Causa de muerte (14 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Causa de muerte
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—¿Qué quieres decir, que se ahogó solo? —Lo miré fijamente.

—No lo sé.

—No he visto nada que indicara tal posibilidad —insistí.

—¿Siempre ves indicios, en los casos de ahogamiento? —preguntó en tono razonable—. Creía que las muertes por inmersión tienen una dificultad considerable y que por eso suele llamarse a expertos del sur de Florida para que colaboren en esclarecerlas.

—Yo empecé mi carrera en el sur de Florida y estoy considerada una experta en ahogados —apunté con sequedad.

Continuamos la discusión en la acera, junto a su coche, porque quería que me llevara a casa para poder terminar nuestra pelea. La luna era difusa, la farola más cercana estaba a una manzana de distancia y apenas nos veíamos.

—Por el amor de Dios, Kay, no quería decir que no sepas lo que haces —me dijo.

—¡Claro que querías decirlo! —Me encontraba junto a la puerta del conductor, como si el coche fuera mío y estuviese a punto de marcharme en él—. Estás criticándome. Te portas como un asno.

—Estamos investigando una muerte —insistió con su tono juicioso y sereno—. Éste no es momento ni lugar para que te tomes esto como algo personal.

—Deja que te explique una cosa, Benton: las personas no son máquinas. La gente se toma las cosas como algo personal.

—Y a eso se reduce toda esta discusión. —Se situó a mi lado y abrió la puerta—. Te tomas las cosas así porque soy yo. No creo que haya sido una buena idea. —Se abrieron las cerraduras—. Quizá no debería haber venido. —Se deslizó al asiento del conductor—. Pero me parecía que era importante. Quería hacer lo debido y pensaba que tú también.

Di la vuelta al coche, entré por el otro lado y me pregunté por qué Benton no me había abierto la puerta como solía hacer.

De pronto me sentí muy cansada y con ganas de llorar.

—Es importante y has hecho lo que debías —reconocí—. Un hombre ha muerto. Y yo creo no sólo que fue asesinado sino que tal vez andaba metido en algo muy gordo, que podría ser un asunto muy feo. No creo que fuera él quien borró sus propios archivos de ordenador y destruyó todas las copias de seguridad porque eso significaría que sabía que iba a morir.

—Sí, eso nos llevaría al suicidio.

—Y no es éste el caso. —Nos miramos en la oscuridad. Luego añadí—: Creo que alguien entró en la casa la madrugada de su muerte.

—Alguien a quien Eddings conocía.

—O alguien que conocía a alguien que tenía acceso a la casa. Un colega, un amigo o una amiga íntimos, u otra persona importante para él. Respecto a las llaves para entrar, no hemos encontrado las de Eddings.

—Tú crees que esto tiene que ver con los neosionistas... —Wesley empezaba a mostrarse más receptivo.

—Eso me temo. Y alguien me ha advertido que deje el asunto.

—Lo que dices comprometería a la policía de Chesapeake.

—Es posible que no a todo el departamento. Quizá sólo a Roche.

—Si lo que dices es verdad —replicó él—, ese detective es un mero peón en el asunto, una capa externa muy alejada del núcleo. Sospecho que su interés por ti es otro tema completamente aparte.

—Lo único que pretende es intimidar, meter miedo. Por eso sospecho que tiene relación con el asunto.

Wesley guardó silencio y se quedó mirando por el parabrisas. Cedí a un impulso y lo miré fijamente. Entonces él se volvió.

—Kay, ¿el doctor Mant te ha mencionado alguna vez que alguien lo había amenazado?

—A mí no, pero tampoco creo que dijera una palabra a nadie al respecto, sobre todo si estaba asustado.

—¿Asustado? ¿De qué podía estarlo? Esto es lo que más me cuesta imaginar —murmuró al tiempo que ponía el coche en marcha y se sumaba al tráfico de la calle—. Si Eddings tenía contactos con los Nuevos Sionistas, ¿qué relación podía tener todo eso con el doctor Mant? —No lo sabía y permanecí callada un rato mientras él conducía.

