Había envejecido bien. Como lo hacen los hombres que parecen no preocuparse por su aspecto pero que tienen unos arraigados hábitos de higiene y hacen ejercicio con regularidad. De manera encubierta. A sus cincuenta y ocho años, lucía algún que otro mechón plateado pero aún tenía una presencia atlética.
—He estado en la casa. ¿Por qué la moviste? —preguntó.
Ahogué un grito. Jake cruzó el umbral, cogió la puerta que yo sostenía y se volvió para echarle el pestillo.
— ¿Cómo?
—No aseguraste la ventana del salón. No sabía si estabas dentro o no, así que me subí a la barbacoa y levanté la hoja. Helen —dijo, mirándome a los ojos, de pie frente a mí en el diminuto pasillo—. ¿Qué has hecho?
—No lo sé. Tú empezaste a hablar de putrefacción y pensé: «El congelador».
—Has matado a una persona —dijo, recalcando cada palabra como si no lo entendiera. Parecía lo bastante enfadado como para pegarme.
Retrocedí hasta llegar al cuarto de la colada. Nunca me había pegado. Jake no era de los que pegaban, ni siquiera de los que levantaban la voz. El razonaba. Analizaba. Como mucho, se ponía nervioso.
Se había acostumbrado a no llevar guantes en el frío Wisconsin, años atrás. Le vi el índice y el pulgar destrozados, en los que las uñas habían perdido para siempre su color.
— ¿Qué esperabas conseguir metiéndola en el congelador?
—No lo sé —respondí. Noté que el estante en el que dejaba los productos para hacer la colada se me clavaba en la espalda—. No lo sé.
Se acercó y di un respingo.
—No tengas miedo. —Me agarró de la muñeca y me separó de la pared. Una caja de toallitas suavizantes cayó al suelo—. Ven aquí.
Entonces me estrechó entre sus brazos. Me estrechó como el jovencito Hamish no podría hacer jamás. Había historia, familiaridad e incluso, por sorprendente que resultara, compasión en aquel abrazo. Recordé cuando comentábamos que su obra era efímera, y que en realidad todo lo era, también las relaciones.
—No sé qué voy a hacer —dije. Me permití apoyarme, durante unos segundos, contra su áspero abrigo gris—. Debería haber llamado a alguien, pero no lo hice.
Con mucho cuidado, se quitó la mochila del hombro y la dejó encima de la secadora.
—Me llamaste a mí —dijo.
Mantuve la cabeza enterrada en su pecho, aunque noté sus ganas de apartarse y mirarme. Pero yo no quería que me miraran. No podía creerme lo que había hecho y, al mismo tiempo, dentro de mí, como una semilla que comenzara a florecer, lo sentía justificado. Nadie —ni siquiera Jake, que era la persona a quien menos le costaría entenderlo— sabía a qué punto había llegado mi vida con mi madre.
—No podía más —dije.
Me puso las manos en los hombros y me obligó a mirarlo. Yo lloraba de un modo espantoso. Se me había olvidado, tras tantos años de conversaciones solo por teléfono, yo siempre en Pensilvania, él de ciudad en ciudad, lo amable que podía ser su rostro. Vi la amabilidad por la que Emily se sentía tan unida a él. Vi al hombre al que Jeanine y Leo llamaban «papá grande», y al que, por razones evidentes, preferían antes que a mí.
—Oh, Helen —dijo acercándome una mano a la mejilla—. Pobre Helen.
Me besó en la cabeza y después me abrazó, meciéndome. Nos quedamos así durante mucho tiempo. El suficiente para que la luz de fuera pasara de azul oscuro a claro. El suficiente para que el canto del primer pájaro se viera acompañado por todo un coro. Jake era el único al que le permitía que me dijera algo así.
Cuando por fin nos separamos me propuso tomar un café y nos adentramos en el largo pasillo de la parte de atrás, en la pared del cual colgaba un mapa del mundo que alguna vez había sido de mi padre. Con el transcurso de los años, los países que quedaban a la altura del hombro habían sufrido el roce de mi abrigo cada vez que pasaba por allí de camino al garaje. Eché un vistazo a lo que quedaba de Caracas con el rabillo del ojo.
