Cautiva de Gor (41 page)

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Authors: John Norman

BOOK: Cautiva de Gor
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—Veo que habéis atrapado dos bellos ejemplares —rió Rask de Treve. Nuevos collares se cerraron alrededor de sus cuellos, de acero, con formas grabadas en ellos así como los hombres de los dos cazadores de Gor.

Al día siguiente salieron del campamento llevando a las muchachas con ellos. Nos besamos al decirnos adiós.

Alcé los ojos.

La pesada tapa de mimbre fue colocada sobre la canasta en la que nos hallábamos. Casi de inmediato pude ver, sobre el cuerpo de la muchacha situada frente a mí, las sombras trenzadas por la luz al filtrarse por entre el mimbre.

No podía soltarme.

Ataron la tapa.

El hombre que iba a dirigir el vuelo del tarn fue hacia el cobertizo de la cocina para comer.

Fui muchas mujeres para Rask de Treve, y siempre El-in-or. A veces me convertía en una muchacha nueva, asustada, que le temía mucho, como Techne; otras veces era como si fuese de los escribas, bastante parecida a como Inge hubiera podido ser, refinada, desalentada por su destino; en otras, una dama elegante, adinerada y de casta alta, como Rena, que ahora se encontraba humillada como una mera muchacha con collar; a veces me convertía en una esclava solitaria, o ebria, o en una muchacha desafiante, determinada a resistirse, o una cruel esclava de seda roja, determinada a conquistar, pero que, al final, se sentía conquistada por él, se sentía, fuera cual fuese el papel que interpretaba, toda suya, su El-in-or.

Pero él por su parte tampoco era siempre el mismo. En ocasiones, después de amarme, me abrazaba y besaba durante horas. No acababa de entenderle por completo durante aquellas horas, pero me sentía satisfecha y colmada.

Y luego, una noche, por alguna razón que se me escapa, le rogué que me permitiese saber algo acerca de él.

—Háblame de ti misma —me dijo.

Le hablé de mi infancia y mi adolescencia, de mis padres, de la mascota que mi madre me había envenenado, de Nueva York, de mi captura y de cómo era mi vida antes de que me viese desnuda en los recintos de Ko-ro-ba. En diferentes noches, me habló de sí mismo, de la muerte de sus padres, de su preparación cuando era un muchacho en Treve, de las maneras en que aprendió a manejar los tarns y el acero de las armas. Le gustaban las flores, pero no se había atrevido a confesarlo. Me parecía tan extraño en un hombre como él que le gustasen las flores. Le besé. Pero me daba cierto miedo que me hubiese contado aquello. No creo que a ninguna le hubiese contado antes algo tan delicado.

Comenzamos a dar largos paseos por el otro lado de la empalizada, cogidos de la mano. Hablamos mucho, nos amamos mucho, y nos hablábamos más. Era como si yo no fuese su esclava. Fue entonces cuando comencé a tener miedo de que algún día me vendiese.

Cuando su deseo de mí le acuciaba, me usaba como a una esclava, con una autoridad llena de fiereza, a veces haciéndome incluso sufrir bajo su dominio; cuando era yo la acuciada por el deseo, a veces le pedía cadenas y cuerdas, para que me poseyese por completo, o me presentaba ante él como si fuese una muchacha sin domesticar que debía ser conquistada, provocándole para que lo hiciera. Pero, de la misma manera, en ocasiones nos amábamos tierna y dulcemente durante mucho rato. En ocasiones éramos amo y esclava, y otras veces éramos otra cosa, que no me atrevo a mencionar. Pero cada vez temía más que me vendiese algún día. ¿Y qué lugar podía haber para esta otra cosa en el campamento de guerra de Rask de Treve?

Una mañana, después de volver al cobertizo, me volvió a llamar a su tienda.

—Estoy cansado de ti —me dijo repentinamente, enfadado.

Bajé la cabeza.

—Voy a venderte.

—Ya lo sé, amo.

—Márchate, esclava.

—Sí, amo.

No lloré hasta regresar al cobertizo.

Noté que estaban revisando los nudos de la cuerda con la que me habían atado. Hicieron lo mismo con los que me rodeaban la garganta, tirando de ellos desde el otro lado del cesto de mimbre. Repitieron la operación con las demás muchachas, algunas de las cuales no pudieron reprimir un grito de dolor al notar el tirón en el cuello.

Le pedí una cosa a Rask de Treve antes de entrar en el canasto de mimbre del tarn.

—Libera a Ute.

Me miró algo extrañado.

—Lo haré —dijo.

Una vez libre, Ute podría hacer lo que quisiera. Supuse que podría ir a Rarir, o a Teletus. Pero sabía que intentaría dar con alguien llamado Barus, de los Curtidores, cuyo nombre había mencionado tantas veces en sueños.

—Subid a la cesta —dijo el hombre que haría volar el tarn.

El hombre subió a la silla del tarn, que gritó y comenzó a batir las alas. Entonces la cesta se inclinó hacia delante, se deslizó a través del claro, y quedó finalmente colgando debajo del tarn.

