Levantó con cuidado la «H», protegida por lo que me explicó que era papel de vitela, y la sacó delante de mí.
— ¿Ves las caras? Por lo común tienen un gesto de lo más estoico. Pero este artista desafió las convenciones al hacer que los personajes que aparecían en las letras fueran expresivos. No lo supe hasta que las vi, y no creo que logre venderlas. Al menos no por ahora.
El señor Forrest me hizo recordar a un chico un poco raro de la escuela que se pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en la sala de audiovisuales manipulando los equipos de sonido. Un día, en la cafetería, nos habló con tanto entusiasmo de las virtudes de los convertidores estáticos que todos guardamos silencio hasta que David Cafferty, un chico del equipo de fútbol al que una patada en la boca durante un entrenamiento lo había dejado sin los dos dientes superiores, rompió a reír y propició un estallido general de carcajadas que lo hundieron en la miseria.
— ¿Cuántos años tienen? —pregunté.
—Son del siglo dieciséis, pero, aparte de las caras, lo que las hace tan especiales es que las dibujó un monje que había hecho voto de silencio. Me gusta pensar que esta era su única vía de comunicación. Espera, verás.
El señor Forrest se apresuró a sacar todas las letras de la caja y esparcirlas a lo largo de la mesa cubiertas por su papel vitela.
—Es una historia —dijo—. Aún no la he descubierto, pero a juzgar por la lanza que lleva uno de los personajes y la frecuencia de ciertos colores, diría que el monje estaba contando su propia historia.
Miré la «H» que tenía delante. Dos figuras ocupaban las líneas verticales. En la horizontal, una figura le estaba pasando algo a la otra.
— ¿Es comida? —pregunté. Y me acordé del guiso malogrado de mi madre.
—Muy bien, Helen —respondió el señor Forrest—. Sería grano. Las láminas cuentan la historia de la cosecha, algo muy común, pero también cuentan una historia muy distinta. Mira, fíjate, las tenemos en orden. Ven aquí y síguelas conmigo.
El señor Forrest rodeó la mesa y se colocó a mi lado, delante de la «A».
—Esta es la figura que hay que observar —dijo, señalando al personaje masculino que parecía llevar el pelo cortado a tazón—. ¿Ves que va vestido de azul y oro?
—Sí.
—Aparecerá en la mayoría de las letras. Algo bastante inusual. Estos alfabetos son sobre todo decorativos, y no solían repetir figuras para atraer la atención sobre ellas.
—Aquí está de nuevo —dije, y señalé la «C».
Caminamos muy despacio a lo largo de la mesa, examinando cada letra y persiguiendo a la figura azul y dorada.
—Tu padre no está en casa, ¿verdad?
—Se supone que está en Erie.
— ¿Cómo se encuentra últimamente?
—Si pudiera sacarme el carnet de conducir, al menos podría ir yo a hacer la compra.
Llegué a la «X» y me acerqué a ella. En el trazo que descendía desde la izquierda había una figura que bien podría haber estado durmiendo. En el trazo que partía desde la derecha y cruzaba el cuerpo del durmiente aparecía la figura azul y dorada. Sostenía tan solo la empuñadura de una lanza. El resto estaba clavado en la figura del durmiente.
— ¡Mató a alguien! —exclamé.
— ¡Bravo, Helen! ¡Muy bien! Yo tardé bastante más en darme cuenta.
La «Y» era el asesino implorando a los dioses, los brazos en alto y de la cabeza tan solo visible la barbilla levantada para gritar. En la «Z» no aparecía ninguna figura humana, sino un grupo de lanzas entrelazadas y al final un yunque.
— ¿Se gana la vida con esto?
—Sí. Viajo a ferias de libros antiguos y trato de encontrar cosas en las subastas. Siempre me llevo un par de guantes. He rastreado hasta el último rincón en muchos kilómetros a la redonda.
— ¿Cuánto vale todo esto?
— ¿Tengo ante mis ojos a una coleccionista en ciernes?
Comenzó a recoger las letras, empezando por la «Z» y siguiendo hasta la mitad del alfabeto, donde se encontraba la caja. Colocó en su interior las últimas letras y siguió adelante desde la «M» hasta la «A».
—Ahora mismo lo único que tengo son fotografías de mi madre en ropa interior.
— ¿Sabes qué es una musa, Helen?
—Creo que sí.
— ¿Qué?
—Los poetas las tienen.
Metió el segundo montón de letras en la caja y la cerró. —Y otros artistas también.
Se dirigió a la estantería que tenía a sus espaldas y fue directo a por un enorme libro de lomo blanco. Se volvió y depositó en mis manos el pesado volumen.
—El desnudo femenino
—leí.
El señor Forrest apartó una silla de madera con el respaldo redondeado.
—Venga, siéntate. Muchos artistas tienen musas. Pintores, fotógrafos, escritores. Y tu madre tiene mucho de ellas.