Mi padre me había traído ese mapa dos semanas antes de dispararse.
— ¿Y esto para qué? —le pregunté.
Emily apareció para saludarlo y él sonrió. Cualquier hombre, incluso su abuelo, parecía decepcionarla en aquellos primeros años de su vida que tuvo que pasar lejos de Jake.
— ¡Para que Emily y Sarah aprendan geografía! —respondió.
Encendí las luces de la cocina. Eran empotradas, en teoría mejores que los viejos fluorescentes, pero el tenue sonido a rotura de filamento que hacían al calentarse siempre me había resultado inquietante. Me acerqué a la larga encimera y bajé la cafetera de la estantería. Quería hablar de algo que no fuera mi madre.
— ¿Para quién trabajas en Santa Bárbara? —improvisé.
—Para un informático.
Jake se acercó y se quedó de pie a mi lado; parecíamos dos operarios frente a una cadena de montaje. Me quitó el recipiente de cristal de la mano y abrió el grifo para enjuagarlo. Mientras, tiré el poso y cambié el filtro.
—Tiene casas en más de diez ciudades distintas. Avery me consiguió el contacto. Es amigo del representante de adquisiciones de ese tipo.
— ¿Representante de adquisiciones?
Me pasó la jarra y se apoyó en la encimera. Añadí el café, muy concentrada en el número de cucharadas. — ¿Estás segura de querer oír la historia? Asentí con la cabeza.
—Es todo un mundo. Cada vez tengo más encargos de particulares. Le da mil vueltas a la enseñanza. En Berna terminé muy quemado.
—O sea, que eres una puta.
—Esa es mi Helen.
Esbocé una sonrisa apagada.
—Gracias.
—Eres una caja de sorpresas.
Echó un rápido vistazo alrededor. Habían pasado ocho años desde la última vez que estuvo en mi cocina. En el transcurso de una fiesta, nos habíamos escapado unos minutos para brindar a solas por Sarah, que, aunque por los pelos, aquel día había terminado el bachillerato.
Metí el filtro y encendí la cafetera.
No miré a Jake, seguí concentrada en la encimera, en las pequeñas motas doradas que salpicaban el viejo linóleo. Nunca me había sentido cómoda pidiendo ayuda.
Jake caminó hacia la mesa de la cocina, en la que dejaba mis facturas y mis recibos, algo separada de la del salón, donde estaban los de mi madre, y colgó el abrigo en el respaldo de una vieja silla mexicana. El café comenzó a borbotar a mis espaldas. Recordé que la luz del techo de nuestro Volkswagen se había fundido la noche en que supimos que lo nuestro se había terminado. Jake había quedado con un grupo de profesores pero antes nos dejó a las niñas y a mí en casa. Alcancé a ver los rasgos de su cara fugazmente, con dolor, con tristeza, y después cerró la puerta. Me quedé de pie frente a nuestra pequeña casa con Sarah en brazos y Emily de la mano. «Adiós, papi», dijo. Y yo dije: «Adiós», y después Sarah. Nuestras palabras tan superfluas como un montón de latas atadas al guardabarros trasero de un coche.
Fuimos hasta la mesa de cristal que había en el comedor y Jake retiró una silla.
— ¿Qué hacemos? —pregunté.
—De camino hacia aquí no he pensado en otra cosa —respondió.
Entonces caí en la cuenta de lo muy cansado que debía de estar. Después de tantos años de tomar aviones, aún no se había acostumbrado. Sarah me había dicho que cuando le pidió que describiera su vida de trotamundos él le había respondido con una sola palabra: «Solitaria».
No me senté, me quedé allí de pie, con los brazos cruzados. En cuatro horas tenía que estar en Westmore para la clase de las diez.
