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Authors: Juan Pan García

Tags: #Intriga

Castillo viejo (5 page)

BOOK: Castillo viejo
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En el patio del castillo los otros agentes hallaron otras huellas, que se dirigían hacia un agujero abierto en la muralla. Unas eran de unas zapatillas deportivas; otras eran de botas del 44. Los agentes atravesaron el agujero del muro y siguieron las huellas hasta la pequeña explanada de la puerta de entrada a la fortaleza. Allí, apartadas unos metros del coche policial, descubrieron señales profundas y anchas de neumáticos, que indicaban que pertenecía a un vehículo pesado y corto, como las de un todo terreno. Observaron que partían desde allí y se perdían por el camino que unía la fortaleza con la carretera de Jimena, el mismo que habían tomado ellos para llegar al castillo. Los agentes tomaron fotos de las marcas de su propio vehículo y de las otras.

Estaban aún tomando muestras cuando aparecieron los dos compañeros que habían inspeccionado la sala donde encontraron a Lozano herido. Colocaron la mochila de Lozano sobre el capó del coche y miraron el contenido del sándwich. Uno de los agentes lo probó, untándose el dedo. Al cabo de unos segundos, declaró: «No hay duda: la morcilla que tiene pegada el pan es una pasta de cocaína». El comisario observaba la importante prueba descubierta mientras movía la cabeza, asintiendo. Luego miró al agente especializado en drogas y le encargó de llevarla al laboratorio para asegurarse completamente y obtener el resultado de los análisis en un documento escrito y firmado por el Jefe de Laboratorio de la Policía Judicial.

—Necesitamos esos análisis para poder abrir de nuevo el expediente de la muerte de Antonio —les explicó Pedro. Luego les ordenó que guardasen el secreto; nadie debía enterarse del descubrimiento—. Sólo lo sabemos nosotros. Si se produce alguna fuga de datos y fracasa la investigación, entre nosotros estará el responsable.

Mientras regresaban a la Jefatura Superior de Policía de Algeciras, hacían conjeturas y construían una hipótesis de los hechos. Eusebio, un hombre de metro setenta, grueso y completamente calvo, que a sus 48 años era el agente más viejo de los cuatro, lo entendía así:

a) Antonio se va de peregrinación a Santiago, y su madre le provee de alimentos para unos días. Entre éstos van unas morcillas, que luego no son morcillas clásicas, sino cocaína embutida y camuflada, lista para su distribución.

b) La madre del chico ignora el contenido de los embutidos; ella no hubiera puesto en peligro la vida de su único hijo.

c) El chico come un trozo de ella, y sufre una sobredosis, alucinaciones y locura; sale corriendo y cae muerto por la reacción del narcótico.

d) El padre ha comprendido que su mujer ha confundido las morcillas y ha cogido aquellas especiales que él distribuye desde su tienda de alimentación y, asumiendo que ese error ha ocasionado la muerte de su hijo, corre al acantilado y se suicida.

e) La madre, extrañada al ver la reacción de su marido en el momento de notificarle lo que había puesto en la mochila del hijo, busca a un detective privado para que investigue lo sucedido.

f) Entra en escena Lozano, que llega hasta el castillo siguiendo la pista del chaval; le sorprende la noche y decide quedarse allí. Efectúa un reconocimiento del interior del castillo y llega hasta la sala, donde encuentra la mochila de Antonio y se come un bocadillo de la misma morcilla. Siente los efectos de la droga y tiene alucinaciones: cree que es atacado por seres monstruosos y saca su pistola, disparando contra los supuestos asaltantes.

—¡Alto, alto! —dijo Pedro—. No lo cree, es atacado y está herido de muerte; será un milagro si se salva. Y, además, están las huellas de sangre en la torre y las escaleras.

—Aún no sabemos si esa sangre es suya o de otra persona. Quizás él pudo investigar algo antes de solicitar ayuda y caer sin conocimiento donde le hallaron. —dijo otro—. Las huellas de neumáticos pueden ser de otro día y no tienen nada que ver con el caso. Hay que averiguar si la bala que le han sacado es de su propia arma: se puede haber herido él solito.

—Bueno —concluyó el comisario—, lo que debemos hacer entonces es: 1º Averiguar de dónde proceden estas morcillas, quién las fabrica y quién se las proveía a doña Isabel. 2º Analizar las pruebas que llevamos y ver a quién pertenecía la sangre y las huellas de calzados que llevamos aquí. Nadie, absolutamente nadie, debe enterarse de lo que hemos visto y comentado, ¿vale?

—Falta otra cosa —comentó otro agente—: alguien ha llegado antes de que se llevasen a Lozano y subió con las mochilas a la torre. Allí dejó solamente una, la otra con los embutidos ha desaparecido. ¿Quién sube herido a una torre sin salida y cargado con la mercancía? ¿Para qué ha subido? ¿Cómo ha sacado la mochila?, ¿arrojándola por la torre? No; se podían romper, y la mercancía era muy valiosa… La podía haber llevado con él por las escaleras…

—Un helicóptero ha podido venir a recogerlos, seis kilos de morcilla de cocaína eran un buen motivo para eso —dijo el comisario—. Debemos investigar los vuelos de aeronaves por esta zona durante la pasada noche. Nos repartiremos el trabajo: una pareja buscará la fábrica de embutidos; la otra irá a la torre de control del aeropuerto de Jerez, para investigar los vuelos.