Me senté a la mesa y contemplé página tras página a aquellas mujeres desnudas. Algunas estaban tumbadas en sofás, otras sentadas en sillas, algunas sonreían con recato y otras no tenían cabeza, solo piernas, pechos y brazos.
—Mi padre trabaja con sedimentos.
—Eso no significa que Clair no le pueda inspirar.
— ¿En qué?
—Tu madre hace que siga adelante, Helen. Si no eres capaz de verlo es que estás ciega. Están entrelazados, uno sostiene al otro.
En las páginas que tenía frente a mí aparecían dos retratos de la misma mujer.
—La maja vestida
—leí en alto—.
La maja desnuda.
—Sí. De Goya. ¿No son maravillosas?
Miré los dos cuadros, uno al lado del otro, y cerré el libro precipitadamente.
—El señor Warner dijo que todos creen que deberíamos mudarnos —dije.
Entonces vi los agujeros de la madera por los que alguna vez habrían pasado los hierros que sostuvieron el armazón del puente. Los habían rellenado con unos tacos de madera en tono más claro cortados a la medida justa.
— ¿Tú quieres mudarte?
—No lo sé.
Guardó silencio durante unos segundos y después me tendió la mano.
—Creo que deberías permitir que te enseñara a conducir. — ¿En el Jaguar?
— ¿Es que hay otros coches? No tenía ni idea. Me sonrojé de felicidad.
Volví a mi casa con dos cosas: la fotografía de mi madre vestida con la enagua color ocre, que debía devolver a su sitio, y una invitación para ir a jugar con Tosh cuando quisiera. Aunque lo que ocupaba mis pensamientos era la visión de mí misma al volante del coche del señor Forrest. Me veía con un colorido pañuelo en la cabeza, unas enormes gafas de sol y, por algún motivo, fumando.
Ya había oscurecido, pero en el piso inferior de mi casa no había ninguna luz encendida. Una vez dentro, me fijé en que el baño que había junto a la cocina estaba vacío, y encontré la radio y la labor de mi madre al pie de las escaleras. Subí a mi habitación y saqué un pijama del último cajón de la cómoda.
Me cambié y salí a lavarme los dientes. Pensé en los desnudos escondidos en casa del señor Forrest. Se había olvidado de darme un libro para mi madre y aquello me alegró, me sentí como si hubiera ganado una competición, como si su lealtad, si bien de manera indirecta, fuera ahora para mí. En el baño llené de agua mi vaso rosa de plástico y me lo llevé a mi habitación.
Nada más entrar oí el restallido de las persianas de metal.
— ¿Dónde te habías metido? —preguntó mi madre.
Se acercó a la otra ventana, justo encima de mi cama, y soltó la persiana de golpe.
No respondí. Me limité a pasar junto a ella y sentarme en la vieja silla que había en un rincón de mi habitación. Estaba a rebosar de ropa por lavar, como siempre, pero en lugar de apartarla me senté en lo alto de la montaña y la miré.
—En serio, me tenías muy preocupada.
No dije nada.
Mi madre comenzó a caminar de un lado para otro sobre la alfombra trenzada.
—Escucha, Helen, sabes que me resulta muy duro —dijo. Nada.
—De ningún modo podría haberme enfrentado a esos hombres. Ni siquiera he salido al jardín desde que, ya sabes, desde que aquel niño se cayó en la carretera.
«¡Lo atropello un coche!», grité, pero solo en el interior de mi cabeza.
— ¿Dónde has estado?
Me dirigió una mirada a medio camino entre la acusación y la súplica. Le temblaban las manos, que no dejaba de mover para aplacar a la bestia que yo no veía, al fantasma que la perseguía día tras día. Pero yo solo oía las palabras del señor Forrest: «enferma mental».
—Supongo que has estado en casa de Natalie. No creas que no noto la peste a alcohol. ¿Qué le has dicho a esa mujer? ¿Le has dicho que la loca de tu madre estaba acurrucada en el baño? No conseguirás nada hablando mal de mí con los vecinos, ni emborrachándote con Natalie y su asquerosa madre. No puedo mantener esta casa en orden sin ayuda. ¿Sabes de dónde es la madre de Natalie? ¿Lo sabes? Del sur, igual que yo, pero ella siguió la estrategia de «Me voy al norte y pierdo el acento», como si el sur fuera un estercolero del que por fin hubiera logrado escapar. Créeme, si piensas que la madre de tu amiguita Natalie es mejor que yo en algún aspecto, estás loca.
Me sentí como si hubiera salido de mi cuerpo. Me levanté de la silla mientras ella seguía hablando, aunque ya no la oía. Mi madre agitaba las manos cada vez con mayor violencia y yo solo quería que parara. Tenía el vaso rosa de plástico en la mano, y después el brazo salió disparado hacia delante y solo la cara empapada de mi madre me devolvió a lo que acababa de hacer.
Quería decirle que me habían pegado; quería que me consolara. Quería chillar y arañarle la cara. Quería que recuperara el juicio. Pero ella se agachó, y grité:
— ¡El señor Warner me dijo que los vecinos han decidido por consenso que deberíamos marcharnos!
