Causa de muerte (29 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Causa de muerte
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Estaba alojada en el Pabellón III, en el West Lawn, con sus capiteles corintios de mármol de Carrara tallado en Italia. Las contraventanas de madera de la habitación número 11 estaban cerradas, el periódico matinal seguía en la alfombra y me pregunté, perpleja, si no se habría levantado aún. Llamé a la puerta varias veces y oí que alguien se movía al otro lado.

—¿Quién es? —preguntó mi sobrina.

—Soy yo.

Hubo un momento de silencio.

—¿Tía Kay? —dijo por fin.

—¿Piensas abrir la puerta? —Mi buen humor se estaba desvaneciendo rápidamente porque no la notaba muy contenta.

—Esto... Espera un momento. Ya voy.

Oí la cerradura y se abrió la puerta.

—Hola —dijo tras franquearme la entrada.

—Espero no haberte despertado. —Le entregué el periódico.

—Ah, lo recibe TC —explicó. Se refería a la amiga que en realidad ocupaba aquella habitación—. Se olvidó de cancelar la suscripción antes de marcharse a Alemania. Nunca tengo tiempo de leerlo.

Entré en un apartamento que no era muy distinto del que tenía mi sobrina cuando la había visitado el año anterior. El espacio era reducido, con la cama, un lavamanos y unas librerías atestadas. Los suelos de pino estaban desnudos y en las paredes no había más decoración que un único póster de Anthony Hopkins en
Tierras de penumbra.
Las preocupaciones técnicas de Lucy habían invadido las mesas, el escritorio e incluso varias sillas. Otros accesorios, como la máquina de fax y algo que parecía un pequeño robot, estaban desconectados en el suelo.

Lucy había hecho instalar varias líneas telefónicas adicionales, conectadas a módems en los que parpadeaban unos pilotos verdes. Sin embargo, no me dio la impresión de que mi sobrina viviera allí sola porque en el lavamanos había dos cepillos de dientes y un frasco de líquido para lentes de contacto, y Lucy no las usaba. Los dos lados de la cama estaban revueltos y sobre el colchón había una maleta que tampoco reconocí.

—Aquí. —Mi sobrina levantó una impresora de una silla y me llevó cerca del fuego—. Lo siento, está todo hecho un desastre. —Llevaba téjanos y una sudadera naranja de la universidad, y tenía los cabellos húmedos—. Puedo calentar un poco de agua... —añadió con evidente apuro.

—Si me estás ofreciendo un té, acepto —dije yo.

La observé detenidamente mientras llenaba el cazo y lo ponía al fuego. Cerca, sobre una cómoda, tenía las credenciales del FBI, una pistola y las llaves de un coche. Vi unos expedientes y unos pedazos de papel con unas notas garabateadas y me fijé en unas ropas colgadas en el armario, que nunca había visto llevar a Lucy.

—Háblame de TC —le sugerí.

—Es alemana. Va a pasar las próximas seis semanas en Munich y me dijo que podía quedarme aquí.

—Muy amable por su parte. ¿Quieres que te ayude a recoger sus cosas, o al menos a hacer espacio para las tuyas?

—Ahora mismo no es preciso que hagas nada.

Volví la vista hacia la ventana y me pareció oír a alguien.

—¿Sigues tomando el té solo? —me preguntó Lucy.

Hubo un chisporroteo en el fuego y se agitó el humo de la leña. No me sorprendí cuando se abrió la puerta y entró otra mujer. Sin embargo no me esperaba encontrar a Janet, y ella tampoco a mí.

—Doctora Scarpetta —dijo con tono de sorpresa mientras lanzaba una breve mirada a Lucy—. Es un placer verla por aquí.

Janet traía en la mano las cosas de ducharse y llevaba en la cabeza una gorra de béisbol, encajada en unos cabellos mojados que casi le llegaban a los hombros. Estaba encantadora con un chándal de entrenamiento y unas zapatillas de tenis, y parecía aún más joven, como Lucy, porque volvía a estar en un campus universitario.

—Por favor, quédate —le dijo Lucy al tiempo que me ofrecía una taza de infusión.

—Estábamos fuera, corriendo. —Janet acompañó sus palabras con una sonrisa. Nunca había dejado de sentirse algo nerviosa en mi presencia—. Lamento lo de los cabellos. ¿Y qué la trae por aquí? —me preguntó mientras acercaba una silla.

—Necesito cierta ayuda en un caso —me limité a responder—. ¿Tú también haces ese curso de realidad virtual?

Estudié el rostro de las dos jóvenes.

—Sí —respondió Janet—. Lucy y yo estamos juntas aquí. No sé si lo sabe, pero a finales del año pasado me trasladaron a la Oficina de Campo de Washington.

—Lucy me lo contó.

—Me han destinado a la delincuencia de cuello blanco —continuó—. Sobre todo a cualquier caso que pueda tener relación con una violación del EIC.

—¿Y eso qué es? —pregunté.

Fue Lucy quien me lo aclaró mientras se sentaba a mi lado.

—Es el Estatuto de Intervención de Comunicaciones. Tenemos el único grupo del país con expertos capacitados para manejar tales casos.

