Causa de muerte (13 page)

Read Causa de muerte Online

Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Causa de muerte
2.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No tengo ningún inconveniente en ello.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Está bien. —Levantó las manos en un leve gesto de rendición y miró a su alrededor—. Eddings tenía dinero y estaba mucho tiempo fuera —dijo.

—Pues alguien se ocupaba de sus plantas —indiqué.

—¿Con qué frecuencia? —Benton contempló las macetas.

—Las plantas sin flores, una vez a la semana por lo menos; las demás cada dos días, según el calor que haga aquí dentro.

—¿Eso quiere decir que hace una semana que éstas no se riegan?

—Una semana o más —asentí.

Lucy y Marino acababan de entrar en el dúplex y se acercaban por el pasillo.

—Quiero mirar en la cocina —añadí mientras dejaba la regadera.

—Buena idea.

La cocina, pequeña, daba la impresión de que no había sido renovada desde los años sesenta. En las alacenas encontré cazuelas viejas y decenas de productos enlatados: atún, sopas y galletas de aperitivo.

En cuanto al frigorífico, la mayor parte de lo que Eddings guardaba en él eran latas de cerveza, pero lo que me llamó la atención fue una solitaria botella de champán Luis Roederer Cristal con un gran lazo rojo.

—¿Has encontrado algo? —Wesley miraba debajo del fregadero.

—Quizá —respondí, asomada todavía al frigorífico—. Esto puede costar ciento cincuenta dólares en un restaurante, quizá ciento veinte si lo compras en la tienda.

—¿Sabemos cuánto ganaba el muerto?

—No, pero sospecho que no era una fortuna.

—Ahí abajo tiene un montón de cremas de limpiar zapatos, gamuzas y poco más —anunció Wesley mientras se incorporaba.

Cogí la botella y miré la etiqueta con el precio.

—Ciento treinta dólares, y no la compró por aquí. Que yo sepa, en Richmond no hay ninguna tienda de licores que se llame The Wine Merchant.

—Tal vez sea un regalo. Eso explicaría el lazo.

—¿Qué me dices de Washington?

—No sé —dijo Wesley—. Últimamente, no compro mucho vino en la capital.

Cerré la puerta del frigorífico, complacida en mi interior porque él y yo sí habíamos disfrutado de buenos vinos. Tiempo atrás nos gustaba salir de compras, elegir una botella y tomarla juntos, acurrucados en el sofá o en la cama.

—Eddings no iba mucho de compras —señalé—. No veo señales de que comiera en casa.

—Yo diría más: parece como si apenas viniera por aquí.

Cuando Benton pasó cerca de mí, noté su proximidad y me resultó casi insoportable. Su colonia, siempre sutil, tenía notas de canela y madera y cada vez que me llegaba aquel aroma en alguna parte, me sentía tan embriagada como en aquel momento. Se volvió a mirarme desde el hueco de la puerta de la cocina.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó con un tono de voz que sólo utilizaba conmigo.

—No. Todo esto es bastante horrible.

Cerré la puerta de una alacena con demasiada fuerza. Benton salió al pasillo.

—Bien, tenemos que inspeccionar a fondo su situación económica para ver de dónde sacaba dinero para comer fuera y para comprar champán del caro.

Los papeles estaban en el despacho y la policía no los había revisado todavía porque oficialmente no había habido ningún crimen. Pese a mis sospechas sobre la causa de la muerte de Eddings y de los extraños sucesos que la envolvían, hasta aquel momento no había técnicamente caso de homicidio.

—¿Alguien ha entrado en su ordenador? —preguntó Lucy y señaló la máquina 486 del escritorio.

—No —dijo Marino mientras miraba las carpetas de un archivo metálico de color verde—. Uno de los agentes ha dicho que el acceso está bloqueado.

Lucy tocó el ratón y en la pantalla apareció una ventana para la contraseña.