—Antes de colarme por esa ventana y verla en el sótano creí que sería sencillo. Por algún motivo pensé que podíamos decir que había muerto, y que tú estabas tan afectada que me habías llamado, y que aunque te había rogado que avisaras a una ambulancia tú decidiste esperar a que llegara. Ahora no sé qué hacer. El hecho de que esté en el sótano, desnuda, y de que hayas sido tú quien la llevara hasta allí lo vuelve todo muy extraño.
En la punta de la lengua encontré el nombre de Manny, pero no lo pronuncié. Me volví y descolgué dos tazas de los ganchos que había debajo de los armarios. Serví en ellas el café, que aún no había dejado de borbollar.
— ¿No podríamos decir que me la encontré así? ¿Que se había caído? —pregunté.
Cuando dejé la taza frente a él, Jake me miró.
— ¿Qué quieres decir?
Me senté y rodeé la taza con las manos.
—Que decimos lo que acabas de decir, que estaba tan afectada que esperé a que llegaras, pero que en lugar de intentar explicar cómo llegó allí abajo, digamos que la encontré allí.
— ¿En el sótano, desnuda y con la nariz rota?
—Eso es.
Tomé un sorbo de café. Jake alargó un brazo por encima de la mesa y me tocó la muñeca.
—Tú te das cuenta de lo que has hecho, ¿no? Hice un ligero gesto de asentimiento.
—La odiabas con todas tus fuerzas, ¿verdad?
—Y la quería.
—Podrías haberte largado, haber hecho cualquier otra cosa.
— ¿Como qué?
—No lo sé. Todo menos esto.
—Era mi madre. Jake guardó silencio. — ¿Qué tiene de malo mi plan?
—Contemplarían la posibilidad de un asesinato —respondió Jake—. Es muy probable que comenzaran a buscar pruebas.
— ¿Y?
—Y lo descubrirían, Helen. Se darían cuenta de que no la encontraste allí, sino que la pusiste allí.
— ¿Y después qué?
—Habría una investigación.
Me terminé el café y me recliné en la silla.
—Stonemill Farms —susurré para mí, repitiendo, como solía hacer, el nombre de mi urbanización. Siempre me había sonado a nombre de prisión medieval.
Llevaba un jersey azul, que se quitó tirando de él por encima de la cabeza. Debajo, el tipo de camiseta que solo Jake se pondría. Sobre un fondo beige y debajo del dibujo de un monigote tumbado en una hamaca suspendida entre dos árboles verdes, se leía la consigna:
«esto es vida»
. Si había algún motivo para nuestro divorcio, allí se encontraba resumido. En ese punto siempre habíamos tenido nuestras diferencias. Aunque también fue, supongo, la razón por la que nos casamos.
— ¿Sigues dibujando desnudos? —pregunté.
—Hoy día mis manos ya no se dedican a eso. Ahora trabajo láminas de metal.
— ¿Hacemos esa llamada?
Acababa de asociar llamar a la policía con, por fin, tomar una ducha. Poco me importaba si lo que decía tenía o no sentido. — ¿Por qué la bañaste? —preguntó Jake. —Quería estar a solas con ella —respondí.
Las palabras «a solas» me retumbaron en el interior de la cabeza. De repente miré a Jake y sentí que seguía a miles de kilómetros de distancia y que así seguiría por mucho que se acercara.
A través de las ventanas traseras me llegó el llanto del bebé de mis vecinos. No lo había visto nunca, pero su llanto era el más lastimero que hubiera oído jamás. Y largo. Crecía, vacilaba y volvía a comenzar. Era como si la madre hubiera dado a luz a una bola de ira de tres kilos y medio.
Apuré mi taza de café.
— ¿Otro?
Jake me alcanzó su taza vacía y las dejé en la encimera para rellenarlas. Siempre se nos había dado bien hacer eso juntos: beber café. Yo posaba para él, y él se sentaba a dibujar delante de mí, y entre los dos, en una tarde podíamos terminarnos tres cafeteras.
—Creo que deberías contarme cómo sucedió. Con todos los detalles.