—De acuerdo —respondieron los otros agentes.

Aún no habían llegado al cruce con la carretera cuando a través de la emisora del vehículo, entre pitidos y carraspeos, recibían el siguiente aviso:

«Coche número diez, acudan a la playa del Rinconcillo. Un pescador ha encontrado el cadáver de un hombre enmascarado flotando en el agua. Confirmen el recibo de la llamada. Corto.»

—Eso no es para nosotros—dijo el comisario—, la vigilancia de las costas y playas, así como el tráfico de carreteras, le corresponde a la Guardia Civil.

Capítulo 6

Cuando el coche patrulla de la policía nacional llegó a la entrada de Algeciras, el comisario cambió de opinión y le dijo al agente que conducía:

—Acércate por la playa; veamos qué ha pasado.

El vehículo salió de la carretera nacional y se adentró en la urbanización costera del Rinconcillo. Se detuvo detrás de un Land Rover de la Guardia Civil que estaba aparcado junto a una ambulancia en el paseo marítimo.

El mar parecía dichoso de recibir los cegadores y ardientes rayos de sol, y los reflejaba millares de veces produciendo rutilantes estrellas en la inmensa superficie; sentíase el acompasado y profundo rumor de las olas parduscas y contaminadas por las refinerías enclavadas en la Bahía de Algeciras, que llegaban en incesante galopar con crestas de espuma blanca a besar la amarilla y húmeda arena de la playa, que recibía pasivamente la caricia.

Un par de barcas encalladas en la arena disfrutaban del concierto de las olas, resistiendo el impulso de ceder a la invitación de irse con ellas. Al lado de las embarcaciones, estiradas sobre la arena, descansaban unas redes cubiertas de escamas y algas.

Los policías bajaron del auto y se acercaron a la orilla del mar; vieron a un grupo de curiosos alrededor de dos guardias civiles, que trataban de impedir que se agrupase mucha gente alrededor del cuerpo que yacía en el suelo. El comisario Pedro, se acercó a ellos y les saludó:

—Hola, ¿qué ha pasado? Hemos oído el aviso por la radio y como nos cogía de paso nos hemos acercado —luego, señalando al cadáver, preguntó—: ¿Se sabe quién es?

—No; no lleva documentación. Tiene un agujero de bala en medio del pecho. Estamos a la espera del juez para sacarlo de aquí —contestó el guardia.

El comisario sacó su cámara digital y fotografió el rostro del difunto. Antes de que el guardia protestase, le dijo:

—Voy a comprobar si hay algo de él en los ficheros, por si luego necesitan ustedes la información para identificarlo. ¿Le han tomado ustedes las huellas?

—No —contestó azorado el guardia, que no se esperaba esa pregunta— .Nosotros acabamos de llegar y hemos llamado al juez. Él nos dirá que debemos de hacer.

—Hombre, lo lógico es que quiera saber quién es, por qué tiene una bala, si murió ahogado o por el disparo… ¿Me deja tomarle las huellas?

El guardia parecía dudar y finalmente se encogió de hombros. Mientras tanto, y sin esperar respuesta, Eusebio ya se había ido al coche en busca de la tinta y el papel. Momentos después tomaron las huellas del muerto y se despedían de los guardias:

—Nosotros vamos adelantando los trámites. Si necesitan algo… no duden en pedirlo, ¿vale? Nos vemos.

Media hora más tarde, cuando aún no había llegado el juez para levantar el cadáver, el agente encargado de la Sección de Identificación de la Jefatura de Policía de Algeciras tenía en sus manos el informe con la foto del difunto y todos sus datos personales, entre los cuales resaltó con tinta amarilla el siguiente texto: Sujeto de nacionalidad búlgara, detenido cuatro veces por atraco a entidades bancarias y expulsado dos veces de España. El agente pasó el informe al comisario, que estaba en su despacho reunido con Eusebio, el agente más veterano de la sección, quien al leer esas líneas exclamó:

—Al fin ha pagado por sus crímenes ese tipo, ¡qué pena de Justicia española! Arriesgas tu vida para detener a sujetos como éste y antes de que vuelvas a la Comisaría ya el juez los ha puesto en libertad… Así nos va —. Luego, se volvió hacia su jefe y dijo—: Comisario, este sujeto tenía un orificio de bala, ¿vamos a investigar el caso o no?

—Por supuesto. Envía a un par de agentes al depósito de cadáveres y que pidan un informe detallado al forense: causa y hora de la muerte, calibre de la bala y sus huellas, en fin todo. Yo voy a visitar a mi antiguo compañero al hospital.

