o de cebada. Me había pasado la vida rodeada de ellos, pero para mí no eran más que trozos de tierra coloreada, que me gustaban porque sobre ellos no se levantaban edificios. Nunca había conocido a un granjero.
—Escucha, lo siento. Sé que la querías, pero tanto Emily como yo creemos que por su culpa no viviste tu vida.
—Viví mi vida. Os tuve a vosotras.
Guardó silencio durante unos segundos.
— ¿Y papá ha venido desde tan lejos porque la abuela ha muerto?
Había algo que no le encajaba.
—Sí.
—Pero papá la odiaba.
—Ese no es el motivo.
— ¿Y cuál es?
—Ya te lo he dicho. Yo —dije muy despacio, llevándome la mano al pecho— la maté.
Me di cuenta de que comenzaba a entenderlo. Y no podía hacer nada por ella. Para aquella herida no había tintura de yodo, ni spray, ni pomada cicatrizante.
— ¿Que tú qué?
—La asfixié con una toalla.
Sarah retrocedió unos pasos y soltó la lata de cerveza.
—Tu abuela vivía fuera de este mundo —dije. Recordé los ojos de mi madre mirándome, los rubíes de sus anillos centelleando bajo la luz del porche y el ruido de la nariz al romperse—. No creo ni siquiera que supiera que era yo.
—No digas más.
—La policía lo está investigando. La señora Leverton ha muerto esta mañana cuando se la llevaban en ambulancia.
—Mamá, ¡cállate! ¿Qué estás diciendo?
—Que he matado a mi madre.
Sarah recogió la lata de cerveza y comenzó a caminar hacia el coche.
—Sarah, hay algo más. Se volvió.
— ¿Más?
De repente me sentí embriagada.
—Tu abuelo se suicidó.
— ¿Qué?
—Mi padre se suicidó… tu abuelo.
—Estás sonriendo —dijo Sarah—. ¿Te das cuenta de lo enferma que pareces?
—Me alegro de que por fin sepas la verdad. —Avancé hacia ella. Se le había aflojado un clip en forma de mariposa—. Tu padre lo sabe, pero decidimos que no debíais saberlo, ni tú ni Emily. —Alargué un brazo para ajustarle el clip pero Sarah dio un respingo—. Cariño… —Bajé el brazo.
Se llevó una mano a la cabeza y se arrancó el clip, enredado en un mechón de pelo.
—No hagas eso —dije.
— ¿Cómo lo hizo?
—Se disparó.
— ¿Y tú la culpaste a ella?
—Al principio.
— ¿Y después?
—Era mi madre, Sarah. Estaba enferma, ya lo sabes.
—No sé nada. Has dicho algo de la policía.
—El hecho es que la señora Castle la encontró y estaba, bueno…
— ¿Sí?
—La lavé.
Sarah contrajo el rostro, los labios arrugados como si estuviera a punto de vomitar. — ¿Antes o después?
—Después.
— ¡Oh, Dios mío! —exclamó.
Se alejó de mí pero en aquella ocasión por la carretera llena de baches, en dirección a los bosques que había al otro lado.
—Hay garrapatas —dije. Volvió con paso decidido.
— ¿Has matado a la abuela y piensas en la enfermedad de Lyme?
—Se lo había hecho encima. Sabía que no querría que nadie la viera de aquel modo.
Me miró fijamente. Tardé unos segundos en darme cuenta.
—Antes —aclaré—. Se ensució por la tarde. Tuve que pensar cómo lavarla antes de llamar a la residencia. De ahí las toallas.
—Quiero ver a papá.
—Quería decírtelo yo misma. Me parecía importante.
—Ya me lo has dicho. —Tiró la lata al suelo, la aplastó con el pie y después se la metió en el bolsillo—. Ahora larguémonos de aquí.
Se volvió con un movimiento brusco y un segundo después estaba en el suelo. La miré allí tendida. Recordé a mi madre. Al pequeño Leo chocando contra el borde de la silla.
—Cariño —dije, de pie junto a ella.
—Es el puto tobillo.
— ¿Te lo has roto?
—No —respondió—. Pero si te apetece, ya lo sabes…
—Sarah.
—Es broma —dijo con voz apagada—. ¿Lo pillas? Ja, ja.
—Puedes apoyarte en mí para llegar al coche.
—Diríamos que ahora mismo no me apetece que me toques.
Aun así la ayudé a levantarse, pero sabía que después de tres o cuatro saltos tendría que sentarse.
— ¿Puedes llegar a ese tronco? Descansaremos un rato.
Estaba a punto de anochecer y los animales, hasta entonces dormidos en los bosques que se abrían a nuestras espaldas, no tardarían en cobrar vida. Siempre me había gustado el otoño. Los días eran más cortos, lo que lo convertía en una estación más piadosa que la primavera o el verano.