—Entonces el FBI os ha enviado aquí para prepararos antes de formar parte de ese grupo. —Intenté entenderlo—. Pero no veo qué relación puede haber entre la realidad virtual y la entrada de un pirata informático en una base de datos importante.

Janet guardó silencio, se quitó la gorra y se peinó la melena con la mirada fija en el fuego. La notaba muy incómoda y me pregunté hasta qué punto se debía a lo que había sucedido en Aspen durante las vacaciones. Mi sobrina se acercó un poco más a la chimenea y se sentó frente a mí.

—No estamos aquí para asistir a clase, tía Kay —dijo con parsimoniosa seriedad—. Es lo que ha de parecer para todo el mundo. Pero voy a contarte algo. No debería hacerlo, pero ya es demasiado tarde para andar con más mentiras.

—No tienes que contarme nada —le respondí—. Lo entiendo.

—No. —Sus ojos me miraban con vehemencia—. Quiero que entiendas lo que pasa. Bueno, para hacerte un resumen rápido y poco detallado, en otoño pasado la Commonwealth Power & Light empezó a tener problemas cuando un presunto pirata informático se introdujo en sus ordenadores. Los intentos de entrar eran frecuentes, en ocasiones hasta cuatro o cinco veces al día, pero no hubo forma de identificar al pirata hasta que dejó un rastro en un registro de accesos después de entrar e imprimir información de facturas a clientes. Nos llamaron, y al final conseguimos rastrear la pista del autor hasta la Universidad de Virginia.

—Entonces, todavía no lo habéis atrapado... —apunté.

—No. —Esta vez fue Janet quien intervino—. Entrevistamos al estudiante cuya identificación utilizaba nuestro hombre, pero no es él. Tenemos razones para estar completamente seguras de ello.

—Lo malo es que desde entonces algunos alumnos han denunciado el robo de sus tarjetas de identificación. Y el pirata también intentó acceder a la CP&L con el ordenador de la universidad y con uno de Pittsburgh.

—¿Lo intentó?

—A decir verdad, últimamente ha estado bastante inactivo, y esto nos pone las cosas difíciles para cazarlo —dijo Janet—. Sobre todo le hemos seguido el rastro a través del ordenador de la universidad.

—Hace casi una semana que no lo encontramos en el ordenador de la CP&L —aclaró Lucy—. Supongo que es por las vacaciones.

—¿Por qué hace alguien una cosa así? —pregunté—. ¿Tenéis alguna teoría?

—Por la sensación de poder —se limitó a decir Janet—. Tal vez quiere tener el interruptor que apague y encienda la luz de toda Virginia y las dos Carolinas. ¿Quién sabe?

—Pero lo que creemos es que quien hace todo esto está en el campus y entra vía Internet o por otro enlace llamado Telnet —intervino Lucy, y añadió con tono confiado—: Lo cogeremos.

—Me pregunto a qué viene tanto secreto —dije a mi sobrina—. ¿No podías decirme simplemente que estabas trabajando en un caso del que no podías hablar?

Lucy titubeó antes de responder.

—Tú formas parte del profesorado de la universidad, tía Kay.

Así era, pero ni siquiera se me había ocurrido pensar en ello. El planteamiento de Lucy parecía razonable, aunque yo sólo fuese profesora invitada en patología y medicina forense, y no quise recriminarle que tuviera otra razón para ocultármelo.

Lucy quería su independencia, sobre todo en aquel lugar donde a lo largo de todos sus estudios hasta la graduación había sido un hecho bien sabido que estaba emparentada conmigo.

—¿Por eso te marchaste de Richmond tan de improviso la otra noche? —pregunté mirándola a los ojos.

—Me llamaron...

—Fui yo —intervino Janet—. Tenía que tomar un vuelo desde Aspen, hubo retraso, etcétera... Lucy me recogió en el aeropuerto y volvimos aquí.

—¿Y ha habido más intentos de entrar en el sistema durante las vacaciones?

—Algunos. El sistema está siendo controlado permanentemente —indicó Lucy—. No estamos solas en esto, ni mucho menos. Sólo se nos ha proporcionado una tapadera para que podamos hacer cierto trabajo de detectives de primera línea.

—¿Por qué no me acompañas hasta la Rotonda? —Me puse en pie y ellas me imitaron—. Marino ya debería estar de vuelta con el coche. —Abracé a Janet. Sus cabellos olían a limón—. Cuídate y ven a verme más a menudo. Yo te considero de la familia. Ya va siendo hora de que alguien me ayude a cuidar de ella —añadí, y rodeé a Lucy por los hombros con el brazo.

Fuera, bajo el sol, la tarde era lo bastante cálida como para llevar sólo jersey y sentí deseos de quedarme un rato más. Durante nuestro breve paseo, Lucy no se entretuvo y noté que la ponía nerviosa la posibilidad de que nos vieran juntas.

—Volvemos a estar como hace tiempo —comenté en tono ligero para ocultar mi desengaño.

—¿A qué te refieres? —dijo ella.

—A tu ambivalencia respecto a que te vean conmigo.

