Authors: John Norman
Respiré.
En aquel muslo había una marca profunda, precisa, hermosa, insolente, dramáticamente grabada, de tal manera que la belleza que proporcionaba a la pierna hacía que aquel muslo ahora sólo pudiera ser el de una esclava.
—Es hermosa —susurré.
Ena soltó el cierre que abrochaba su ropaje en el hombro izquierdo, dejándolo caer sobre sus tobillos. Era increíblemente hermosa.
—¿Sabes leer? —preguntó.
—No.
Miró la marca.
—Es la primera letra del nombre de la ciudad de Treve.
—Es una marca hermosa.
—Es atractiva —dijo ella. Me miró. De pronto adoptó la pose de una esclava.
Me costaba respirar.
—Aumenta mi belleza —dijo.
—Sí —respondí—. ¡Sí!
Me encontré deseando, aunque no quise admitirlo, que mi marca resultase tan atractiva sobre mi cuerpo.
Ena volvió a colocarse la prenda con la que se vestía, con gracia.
—Me gusta —dijo. Me miró y rió—. ¡Y a los hombres también!
Sonreí.
De pronto me sentí furiosa. ¿Qué derecho tenían aquellos brutos a marcarnos? ¿A ponernos un collar? Me dije que tenían el derecho goreano del más fuerte a marcar y poner un collar al más débil y reclamarlo como propiedad suya. Me sentí débil e indefensa. Pero a continuación me sentí enfadada de nuevo, llena de furia, sin poderlo remediar.
Yo, la prisionera de Rask de Treve, en su campamento de guerra, luchaba por controlarme.
Quería saber más del hombre que me había capturado.
—Dicen que Rask de Treve —insinué— tiene una gran inclinación por las mujeres y también menosprecio.
—Le gustamos mucho —sonrió Ena—, es verdad.
—¡Pero nos desprecia!
—Rask de Treve es un hombre y un guerrero. Es normal en ellos que nos miren como a simples mujeres y que nos tengan en cuenta en la medida en que les proporcionamos distracción y placer.
—¡Eso es despreciarnos! —exclamé.
Ena, arrodillándose, se sentó sobre sus talones y rió alegremente.
—¡Quizás!
—¡No pienso aceptar algo así!
—¡Mi preciosa pequeña Kajira! —rió Ena.
Me sentía furiosa y frustrada. ¡No deseaba ser un mero objeto sexual! Pero palpé mi garganta. No había nada a su alrededor todavía. Al día siguiente por la mañana, me pondrían un collar. ¿Qué otra cosa podía ser una muchacha con un collar de esclava, que no fuera ese objeto?
—¡Odio a los hombres! —exclamé.
Ena me miró.
—Me pregunto —dijo—, si Rask de Treve te considerará de su agrado.
Retiró las dos agujas que sujetaban la prenda que yo llevaba puesta, dejándome desnuda.
—Tal vez —dijo.
—¡No quiero resultar de su agrado! —protesté.
—Él hará que tú quieras complacerle. Tratarás, desesperadamente, de complacerle. No sé si lo conseguirás o no. Rask de Treve es un gran guerrero. Ha tenido muchas mujeres, y tiene muchas mujeres. Es un experto en lo que a nosotras se refiere. Por lo tanto, es difícil de complacer. Quizá no lo consigas...
—Si yo quisiera, lo conseguiría.
—Tal vez.
—¡Pero pienso resistirme! ¡Nunca me dominará! ¡Nunca me conquistará!
Ena me miró.
—Yo no tengo las debilidades de otras mujeres —le dije. Recordé la debilidad de Verna y de las otras muchachas, de Inge y de Rena, y de Ute. Eran débiles. ¡Yo no!
—¡Eres muy desafiante! —me dijo.
La miré.
—Pero ahora tenemos que descansar —dijo, al tiempo que se levantaba para apagar la lámpara de latón de la tienda.
—¿Por qué?
—Porque mañana te impondrán el collar.
Me puse de rodillas, desnuda, sobre una piel enorme.
