Casi la Luna (28 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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Emily descubrió una de sus vulgares primeras esculturas y se quedó maravillada. Estaba hecha de una mezcla de hierbas y tierra, la hierba seca del invierno como estructura de paja para evitar que el barro se desparramara. De no haber sido por el entusiasmo de Emily, me habría protegido una mano con algo y la habría tirado al váter. Me parecía un pedazo de mierda de lo más particular, allí de pie, detrás de la taza. Pero como Emily me había hecho ponerme de rodillas, y la había llamado «bonita», tuve ocasión de fijarme bien.

Jake había hecho una pequeña escultura. Mientras la observaba con la boca abierta, Emily, hasta entonces de rodillas junto a mí, cambió rápidamente de posición como solo podía hacerlo el cuerpo de un niño, se sentó con las piernas extendidas y comenzó a darse palmadas de alegría en los muslos rollizos.

— ¡Papi! —gritó.

—Le tiene miedo al váter, Helen —dijo Jake más tarde, cuando ya había recogido el ofensivo objeto y lo había colocado en la pequeña bandeja de cerámica en la que dejaba las llaves y las monedas al llegar a casa.

— ¿Y es así como te propones quitárselo? ¿Haciendo burros de mierda?

—Es barro, y se supone que es un dragón.

Por aquella época, si quería hablar con él tenía que detenerlo en algún punto entre la puerta de la pequeña casa que habíamos alquilado y la ducha. Empezaba a desvestirse en la entrada, quitándose capas de bufandas y sombreros, la parka, el chaleco y las camisas a cuadros de lana gruesa, de modo que cuando llegaba a la habitación tenía ya el aspecto de una persona normal lista para sentarse a la mesa.

Aquel día lo había perseguido desde la puerta hasta la habitación, sosteniendo en alto la bandeja de cerámica en la que se apoyaba la escultura.

— ¿Le ha gustado? —preguntó cuando llegábamos a la habitación. Llevaba su viejo jersey de lana encima de otro de cuello alto, y lo sabía porque todas las mañanas, en la penumbra, lo observaba mientras se vestía, capas ocultas de camisetas y calzoncillos largos. Lo primero que se quitaba al entrar en casa eran las botas, pero su mitad inferior seguía cubierta por los viejos pantalones militares que se había comprado en un establecimiento de restos de serie y unos tupidos calcetines de lana con aspecto de raspar como un cactus que le obligaban a ponerse un forro entre ellos y los pies, cuarteados por el frío. En las manos no llevaba protección, seguro de que con el tiempo se acostumbrarían al frío y él se volvería más diestro, podría pasar más horas fuera y sería capaz de trabajar más los detalles de sus obras.

—Pues claro que le ha gustado —respondí negándome a señalar lo evidente, es decir, que a cualquier niño, por asustadizo que fuera, le encantaría encontrarse un animal de barro junto a la taza de un váter semi impoluto.

Se volvió hacia mí. Tenía las mejillas permanentemente encendidas allí donde le daba el aire, entre la gorra de lana, encajada hasta las cejas, y la bufanda, que se anudaba a la altura de la nariz. Sus ojos azules, un tanto llorosos por el calor que emanaba del suelo de la casa, me parecieron transparentes.

—Eso es lo único que pretendía. Hacerla reír cuando se encontrara cara a cara con esa cosa.

No podía decirle que estaba celosa, no de mi hija, sino de los objetos que había empezado a hacer, como tampoco podía rogarle que siguiera dibujándome.

Se quitó de una vez todas las capas de camisetas y ropa interior afelpada y las lanzó sobre la cama, después se dirigió al baño y abrió el grifo de la ducha. Lo seguí hasta el plato de la ducha, vestida de arriba abajo.

— ¿Qué haces, Helen? —preguntó entre risas.

—Fóllame —respondí.

No me planteaba qué me estaba sucediendo. Había empezado a perseguir a mi marido como alguna vez había perseguido a mi madre, intentando estar a su altura, una niña sombra que se esforzaba por ser lo que creía que ellos querían que fuera.

Noté que Jake cruzaba el badén que había justo antes de llegar a la puerta principal de Westmore.

—Siéntate y habla conmigo —dijo—. Sé que estás despierta.

Me incorporé apoyando el brazo en el asiento como si estuviera en clase de yoga y abandoné la posición del cadáver, muy apropiada en aquella situación.

Me miró por el retrovisor.

— ¿O sea que después de asfixiar a tu madre decidiste seducir al hijo de Natalie? ¿En ese orden?

—Sí.

Jake meneó la cabeza.

—Ahora te dedicas a jugar con niños.

—Tiene treinta años.

—Bueno, la mía tiene treinta y tres —dijo.

— ¿La tuya?

—Se llama Fin.

— ¿Fin? ¿Qué clase de nombre es ese?

—El mejor nombre posible, si tenemos en cuenta que su padre le puso Finea y la llamaba Fini. Trabaja en el museo de arte de Santa Bárbara.

— ¿Y cómo es? —pregunté.

— ¿No deberíamos hablar de otro tema?

— ¿Como la cárcel?

—Como de qué vamos a decirle a Sarah.