—Muy bien —dijo entonces—. Tiene una contraseña, pero eso no es nada raro. Lo que resulta un poco más extraño es que no tenga disquete en la disquetera externa. Pete, ¿tus hombres encontraron algún disquete aquí?

—Sí, hay una caja llena por ahí. —Marino señaló una estantería repleta de libros de historias de la Guerra de Secesión y de tomos de enciclopedias con una recargada encuadernación en piel.

Lucy bajó la caja y la abrió.

—No. Son los disquetes de instalación de WordPerfect. —Lucy nos miró—. Sólo digo que lo normal es sacar una copia de segundad del trabajo que uno está haciendo. Eso en el caso de que estuviera trabajando en algo aquí, en su casa.

Nadie sabía si era así. Lo único que sabíamos era que Eddings trabajaba en la oficina de AP en el centro, en Fourth Street. No teníamos ninguna razón que explicara qué hacía en casa hasta que Lucy reinició el ordenador, y en un alarde de magia logró entrar en los archivos de programa. Desactivó el salvapantallas y empezó a buscar en los directorios de WordPerfect, todos los cuales estaban vacíos. Eddings no conservaba un solo archivo.

—¡Mierda! —masculló Lucy—. Esto sí que es extraño, a menos que no haya utilizado nunca este aparato.

—Eso es imposible —intervine—. Aunque trabajara en el centro, debía de tener un despacho en casa para algo...

Lucy volvió a teclear unas órdenes mientras Marino y Wesley inspeccionaban diversos registros financieros que Eddings había dejado ordenados en una cesta, dentro de un cajón del archivador.

—Espero que no borrara también la lista de subdirectorios —comentó mi sobrina, que ya había entrado en el sistema operativo—. Eso no podría recuperarlo sin una copia de seguridad, y parece que no hay ninguna.

Observé cómo tecleaba
undelete*.*
y pulsaba la tecla de retorno. Como por ensalmo apareció un archivo llamado
matadrog.vie
y, después de dar la orden de recuperarlo, apareció otro.

Cuando Lucy terminó, había recuperado veintiséis archivos ante nuestras asombradas miradas.

—Es lo que tiene de bueno el DOS 6 —fue su escueto comentario mientras empezaba a imprimir.

—¿Se puede averiguar cuándo los borró? —le preguntó Wesley.

—La fecha y hora es la misma en todos los archivos —respondió Lucy—. ¡Maldita sea! Treinta y uno de diciembre, entre la una cero uno y la una treinta y cinco de la madrugada. Yo diría que a esa hora ya estaba muerto.

—Depende de a qué hora fue a Chesapeake —apunté—. La barca no fue descubierta hasta las seis.

—Por cierto, el reloj del ordenador funciona correctamente, así que esas horas deben ser buenas —añadió mi sobrina.

—Y borrar todos esos archivos llevaría más de media hora, ¿verdad? —le pregunté.

—No. Se puede hacer en pocos minutos.

—Pues entonces a lo mejor alguien los leía mientras los iba borrando.

—Eso hace mucha gente. Necesitamos más papel para la impresora. Espera, lo cogeré de la máquina de fax.

—Por cierto —apunté—, ¿podemos ver alguno de sus reportajes para el periódico?

—Claro.

Lo que obtuvo Lucy fue una lista de diagnósticos de fax incomprensibles y de números de teléfono que tenía inten
ción
de comprobar más tarde. Por lo menos teníamos la certeza de que alguien había entrado en su ordenador y había borrado todos los archivos hacia la hora en que Eddings había muerto. Y el que lo había hecho no era un gran experto —continuó explicando Lucy—, porque un conocedor de la informática habría eliminado también el subdirectorio raíz y con ello habría inutilizado el comando de recuperar archivos borrados.

—Esto no tiene sentido —declaré—. Un escritor seguro que saca una copia de seguridad de su trabajo, y es evidente que Eddings era cualquier cosa menos descuidado. ¿Qué me dices del armero? —pregunté a Marino—. ¿Has encontrado algún disquete en él?