Fui vendida en el gran mercado de Ar por doce piezas de oro al dueño de una taberna de paga, que pensó que sus parroquianos podrían divertirse conmigo, una esclava que llevaba marcas de castigo.

Estuve sirviendo en la taberna durante meses. Entre quienes serví se hallaban algunos guardas que habían pertenecido anteriormente a la caravana de Targo. Se portaron bien conmigo. Después de servirles completamente les hacía todo tipo de preguntas acerca de Targo, de los otros guardas y de sus esclavas. Me contaron muchas cosas. Targo había recuperado muchas chicas y era rico. Estaba planeando otro viaje hacia el norte, aunque no pensaba hacer negocio con Haakon de Skjern. Los hombres a quienes servía me dieron mucho placer aunque yo también les di bastante a ellos. Pero ninguno era Rask de Treve. Aquel amo había ganado el corazón de la esclava que era Elinor Brinton. Ella no podía olvidarlo.

Una noche oí a alguien decir
«la compraré»
y me quedé traspuesta por el temor. A duras penas pude verter el paga en su copa. Los cascabeles de mis tobillos y mis muñecas tintinearon. Noté su mano sobre el poco de seda amarilla que vestía en la taberna.

—La compraré —repitió. Era el hombre que me había tocado íntimamente mientras estaba echada sobre mi cama en la Tierra, el que me había amenazado en la cabaña del bosque, el saltimbanqui de la función, el que tomé por el amo de la terrible bestia. Era el hombre que había querido que yo envenenase a alguien, no sabía quién.

Su mano se cerró sobre mi muñeca. No había conseguido escapar de él.

Me compró por catorce piezas de oro. Fui llevada, a lomos de un tarn, maniatada y encapuchada, a la ciudad de Puerto Kar, en el delta del Vosk.

En un almacén cerca de los muelles, me arrodillé con la cabeza agachada, a sus pies.

El hombre estaba allí y la extraña bestia y, para mi sorpresa, Haakon de Skjern también se encontraba presente.

—Conozco el hierro —dije—, y conozco el látigo. No pienso matar por vosotros. Podéis matarme, pero no mataré para vosotros. No os serviré.

Ellos no me azotaron, ni me amenazaron.

Me cogieron por un brazo y me llevaron hasta una habitación que había al lado.

Grité. Allí, con las muñecas atadas a unas anillas, había un hombre ensangrentado, con la cabeza caída sobre el pecho y desnudo hasta la cintura.

—Murieron once hombres —dijo Haakon de Skjern—, pero le tenemos.

El hombre levantó la cabeza y la sacudió para aclarar su visión.

—¿El-in-or? —preguntó.

—¡Amo! —gemí.

Me abracé a él.

Me miró.

—Soy de Treve. No manches mi honor —me dijo.

Me sacaron de la habitación tirándome del cabello, mientras la cabeza de Rask de Treve caía sobre su pecho de nuevo.

La puerta se cerró.

—A su debido tiempo —dijo el hombre más bajo—, recibirás un paquete con veneno.

Acepté con la cabeza, obnubilada. ¡Rask de Treve no podía morir! ¡No tenía que morir!

—Serás colocada en la casa de Bosko, un mercader de Puerto Kar —me dijo—. Entrarás a trabajar en la cocina de la casa, y serás usada para servir su mesa.

—No puedo —sollocé—. ¡No puedo matar!

—Entonces, será Rask de Treve el que muera —dijo el pequeño hombre, y Haakon de Skjern se echó a reír.

El hombre bajo me tendió un paquete pequeño.

—Éste es el veneno, un polvo preparado con veneno de serpiente.

Me estremecí. La muerte por veneno de ost, una serpiente, es una muerte horrorosa.

Me pregunté cómo era posible que odiasen tanto a aquel hombre, a Bosko de Puerto Kar.

—¿Lo harás? —me preguntó el hombre pequeño.

Asentí con la cabeza.

Entrar a servir en casa de Bosko de Puerto Kar no había resultado tan difícil como yo creía.

Fui vendida por quince monedas de oro a la casa de Samos, un mercader de esclavas de Puerto Kar. El propio Samos estaba de viaje por el Thassa, y fui adquirida por un subordinado suyo. Publius, el jefe de cocina de la casa de Bosko, se enteró mientras se emborrachaba en una taberna de Paga de que había una muchacha interesante, recién llevada a la casa de Samos, que había sido entrenada en los recintos de Ko-ro-ba y que llevaba la marca de Treve. También le dijeron que era bella.

Publius se sintió intrigado, además tal vez podría necesitar alguna muchacha más para la casa en la que servía, pues algunas de las anteriores iban a ser vendidas; sospecho que, por otra parte, no tenía muchas oportunidades de tener encadenadas a la pared de su cocina a muchas esclavas de placer al finalizar su jornada de trabajo.

El subordinado, aunque lo hizo en ausencia de su amo, pensando complacerle, me vendió por las quince monedas de oro que habían pagado por mí. Así que fui una especie de regalo de la casa de Samos a la casa de Bosko, con la que mantenía buenas relaciones. Al parecer, tanto Samos como Bosko eran miembros del Concejo de Capitanes, el máximo órgano de Gobierno de Puerto Kar.

