Cazadores de Dune (29 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cazadores de Dune
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Sí, Liet-Kynes también estaba allí, y era dos años más joven que su hija…
Debemos olvidar la imagen que tenemos de la familia,
pensó Duncan. Los detalles de la edad y el linaje no eran más extraños que la existencia misma de los niños.

El comité Bene Gesserit había decidido recuperar a Kynes por sus dotes para pensar a largo plazo, para planificar a gran escala. Por razones similares, un año más tarde recuperaron al gran líder fremen Stilgar.

Allí también estaba el ghola de Wellington Yueh, el gran traidor que provocó la caída de la casa Atreides y la muerte del duque Leto.

La historia denostaba a Yueh, por eso Duncan no entendía los motivos de la Hermandad para resucitarlo. ¿Por qué Yueh y no, por ejemplo, Gurney Halleck? Quizá las Bene Gesserit lo consideraban un experimento interesante, nada más.

Hay tantas figuras históricas aquí,
pensó Duncan.
Incluido yo.

Levantó la vista a un panel de pantallas de vigilancia que había muy altas en las paredes. La guardería, el centro médico, las salas de biblioteca y la sala de juegos… todas quedaban controladas por las cámaras. Mientras observaba, Duncan vio que los gholas reparaban en él, uno a uno. Lo miraron con ojos de adulto en sus cuerpos de niños, y luego siguieron jugando, inventando, experimentando con los juguetes.

Aunque las actividades parecían perfectamente normales, un grupo de supervisoras tomaba nota diligentemente de cada interacción, de cada juguete que escogían, de cada pelea. Se fijaban en las preferencias en colores, en las amistades que hacían, y analizaban los resultados buscando posibles significados.

El bashar Miles Teg, otra leyenda reencarnada, entró en la cámara. Le sacaba a Duncan media cabeza, y vestía pantalón negro y camisa blanca, con la insignia dorada en el cuello, el símbolo de su rango pasado como Bashar.

—Nunca me acostumbraré a verles así, Miles. Es como si hubiéramos jugado a ser Dios al elegir a quiénes resucitábamos y a quiénes manteníamos bajo llave celular.

—Algunas decisiones eran obvias. Aunque las células estaban ahí, es evidente que no queremos a otro barón Harkonnen, a otro conde Fenring o a Piter de Vries. —Frunció el ceño con desaprobación al ver que el bebé de Leto II, con su pelo negro, lloraba porque había perdido un gusano de arena de juguete ante Liet-Kynes, de tres años.

—Yo amaba al pequeño Leto y su hermana Ghanima —dijo Duncan— cuando eran gemelos huérfanos. Y, como Dios Emperador, Leto me mató una y otra vez. A veces, cuando ese pequeño ghola me mira, tengo la sensación de que ya tiene los recuerdos del Tirano. —­Meneó la cabeza.

—Algunas de las hermanas más conservadoras —dijo Teg— piensan que hemos creado un monstruo. —Leto II, aunque era más pequeño que Kynes, peleó con fiereza por su juguete—. Su muerte provocó la Dispersión, la Hambruna… y ahora, por causa de aquella gran y despiadada diáspora, hemos provocado que un Enemigo venga a por nosotros. ¿Es este realmente un fin aceptable para su Senda de Oro?

Duncan arqueó las cejas y dijo pensativo, de mentat a mentat:

—¿Quién puede decir si la Senda de Oro ha llegado a su fin? Incluso después de tanto tiempo, quizá todo esto sea parte del plan de Leto. No subestimes su presciencia.

En tanto que gholas, él y Teg habían asumido buena parte de la responsabilidad del proyecto. Los verdaderos problemas aún tardarían años en aparecer, cuando los niños alcanzaran un nivel de madurez suficiente para despertar sus recuerdos. En lugar de ocultarles la información, Duncan insistía en que tuvieran libre acceso a los datos sobre sus vidas previas, con la esperanza de que eso les ayudaría a convertirse en armas útiles más deprisa.

Aquellos niños eran como espadas de doble filo. En ellos podía estar la clave para salvar a la no-nave de futuras crisis, o quizá ellos serían quienes provocaran los problemas. Eran más que seres de carne y hueso, más que personalidades individuales. Representaban un sorprendente despliegue de talentos en potencia.

Como si acabara de tomar una importante decisión, Teg entró en la sala, separó a los dos niños y buscó otros juguetes para tenerlos contentos. Duncan seguía mirando, y pensó en todas las veces que él mismo había tratado de asesinar al Dios Emperador y cuántas veces Leto II lo había devuelto a la vida en forma de ghola.
Si hay alguien capaz de encontrar la forma de vivir para siempre, ese es él.

40

Todo juicio oscila siempre al borde del error. Proclamar el conocimiento absoluto es monstruoso. El conocimiento es una aventura interminable que raya la incertidumbre.

