—Lo descubrirán, ¿verdad?
—Es probable. Sí.
— ¿Cuándo?
—No lo sé. Pronto.
—Ojalá hubiera muerto con ella.
No esperaba decir algo así, ni siquiera sentirlo, pero allí estaba. Jake no respondió y de repente me pregunté si lo había dicho en alto o solo para mí. No volvería a ver a mi madre. No volvería a cepillarle el pelo ni a pintarle las uñas.
—El veneno y las medicinas vienen a ser lo mismo, todo depende de la dosis —dije—. Lo leí en un folleto mientras esperaba que mi madre saliera de su visita con el médico.
No le dije que creía que también podía aplicarse al amor. Quería tocarlo pero temía que se apartara.
—Al final ya le costaba menos salir de casa. Podía llevarla al médico envuelta tan solo en una toalla. Le costó cuarenta años, pero al fin se pasó de las mantas a las toallas de baño —dije.
Jake estaba pensando y yo miraba al frente, a la pequeña tapia de cemento que cercaba el aparcamiento.
Siempre tardaba unos momentos en reconocerlo sin su perro. Había perdido al último de sus cinco King Charles spaniels hacía dos años y había decidido que era demasiado mayor para hacerse cargo de otro. «Los perros no entienden que los abandonemos», me había dicho un día que me encontré con él frente a la casa de mi madre.
—Ahí está el señor Forrest —dije, señalando al atildado anciano al otro lado de la tapia.
—Sí, su único amigo —dijo Jake.
En la lejanía, vi que metían a la señora Leverton en la ambulancia. Un paramédico sostenía un gotero de algún tipo y alcancé a verle la cabeza, que le asomaba por encima de las sábanas. En ese momento apareció un Mercedes gris ahumado del que bajó el ricachón de su hijo. El señor Forrest seguía observando la escena desde lo alto de la montaña que tenía frente a mí. Vestía unos pantalones de pana con la raya bien planchada y una chaqueta de franela gris debajo de la cual parecía llevar varias capas de suéteres y jerséis de cuello alto para protegerse del frío de aquellos impredecibles días de otoño. Y una bufanda de cachemir, porque era un fanático del cachemir, anudada al cuello. Tenía por lo menos setenta y cinco años, no cabía duda. Poco después de que mi padre se suicidara había dejado de venir a casa a ver a mi madre.
—Creo que deberíamos irnos —dijo Jake.
Yo seguía mirando al señor Forrest. Como si lo hubiera notado, volvió la cabeza hacia nosotros. Llevaba las mismas gafas de siempre —cuadradas, de gruesa montura de concha— y estoy segura de que me vio a través del cristal ligeramente tintado del parabrisas del coche que no era mío. Le sostuve la mirada y tragué saliva.
— ¿Me has oído? —preguntó Jake—. Quiero que des marcha atrás y que tomes el camino por el que hemos venido. El del atajo.
Fue uno de los gestos más sutiles que hubiera visto jamás, aquel movimiento de cabeza del señor Forrest en mi dirección.
—Está bien —dije, y arranqué. Salí marcha atrás muy despacio y nos alejamos de allí.
No le dije nada a Jake sobre el señor Forrest. Comenzaba a crecer en mí un sentimiento de fatalidad, pero al mismo tiempo no quería anticipar acontecimientos.
—Tú irás a Westmore y yo llamaré a Sarah.
— ¿Y qué le dirás? —pregunté. —Nada, Helen. ¡No lo sé!
Conduje junto a las vías del tren hasta llegar a la carretera que se alejaba de la ciudad. Parecíamos fugitivos. Lo odiaba. Odiaba con todas mis fuerzas que incluso muerta mi madre siguiera ejerciendo tanto control sobre mí. Unos metros más adelante, vi un banco de grava y me dirigí hacia él. El coche dio unas sacudidas y después se detuvo.
— ¿Qué cono estás haciendo?