Regresé con las dos tazas y dejé solo la suya sobre la mesa. —Creo que voy a ducharme. Tengo que estar en la facultad para la clase de las diez.
Jake se echó hacia atrás y me miró.
—Pero ¿a ti qué te pasa? No vas a ir a Westmore. Tenemos que decidir qué hacemos y después llamar a alguien. —Llama tú.
— ¿Y qué les digo, Helen? ¿Que estabas cansada y te pareció un buen día para matar a alguien?
—No uses esa palabra.
Salí de la habitación. Mientras subía por las escaleras pensé en Hamish. Para él, el día en que quisiera matar a su madre no llegaría jamás.
Desde la ventana del piso superior vi la hilera de álamos mecidos por la brisa. Las hojas que les quedaban eran doradas y de color melocotón, y revoloteaban sujetas a las ramas. Años atrás había creído que librarme de mi madre sería tan solo una cuestión de tiempo, que escapar consistía en subir a un coche o a un avión, o en rellenar una solicitud para la Universidad de Wisconsin.
Oí los pasos inquietos de Jake en la cocina. El crujido del suelo debajo del linóleo que imitaba el dibujo de baldosas. ¿Se acercaría al fregadero y lavaría las tazas? ¿Observaría a los arrendajos y cardenales en su rutina diaria de buscar comida al pie del manzano silvestre? Las vistas desde mi ventana, ya fuera la de álamos de hojas movedizas o pájaros en busca de alimento, siempre me parecieron los lugares más distantes a los que hubiera viajado jamás. Traté de imaginar a la Helen que había relevado a su padre al volante durante aquellas primeras vacaciones de Navidad en que él había hecho todo el trayecto en el Oldsmobile para ir a recogerla.
—Yo conduzco este tramo —dije, de camino a la carretera interestatal.
«Nuestra escapada», la llamó mi padre en los años que siguieron, cuando ya era evidente que nunca haríamos otra.
Entré en la habitación y cerré la puerta con cuidado. Una vez en el baño abrí el grifo de la ducha y esperé a que el agua saliera caliente. De pie sobre la alfombra, delante del lavabo, me di cuenta de que me estaba desnudando como lo haría alguien que llevara la ropa cubierta de mugre o que se hubiera pasado el día trabajando en el jardín. Me bajé despacio los pantalones hasta los tobillos y los deslicé por encima de los calcetines, primero una pernera y después la otra, posando cada pie con delicadeza sobre la alfombra, como si, perturbando la calma de los bajos, el cieno del cadáver pudiera mezclarse con el aire. Me quité los calcetines. Llevaba las uñas de los pies pintadas del color que utilizaba mi madre, el coral apagado que tanto detestaba y que me había aplicado dos semanas antes, durante una de aquellas largas tardes en las que veíamos juntas la televisión. El sonido del programa de la PBS sobre fondos financieros me atravesaba como el taladro de un dentista mientras mi madre dormitaba en su sillón de orejas tapizado en blanco y rojo—
Aún era, lo sabía, la mujer con la que Hamish había querido hacer el amor. Aún la mujer a la que las chicas de Westmore siempre le decían «Cuando sea mayor me gustaría tener su aspecto», sin darse cuenta del insulto. Sin embargo, mientras que para mí mi madre, durante toda su vida, había sido realmente bella, yo sentía que mi vida no era más que tiempo prestado. Sabía que los mismos huesos que convertían a mi madre en una Garbo de a pie sostenían mi figura de aspecto mucho más corriente. Mi padre, aunque tenía los ojos bonitos, también tenía la mandíbula prominente y la nariz de tubérculo, de modo que podría decirse que había heredado de él los rasgos suficientes como para ensombrecer los de mi madre. Siempre creí que a ella la mortificó el hecho de que el Museo de Arte de Filadelfia exhibiera un retrato de mí. Y eso que me había apresurado a señalar que solo se me veía el cuerpo. «A Julia Fusk mi cara no le pareció interesante», dije, en un intento por complacerla cuando vi encima de su mesa una monografía sobre la exposición que el señor Forrest había llevado a casa.