»¿Hay alguna posibilidad de que tu colega británico se haya largado de la ciudad, sencillamente? —preguntó Wesley cuando decidió romper el silencio—. ¿Tienes constancia de que su madre ha muerto?

Pensé en el supervisor del depósito de Tidewater, que se había despedido antes de Navidad sin motivo y sin previo aviso. De pronto, inmediatamente después, se había marchado Mant.

—Sólo sé lo que él me dijo —respondí—, pero no tengo motivos para pensar que me engañara.

—¿Cuándo vuelve tu otra ayudante jefe, la que está de permiso por maternidad?

—Acaba de tener el niño.

—Bueno, eso sí que sería un poco difícil de fingir —comentó.

Estábamos entrando en Malvern y la lluvia era una rociada de minúsculos alfileres contra el cristal. Dentro de mí amenazaban con rebosar unas palabras que no podía pronunciar, y cuando doblamos por Cary Street empecé a sentirme desesperada. Quería decirle a Benton que habíamos tomado la decisión acertada, pero que poner fin a una relación no borra los sentimientos. Quería preguntar por Connie, su mujer. Quería invitarlo a mi casa como había hecho en otro tiempo y preguntarle por qué ya no me llamaba nunca. Locke Lañe, la vieja calleja, estaba sin luces cuando la seguimos hacia el río. Wesley conducía despacio, en primera.

—¿Vuelves a Fredericksburg esta noche? —le pregunté.

Tardó en responder.

—Connie y yo vamos a divorciarnos.

No respondí.

—Es una larga historia y probablemente será un trámite largo, engorroso y agotador —continuó él—. Gracias a Dios, los chicos ya son bastante mayores.

Bajó la ventanilla y el guarda nos franqueó el paso.

—Lo lamento mucho, Benton.

El motor del BMW resonó en mi calle, vacía y mojada.

—Bien, supongo que podrías decir que me lo tengo merecido. Connie llevaba viéndose con otro hombre durante casi todo el año y yo no tenía la menor idea. Menudo detective, ¿verdad?

—¿Quiénes?

—Un contratista de Fredericksburg que ha estado haciendo reparaciones en la casa.

—¿Connie sabe lo nuestro?

Me costó mucho preguntarlo, porque Connie siempre me había caído bien y estaba segura de que me aborrecería si se enteraba.

Entramos en el camino particular de la casa y Wesley no me respondió hasta que hubo aparcado junto a la puerta principal.

—No lo sé. —Exhaló un profundo suspiro y bajó la mirada a sus manos, agarradas al volante—. Es probable que haya oído rumores, pero Connie no es mujer que preste oído a los chismes, y mucho menos que se los crea. —Hizo una pausa—. Sabe que hemos pasado mucho tiempo juntos, que hemos hecho viajes y cosas así, pero creo que está convencida de que sólo son asuntos de trabajo.

—Todo esto me hace sentir fatal.

El no dijo nada.

—¿Todavía estás en casa?

—Ella quería marcharse —respondió—. Se ha instalado en un apartamento donde supongo que puede verse con Doug regularmente.

—¿Ese Doug es el contratista?

Benton miró por el parabrisas con una expresión tensa. Alargué la mano y acaricié con suavidad una de las suyas.

—Escucha —le dije con calma—, quiero ayudarte en todo lo que pueda, pero tienes que decirme qué puedo hacer.

Se volvió hacia mí y en sus ojos brillaron unas lágrimas que estuve segura eran por ella. Aún quería a su mujer. Yo lo entendía, pero no me gustaba verlo.

—No puedo dejar que hagas mucho —dijo con un carraspeo—. Sobre todo ahora. Y durante casi todo el año que viene. A ese tipo con el que está Connie le gusta el dinero y sabe que yo tengo un poco. De mi familia, ya sabes. No quiero perderlo todo.