—¿No voy a ser encadenada esta noche? —pregunté.
—No —dijo Ena. Su voz me llegó ya desde la oscuridad—. No te escaparás.
Me eché y tiré de los bordes de la piel para taparme. La sujeté fuerte con los puños y la mordisqueé. Luego me acurruqué en ella, y la mojé con mis lágrimas.
Alcé la cabeza.
—Eres una esclava, Ena —le dije—. ¿No odias a los hombres?
—No.
Escuché su respuesta llena de irritación.
—Los encuentro excitantes —dijo—. A menudo me apetece entregarme a ellos.
La escuché con espanto. ¡Qué sorprendente me resultaba oírla hablar así! ¿Acaso no tenía orgullo? Si realmente aquello era lo que pensaba, hubiera debido guardar tales ideas para sí misma, como un secreto.
¡Por lo menos yo odiaba a los hombres!
Pero mañana uno de ellos me poseería por completo. Sería suya, por el vínculo que creaba el collar, según todas las leyes de Gor, y para complacerle en todo lo que él desease.
—Estás preciosa —dijo Ena.
Yo me encontraba arrodillada, desnuda, sobre la alfombra roja de la tienda de las mujeres. Me habían lavado y peinado. Una de las esclavas colocó el tapón en una pequeña botella de perfume toriano.
—Te daré dos toques más antes de que salgas.
Otra de las muchachas, una de las cuatro que se ocupaba de mí además de Ena, volvió a arrodillarse detrás mío para pasar el estrecho peine de concha de color rojo por mi cabello.
—Está peinada —dijo otra de ellas, riéndose.
—¿No es como para estar nerviosa? —preguntó la que me peinaba.
No pude contestarle.
—¿Te sabes lo que has de decir en la ceremonia? —me preguntó Ena, y no por primera vez.
Asentí con un gesto de cabeza.
Una de las muchachas corrió hacia los faldones de la tienda y miró afuera. Desde donde me encontraba alcanzaba a ver pasar hombres y muchachas caminando en varias direcciones. Era un día soleado y cálido. Soplaban leves brisas.
Estaba asustada.
Olía a perfume. Era mucho mejor que ninguno de los que yo había usado en la Tierra, cuando tenía dinero y me podía permitir comprar los mejores perfumes, y sin embargo, aquí, en este mundo tan primitivo, se usaban sin pensar, para adornar el cuerpo de Elinor Brinton, una simple esclava. No se me había permitido usar cosméticos.
—Tal vez no le ponga el collar hoy —dijo una de las muchachas.
De pronto, la que espiaba por detrás de los faldones de la tienda se volvió hacia nosotras.
—¡Preparadla! ¡Preparadla! —susurró a la vez que nos hacía gestos.
—Ponte de pie —dijo Ena.
Obedecí.
Contuve la respiración mientras ellas traían hacia mí un vestido precioso, largo, con caperuza de brillante seda roja.
Detrás mío, una muchacha trenzó mi cabello y luego lo recogió, sujetándolo en la parte de atrás de mi cabeza con cuatro horquillas. Las horquillas tendrían que ser retiradas por Rask de Treve.
Me pusieron aquella prenda. La caperuza cayó sobre mi espalda. El vestido no tenía mangas.
—Coloca tus manos detrás de la espalda y cruza tus muñecas —dijo Ena.
Noté cómo me ataban las muñecas en la espalda.
Ena le hizo un gesto a la muchacha que sostenía la pequeña botella adornada. Ésta retiró el tapón y, de prisa, me dio un retoque de perfume detrás de cada oreja. Aspiré el intenso perfume. El corazón me latía muy rápido.
Luego Ena volvió a acercarse a mí. En esta ocasión llevaba enrollados en la mano unos dos metros de cordel. Ató un extremo alrededor de mi cuello, lo suficientemente apretado como para que sintiese el nudo. Yo llevaría las muñecas sujetas con fibra de atar adornada con joyas, pero sería conducida con un simple cordel atado al cuello.