—No es verdad. Siempre me he enorgullecido de ello.

—En cambio ahora no —repliqué con ironía.

—Quizá me gustaría que tú te sintieras orgullosa de que te vieran conmigo en lugar de ser siempre al revés. A eso me refiero.

—Estoy orgullosa de ti y siempre lo he estado, incluso cuando estabas hecha tal lío que a veces me entraban ganas de encerrarte en el sótano.

—Creo que a eso se le llama malos tratos a niños.

—No, el jurado decidiría en tu caso que eran malos tratos a tu tía. Puedes estar segura de ello —continué—. Y me alegro de que Janet y tú estéis juntas otra vez. Me alegro de que haya vuelto de Aspen y que hayáis hecho las paces.

Mi sobrina se detuvo y me miró, con los ojos entrecerrados para protegerse del sol.

—Te agradezco lo que le has dicho. En este momento tus palabras significan mucho.

—He dicho la verdad, nada más. Algún día, tal vez su familia también lo hará.

Estábamos a la vista del coche de Marino, que se hallaba sentado al volante, echando bocanadas de humo. Lucy se acercó a su puerta.

—Hola, Pete. Este trasto necesita un lavado.

—Nada de eso —refunfuñó él, e inmediatamente arrojó el cigarrillo y salió del coche.

Miró a su alrededor, se subió los pantalones y se puso a inspeccionar el coche, porque no podía evitarlo. Las dos nos echamos a reír y luego fue él quien intentó reprimir una sonrisa. En realidad a Marino le producía un secreto placer que nos burláramos de él. Le tomamos el pelo un poco más, y por fin Lucy se marchó cuando un Lexus dorado último modelo con los cristales teñidos pasó junto a nosotras. Era el mismo que habíamos visto antes en la carretera, pero esta vez el resplandor del sol deslumbraba al conductor.

—Esto empieza a ponerme nervioso. —Marino siguió el coche con la mirada. Yo apunté una obviedad:

—Quizá deberías investigar la matrícula.

—Ya lo he hecho. —Puso el coche en marcha atrás—. Pero el DVM se ha caído.

Se refería al ordenador del Departamento de Vehículos a Motor y, en efecto, se había «caído», como decían en la jerga. Muy abajo, al parecer. Volvimos hasta el edificio del reactor, y de nuevo Marino se negó a entrar. Así que lo dejé en el aparcamiento, y en esta ocasión el joven que trabajaba tras el cristal de la sala de control me dijo que podía entrar sin escolta.

—Está en el sótano —me dijo sin apartar la vista del ordenador.

Volví a encontrar a Matthews en la sala de conteo del fondo, sentado ante una pantalla de ordenador que mostraba un espectro en blanco y negro.

—¡Ah, hola! —me dijo cuando reparó en mi presencia.

—Parece que ha tenido usted éxito —comenté—, aunque no estoy segura de lo que veo en esa pantalla. Y puede que haya llegado demasiado pronto.

—No, doctora, no llega demasiado pronto. Esas líneas verticales de ahí indican la energía de los rayos gamma significativos que se detectan. Cada línea indica una energía. Pero la mayoría de las que vemos ahí son de la radiación de fondo. —Las señaló en la pantalla—. Ya sabe, ni los bloques de plomo la detienen al cien por cien.

Tomé asiento a su lado.

—Lo que intento enseñarle, doctora Scarpetta, es que esa muestra que me ha traído no despide rayos gamma de alta energía cuando se produce la desintegración espontánea. Si observa aquí, en este espectro de energías —Matthews señaló el monitor y dio unos golpecitos en el cristal con un punzón—, parece que este rayo gamma es característico del uranio doscientos treinta y cinco.

—Bien, ¿y eso qué significa?

—Que el material es bueno. —Se volvió a mirarme.

—¿Como el usado en los reactores nucleares? —pregunté.

—Exacto. Es el que utilizamos para fabricar las barras y pellas de combustible. Pero sólo el cero coma tres por ciento de ese uranio es doscientos treinta y cinco, como posiblemente ya sabe. El resto es uranio empobrecido.

—Exacto. El resto es uranio doscientos treinta y ocho —asentí.

—Y eso es lo que tenemos aquí.

—Si no emite rayos gamma de alta energía, ¿cómo se puede saber eso por el espectro de energía?

—Lo que hace el cristal de germanio es detectar el uranio doscientos treinta y cinco, y el hecho de que el porcentaje sea tan bajo indica que la muestra que analizamos tiene que ser de uranio empobrecido.

—¿No podría tratarse de combustible gastado de un reactor? —pensé en voz alta.

—No —respondió Matthew—. No hay rastro de materiales de fisión en la muestra. Ni estroncio, cesio, yodo ni bario. Con el microscopio de barrido ya los habríamos visto.

—En efecto, no aparecían isótopos de esa clase —asentí—, sólo ese uranio, además de los elementos no fundamentales que una esperaría encontrar en los restos de tierra adheridos a las suelas de unos zapatos de calle.

Miré los picos y valles de lo que habría sido un cardiograma muy alarmante, mientras Matthews tomaba notas.

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