—No veo cómo podrías, después de lo que ha hecho ella.

—Es complicado. Tengo que andar con cuidado. Quiero que mis hijos sigan queriéndome y respetándome. —Me miró y retiró la mano—. Ya sabes lo que siento. Por favor, procura dejar así las cosas.

—¿Sabías lo de Connie en diciembre, cuando decidimos dejar lo nuestro...?

No me dejó terminar.

—Sí, lo sabía.

—Ya —murmuré con voz tensa—. Ojalá me lo hubieras dicho. Habría facilitado las cosas.

—No creo que nada las hubiera hecho más fácil.

—Buenas noches, Benton.

Bajé del coche y no me volví a mirar cómo se marchaba.

Dentro, Lucy había puesto un disco de Melissa Etheridge y me alegré de que mi sobrina estuviera allí y de que hubiera música en la casa. Me obligué a no pensar más en Benton, como si pudiera cambiar de habitación mental y dejarlo fuera de ella.

Lucy estaba en la cocina. Me quité el abrigo y dejé el billetero sobre la mesa.

—¿Todo en orden? —Lucy cerró la puerta del frigorífico con el hombro y llevó unos huevos al fregadero.

—En realidad todo está bastante jodido —murmuré.

—Lo que necesitas es comer algo y da la casualidad de que estoy cocinando.

—Lucy —me apoyé en la mesa—, si alguien intenta hacer pasar la muerte de Eddings como un accidente o como un suicidio, empiezo a entender qué sentido tendrían las amenazas posteriores o esa intriga en relación con mi despacho en Norfolk. Pero aun así, ¿por qué habría de recibir amenazas, en el pasado, ningún miembro de mi personal? Tú tienes buenas dotes deductivas. ¿A ti qué te parece?

Mi sobrina estaba batiendo claras de huevo en un cuenco mientras descongelaba un panecillo en el microondas. Su dieta sin grasas resultaba deprimente y no entendía cómo era capaz de mantenerla.

—No tienes constancia de que nadie recibiera esas amenazas —se limitó a responder sin alterarse.

—Ya sé que no tengo constancia de eso, al menos de momento. —Mientras empezaba a preparar un café vienes, continué—: Pero sólo intento encontrar un poco de lógica al asunto. Busco un motivo y sigo con las manos vacías. Oye, Lucy, ¿por qué no pones un poco de cebolla, perejil y pimienta molida? Y un pellizco de sal.

—¿Quieres que te prepare un plato? —me preguntó mientras seguía batiendo las claras.

—No tengo mucha hambre. Quizá me tome una sopa más tarde.

Lucy me miró a los ojos.

—De modo que todo está jodido, ¿eh?

Sabía que mi sobrina se refería a Wesley, pero enseguida le dejé ver que no estaba dispuesta a hablar de él.

—La madre de Eddings vive cerca de aquí —apunté—. Creo que deberíamos hablar con ella.

—¿Esta noche, en el último minuto? —El batidor golpeaba con un ligero repiqueteo los costados del cuenco.

—Cabe la posibilidad de que la mujer quiera hablar esta noche, en el último minuto —asentí—. Le han comunicado que su hijo ha muerto, pero no le han dicho mucho más.

—Sí —murmuró Lucy—. Feliz Año Nuevo.

7

N
o tuve que pedir a nadie una lista de residentes porque la madre del difunto periodista era la única Eddings con domicilio en Windsor Farms. Según el listín de teléfonos, la mujer vivía en la encantadora calle Sulgrave, guarnecida de árboles y famosa por sus opulentas propiedades y por las dos mansiones Tudor del siglo XVI, la Virginia House y la Agecroft, que habían sido traídas de Inglaterra en barco, piedra a piedra, en los años veinte. La noche aún era joven cuando llamé por teléfono, pero tuve la impresión de que la mujer ya dormía.

—¿Señora Eddings? —le dije, y me presenté.