Y entonces, tan repentinamente como me había levantado, me senté de nuevo sobre el montón de ropa sucia.
Mi madre ni siquiera hizo ademán de secarse la cara. Trazó una débil sonrisa y dijo en voz baja:
—El señor Warner nunca utilizaría una palabra como «consenso». Es un…
Terminé la frase por ella, como en uno de esos juegos de rellenar huecos con palabras. —Cretino prepotente.
Me di cuenta de que mi madre estaba agradecida por ello, de que sentía que había ido a su encuentro al lugar en que se había adentrado. Le goteaba agua de la nariz y los labios. La cara le brillaba bajo la luz de la lámpara.
—Uno de aquellos hombres me pegó, mamá —dije.
Cuantas más palabras pronunciaba, mayor era la sensación de que la firmeza, la separación, la autonomía, se escapaban de mi cuerpo. Aún le pertenecía.
Se apartó de mi lado y bajó la vista al suelo.
—Helen.
— ¿Sí?
—Es solo que…
— ¿Qué?
—Es solo que tengo… Bueno, ya me entiendes. Eres mi hija. No encajo en este lugar.
Observé que mi madre levantaba el borde de la alfombra con el pie. Era un movimiento compulsivo que parecía seguir el ritmo alborotado de sus manos. Intentaba rescatar de algún lugar el lenguaje de las disculpas pero era evidente que le costaba.
— ¿Por qué no te cepillo el pelo? —pregunté—. Como hace papá.
Me levanté y mi madre se cubrió la cara con las manos. Me miró escondida tras ellas.
—Quiero hacerlo —dije—. Será agradable, y después nos iremos a dormir y por la mañana todo estará mucho mejor.
Lo que no dije fue que no tenía intención de volver a dirigirle la palabra. Que por la mañana me levantaría y saldría de casa temprano para no tener que verla. Que empezaría a comer a escondidas para, llegado el mediodía, poder decir que no tenía hambre. Que el señor Forrest me había regalado algo mucho más grande que cualquier clase de conducción o gin-tonic. Había llamado a mi madre «enferma mental» y, aunque mi padre no lo hiciera, yo estaba dispuesta a aceptarlo como una gran verdad.
Las semanas que siguieron fueron de lo más estimulante. Cuando mi padre llegó a casa le conté qué había sucedido en el jardín y que el señor Forrest se había ofrecido a enseñarme a conducir. No hizo falta que mencionara que no le hablaba a mi madre porque aquella fue la noticia con que ella lo recibió nada más verlo cruzar la puerta. Para mí, no hablarle era como hacer acopio de comida o de balas. Cada día me sentía con más fuerzas.
El señor Forrest aparcaba delante de casa y hacía sonar el claxon, y yo agarraba la chaqueta y bajaba la escalera a toda prisa. A veces reparaba en una presencia sombría en el salón, pero una vez al pie de las escaleras solo tenía que dar tres zancadas hasta llegar a la puerta, y me gustaba pensar que cada vez que escapaba por ella, la presencia se volvía más insignificante. Afuera estaban el sol que brillaba y el coche gris verdoso con el jaguar que saltaba libre al vacío.
Una vez fuera de casa, el señor Forrest y su coche estaban a una distancia de tan solo veinte escalones, pero nunca me atreví a deslizarme por la barandilla para llegar aún más rápido. Me imaginaba con la cabeza abierta sobre el asfalto, y después veía a mi madre, incapaz de acercarse al lugar donde había caído, incapaz de llamar a una ambulancia, o aún peor: obligándose a aproximarse y pisoteando mis sesos y el suelo pringoso al tiempo que jadeaba y gesticulaba violentamente.
Cuando mi padre empezó a buscar casa en Frazer, Malvern y Paoli, siempre iba solo. Sacaba polaroids de las habitaciones y los jardines. Después se las llevaba a mi madre y las esparcían en el comedor, formando una especie de montaje de cada una de las casas, separadas las unas de las otras por el fondo de nogal oscuro de la mesa.
Yo volvía de mis clases de conducción con el señor Forrest y los tres nos sentábamos alrededor de la mesa, examinando con cuidado la que podría convertirse en nuestra casa. A raíz de aquella experiencia mi padre decidió equiparme con mi propia cámara.
—Así podrás sacar fotografías de tus compañeros de clase o de los conciertos, y enseñárselas a tu madre —dijo.
—No voy a conciertos —respondí.
—Ya. Bueno, pues de las cosas que hagas.
Esbozó una sonrisa frágil y supe que era mejor no decir nada. Que algo así sería cruel porque todo apuntaba a que mi madre jamás volvería a cruzar la puerta de casa.
Sin embargo, me gustaba aquello de buscar casa a través de fotografías. De noche podía soñar con habitaciones suspendidas en el aire junto a una plaza de garaje en la que había un Jaguar de color rojo cereza con el salpicadero de madera.
En ocasiones no sabía si mi madre interrogaba a mi padre o a las casas.