Apoyé la cabeza en el volante. Anestesiada.
—Debería volver.
— ¡Y una mierda!
— ¿Cómo? —pregunté. Jamás había visto a Jake tan enfadado—. Voy a volver. Les diré lo que he hecho. Y a ti te dejarán ir.
Comencé a llorar y me volví para salir del coche. Jake se inclinó sobre mí y sujetó la puerta.
—No todo gira en torno a ti y a tu madre.
—Ya lo sé —farfullé.
— ¡Y sería bueno que nuestras hijas no descubrieran que su madre mató a su abuela, y que su padre se coló por la ventana como un ladrón de medio pelo!
Un tren tomó la curva. El maquinista, viendo nuestro coche tan cerca de las vías, hizo sonar el pito con fuerza, y el coche tembló y se zarandeó a su frenético paso. Grité. No dejé de gritar hasta que se hubo alejado.
Cuando volvió la calma miré con tristeza las vías desiertas. Notaba los ojos del tamaño de granos de arena.
—Déjame conducir —dijo Jake.
Al ponerme en pie sentí que me flaqueaban las fuerzas, pero Jake rodeó el coche y llegó a mi lado antes de que pudiera intentar dar un paso.
Me agarró por los hombros.
—Lo siento si está siendo demasiado para ti —dijo—. Pero tengo que pensar en las niñas, lo entiendes, ¿verdad?
Asentí. Pero no estaba convencida. No lo hacía tanto por las niñas como por sí mismo. Por sus perros. Por su carrera. Por alguien a quien había llamado «nena» por teléfono.
—Tu madre destrozó tantas cosas. No sé qué vamos a hacer, pero tenemos que ser prácticos. Ya no estás en casa de tu madre. Ahora estás en el mundo.
Volví a asentir.
Me abrazó y me dejé caer contra su pecho. Pensé en el CD que Sarah me había grabado con sus gorgoritos. En los sueños que, de algún modo, mantenía vivos como yo no me imaginaba capaz de hacer. Me acompañaba a casa de mi madre y me hablaba de Manhattan como si fuera una joya deslumbrante. Sin embargo, le habían cortado el teléfono y aprovechaba las visitas para llevarse de mi casa tanta comida como le cupiera entre la ropa de segunda mano que guardaba en la bolsa de viaje.
—Manny —susurré apoyada en el hombro de Jake.
Se apartó.
— ¿Qué has dicho?
—Manny.
— ¿Quién es Manny?
Algún lugar de mi interior se llenó de frío. El corazón se me descolgó en el pecho como una gota de agua helada.
—Le hacía algunos encargos a mi madre y arreglaba cosas en casa. Cosas a las que la señora Castle y yo no llegábamos.
~¿Y?
—Hará unos seis meses encontré un preservativo en mi habitación.
—No te sigo —dijo Jake.
—Alguien forzó el joyero de mi madre.
— ¿Se acostó con alguien en tu habitación? ¿Con quién?
—No lo sé. Cambiamos las cerraduras. La señora Castle lo sabe, igual que todos los vecinos que van a la iglesia. Nunca le conté a nadie lo de las joyas.
— ¿Y para qué me lo dices? —preguntó Jake.
Lo miré pero no supe qué responder. Cómo hacerlo sonar bien.
— ¡Oh, Dios! —Se volvió y se alejó de mí.
Me quedé junto al coche. No había pensado en Manny desde la noche anterior. Me acordé de que había tocado el Buda de madera pero no fui capaz de recordar si lo había tirado a la basura o si todavía ocupaba un discreto lugar en mi estantería.
Cuando Jake regresó a mi lado me fijé en que tenía el rostro lívido.
—Subiremos al coche. No hablaremos. Te llevaré a Westmore. Cuando te llamen te harás la sorprendida. No finjas que estás destrozada. Llegado ese momento la policía ya sabrá que no puedes estarlo. Quédate callada o algo así.
