—Oiga, por favor, ¿ha visto usted a este chico pasar por aquí hace unos días?
El mesonero miró la foto y negó con la cabeza. Luego se rascó un poco la frente y dijo:
—¿No es ese el muchacho que encontraron muerto más arriba? Su foto salió en el Diario de Cádiz. El otro día, la Guardia Civil me hizo la misma pregunta. No, aquí no estuvo.
Lozano se sorprendió al oír aquello y pensó: «O sea, que la Guardia Civil también lo está investigando: algo anormal ha sucedido.»
Dos horas más tarde, el detective estaba de nuevo en la carretera. Algunos conductores se detenían y lo invitaban a llevarlo hasta el próximo pueblo, pero Lozano lo agradecía insistiendo en que cumplía una promesa: la de ir a pie a Santiago de Compostela, a mil cien kilómetros. Los conductores se quedaban asombrados y se despedían, deseándole éxito en el camino. Lozano recordaba la amabilidad y hospitalidad de los lugareños, y añoró los años de servicio que había cumplido en la Aduana del puerto de Algeciras, antes de ser trasladado a El Puerto de Santa María.
Miró el mapa que llevaba en la mariconera y calculó la distancia que había hasta Jimena: treinta y dos kilómetros. El cadáver de Antonio fue hallado seis kilómetros antes del pueblo: le quedaban pues veintiséis kilómetros de marcha. Lozano no estaba seguro de si había hecho bien en realizar ese trayecto en vez de ir a Los Barrios y coger la Ruta del Toro. Pero el mapa le demostraba que, si hubiera hecho eso, se tendría luego que desviar hacia la derecha hasta el lugar donde hallaron al chico, y hubiera debido recorrer el doble de kilómetros para llegar hasta el mismo sitio.
La vía férrea pasaba paralela a la carretera y en ocasiones la atravesaba. Lozano se encontró un paso a nivel vigilado por una mujer madura, que permanecía de pie junto a la barrera bajada. A lo lejos se divisaba el tren, que subía despacio la suave pendiente en dirección a Ronda. Cinco o seis coches esperaban a cada lado de la vía, Y los conductores le miraban con aire cansino y despreocupado. Lozano le dijo a la mujer:
—Señora, ¿puedo pasar? El tren viene todavía lejos…
—Haga lo que le dé la gana; yo hago mi trabajo, después no reclame nada.
Decidió esperarse y aprovechó para mostrarle la foto del chico.
—¿Lo ha visto usted? —le preguntó
—No le puedo decir; pasan muchos por aquí —contestó la ferroviaria, dirigiendo una rápida mirada a la foto.
—¿Pasan muchos caminando por aquí? El chico era un peregrino que caminaba con su mochila a cuestas…
—Yo no lo vi. Ya me lo han preguntado antes…
El tren pasaba en esos momentos por el paso a nivel y la mujer no pudo oír la exclamación del detective:
—¡Me cago en todos los muertos del niñato ese! ¡Tengo los pies destrozados por su culpa! ¿Por dónde ha pasado ese tío?
Cuando pudo atravesó las vías sin despedirse siquiera de la señora, que se quedó mirándole un momento.
Lozano caminaba por el arcén de la carretera que limitaba con el río, cuyas aguas producían un murmullo continuo al descender entre las rocas, formando de vez en cuando pequeñas cascadas. Habían pasado tres horas desde que salió del mesón cuando a lo lejos apareció la fortaleza, coronando una montaña. Le pareció grande y bonita. El detective sacó la cámara y tomó la primera foto. Lozano se imaginó a Antonio descubriendo la misma imagen que él estaba viendo.
Estaría a unos seis u ocho kilómetros hacia la izquierda, pero se desviaba de su ruta.
Se preguntó qué habría hecho un joven peregrino dispuesto a recorrer más de mil kilómetros y encontrase esa preciosa fortaleza a sólo unos cuantos kilómetros de distancia. «No se la dejaría atrás; iría a conocerla sin dudarlo», dijo en voz baja.
Él decidió hacer lo mismo.
Por eso se encontraba ahora sentado en una silla en el primer piso del castillo comiéndose un bocadillo. El bocado se le atragantó cuando, de repente, escuchó unos pasos precipitados en la planta de arriba. Un foco de luz iluminó la escalera y unas extrañas formas fueron apareciendo detrás de la linterna. Llegaron muy lentamente y con pisadas silenciosas al rellano de la planta en que estaba Lozano y se detuvieron un instante, indecisos ante la opción de seguir bajando o entrar en la sala.
Lozano, más muerto que vivo, sintiendo un sudor frío resbalar por su frente y espalda, había sacado su pistola y se había agachado detrás de la mesa. Las formas extrañas que sujetaban la linterna optaron por quedarse allí y abrieron paso haciéndose a un lado para dejar entrar a alguien que bajaba con otra linterna. Lozano, temiendo que su arma se le disparara a raíz de los nervios, comenzaba a lamentar el haber aceptado aquella misión. «Con lo bien que me lo pasaba en Sevilla», murmuró. De pronto vio venir hacia él a la rubia rusa con Lucero, su perro. Éste lo reconoció enseguida y corrió hacia él ladrando y moviendo el rabo con alegría; la rubia se abrió de brazos y se acercó sonriendo. Lozano estaba pasmado, no entendía nada:
«¿Qué hace aquí esa puta con mi perro?», pensó.