Aparcó al otro lado del Burger King. Había una tienda en la que nunca había entrado que se llamaba Four Corners.

— ¿Quieres algo? —preguntó. Negué con la cabeza.

Me fijé en que Jake le sujetaba la puerta a una joven madre que empujaba un carrito y llevaba otro niño en brazos, y recordé que mi madre le había dado mi número de teléfono al hombre que había cavado los canales de drenaje aquella primavera.

—Te tengo dicho que no des mi número sin preguntármelo antes —le dije. En aquel momento el hombre ya me había llamado tres veces.

—Tu sórdida vida es tu sórdida vida. Si no te gusta no deberías vivirla.

Fue así de sencillo. Se quedó de pie en su cocina y me lanzó la invitación velada de que terminara con mi vida. ¿Cuándo era consciente y cuándo no de lo que decía?

Me pregunté qué ritmo sonaba en el interior de la cabeza de mi padre cuando levantó la pistola. Se había caído de frente por las escaleras, la sangre dibujando un arco ascendente y formando un reguero cada vez menos intenso a lo largo de la ondulante superficie de la escalera. Lo había hecho delante de ella. ¿Le habría rogado mi madre que se detuviera o le habría rogado que lo hiciera, dirigiendo sus pensamientos como un policía de tráfico?

Bajé del coche y cerré la puerta. Vi que Jake salía de la tienda.

—Cigarrillos —dijo—. Este es el efecto que tienes sobre mí. Sube.

En aquella ocasión me senté a su lado.

Cerró la puerta.

—Esta mañana he visto un parque a la salida de la carretera, a medio camino entre aquí y tu casa. Necesitamos ir a un lugar en el que podamos hablar.

Asentí mientras arrancaba.

—La señora Leverton habría sido una testigo —dije cuando avanzábamos de nuevo por la carretera—. Nos vio a las dos ayer por la noche en el porche lateral. Estuve allí con mamá antes de usar la toalla.

Jake guardó silencio. Sentí la brisa de la noche anterior. Vi las ramas de los árboles que ondeaban al viento, la luz sobre la puerta trasera de Cari Fletcher, los sonidos sordos de su radio. ¿Había estado su hija, Madeline, con él esa noche? ¿Habría visto algo?

—Ahí está el parque del que te he hablado —dijo Jake.

Salimos de la carretera y tomamos la ruta de acceso hasta llegar a un pequeño parque triste lleno de mesas de madera y basura. Daba la impresión de que las parrillas de hierro forjado que descansaban sobre los bloques de cemento llevaban muchos años sin que nadie las utilizara. Aparcamos en la pendiente y salimos del coche.

—Pensilvania me deprime —dijo Jake.

—Puede que pase lo que me queda de vida en Pensilvania.

Jake se plantó sobre un trozo de tierra cubierto de hierba y malezas y arrancó el celofán de su paquete de Camel. — ¿Quieres uno?

—No, gracias —respondí—. Ya tendré tiempo de viciarme en la prisión de Graterford o en su equivalente para mujeres.

—Joder. —Dio una larga calada al cigarrillo, casi como si fuera un porro, y expelió el humo por la nariz en lugar de por la boca—. Creo que lo saben, Helen. Tenemos que decidir qué vamos a decir.

— ¿Te casarás con Fin? —pregunté.

—Helen, estamos hablando de nuestro futuro ingreso en prisión.

—Del mío.

—La ventana, la coartada compartida, ¿me sigues?

—Cuéntales la verdad si tienes que hacerlo. No te pasará nada.

—No.

—Tiene sentido. Fui yo quien la mató. Tú solo entraste para asegurarte de que estaba bien.

—Me hicieron preguntas sobre tu estado mental —dijo, mirando distraído el cigarrillo como si alguien se lo hubiera colocado en la mano.

— ¿Qué dijiste?

—Que estás totalmente cuerda.

Se acercó a mí y me rodeó con un brazo. Me estrechó contra él y me acomodé en su cuerpo, mi hombro encajado debajo de su axila como en tantas ocasiones.

—Eres…

— ¿Soy qué? —pregunté.

—Increíble. Siempre lo has sido.

Frente a nosotros, entre dos barbacoas en desuso, se levantaba un pequeño árbol joven que el ayuntamiento había plantado hacía poco. Recordé haber leído algo sobre una discusión acerca de los pros y los contras; embellecer el entorno con árboles contra la opción de invertir más dinero en las escuelas. Un soporte metálico rodeaba el tronco de aquel árbol, y me pregunté si alguien se acordaría de retirarlo antes de que estrangulara lentamente al árbol.

—Pobre infeliz —dijo Jake.

— ¿Yo o el árbol?

—Tu padre, en realidad. ¿Pensaste que te casabas con él cuando lo hiciste conmigo?

—Quería tu atención.

—La tuviste —respondió.

—Por muy poco tiempo.

—Era mi trabajo. No tenía nada que ver contigo.

Agachó la cabeza y nuestros labios se encontraron. Nos besamos de manera que, aunque fugazmente, hizo que me sintiera elevarme por encima del mundo en que la disciplina y la furia, el valor y la determinación me habían guiado durante semanas y años. Después se quedó mirándome.