—Estás preciosa —me dijo Ena.
—¡Un hermoso animal! —le dije yo.
—Sí, un animal precioso, precioso de verdad.
La miré horrorizada.
Pero luego comprendí que Elinor Brinton era exactamente un animal, puesto que era una esclava.
Volví la cabeza hacia un lado.
Ena puso la caperuza sobre mi cabeza.
—¡Están preparados! —dijo la muchacha que se encontraba a la entrada de la tienda.
—Salid —dijo Ena.
Me condujeron a través del campamento, y, aquí y allí, había hombres y algunas esclavas que me seguían.
Llegamos a un espacio abierto, ante la tienda de Rask de Treve. Estaba esperando allí. Tirando de mi ramal, me llevaron hasta dejarme frente a él. Le miré asustada.
—Retirad el ramal que lleva —ordenó.
Ena desató la cuerda y la tendió a una de las muchachas.
—Retirad sus ataduras —dijo Rask de Treve.
Vi que había colocado en su cinturón una tira de fibra de atar. No estaba adornada con joyas.
Ena soltó mis muñecas.
Rask y yo nos miramos el uno al otro.
Se acercó a mí.
Con una mano retiró la caperuza, dejando al descubierto mi cabello. Me erguí.
Con mucho cuidado retiró, una a una, las cuatro horquillas que sostenían mi pelo y se las tendió a una de las muchachas que estaban a nuestro lado.
Mi cabello cayó sobre mis hombros, y él lo colocó sobre mi espalda.
Una de las muchachas, la que sostenía el peine, se acercó y lo arregló.
—Es hermosa —dijo una de las chicas que había entre la gente.
Rask de Treve se apartó un poco y me miró.
—Retirad su ropa —dijo.
Ena y una de las muchachas separaron mi vestido y yo lo dejé caer sobre mis tobillos.
Una o dos de las muchachas que estaban allí lanzaron exclamaciones de admiración.
Algunos de los guerreros golpearon sus escudos con el metal de sus lanzas.
—Adelántate hacia mí, desnuda —ordenó Rask de Treve.
Eso hice.
Quedamos uno delante del otro, sin hablar; él con su espada y sus ropas de cuero, yo sin nada, desnuda por orden suya.
—Sométete —dijo él.
No podía desobedecerle.
Caí de rodillas frente a él, sentándome sobre los talones, y extendí los brazos, con las muñecas cruzadas, como si tuvieran que atarlas, y la cabeza agachada, entre los brazos.
Hablé con voz clara.
—Yo, Elinor Brinton de la Ciudad de Nueva York, al Guerrero Rask de la Alta Ciudad de Treve, aquí presente, me someto como esclava. En sus manos pongo mi vida y mi nombre, declarándome suya para complacerle en cuanto desee.
De pronto noté que ataban mis muñecas rápidamente, con brusquedad. Las retiré, asustada. ¡Estaban atadas! Las habían apretado con una fuerza increíble. Las había atado un tarnsman.
Le miré con miedo. Vi que tomaba un objeto de manos de un guerrero que se hallaba junto a él. Era un collar de acero que estaba abierto, un collar de esclava.
Lo sostuvo frente a mí.
—Lee el collar —dijo Rask de Treve.
—No sé —susurré—. No sé leer.
—Es analfabeta —dijo Ena.
—¡Es una bárbara ignorante! —oí reír a más de una muchacha.
Me sentí muy avergonzada. Miré lo que había grabado en el collar, que era algo minúsculo, escrito con clara cursiva. No podía leerlo.
—Leedlo —dijo Rask de Treve.
La propia Ena se adelantó.
—Dice,
«Soy propiedad de Rask de Treve»
.