Me gustaba la casa de Bosko, que estaba fortificada y era espaciosa y limpia. No me trataron mal, aunque me obligaban a hacer mi trabajo a la perfección. Mi amo, Bosko, un hombre enorme y fuerte, no me usó. Su esposa era la bellísima Telima, una verdadera belleza goreana, ante la cual yo no me sentía más que una simple mujer de la Tierra y una esclava. Había otras bellezas en la casa: la esbelta Midice, de cabello oscuro, casada con un capitán, Tab; Thura, de cabello rubio, casada con un experto arquero, Thurnock; la pequeña Ula, de cabello oscuro, casada con el silencioso y fuerte Clitus. Había también una muchacha joven muy bella llamada Vina, casada con un joven delgado y fuerte que respondía por el nombre de Henrius, y que era considerado un experto luchador con espada. Había una muchacha más, Sandra, que era una danzarina libre. Y, por último, otra muchacha libre, de la Casta de los Escribas, que manejaba la mayor parte de los intrincados negocios de la casa. Era evidente que Bosko gustaba de las mujeres bellas, pero lo cierto es que se reservaba para su Telima.

—Trae vino, de prisa —exclamó Publius desde la cocina, mirándome.

A continuación desapareció.

Tomé el saquito de veneno del bolsillo de mi túnica y lo eché en el vino. Me habían advertido que había suficiente como para provocar una muerte horrorosa a cien hombres. Removí el vino y escondí el paquete.

Estaba listo.

—¡Vino! —oí gritar desde el otro lado de la pared.

Corrí hacia delante, hacia la mesa. Tan sólo pensaba servir a Bosko, él sería el primero y el último. No deseaba tener más sangre sobre mi conciencia.

¡Rask de Treve tenía que vivir!

Recordé cómo Haakon de Skjern se había reído de su cautivo. Me pregunté si Haakon, que era su mortal enemigo, le iba a poner en libertad. Temí que no lo hiciera, pero yo no tenía elección. Tenía que confiar en ellos. No podía elegir.

No le deseaba aquel veneno a nadie. Yo no quería envenenar a nadie. No sabía nada de todo aquello. No es que yo hubiera sido una buena persona, pero no era una asesina. Y a pesar de ello, tenía que matar.

Me acordé por casualidad de que mi madre había envenenado en una ocasión a mi perrito, porque había destrozado una de sus zapatillas. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Elinor —dijo Bosko—, quiero vino.

Era una de las pocas personas en Gor que me llamaba por mi nombre tal y como se pronunciaba en la Tierra.

Me acerqué a él lentamente.

—¡Vino! —pidió Thurnock.

No me acerqué a él.

—¡Vino! —pidió Tab, el capitán.

Tampoco fui hacia él.

Fui hacia Bosko de Puerto Kar. Iba a ponerle vino en la copa, luego, sin duda me apresarían y para la caída del sol, me torturarían y empalarían.

Bosko tendió la copa hacia mí. Los ojos de Telima se clavaron en mi persona; bajé la cabeza pues no podía sostener su mirada.

Le serví el vino. Recordé las palabras de Rask de Treve.

—Soy de Treve —me había dicho en el almacén donde estaba de pie atado a la pared—. No manches mi honor.

Se me saltaron las lágrimas.

—¿Qué ocurre, Elinor? —preguntó Bosko.

—Estoy bien, amo —me apresuré a responder.

Bosko de Puerto Kar alzó la copa para llevarla a sus labios.

Tendí la mano en dirección suya.

—No lo bebas, amo —le dije—, está envenenado.

Hubo gritos de furia, de enfado, y las copas se volcaron sobre la mesa. Los hombres y las mujeres se pusieron de pie.

—¡Torturadla! —oí gritar, mientras Thurnock sujetaba con toda su fuerza mis brazos a ambos lados de mi cuerpo.

—¡Que la empalen! —dijo otro.

La puerta de la entrada se abrió de par en par y por ella llegó un hombre de pelo blanco y pendientes.

—¡Es Samos! —oí comentar.

—Acabo de llegar en mi barco —exclamó—, y me he enterado de que una mujer, sin yo saberlo, ha sido introducida en esta casa. ¡Tened cuidado!

Me vio con las manos atadas a los lados del cuerpo, arrodillada sobre las baldosas. Publius, el jefe de cocina, llegó corriendo. Estaba pálido. Venía blandiendo una espada.

Bosko vertió el vino sobre la mesa, lentamente. Lo que yo había vertido comenzaba a caer sobre las baldosas.

—Seguid con la fiesta —dijo a los que se hallaban sentados a su mesa—. Tab, Thurnock, Clitus, Henrius, Samos: os agradecería que os reunieseis conmigo en mis habitaciones —vi que Telima llevaba un cuchillo. No me cabía la menor duda de que podía usarlo para cortarme el cuello si hacía falta—. Thurnock, suelta a la esclava —solicitó Bosko. Aquél hizo lo que le pedían y yo me puse de pie—. Elinor, tenemos que hablar.

Luego tendió su brazo hacia Telima para que ésta le acompañase. Como un autómata, les seguí hasta sus habitaciones.

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