—¿No te alegras de verme, cariño? He venido con estos amigos a que me devuelvas mis cien euros. Tu perro ha seguido tu rastro y me ha conducido hasta ti. —dijo la rubia, mientras sus rizos ondeaban al viento.
Lozano no salía de su asombro, era imposible que sucediera lo que estaba ocurriendo. Tenía la boca seca y no podía articular palabra. Finalmente, tras chasquear un par de veces la lengua, pudo gritar:
—¡No puede ser! —exclamó.
En ese momento, una ventana saltó en pedazos y luego siguió otra. Unos hombres vestidos de negro, enmascarados y armados con modernos fusiles ametralladores, se habían descolgado desde la torre y acababan de entrar por las ventanas de ese modo, asustando de muerte al detective, que no acababa de salir de su asombro por la súbita aparición de la rubia y del perro, que se había colocado entre ella y su amo y ladraba a los enmascarados, dispuesto a todo para protegerlo.
Manuel Lozano se lanzó al suelo y disparó su arma contra uno de ellos, matándolo. Lozano se giró para disparar contra el otro, pero llegó tarde y recibió una bala en el pecho que le hizo desplomarse; la rubia comenzó a chillar y Lucero se lanzó a morderla en las piernas, haciéndola caer.
Antes de perder el conocimiento, Lozano pudo ver cómo el fantoche vestido de negro cogía la mochila de Antonio y salía corriendo hacia la escalera. Todo se volvió oscuro…
Sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. Lozano sintió una dolorosa punzada en el costado derecho y se palpó, alarmado; notó su ropa empapada por un líquido caliente y viscoso que salía del costado y chorreaba entre los dedos de su mano: era sangre. La luz se fue abriendo paso en su memoria poco a poco. Con tremendo esfuerzo, y apretando los dientes para soportar el dolor, se alzó sobre un codo y miró alrededor: estaba solo y herido gravemente en aquella enorme sala. Sacó como pudo el móvil de su bolsillo y marcó el 112, dejando completamente manchado de sangre el celular. Una voz de mujer le respondió al otro lado. El detective aspiró aire profundamente por la nariz y lo expulsó despacio por la boca tres veces para relajarse; luego reunió todas sus fuerzas y articulando lo mejor que pudo sus palabras para no tener que repetirlas, notando que todo le daba vueltas y que la vida se le escapaba a borbotones por aquel orificio de bala, dijo:
—Necesito ayuda. Me han disparado… Estoy herido en el castillo viejo de Castellar de la Frontera…
—¡Oiga, dígame su nombre, no cuelgue y le tomo sus datos!
—Castillo viejo…
Lozano perdió el conocimiento y se desplomó sobre el piso. Al otro lado, la telefonista insistía pidiendo datos y suplicando que aguantase y no abandonara el teléfono. Al ver que nadie respondía dio la alarma, y en ese momento la potente antena de la base militar, situada en el punto más alto de la Sierra del Aljibe, comenzó a transmitir ondas hertzianas en todas direcciones. Las llamadas telefónicas y mensajes de radio cruzaban el espacio y las órdenes eran recibidas y reenviadas a diversos lugares de la región. Diez minutos más tarde, un helicóptero abandonaba el Hospital Punta de Europa de Algeciras en dirección a las montañas.
Lozano, quien se hallaba tumbado de costado y recobraba lucidez a ratos, intentaba ordenar sus pensamientos. De pronto recordó que él había herido a uno de los asaltantes, pero no veía su cuerpo por ninguna parte. Tirada en el suelo vio su mochila, y eso le recordó que había encontrado la mochila de Antonio sobre la mesa. Entonces descubrió en el suelo un trozo del sándwich que se había comido. Con enorme esfuerzo se arrastró hasta alcanzarlo, luego acercó la mochila y guardó el pequeño resto de su agitada cena en ella. Hizo un esfuerzo sobrehumano para ponerse de rodillas y luego fue alzándose lentamente hasta quedar de pie. Escudriñó en torno suyo, en el suelo y sobre las mesas. No encontró nada sobre ellas, la mochila de Antonio había desaparecido. Lozano sentía vértigo y decidió tumbarse con cuidado en el suelo y esperar acontecimientos. Respiraba agitadamente y con dolor, sentía que se moría; tuvo un último pensamiento para su cliente y decidió comunicarle lo que había descubierto. Cogió el móvil y la llamó. Cuando doña Isabel se puso al teléfono, le dijo:
—Señora, su hijo no murió por infarto… Haga examinar las huellas de la mochila… Me muero…
Al escucharlo, doña Isabel sufrió un ataque de nervios y comenzó a dar vueltas de una habitación a otra sin saber qué hacer, hasta que se decidió a salir y pedir auxilio a voces en la calle, que aparecía silenciosa y desierta a esas horas de la madrugada.