— ¿Que no puedo estarlo? Lo estoy. Estoy destrozada.
—Sube al coche.
Caminé hasta el otro lado y me senté en el asiento del copiloto. Jake arrancó y retrocedió lentamente hasta tomar de nuevo la carretera.
—Yo me ocupo de las niñas. No sé qué voy a decirles. Cuando te deje llamaré a Avery y quedaré para comer dentro de un par de días. Así dará la impresión de que también he venido por motivos de trabajo.
—Jake…
—Helen —me interrumpió—. Ahora mismo no quiero oír nada más. No te culpo por lo que has hecho. Solo intento que el daño sea el mínimo. Yo tengo mi vida. Manny es cosa tuya. No hablaré de él, porque no sé nada de él. Lo que tenga que suceder, sucederá al margen de todo eso, pero yo no voy a culpar a nadie.
Seguimos nuestro camino y llegamos a Phoenixville Pike. Pasamos por delante de la casa de Natalie. El coche de Hamish estaba en la entrada. Cuando dejamos atrás el instituto al que habían ido mis hijas, me noté cabreada.
—Así que tú quieres que nos libremos de esta, pero no estás dispuesto a pensar de modo realista cómo lo vamos a hacer —dije.
—La mataste tú, Helen, no yo. No hables de «nosotros» en este tema.
— ¡Era mi madre!
—Sí, ahí tienes a tu «nosotros», tú y ella. ¡Tal para cual!
Cruzamos la 401 y pasamos por delante del cementerio Haym Salomón, que se extendía unos quinientos metros a lo largo de la carretera. Aquel se había convertido en un perfecto día otoñal. El aire era fresco pero suave y el sol se colaba de vez en cuando entre el ligero manto de nubes.
—Cuando empezaste a trabajar fuera de casa con tus hojas y tu hielo, creí que fue por mi culpa.
—No lo fue.
—Dejaste de dibujarme. Aquello me mató. Me sentí como si me hubieras cerrado una puerta en las narices y no me lo pensé dos veces.
—El trabajo me llevaba de acá para allá, Helen, eso es todo. Lo del dibujo siempre fue un medio para conseguir otras cosas.
—No entiendo cómo se pasa de dibujar desnudos a construir cabañas de hielo y dragones de mierda.
—Por enésima vez, era tierra, no mierda, y a Emily le encantaban.
—Emily la señorita perfecta —dije. Y nada más decirlo deseé poder dar marcha atrás.
A nuestra derecha, lo que quedaba de un establo se estaba viniendo abajo en mitad de una ladera. Sentí ganas de correr hacia él y desaparecer como algún día lo haríamos todos, como lo habían hecho ya mi padre y mi madre, y pasar a formar parte de la historia olvidada de la zona.
—Lo siento, Jake —dije con desesperación—. No quería decir eso. Lo retiro. Te quiero.
— ¿Eres consciente de lo mal que se lo hiciste pasar? ¿De lo mucho que te aferraste a ella? Me dijo que te metías en su cama todas las noches y te echabas a llorar.
Entonces me vi. Tenía veintisiete, veintiocho, veintinueve. Emily tenía solo siete años cuando Jake y yo nos separamos. Solo me quedaba ella. Un cuerpo caliente que necesitaba abrazar.
—Nos dejaste —repuse, tratando en vano de defenderme.
—Nos dejamos el uno al otro, Helen. Recuérdalo, el uno al otro.
—Pero abandonaste a las niñas. Y yo no era perfecta, pero al menos no me largué para convertirme en una artista endiosada de mierda. Pero, bueno, al parecer Emily te ha concedido el premio honorífico a toda una carrera.
—No lo quería —dijo.
— ¿El qué?
El coche redujo la velocidad, pero Jake no me miró.
—El divorcio. No quería el divorcio. Te lo concedí, pero no lo quería. Tu padre lo sabía.
