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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Cinco semanas en globo (24 page)

BOOK: Cinco semanas en globo
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A la vista del Victoria se produjo el efecto de costumbre. Primero gritos y después un profundo asombro. Se abandonaron los negocios, se suspendieron los trabajos, cesaron todos los ruidos. Los viajeros permanecían inmóviles y no se perdían ni un detalle de la populosa ciudad. Descendieron hasta sesenta pies del suelo.

Entonces el gobernador de Loggum salió de su morada, desplegando su estandarte verde y acompañado de músicos, que soplaban en roncos cuernos de búfalo con fuerza suficiente para destrozar los tímpanos. La muchedumbre se agolpó a su alrededor y el doctor Fergusson quiso hacerse comprender, pero no pudo conseguirlo.

Aquellos indígenas de frente alta, cabellos ensortijados y nariz casi aguileña parecían altivos e inteligentes, pero la presencia del Victoria les turbaba de manera singular. Se veían jinetes corriendo en distintas direcciones, y pronto fue evidente que las tropas del gobernador se reunían para combatir a tan extraordinario enemigo. En vano desplegó Joe, para calmar la efervescencia, pañuelos de todos los colores. No obtuvo resultado alguno.

El jeque, sin embargo, rodeado de su corte, reclamó silencio y pronunció un discurso del cual el doctor no pudo entender una palabra; era árabe mezclado con baguirmi. El doctor reconoció, por la lengua universal de los gestos, que se le invitaba a marcharse cuanto antes, cosa que no podía hacer, pese a sus deseos, por falta de viento. Su inmovilidad exasperó al gobernador, cuyos cortesanos comenzaron a aullar para obligar al monstruo a alejarse de allí.

Aquellos cortesanos eran personajes muy singulares. Llevaban la friolera de cinco o seis camisas de diferentes colores y tenían vientres enormes, algunos de los cuales parecían postizos. El doctor asombró a sus compañeros al decir que aquélla era su manera de halagar al sultán. La redondez del abdomen indicaba la ambición de la persona. Aquellos hombres gordos gesticulaban y gritaban, principalmente uno de ellos, que forzosamente había de ser primer ministro, si la obesidad encontraba su recompensa en la Tierra. La muchedumbre unía sus aullidos a los gritos de los cortesanos, repitiendo como monos sus gesticulaciones, lo que producía un movimiento único e instantáneo de diez mil brazos.

A estos medios de intimidación, que se juzgaron insuficientes, se añadieron otros más temibles. Soldados armados de arcos y flechas formaron en orden de batalla, pero el Victoria ya se hinchaba y se ponía tranquilamente fuera de su alcance. El gobernador, cogiendo entonces un mosquete, apuntó hacia el globo. Pero Kennedy le vigilaba y con una bala de su carabina rompió el arma en la mano del jeque.

A este golpe inesperado sucedió una desbandada general. Todos se metieron precipitadamente en sus casas y durante el resto del día la ciudad quedó absolutamente desierta.

Vino la noche. No hacía nada de viento. Preciso fue a los viajeros resolverse a permanecer inmóviles a trescientos pies de tierra. Ni una luz brillaba en la oscuridad, y reinaba un silencio sepulcral. El doctor redobló su prudencia, porque aquella calma podía ser muy bien una estratagema.

Razón tuvo Fergusson en vigilar. Hacia medianoche, toda la ciudad pareció arder. Centenares de líneas de fuego se cruzaban como cohetes, formando una red de llamas.

—¡Cosa singular! —exclamó el doctor.

—Lo más singular es —replicó Kennedy— que las llamas suben y se acercan a nosotros.

En efecto, acompañada de un griterío espantoso y descargas de mosquetes, aquella masa de fuego subía hacia el Victoria. Joe se preparó para arrojar lastres. Fergusson encontró muy pronto la explicación del fenómeno.

Millares de palomas con la cola provista de materias inflamables habían sido lanzadas contra el Victoria. Asustadas, las pobres aves subían, trazando en la atmósfera zigzagues de fuego. Kennedy descargó contra ellas todas sus armas, pero nada podían contra un ejército tan numeroso. Las palomas ya revoloteaban alrededor de la barquilla y del globo, cuyas paredes, reflejando su luz, parecían envueltas en una red de llamas.

El doctor no vaciló y, arrojando un fragmento de cuarzo, se puso fuera del alcance de tan peligrosas aves. Por espacio de dos horas se las vio desde la barquilla corriendo azoradas en distintas direcciones, pero poco a poco fue disminuyendo su número y, por último, desaparecieron todas entre las sombras de la noche.

—Ahora podemos dormir tranquilos —declaró el doctor.

—¡Para ser obra de salvajes —exclamó Joe—, el ardid no es poco ingenioso!

—Sí, suelen utilizar palomas incendiarias para prender fuego a las chozas de las aldeas; pero nuestra aldea vuela más alto que sus palomas.

—Está visto que un globo no tiene enemigos que temer —dijo Kennedy.

—Sí los tiene —replicó el doctor.

—¿Cuáles?

—Los imprudentes que lleva en su barquilla. Así que, amigos míos, vigilancia y más vigilancia, siempre y por doquier.