***
En el castillo, Lozano escuchó el ruido del motor de un helicóptero. «Vienen a salvarme», murmuró esperanzado. Con el brazo extendido, agarró la correa de la mochila y se la enrolló en la mano. Luego cerró los ojos.
No supo cuando llegaron los auxilios, ni reaccionó mientras lo trasladaban en una camilla con el suero puesto hasta el patio del castillo, donde esperaba el helicóptero equipado para atender toda clase de emergencias. Cuando abrió los ojos estaba en la Unidad de Vigilancia Intensiva del hospital edificado en la punta sur de Europa, a menos de veinte kilómetros de África. Una enfermera avisó a los médicos cuando advirtió que el enfermo despertaba. Lozano giró la cabeza hacia la pared y observó al variopinto grupo de personas que le miraban detrás de los cristales que separaban la sala del pasillo: médicos y enfermeras, varios guardias civiles y policías nacionales, una pareja de jóvenes con una cámara de video y doña Isabel.
El herido reconoció entre los agentes de policía a uno de sus antiguos compañeros de servicio en la Aduana: el comisario Pedro, un buen agente y buen amigo. Lo miró fijamente y le hizo señas para que entrase. El policía se acercó a la puerta, pero tuvo que discutir mucho para convencer al médico de que era muy importante que Lozano le dijese lo que tenía que decirle antes de que la situación empeorase y no pudiese hacerlo. El galeno no atendía a razones y el comisario le amenazó con llevárselo detenido, acusado de obstrucción a la Justicia. El médico se le quedó mirando, estupefacto. Tenía ante sí a un agente de policía de unos treinta y seis años, alto, delgado y pelirrojo, con el cuello y manos llenos de pecas, y unos ojos marrones que le miraban intensamente, esperando a que él se decidiera a franquearle el paso. El médico, indeciso, buscó la mirada de Lozano y éste asintió con la cabeza. Entonces lo dejó entrar. Todas las personas que esperaban en el pasillo a poder hablar con el enfermo protestaron, porque consideraban discriminatorio que se le permitiese la entrada solamente al agente de policía. Éste se acercó a la cama del herido y se inclinó sobre él para que le hablase al oído. Se colocó de tal forma que nadie lograse leer en los labios del enfermo la información que comunicaba. Apenas habían pasado dos minutos, cuando el aparato que Lozano tenía conectado comenzó a sonar y el médico obligó a salir de la habitación al comisario.
—¿Qué le ha dicho? —preguntaron varias voces al unísono, rodeando al comisario en el pasillo.
—Me ha encargado que cuide de su perro y que avise a unos familiares. Y me ha pedido que acompañe a doña Isabel hasta su casa, porque no quiere que ella lo vea en estas circunstancias. Dice que ya nos informará y dará una rueda de prensa cuando la salud se lo permita— concluyó, colocando una mano suavemente sobre la espalda de Isabel e invitándola a salir. Antes de entrar en el ascensor, Pedro quedó con sus compañeros en verse en la Comisaría una hora más tarde. Ya dentro del elevador, el agente se volvió hacia Isabel y le dijo:
—No hable con nadie de lo que Lozano le dijo por teléfono.
—¡Pero si ya lo he dicho todo! Grité que a mi hijo lo habían matado y que ese hombre estaba muriéndose en alguna parte…
—Bueno, pero no diga nada más, no diga nada; yo me encargo del caso. Él me lo ha pedido. ¿Le han entregado alguna cosa de su hijo? En ese caso, ¡no la toque!, tendremos que buscar huellas.
—Los del Servicio de Salvamento no me han dado nada, ni tampoco los guardias civiles que vinieron a buscarme para traerme al hospital. El detective solamente me dijo que buscasen huellas en la mochila, pero yo no la tengo. —contestó Isabel.
—Bueno, yo investigaré qué objetos había junto al herido cuando lo encontraron y qué hicieron con ellos. Usted tranquila, y no hable con nadie. Con nadie, ¿entiende? Para cualquier cosa o duda que surja, llámeme usted a este número. Me llamo Pedro Doval— dijo el agente, entregándole una tarjeta de visita.
Apenas habían pasado dos horas de la salida del hospital, cuando un coche de la Policía Nacional con cuatro agentes a bordo llegaba al castillo donde sucedieron los hechos. El comisario Pedro subió a la sala del primer piso con un agente, mientras que los otros dos rastrearon huellas por los alrededores. Los primeros encontraron dos ventanas arrancadas de cuajo y cristales rotos por el suelo; vieron un rastro de sangre que subía hasta la torre y lo siguieron. Allí arriba solamente encontraron una mochila vacía, la de Lozano. De uno de los bolsillos que tenía adosados sacaron un trozo de pan mordisqueado, que tenía adherido un trocito de embutido amarillento y gelatinoso. Los agentes cogieron la mochila con el resto del bocadillo, fotografiaron las manchas de sangre por el suelo y cogieron muestras de ella, que introdujeron en un sobrecito. Había huellas en la arena transportada por los vientos y acumulada en las esquinas y en el suelo de la habitación. Eran pisadas de botas de la talla 44, según midió uno de los agentes.