Cuando terminó de distribuir las tareas entre su personal, el comisario salió de su despacho y se dirigió al hospital Punta de Europa. Al llegar al centro sanitario, el comisario vio dos coches de la Guardia Civil aparcados en la entrada; se preguntó qué sucedía para tanta vigilancia y decidió estacionar en otro lugar y entrar por la puerta de Urgencias. En recepción preguntó si había alguna novedad sobre Lozano, el herido de bala que habían llevado de madrugada. La recepcionista le dijo que lo habían trasladado a la segunda planta, que se hallaba en estado muy grave y bajo vigilancia de la Guardia Civil.

El comisario subió hasta la segunda planta y buscó la habitación del detective. Vio a un par de guardias civiles delante de una de las puertas y dedujo que era allí dónde lo habían llevado. Les preguntó cómo se hallaba el herido y qué novedades tenían sobre el caso. Uno de los agentes de la benemérita le informó que Lozano había recuperado el conocimiento y que los médicos habían asegurado que el peligro había pasado y que sólo esperaban un rápido restablecimiento. Le dijo también que el enfermo estaba detenido por asesinato, porque la bala del cadáver de la playa pertenecía a su propia arma; que el comandante estaba investigando la relación entre ambos y que, seguramente, estaban ante un caso de ajuste de cuentas entre bandas. El comisario se echó las manos a la cabeza e intentó abrir la puerta de la habitación, pero el guardia se opuso:

—El detenido está incomunicado, la investigación está bajo secreto del sumario y el sujeto solamente podrá recibir visitas nuestras delante de su abogado. Ésas son las órdenes recibidas.

El comisario dio media vuelta, rojo por la ira. Por experiencia, sabía que la mayoría de los casos criminales se archivaban inconclusos por la injerencia y deseo de protagonismo de los diferentes cuerpos de Seguridad del Estado. ¡Y no estaba dispuesto a que este caso en particular se le fuera de las manos! Decidió continuar adelante con su investigación, sin intercambiar ninguna clase de información con la Guardia Civil.

Ahora sabía que la bala que mató al sujeto de la playa la había disparado el detective, quien también había recibido un disparo que estuvo a punto de enviarle al patio de los calladitos. El comisario se formuló la pregunta del millón: ¿Por qué el búlgaro había aparecido en el mar, si la bala le alcanzó en el castillo viejo de Castellar? La hipótesis del helicóptero fue llenando espacios en la mente del comisario Pedro.

Cuando llegó a su despacho llamó a Eusebio por el móvil y le preguntó qué había descubierto. El agente le respondió que la Guardia Civil le había impedido acceder al informe del médico forense, pero que él había mantenido una larga conversación con uno de los guardias y éste, extraoficialmente, le había confesado que no entendía muy bien los términos en que estaba redactado el informe, pero que creyó entender que la muerte del enmascarado se produjo sobre las once de la noche, y que ya estaba muerto cuando cayó al mar.

Eusebio le informó de que en ese momento él se encontraba en la sala de control aéreo del cuartel militar de la Sierra del Aljibe, intentando descubrir la identidad de las tres aeronaves que volaron desde Estepona y Marbella hasta Castellar la noche anterior. Había escuchado la grabación de los mensajes realizados entre las aeronaves y su contacto, pero estaban en un idioma desconocido para los militares del control y no alcanzaron a descifrarlos.

—Bueno, permanece ahí y apunta todos los datos: clase de aeronave, identidad del propietario y las horas en que fueron detectados los vuelos. Creo que eran los helicópteros de que hablamos. El enmascarado fue arrojado al mar desde uno de ellos, seguramente lo recogieron en el castillo y se deshicieron de él para no dejar huellas de la operación: no llevaba documentos, era ilegal y nadie iba a reclamar su cuerpo. La investigación la lleva la guardia Civil, y mientras ellos están ocupados vigilando a un herido grave en el hospital, nosotros seguiremos nuestra pista principal: los embutidos.

El comisario llamó al domicilio de Juan López, uno de los agentes que le habían acompañado la noche anterior, que disfrutaba de su turno de descanso, y le dijo que se reuniese con él para ir a visitar a doña Isabel e interrogarla.

A las tres de la tarde, cuando el pueblo de Tarifa mostraba sus calles desiertas y cerradas sus tiendas, y sus habitantes se disponían a comer y a disfrutar de la siesta, los dos agentes de policía llamaron a la puerta de la casa de Isabel, la viuda. Ésta les invitó a entrar en la casa. Antes de cerrar la puerta, Isabel miró hacia ambos lados de la calle, intuyendo alguna mirada curiosa tras las persianas y visillos que cubrían las puertas y ventanas de las casas vecinas, preocupada por las habladurías que podrían producirse a causa de esa visita. Muy alterada, se volvió hacia los policías y, ansiosa por oír lo que los visitantes venían a decirle, les preguntó:

—¿A qué se debe su visita? ¿Han averiguado algo sobre mi hijo o sobre el detective?

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