Clavó la mirada en el volante que tenía entre las manos. Algo se había desmoronado en su interior. Se lo vi en los hombros. Alargué un brazo y llevé la mano al centro de su espalda. Recordé cuando lo tocaba, lo mucho que le gustaba apoyar la cabeza en mi pecho y contarme qué quería diseñar, construir, hacer. Aparté la mano. Habíamos estado avanzando en círculos. Tenía que concentrarme.
—Muy bien. ¿Qué hemos hecho esta mañana? ¿Por qué hace una hora más o menos no estaba en casa? Tenemos que ponernos de acuerdo en eso.
—Esa es mi Helen, de nuevo al pie del cañón.
—Querrán saberlo.
Se volvió para mirarme.
— ¿Hemos salido a desayunar?
—Alguien nos habría visto. No, mejor hemos salido en coche y hemos terminado haciendo el amor. No lo habíamos planeado —dije.
— ¿Estás loca?
—Creo que tienes muy clara la respuesta.
Le dije que parara y dejara pasar un coche que venía en dirección contraria por el puente de un solo carril y después le indiqué qué salida tomar para llegar a Westmore.
—Hemos ido a mi lugar preferido con vistas a la central nuclear y hemos hecho el amor —dije.
— ¿Y qué hacen mis huellas en la ventana de tu madre?
—Ayer fuiste a su casa. Te pidió que le arreglaras un par de cosas y tú lo hiciste, por los viejos tiempos.
—Es bastante pobre. Estoy seguro de que lo comprobarán.
— ¿Se te ocurre algo mejor?
Cuando llegamos a la facultad eran las 9.15. Tenía cuarenta y cinco minutos antes de la clase de dibujo al natural de Tanner Haku. Tenía que hacer varias series de poses de tres minutos cada una, la mayoría de lo más ridículas, como sostener una toalla junto a mi cuerpo o simular que acababa de salir de la bañera y me estaba cepillando el pelo.
—Después pasaré a recogerte, como si no hubiera nada que pudiera hacer cambiar nuestros planes.
— ¿Y si viene la poli?
—Finge no saber nada. No tienes ni idea de quién mató a tu madre.
—Espero que la señora Castle les haya hablado de Manny.
Jake agachó la cabeza.
—No digas esas cosas.
—Muy bien, estoy sola en esto.
—Sí —respondió Jake—. Bueno, no lo sé.
Estábamos aparcados en doble fila frente a la asociación de estudiantes. A nuestras espaldas, el hip-hop a todo volumen de un coche que acababa de pararse detrás del nuestro.
Apoyé una mano en la manija de la puerta.
—Buena suerte —dijo Jake.
No entré en el edificio de la asociación de estudiantes por miedo a encontrarme a Natalie engullendo uno de sus generosos desayunos antes de posar para su Lucían Freud de pacotilla. Rodeé el edificio, bajo y llano, y seguí el frecuentado camino de tierra que conducía al único pedazo de suelo perteneciente a Westmore en el que aún no se había edificado. El problema era que cada vez que llovía aquel sendero de matojos se inundaba. A veces estaba anegado casi medio año. A mitad de camino había un enorme roble. Debía de tener más de doscientos años cuando sus raíces comenzaron a pudrirse.
Repartidos por el límite del campo, como ya imaginaba encontrarlos, estaban los inquilinos del Centro de Ancianos en su clase de acuarela. En otoño, y también en primavera, se veía a un grupo de personas mayores colocadas en distintos lugares pintorescos del campus, frente a sus gigantescos lienzos, todos ellos ataviados con sombreros y cazadoras rojas a juego. Su profesora era una mujer de mi edad. Una voluntaria a la que le encantaba trabajar con los mayores.
Me senté en la hierba a una distancia suficiente como para no ser vista. Todos ellos, salvo la profesora, estaban de espaldas a mí, y ella se entregaba a su tarea con afán, yendo de anciano en anciano para ofrecerle a cada uno un comentario alentador.