CAPITULO XXXI

Hacia las tres de la mañana, Joe, que estaba de guardia, vio que el globo se alejaba de la ciudad. El Victoria volvía a emprender su marcha. Kennedy y el doctor se despertaron.

Este último consultó la brújula y reconoció con satisfacción que el viento los llevaba hacia el norte-nordeste.

—Estamos de suerte —dijo—, todo nos sale a pedir de boca; hoy mismo descubriremos el lago Chad.

—¿Es una gran extensión de agua? —preguntó con interés el señor Kennedy.

—Considerable, amigo Dick; en algunos puntos puede llegar a medir ciento veinte millas tanto de largo como de ancho.

—Pasear sobre una alfombra líquida dará un poco de variedad a nuestro viaje.

—Me parece que no tenemos motivo de queja. Nuestro viaje es muy variado y, sobre todo, lo hacemos en las mejores condiciones posibles.

—Sin duda, Samuel; si exceptuamos las privaciones del desierto, no hemos corrido ningún peligro grave.

—Cierto es que nuestro valiente Victoria se ha portado siempre a las mil maravillas. Partimos el dieciocho de abril y hoy estamos a doce de mayo. Son veinticinco días de marcha. Diez días más y habremos llegado.

—¿Adónde?

—No lo sé; pero ¿qué nos importa?

—Tienes razón, Samuel. Confiemos a la Providencia la tarea de dirigirnos y de mantenernos sanos y salvos. Nadie diría que hemos atravesado los países más pestilentes del mundo.

—Porque nos hemos podido elevar y nos hemos elevado.

—¡Vivan los viajes aéreos! —exclamó Joe—. Después de veinticinco días, nos hallamos rebosantes de salud, bien alimentados y bien descansados; demasiado tal vez, porque mis piernas empiezan a entumecerse y no me vendría mal hacer a pie unas treinta millas para estirarlas un poco.

—Te darás ese gustazo en las calles de Londres, Joe. Ahora diré, para concluir, que al partir éramos tres, como Denham, Clapperton y Overweg, y como Barth, Richardson y Vogel, y que, más dichosos que nuestros predecesores, seguimos siendo tres, Sin embargo, es importantísimo que no nos separemos. Si, hallándose en tierra uno de nosotros, el Victoria tuviese que elevarse de pronto para evitar un peligro súbito e imprevisto, ¿quién sabe si le volveríamos a ver? A Kennedy se lo digo, pues no me gusta que se aleje con el pretexto de cazar.

—Me permitirás, sin embargo, amigo Samuel, que siga con mi capricho; no hay ningún mal en renovar nuestras provisiones. Además, antes de partir me hiciste entrever una serie de soberbias cacerías, y hasta ahora he avanzado muy poco por la senda de los Anderson y de los Cumming.

—O tienes muy poca memoria, amigo Dick, o la modestia te obliga a olvidar tus proezas. Me parece que, sin contar la caza menor, pesan ya sobre tu conciencia un antílope, un elefante y dos leones.

—¿Y qué es eso para un cazador africano que ve pasar por delante de su fusil todos los animales de la creación? ¡Mira, mira qué manada de jirafas!

—¡Jirafas! —exclamó Joe—. ¡Si son del tamaño del puño!

—Porque estamos a mil pies de altura. De cerca verías que son tres veces más altas que tú.

—¿Y qué dices de esa manada de gacelas? —repuso Kennedy—. ¿Y de esos avestruces que huyen con la rapidez del viento?

—¡Avestruces! —exclamó Joe—. Son gallinas, y aún me parece exagerar bastante.

—Veamos, Samuel, ¿no podríamos acercarnos?

—Sí podemos, Dick, pero no tomar tierra. ¿Y qué sentido tiene herir a unos animales que no hemos de poder coger? Si se tratara de matar a un león, un tigre o una hiena, lo comprendería; siempre sería una bestia peligrosa menos. Pero matar a un antílope o una gacela, sin más provecho que la vana satisfacción de tus instintos de cazador, no merece la pena. Así pues, amigo mío, nos mantendremos a cien pies del suelo, y si distingues alguna fiera obtendrás nuestros aplausos hiriéndola de un balazo en el corazón.

El Victoria bajó poco a poco, pero se mantuvo a una altura tranquilizadora. En aquella comarca salvaje y muy poblada era menester estar siempre en guardia contra peligros inesperados.

Los viajeros seguían directamente el curso del Chari, cuyas encantadoras márgenes desaparecían bajo las sombrías arboledas de variados matices. Lianas y plantas trepadoras serpenteaban en todas direcciones y formaban curiosos entrelazamientos. Los cocodrilos retozaban al sol o se zambullían en el agua ligeros como lagartos, y se acercaban, como jugando, a las numerosas islas verdes que rompían la corriente del río.

Así pasaron sobre el distrito de Maffatay, con el cual tan pródiga y espléndida ha sido la naturaleza. Hacia las nueve de la mañana, el doctor Fergusson y sus amigos alcanzaron la orilla meridional del lago Chad.