—No.

—Eso no significa que no entrara alguien en el ordenador... y en la casa-señalé.

—En tal caso ese alguien conocía la combinación del armero y el código del sistema de alarma antirrobo.

—¿Son los mismos?

—Sí —respondió Marino—. Utiliza su fecha de nacimiento para todo.

—¿Y cómo lo has descubierto?

—Por su madre —explicó.

—¿Qué me dices de las llaves? —continué—. No llevaba encima ninguna pero debería tener la de su todo terreno por lo menos.

—Roche dijo que no había ninguna —insistió Marino—. Para mí, ése es otro detalle extraño.

Wesley observaba las páginas de los archivos recuperados que salían de la impresora.

—Es una serie de relatos periodísticos, creo —comentó.

—¿Publicados? —pregunté.

—Tal vez algunos, porque parecen bastante viejos. La avioneta que se estrelló contra la Casa Blanca, por ejemplo. Y el suicidio de Vince Foster.

—Puede que Eddings sólo estuviera limpiando la casa —apuntó Lucy.

—Veamos esto. —Marino estaba repasando un extracto bancario—. El diez de diciembre hubo un ingreso de tres mil dólares en su cuenta. —Abrió otro sobre y miró el contenido—. Lo mismo en noviembre.

Encontramos idénticos extractos correspondientes al mes de octubre y a todos los anteriores del año. A juzgar por otras informaciones que hallamos, quedaba claro que Eddings necesitaba un complemento de sus ingresos. La hipoteca le costaba mil dólares al mes, y los cargos de las tarjetas de crédito ascendían a veces a otro tanto, y en cambio su sueldo anual apenas llegaba a los cuarenta y cinco mil dólares.

—¡Joder! Con todos esos ingresos extra se sacaba casi ochenta mil al año —dijo Marino—. ¡No está mal!

Wesley dejó la impresora, se acercó a mí y me puso una hoja en la mano.

—La esquela mortuoria de Dwain Shapiro —dijo—. Del
Washington Post.
Dieciséis de octubre del año pasado.

El artículo, muy breve, sólo informaba de que Shapiro había sido mecánico de un concesionario Ford en Washington, D.C., y que había muerto de un tiro en un intento de robo cuando volvía a casa de un bar, ya de madrugada. Ningún pariente suyo vivía cerca de Virginia y no había ninguna mención a los Nuevos Sionistas.

—Esto no lo escribió Eddings —señalé—. Es de algún reportero del
Post.

—Entonces, ¿de dónde sacó el Libro? —preguntó Marino—. ¿Y por qué cono lo tenía debajo de la cama?

—Quizá lo estaba leyendo —me limité a responder—, y a lo mejor no quería que nadie lo viera. La asistenta, por ejemplo.

—Aquí hay unas notas. —Lucy estaba enfrascada en la pantalla del monitor, abriendo un archivo tras otro y pulsando el comando de imprimir—. ¡Por fin llegamos a lo bueno! —Conforme pasaba el texto y la impresora traqueteaba, Lucy se iba poniendo más impaciente. De pronto dejó lo que estaba haciendo y se volvió hacia Wesley—. ¡Qué fuerte! Aquí tiene todo este material sobre Corea del Norte mezclado con información sobre Joel Hand y los neosionistas.

—¿Qué es eso de Corea del Norte?

Benton se puso a leer las hojas mientras Marino examinaba otro cajón.

—Lo del problema que tuvo nuestro gobierno con el suyo hace unos años, cuando los norcoreanos intentaban conseguir plutonio, con fines militares, de sus centrales eléctricas nucleares.

—Según parece, Hand está muy interesado en la fusión, la energía y esas cosas —apunté—. Hay alusiones a ellas en el Libro.