L
ETO
A
TREIDES
II, dios emperador

De océano a desierto, de un mundo azul a la arena. Tras abandonar el recién conquistado Buzzell, Murbella volvió a Casa Capitular para supervisar los avances del desierto.

Desde la torre de Central, tomó un ornitóptero. Era una mujer autosuficiente, y pilotó el tóptero personalmente sobre las dunas cada vez más extensas, donde los dominios de los gusanos seguían extendiéndose. Miraba el paisaje, las ramas quebradizas y sin hojas de lo que había sido un bosque frondoso. Los árboles alargaban sus ramas hacia arriba como hombres que se ahogan tratando de frenar la lenta marea de arenas aniquiladoras. Pronto, el nuevo desierto —­hermoso a su manera— engulliría todo el planeta, como Rakis.

Yo elegí que este ecosistema muriera lo antes posible,
dijo la voz de su Odrade-interior.
Era lo más humano.

—Es más fácil crear un yermo que un jardín.

No había nada fácil en esto. No en Casa Capitular, y desde luego no para mi conciencia.

—O la mía. —Murbella miró abajo, a aquel yermo estéril. Los huesos de un ecosistema estaban allí, desecándose bajo el sol abrasador de la tarde. Y todo como parte del detallado plan Bene Gesserit—. Pero hemos de hacerlo por la especia. Por el poder. Por el control. Para que la Cofradía Espacial, la CHOAM, Richese y los gobiernos planetarios hagan lo que queremos.

Es la supervivencia, niña mía.

Apenas unos meses atrás, allí abajo había un bosque. No queriendo malgastar unos recursos cada vez más escasos, las hermanas habían empezado a talar los árboles conforme morían, pero el desierto avanzó demasiado rápido y no pudieron terminar. Así que, con la eficacia propia de las Bene Gesserit, los grupos de trabajo empezaron a abrir carreteras temporales por las arenas y desplazaron grandes transportes al bosque muerto. Desenterraban los troncos, cortaban las ramas secas y retiraban la madera para utilizarla como combustible y material de construcción. Los árboles muertos ya no eran parte de un ecosistema viable, así que la Hermandad aprovecharía la madera. Murbella detestaba malgastar recursos.

Viró hacia una zona más extensa de dunas que se extendían en una sucesión aparentemente interminable de ondas de arena paralizadas en el tiempo. Sin embargo, las dunas se movían constantemente, batiendo una cantidad incontable de partículas de sílice en un tsunami tremendamente lento. La arena y la tierra fértil siempre habían estado enzarzadas en una gran danza cósmica, tratando de dominar la una a la otra. Como hacían ahora las Bene Gesserit y las Honoradas Matres.

Los pensamientos de la madre comandante se desviaron a Bellonda y Doria, que se habían visto obligadas a colaborar por el bien de la Hermandad. Durante años las dos habían supervisado juntas las operaciones de recolección de especia, aunque sabía que detestaban trabajar juntas. Murbella, que no había anunciado su visita, siguió adentrándose en el desierto en su tóptero sin distintivos.

Abajo, vio a los obreros de Casa Capitular y al personal de apoyo extraplanetario montando un campamento temporal para la recolección de especia en un tramo de arenas naranjas. Aquella veta de especia era grande para Casa Capitular, pequeña para los antiguos estándares de Rakis, y una simple mota comparada con lo que los tleilaxu produjeron en otro tiempo en sus tanques axlotl. Pero los tramos eran cada vez más grandes, y también los gusanos que los creaban.

Tras buscar un lugar donde aterrizar, la madre comandante ladeó la nave y ralentizó el movimiento de las alas. Vio a sus dos Directoras de Operaciones de Extracción de Especia juntas sobre la arena, tomando muestras de silicona o muestras bacteriológicas para su posterior análisis en el laboratorio. Ya habían montado varias estaciones de investigación en el cinturón desértico para que los científicos pudieran analizar posibles explosiones de especia. El material para la extracción aún no había sido desplegado: pequeños raspadores y recolectores, no las monstruosas cosechadoras flotantes que se usaron en otro tiempo en Rakis.

Tras aterrizar con el ornitóptero, Murbella se quedó sentada en la cabina; aún no estaba lista para bajar. Bellonda se acercó con paso dificultoso, sacudiéndose la arena de su ropa de trabajo. Doria la siguió con una expresión preocupada en su rostro quemado, entrecerrando los ojos para protegerse del reflejo del sol en la cabina del tóptero.

Finalmente, Murbella salió y aspiró aquel aire cálido y seco, que olía más a polvo que a melange.

—Aquí fuera, en el desierto, tengo una sensación de serenidad, de calma eterna.

—Ojalá yo pudiera sentir lo mismo. —Doria dejó caer el pesado paquete y el kit que llevaba sobre la tierra—. ¿Cuándo asignaréis a otra a los trabajos con la especia?

—Yo estoy contenta con mis responsabilidades —dijo Bellonda, principalmente para irritar a Doria.

Murbella suspiró ante aquella competitividad petulante y aquellas burlas.