—Tendré que contarles todo lo que sé.

—Creo que deberías.

— ¿Y qué hay de las niñas?

—Yo se lo diré a Sarah —dije—. Y a Emily.

—Emily no lo entenderá, ya lo sabes.

— ¿Crees que le importará que fuera tan mayor?

— ¿A Emily?

—A la policía.

—No hay ningún atenuante de ese tipo, que yo sepa. Supongo que depende de cómo lo enfoque el abogado.

—No conozco a ningún abogado.

—No pensemos en eso ahora, ¿de acuerdo?

—Debería haber continuado yendo a terapia —dije.

— ¿Por qué lo dejaste?

—Las estanterías de aquel hombre estaban llenas de libros de I.B. Singer, y las estatuas moldeadas a la cera perdida que adornaban las mesas eran estilo Holocausto. Montones de troncos de gente torturada envueltos en alambre de espino y clavados en palos. Yo estaba allí, hablándole de mi madre, y cada vez que levantaba la vista me encontraba con la presencia amenazante de un torso sin brazos ni piernas.

Jake se rió. Avanzamos hacia el árbol y nos sentamos en el suelo cubierto de maleza. Encendió otro cigarrillo.

—Además, le encantaban los juegos de palabras. Le hablé de la ciudad de mi padre, de la inundación, y él me miró con los ojos fuera de las órbitas, como si fuera un gato con un ratón, y dijo: «Eso es,
¡desahóguese!».

— ¿Cómo? —preguntó Jake.

—Lo que oyes. ¿De qué me servía a mí eso? Me gasté miles de dólares y solo sirvió para que le cogiera manía a Philip Roth.

—Hay otros psicoterapeutas.

Empecé a arrancar la hierba que tenía debajo, algo que una vez le había dicho a Sarah que no debía hacer.

—Yo también recurrí a alguien durante un tiempo —dijo Jake—. Una pista: llevaba leotardos a lo Pipi Calzaslargas.

— ¿Frances Ryan? ¿Fuiste a ver a Frances Ryan? —Me quedé mirándolo con incredulidad.

—Me ayudó cuando te marchaste.

Frances Ryan se había licenciado en la Universidad de Madison mientras nosotros estuvimos allí. Todo el mundo la conocía por sus inconfundibles leotardos.

— ¿Aún los lleva?

—Hace por lo menos diez años que no la veo. No creo que esos leotardos funcionen pasados los cuarenta.

—Yo creo que no han funcionado jamás.

—Mejor que los torsos de mártires —dijo Jake pasándome el cigarrillo.

Aparte del asesinato y la seducción, en los últimos tiempos había limitado mis vicios hasta tal extremo que una sola calada bastó para marearme de inmediato. En terapia había trabajado el autodominio, hasta que un fin de semana fui a la frutería y comencé a aporrear melones. Sostuve un cantalupo entre las manos y tuve la sensación de estar sosteniendo mi cabeza. El terapeuta había fisgoneado en mi interior hasta dejarme el cerebro hecho papilla.

— ¿Qué hacemos ahora? —pregunté.

—Ir a recoger a Sarah. Ponernos en marcha. Creo que es lo único que podemos hacer hasta que se pongan en contacto con nosotros.

—O entregarnos.

A nuestras espaldas oímos que aparcaba un coche. Ambos nos volvimos. Era una camioneta que llevaba dos paneles de vidrio reflectante sujetos a la parte de atrás. El conductor apagó el motor pero dejó la radio conectada. Se oía un programa de llamadas en directo. El rencor se filtraba a través de las ventanas abiertas. —Hora de comer —dijo Jake.

Lo observé mientras terminaba de fumar. Pensé que siempre me había parecido ridículo con un cigarrillo, algo femenino, como si declamara tumbado en un diván.

—Entonces, ¿te casarás con Fin?

Jake consideró la pregunta unos segundos.

—Es probable que no —respondió.

— ¿Por qué?

—Es eficiente.

— ¿Qué significa eso?

—Se le da muy bien organizar cenas y viajes.

— ¿Y alimentar a perros?

—Hace mucho tiempo decidí trasladarles todo mi cariño.

— ¿A Milo y a Grace?

—A los animales en general.

—Eso no es propio de ti.

—Ya ves cómo he terminado. —Sonrió—. Además, me gusta demasiado pasarlo mal. Ya lo sabes.

—Pobre infeliz —dije.

Me miró. Tenía los ojos como nunca antes se los había visto, como si se los hubieran reventado, aplastados por el peso de mi existencia.

—Yo te quería, Helen.

Lo que le había hecho, no solo a mi madre sino a todo el mundo, me pareció de repente infinito.

Emergió antes de que pudiera detenerlo. Un graznido estridente y roto, cercano al sonido de las arcadas, y después, de la nada, la cara cubierta de lágrimas. Mis senos nasales se inundaron, y la boca y la nariz se me llenaron de saliva, de flema. No podía esconderme, de modo que me cubrí la cabeza con las manos y me incliné hacia un lado para enterrar la cara en el suelo.

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