Nos sentamos en un árbol que daba la impresión de llevar años caído y de haber bloqueado el acceso a la carretera antes de que alguien lo apartara a un lado. Una parte de mí quería seguir avanzando para ver quién o qué habitaba al final de Forche Lane.
Permanecimos en silencio. Sarah sacó la otra lata de cerveza y levantó la anilla. Mientras ella bebía yo miraba el pedazo de suelo que tenía entre los pies.
—Emily todavía no lo sabe —dije—. Tu padre le ha contado que la abuela ha muerto pero no le ha dicho cómo. Después fui a casa de Natalie, pero no estaba. Sale con alguien y parece que va en serio. Hamish cree que se casarán. El estaba en casa. Necesitaba estar con alguien, Sarah, así que hicimos el amor. No me siento orgullosa de nada de esto.
Oí el sonido de su respiración. Imaginé cómo sería mi vida si decidiera no volver a dirigirme la palabra. Pensé en el dolor que le había causado a mi madre con ello.
—Aunque tampoco me avergüenzo. No sé explicarlo. Sabía que estaba llegando al final pero, cuando por fin me di cuenta, hacer lo que hice me pareció lo más normal del mundo. Abrió los ojos, pero no era ella; era su cerebro reptiliano… puro instinto de supervivencia. Sé que está mal, pero no me arrepiento.
— ¿La poli lo sabe?
—Creo que sí.
—Me quedaré contigo, si quieres —dijo Sarah.
— ¿Cómo? —La mire. También ella tenía la mirada clavada en el suelo.
—Las cosas no me están saliendo bien en Nueva York.
— ¿Y tu sueño de cantar?
—Estoy sin blanca. Podría quedarme a tu lado y echarte una mano. Con lo de la poli y todo eso.
En uno o dos días saldría de casa, metería la bolsa en el coche y enfilaría la carretera después de decir que no tardaría en volver.
De repente me vi caminando por las calles de otro país. Niños consumidos por la pobreza me pedían que echara dinero en las bolsas de plástico que sostenían. Dando golpes contra mi escuálido cuerpo, por debajo de la ropa holgada, había también bolsas, bolsas de todo tipo, llenas de mis fluidos, que entraban y salían, sondas que introducían y expulsaban mierda y orina, suero y sangre, y remedios ilegales: huesos machacados de animales, huesos de frutas mezclados con líquidos en un mortero y caldos que bebía y nunca me saciaban la sed.
—Creo que por ahora no deberíamos decidir nada —dije—. Ya veremos qué sucede en los próximos días.
Me levanté y le ofrecí una mano. Sarah se apoyó en ella y se incorporó tambaleándose.
— ¿Mejor?
—Lo bastante bien.
Mientras subíamos lentamente la pendiente de camino al coche tuve la sensación de que alguien nos espiaba a nuestras espaldas. Como si la señora Leverton y miles de espíritus habitaran los bosques, avanzando detrás de nosotras para ver a la mujer que había matado a su madre del mismo modo que cualquiera apagaría la luz de una habitación vacía.
—No llegué a conocer bien al abuelo'—dijo Sarah cuando ya divisábamos el coche.
—Odio la frase «Eso nunca se supera», pero no es sencillo. No se olvida.
— ¿Y a la abuela?
—Perdió la conexión con el mundo —respondí—. Y yo se la devolví.
—No, preguntaba si la querías.
Nos detuvimos unos segundos antes de cruzar la carretera.
—Esa pregunta tampoco es sencilla.
—Si tuvieras que responder, si te lo preguntaran en un tribunal… «No lo sé», pensé. —Diría que sí —respondí.
Llegamos al coche y le abrí la puerta a Sarah. Oí un gorgorito melódico.
—Es el mío —dijo, y se sacó el móvil del bolsillo.
—Tu abuela creía que el móvil que le regalé era una granada.
—Ya lo sé.
Rodeé el coche y me senté al volante.
—Es papá —dijo, una vez sentada a mi lado—. Me ha mandado un mensaje.
Levantó el teléfono para mostrarme la pantalla. No presté atención a su cara y me concentré en las palabras de Jake. «Helen, orden de registro», se leía.
Imaginé a Jake en el baño del piso de abajo, sin hablar por miedo a que lo oyeran.
Sarah volvió a guardarse el móvil en el bolsillo.
—Deberíamos ir a casa —dijo.
— ¿Puedes conducir?
—No tal y como tengo el tobillo.
—Está bien.
Arranqué y di media vuelta como si regresara al Ironsmith. «Puedo dejar allí a Sarah», fue el primer pensamiento que me asaltó. Pero ¿qué le diría? ¿Que quería enfrentarme sola a la policía? No se lo tragaría. Sabía que no me perdería de vista ni por un instante. Por razones que, me temía, no le acarrearían nada bueno, como que era su madre y la necesitaba, se pegaría a mí como una lapa.