Luego Rask sostuvo con las dos manos el collar alrededor de mi cuello, sin cerrarlo todavía. Le miré. Yo tenía la garganta rodeada por el collar que él sostenía, pero aún no había sido cerrado. Mis ojos se clavaron en los suyos. Su mirada era agresiva, casi con una expresión divertida; la mía, asustada. Mis ojos imploraban piedad. Supe que no recibiría ninguna. El collar se cerró de golpe. Los hombres y las muchachas que se hallaban a mi alrededor lanzaron un grito de alegría. Oí algunas manos que golpeaban los hombros izquierdos de algunos cuerpos, según la forma goreana de aplauso. Entre los guerreros sonaron espadas y lanzas que golpeaban sus escudos. Cerré los ojos, estremeciéndome.
Los volví a abrir. No tenía fuerzas para levantar la cabeza. Vi delante mío la suciedad del suelo y las sandalias de Rask de Treve.
Entonces recordé que aún tenía que decir una frase más. Así que alcé la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas.
—Soy tuya, amo.
Él me puso en pie, colocando sus manos sobre mis brazos. Acercó su rostro al lado izquierdo del mío, y luego al derecho. Olió el perfume. Luego se quedó frente a mí, sosteniéndome. Le miré. Sin darme cuenta, mis labios se separaron y, de puntillas, alcé la cabeza para poder tocar delicadamente con mis labios los de mi amo. Pero él no se inclinó para besarme. Sus brazos me apartaron.
—Ponedle una túnica de trabajo —dijo—, y enviadla al cobertizo.
—¡Ute! —grité.
El guarda, cogiéndome por el cabello, me arrojó a sus pies. La miré para descubrir con horror que en el lado izquierdo de su frente todavía había señales del golpe que le había asestado con la roca.
—Yo creía... —murmuré.
Ella estaba de pie ante el cobertizo bajo y alargado que ya había visto antes, al recoger el campamento. Su pesada puerta estaba ahora abierta. La vez anterior, la puerta estaba atrancada y cerrada con dos pesados candados. Una chica muy atractiva, vestida con una breve túnica de trabajo, salió del cobertizo. Yo creía que aquello era un almacén, pero me di cuenta de que era un dormitorio para esclavas dedicadas al trabajo. Comprendí llena de espanto que yo iba a ser una de ellas.
—Llevas un collar —dijo Ute.
—Sí —susurré, arrodillándome ante ella y bajando la cabeza. Había visto que también llevaba un collar. Y lo que era más, alrededor de su frente, sujetando su cabello oscuro hacia atrás, llevaba una tira de tela marrón, del mismo tejido que su túnica de trabajo. Sabía que aquello significaba que tenía autoridad sobre las demás muchachas. Ena era la muchacha con más autoridad del campamento, pero sospeché que Ute era la primera, la jefa de las esclavas dedicadas al trabajo. Comencé a temblar.
—Está asustada —dijo el guarda—. ¿Te conoce?
—La conozco —dijo Ute.
Bajé la cabeza hasta tocar toda la suciedad del suelo con ella. Todavía llevaba las muñecas atadas, tal y como las había dejado Rask de Treve. No me habían puesto ropa aún. Llevaba tan sólo mis ataduras y, alrededor de mi cuello, un collar de acero.
—Puedes dejarnos ahora —le dijo Ute al guarda—. Has entregado a la esclava. Ahora está bajo mi responsabilidad.
Él guarda dio la vuelta y se alejó.
No me atrevía a levantar los ojos del suelo. Estaba aterrorizada.
—El primer día de mi captura, en el primer campamento de mis apresadores —dijo Ute—, caí en poder de Rask de Treve —hizo una pausa—. Surgió de pronto, de la oscuridad, y se situó frente a ellos. Les dijo que le entregasen la esclava, pero ellos prefirieron luchar.
«Soy Rask de Treve»
, les advirtió, y entonces ellos abandonaron sus espadas. Rask ahuyentó a sus tarns del campamento. Me tomó, atada como estaba, en sus brazos, y comenzó a alejarse del campamento.
«Os agradezco que me hayáis entregado la esclava»
, les dijo. Y uno de ellos le respondió:
«Y nosotros te agradecemos, Rask de Treve, que hayas conservado nuestras vidas.»
Rask de Treve me trajo hasta aquí, donde me hizo esclava suya.