—Necesitamos especia y soopiedras, y necesitamos cooperación. Demuéstrame que eres digna, Doria, y entonces quizá te envíe a Buzzell, donde podrás quejarte del frío y la humedad, y no de la aridez y el calor. De momento, te ordeno que trabajes aquí. Con Bellonda. Y, Bell, tu misión es recordar lo que eres y convertir a Doria en una hermana superior.

El viento arrojó una cortina de arena hiriente contra sus rostros, pero Murbella se obligó a no pestañear. Bellonda y Doria estaban lado a lado, tratando de controlar su desagrado. La antigua Honorada Matre fue la primera en asentir con gesto seco.

—Vos sois la madre comandante.

— o O o —

Aquella noche, de vuelta en Central, Murbella fue a su habitación de trabajo para estudiar las meticulosas proyecciones de Bellonda sobre la cantidad de especia que podían recoger en los próximos años en el desierto en ciernes y el ritmo al que aumentaría la producción. La Nueva Hermandad había dispensado la especia de sus stocks con suficiente generosidad para que los extranjeros pensaran que tenían un suministro inagotable. Sin embargo, con el tiempo, sus almacenes secretos podían agotarse y dejar tan solo el aroma a canela. Contrastó las cifras con los beneficios que empezarían a llegar gracias a las soopiedras de Buzzell y luego con los pagos que exigían los almacenes de armas de Richese.

Fuera, a través de las ventanas de Central, a lo lejos Murbella vio el resplandor silencioso de unos relámpagos, como si los dioses hubieran apagado el sonido. Y entonces, como si fuera una respuesta a su pensamiento, un viento seco empezó a golpear la torre, acompañado de los truenos. Murbella se acercó a la ventana y contempló unas lenguas de arena y unas pocas hojas muertas que remolineaban entre los edificios.

La tormenta se intensificó, y el repiqueteo inquietante de gruesas gotas de lluvia empezó a golpear el plaz polvoriento, dejando un reguero marrón. En Casa Capitular, el clima llevaba años alterado, pero Murbella no recordaba que en Control hubieran planificado ninguna tormenta sobre Central. No recordaba ya la última vez que había visto un aguacero como aquel. Una tormenta inesperada.

Muchas tormentas peligrosas acechaban allí afuera… y no se trataba solo del Enemigo. Las Honoradas Matres seguían teniendo importantes enclaves intactos en varios mundos, como llagas infestadas. Y nadie sabía aún de dónde habían venido, ni qué habían hecho para provocar al Enemigo implacable.

La humanidad llevaba demasiado tiempo evolucionando hacia el lado equivocado, vagando por un camino sin salida —la Senda de Oro­— y el daño tal vez era irreversible. El Enemigo Exterior se acercaba y es posible que estuvieran a las puertas de la tormenta más importante: Kralizec, Arafel, Armagedón, Ragnarok… lo que fuera, la oscuridad al final del universo.

La lluvia duró solo unos momentos, pero el viento continuó aullando toda la noche.

41

¿Aparecen nuestros enemigos de forma natural, o los creamos nosotros mismos a través de nuestros actos?

M
ADRE
SUPERIORA
A
LMA
M
AVIS
T
ARAZA
, archivos Bene Gesserit, registros abiertos para las acólitas

La sola existencia del ghola de Leto II era una ofensa para Garimi. ¡Pequeño Tirano! ¡Un bebé con la destrucción de la raza humana en los genes! ¿Cuántos más recordatorios de su culpa y fracaso debían afrontar las Bene Gesserit? ¿Cómo es posible que sus hermanas se negaran a aprender de sus errores? ¡Ciega arrogancia, necedad!

Desde el principio, Garimi y sus aliadas, de un conservadurismo inflexible, se opusieron a la creación de los gholas históricos por razones obvias. Esas figuras ya habían vivido su momento. Muchas causaron un gran daño y pusieron el universo patas arriba. Leto II, el Dios Emperador de Dune, conocido como Tirano, era el peor de todos con diferencia.

Garimi se estremecía solo de pensar en el riesgo que Sheeana corría con todos aquellos gholas. Ni siquiera Paul Atreides, el tan deseado e incontrolable kwisatz haderach, había hecho tanto daño como Leto II. Al menos Paul había conservado cierta vena cautelosa, había sabido guardar una parte de humanidad en su ser y se negó a hacer las cosas terribles que su hijo haría más adelante. Al menos Muad’Dib tuvo la delicadeza de sentirse culpable.

Pero Leto II no.

El Tirano sacrificó su humanidad desde el principio. Sin remordimientos, aceptó las terribles consecuencias de fundirse con un gusano de arena y siguió avanzando por la historia como un torbellino, arrojando las vidas de los inocentes a su paso como quien separa el grano de la cizaña. Él mismo era consciente de hasta qué punto se le odiaría, puesto que dijo: «Mi presencia es necesaria para que nunca en la historia vuelva a hacer falta alguien como yo».

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