Natalie estaba en Nueva York. Por tanto, Hamish estaba solo. Jake me había dicho que tenía amigos en Suiza, en una ciudad que se llamaba Aurigeno. Se había tomado la molestia de deletrearlo. Pero no tenía pasaporte. Hacía años que me había caducado.
—Estás yendo por el camino más largo —comentó Sarah.
—Siempre lo hago.
— ¿Tienes miedo? —Como no respondí, lo hizo ella—. Yo sí.
Pasamos frente a un complejo empresarial en cuya zona ajardinada se veían parcelas de césped que aún conservaban el diseño de tablero de ajedrez. Ahora los hacían mejor que cuando las niñas eran pequeñas. Nada de cajones de metal rodeados por las curvas pronunciadas de la carretera cercana. Ahora había árboles adultos que llegaban al lugar a camionadas.
La gente salía de los edificios y se acercaba a sus coches. Esperaría a que se hiciera de noche, cuando solo quedaran los guardias de seguridad. Aparcaría el coche y entraría sin ser vista. Virginia Woolf se había adentrado en el río Ouse. Helen Knightly, en el falso estanque del Centro Corporativo Chester.
No quería dejar a mis hijas. Las había querido desde el primer momento. Eran mi riqueza y mi refugio, algo que proteger y algo que me protegía.
En la distancia vi un rótulo de neón que me resultaba familiar.
—Tengo que ir al baño —dije—. Voy a aparcar allí.
El Easy Joe's estaba lleno de una multitud canosa que aprovechaba la hora feliz hinchándose de alcohol barato con el que enmascarar el sabor de la comida. La entrada de alguien de mi edad, sin la compañía de un progenitor, era todo un acontecimiento. Cuando apareció Sarah todos enmudecieron. Era la antítesis de un bar de moteros, pero podías llegar a sentirte igual de incómoda. Lo que me interesaba del Easy Joe's era que había un teléfono junto a los baños y una puerta de salida en la parte trasera.
Dejé a Sarah subida a un taburete aterciopelado frente a un espejo del que colgaban estanterías llenas de alcohol.
—Puede que tarde un rato. Tengo que reponerme.
— ¿Pido algo?
Abrí el monedero. Iba a necesitar todo el dinero que tenía, pero nunca había sido tacaña con mi hija pequeña. — ¿Bastará uno de veinte? — ¿Quieres algo?
—Lavarme la cara. Volveré a buscarte —dije, y dejé las llaves de Jake en la barra. — ¿Mamá?
—Te quiero, Sarah —respondí, y alcé un brazo para acariciarle el pelo y la mejilla.
—Todo saldrá bien, mamá. Papá está aquí para ayudarte.
—Oye, ¿tienes por ahí ese clip de mariposa? —pregunté ilusionada.
Se llevó una mano al bolsillo y me lo enseñó. Se lo quité de la mano.
—Me traerá suerte —dije, sosteniéndolo en alto. Sabía que estaba a punto de llorar, de modo que di media vuelta y doblé a toda prisa la esquina del bar.
Cuando llegué al teléfono metí unas monedas y marqué el número.
—Hamish, soy Helen. ¿Podrías venir a recogerme? — ¿Dónde estás?
Pensé con rapidez. Podía llegar fácilmente a pie. —Industrias Vanguard. En veinte minutos. —Verás, mi madre me ha contado lo de tu madre. Apoyé la cabeza contra la superficie reflectante del teléfono. Empujé con fuerza contra el botón de devolución de monedas. —Sí. Vanguard. ¿De acuerdo?
—Allí estaré.
Colgué el auricular. El ruido de voces procedente de la zona del restaurante a mis espaldas se volvió más intenso.
Sin mirar atrás, seguí por el pasillo hacia los baños de las «Vaquillas» y los «Toros», con lo que se debía querer insinuar que las mujeres eran vacas salvajes. La puerta trasera se mantenía abierta gracias a un viejo cajón gris de leche colocado de lado. Con cuidado, pasé por encima y empujé la puerta lo justo para poder desrizarme al otro lado. Había unos cuantos coches viejos aparcados de espaldas a la puerta —«Del personal de cocina», pensé—, y un contenedor en el límite de la zona de aparcamiento, junto a la hierba y los árboles que se veían más allá. Cuando comencé a subir la pendiente me fijé en que encima del contenedor había una bolsa de papel. Estaba abierta. En su interior algunos panecillos, tal vez del día anterior. Por primera vez pensé: «¿Cómo voy a vivir?», y me vi al mes, a los dos meses a partir de aquel momento, agarrando una bolsa como aquella y escapando con ella.