—Me temo que me había quedado dormida. —Por su tono de voz parecía sobresaltada—. Estaba en el salón viendo la tele... Dios mío, ni siquiera sé qué hacen ahora. Estaba viendo
Mi brillante carrera
, en la PBS. ¿Sigue usted la serie?

—Señora Eddings —repetí—, quisiera hacerle unas preguntas sobre su hijo, sobre Ted. Soy la médico forense del caso y se me ha ocurrido que podríamos hablar. Yo vivo a unas pocas manzanas de aquí.

—Ya me lo habían dicho. —Su marcado acento sureño se hizo aún más cerrado con las lágrimas—. Que vivía muy cerca.

—¿Le parece que ahora es buen momento? —pregunté tras una pausa.

—Estaría encantada. Y me llamo Elizabeth Glenn —añadió, al tiempo que rompía a llorar.

Llamé a Marino y lo encontré en su casa, con el televisor a tal volumen que no entendí cómo podía oír nada más. Pete estaba hablando por la otra línea y era evidente que no quería hacer esperar a su comunicante.

—Claro, a ver qué puedes averiguar —respondió cuando le conté lo que me disponía a hacer—. Yo en este momento estoy en un buen lío. Tenemos un incidente en Mosby Court que podría degenerar en disturbios.

—¡Justo lo que necesitamos! —exclamé.

—Tengo que acudir allí. Si no, te acompañaría.

Colgamos y me vestí para soportar el mal tiempo porque no tenía coche. Lucy estaba en mi despacho, hablando por teléfono. Por su expresión concentrada y su tono de voz bajo supuse que hablaba con Janet. Desde el pasillo señalé el reloj y le indiqué por gestos que volvería dentro de una hora aproximadamente. Cuando salí de casa y empecé a caminar bajo el frío y la húmeda oscuridad, el ánimo empezó a encogérseme como un animalillo que quisiera esconderse. Tener que vérmelas con los seres queridos que deja una tragedia seguía siendo uno de los aspectos más atroces de mi profesión.

A lo largo de los años había experimentado muy diversas reacciones, desde verme convertida en cabeza de turco hasta recibir súplicas de los familiares para que, de algún modo, hiciera que esa muerte no fuera verdad. Había visto de todo: llorar, gemir, enfurecerse, maldecir o no reaccionar en absoluto, y siempre me había mostrado como la médica perfecta, siempre debidamente desapasionada pero amable, porque así me habían preparado para actuar.

Mi reacción personal siempre tenía que ser privada. Esos momentos no los veía nadie, ni siquiera cuando estaba casada. En esa época me había hecho experta en disimular estados de ánimo y en llorar en la ducha. Recuerdo que un año tuve una urticaria y le dije a Tony que era alérgica a las plantas, al marisco y al sulfito del vino tinto. Mi ex marido era muy fácil porque no quería oír.

En Windsor Farms reinaba una calma casi espectral cuando me acerqué por el camino del río. La niebla se adhería a unas farolas de hierro victorianas que recordaban las calles inglesas y daba la impresión de que no había nadie levantado ni paseando, aunque en muchas de las majestuosas mansiones había ventanas iluminadas. Las hojas del pavimento eran como papel engomado; la lluvia fina las pegaba al suelo y empezaba a helar. Pensé que había sido una tontería salir a la calle sin paraguas.

Cuando llegué a la casa de la calle Sulgrave me resultó familiar porque conocía al juez que vivía en la casa de al lado y había estado en muchas de sus fiestas. La de los Eddings era un edificio de tres plantas de estilo federal con chimeneas gemelas, ventanas de gablete en arco y un montante elíptico sobre los artesonados de la puerta principal. A la izquierda del porche de la entrada vi el león de piedra que desde hacía muchos años montaba guardia allí. Subí los resbaladizos peldaños y tuve que llamar al timbre dos veces hasta que una voz me respondió débilmente al otro lado de la gruesa madera.

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