Allí estaba aquel mar Caspio de África, cuya existencia se relegó por espacio de mucho tiempo a la categoría de las fábulas, aquel mar interior al que no habían llegado más expediciones que la de Denham y la de Barth.

El doctor intentó fijar la configuración actual, muy diferente de la que presentaba en 1847. En efecto, no es posible trazar de una manera definitiva el mapa de ese lago rodeado de pantanos fangosos y casi infranqueables donde Barth creyó perecer. De un año a otro, aquellas ciénagas, cubiertas de espadañas y de papiros de quince pies de altura, desaparecen bajo las aguas del lago. Con frecuencia, las poblaciones ribereñas también quedan semisumergidas, como le sucedió a Ngornu en 1856; en la actualidad, los hipopótamos y los caimanes se zambullen donde antes se alzaban las casas.

El sol derramaba sus deslumbradores rayos sobre aquellas aguas tranquilas, y al norte los dos elementos se confundían en un mismo horizonte.

El doctor quiso comprobar la naturaleza del agua, que por espacio de mucho tiempo se creyó salada. No había ningún peligro en acercarse a la superficie del lago, y la barquilla descendió hasta rozar el agua como una golondrina.

Joe metió una botella y la sacó medio llena. El agua tenía cierto gusto de natrón que la hacía poco potable.

En tanto que el doctor anotaba el resultado de su observación, a su lado sonó un disparo. Kennedy no había podido resistir el deseo de enviarle una bala a un gigantesco hipopótamo. Éste, que respiraba tranquilamente, desapareció al oírse el estampido, sin que la bala cónica hiciese en él ninguna mella.

—Mejor hubiera sido clavarle un arpón —dijo Joe.

—¿Y dónde está el arpón?

—¿Qué mejor arpón que cualquiera de nuestras anclas? Para un animal semejante, un ancla es el anzuelo apropiado.

—¡Caramba! Joe ha tenido una idea… —dijo Kennedy.

—A la cual os suplico que renunciéis —replicó el doctor—. El animal nos arrastraría muy pronto a donde nada tenemos que hacer.

—Sobre todo, ahora que conocemos la calidad del agua del Chad. ¿Y es comestible ese pez, señor Fergusson?

—Tu pez, Joe, es un mamífero del género de los paquidermos, y su carne, según dicen excelente, es objeto de un activo comercio entre las tribus ribereñas del lago.

—Siento, pues, que el disparo del señor Dick no haya tenido mejor éxito.

—El hipopótamo sólo es vulnerable en el vientre y entre los muslos. La bala de Dick no le ha causado la menor impresión. Si el terreno me parece propicio, nos detendremos en el extremo septentrional del lago; allí, Kennedy podrá hacer de las suyas y desquitarse.

—¡De acuerdo! —dijo Joe—. Que cace el señor Dick algún hipopótamo; me gustaría probar la carne de ese anfibio. No me parece natural penetrar hasta el centro de África para vivir de chochas y perdices como en Inglaterra.

CAPITULO XXXII

Desde su llegada al lago Chad el Victoria había encontrado una corriente, que se inclinaba más al oeste. Algunas nubes moderaban el calor del día; además, circulaba un poco de aire en aquella inmensa extensión de agua. Sin embargo, hacia la una, el globo, tras cruzar en diagonal aquella parte del lago, se internó en las tierras por espacio de siete u ocho millas.

El doctor, al principio algo contrariado por esta dirección, ya no pensó en quejarse de ella cuando distinguió la ciudad de Kuka, la célebre capital de Bornu, rodeada de murallas de arcilla blanca; unas mezquitas bastante toscas se alzaban pesadamente por encima de esa especie de tablero de damas que forman las casas árabes. En los patios de las casas y en las plazas públicas crecían palmeras y árboles de caucho, coronados por una cúpula de follaje de más de cien pies de ancho. Joe comentó que el tamaño de aquellos parasoles guardaba proporción con la intensidad de los rayos de sol, lo que le permitió sacar conclusiones muy halagüeñas para la Providencia.

Kuka está formada por dos ciudades distintas, separadas por el dendal, un paseo de trescientas toesas de ancho, a la sazón atestado de transeúntes a pie y a caballo. A un lado se encuentra la ciudad rica, con sus casas altas y aireadas, y al otro la ciudad pobre, triste aglomeración de chozas bajas y cónicas, donde pulula una población indigente, porque Kuka no es ni comercial ni industrial.

Kennedy encontró en aquellas dos ciudades, perfectamente diferenciadas, cierta semejanza con un Edimburgo que se extendiera en un llano.

Pero los viajeros no pudieron dedicar a Kuka más que una mirada muy rápida, porque con la inestabilidad característica de las corrientes de aquella comarca, un viento contrario sobrevino de pronto y los arrastró por espacio de unas cuarenta millas sobre el Chad.

Entonces se les presentó un nuevo panorama. Podían contar las numerosas islas del lago, habitadas por los biddiomahs, sanguinarios piratas no menos temidos que los tuaregs del Sahara. Aquellos salvajes se disponían a recibir valerosamente al Victoria con flechas y piedras, pero el globo pronto dejó atrás las islas, sobre las que parecía aletear como un escarabajo gigantesco.

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