—Bien —comentó Wesley—, entonces puede que todo esto sea un perfil a fondo de ese tipo. O mejor dicho, la materia prima para un gran reportaje sobre él.

—¿Y por qué iba Eddings a borrar el archivo de un gran artículo que aún no había terminado? —pregunté—. ¿No es una casualidad además que lo hiciera la noche de su muerte?

—Eso tendría sentido para alguien que se propusiera suicidarse —dijo Wesley—. Y en realidad no estamos seguros de que no fuera eso lo que hizo.

—Exacto —asintió mi sobrina—. Borra todo su trabajo para que una vez desaparecido nadie pueda ver nada que él no quiera que vean, y después escenifica su muerte para que parezca un accidente. Quizá para él fuera muy importante que la gente no pensara que se había suicidado.

—Es una buena posibilidad —concedió Wesley—. Quizás andaba metido en algo de lo que no podía salir, lo cual explicaría el dinero que se ingresaba en su cuenta bancaria cada mes. O quizá padecía depresiones y le afectaba alguna profunda crisis personal de la que no sabemos nada.

Yo apunté otra cosa:

—Puede que fuera otro quien borró los archivos. Quizá viniera alguien cuando Eddings ya estaba muerto, manipulara el ordenador y se llevara las copias de seguridad y las impresas.

—En tal caso, quien lo hizo tenía una llave y conocía los códigos y combinaciones. Sabía que Eddings no estaba en casa y que no iba a estar.

Benton levantó la vista hacia mí.

—Sí —murmuré.

—Esto es muy complicado.

—Todo el caso lo es —respondí—, pero puedo asegurarte que si Eddings fue envenenado con gas de cianuro mientras estaba sumergido, no pudo hacerlo él mismo. También querría saber por qué tenía tantas armas, y por qué la que llevaba en la barca tenía un acabado Birdsong e iba cargada con balas KTW.

Wesley me miró de nuevo y su flema me golpeó con fuerza.

—Desde luego, sus tendencias supervivencialistas se podrían considerar un buen indicador de inestabilidad —apuntó.

—O de temor a morir asesinado —repliqué.

Entramos en la sala donde estaban las armas. Las metralletas se encontraban en un armero en la pared, y en la caja fuerte Browning que la policía había abierto por la mañana había pistolas, revólveres y munición. Ted Eddings había equipado una pequeña alcoba con una prensa de árbol, una báscula digital, una recortadora de vainas, troqueles para recarga y todo lo necesario para asegurarse el suministro de cartuchos. Las vainas de cobre y los fulminantes estaban guardados en un cajón. La pólvora se encontraba en un viejo envase militar, y al parecer era un gran amante de las miras telescópicas y de los visores de láser.

—Para mí, esto demuestra que no estaba bien de la cabeza. —Era Lucy quien hablaba, agachada ante la caja fuerte, mientras abría fundas de armas de plástico duro—. Yo diría que todo esto indica una paranoia más que regular. Es como si pensara que se le venía encima todo un ejército.

—La paranoia es sana si realmente hay alguien detrás de uno —apunté.

—Yo también empiezo a pensar que el tipo estaba chiflado —intervino Marino.

No presté atención a sus teorías.

—En el depósito olía a cianuro —les recordé. Se me estaba agotando la paciencia—. Y no se gaseó a sí mismo antes de lanzarse al río. Si lo hubiera hecho, habría muerto antes de llegar al agua.

—Sólo lo notaste tú —apuntó Wesley con cierto sarcasmo—. Los demás no notaron nada y aún no tenemos los resultados toxicológicos.

Other books

Her Impossible Boss by Cathy Williams
Flip Side of the Game by Tu-Shonda L. Whitaker
Fennymore and the Brumella by Kirsten Reinhardt
A Complicated Kindness by Miriam Toews
The Nerd Who Loved Me by Liz Talley
City of Strangers by John Shannon
In Vino Veritas by J. M. Gregson