—Aquí —dijo— volveremos a encontrar el camino de Barth. Tenemos a la vista el punto donde se separó de sus dos compañeros, Richardson y Overweg. El primero debía seguir la senda de Zinder, y el segundo la de Moradi, y ya sabéis que, de los tres viajeros, Barth es el único que volvió a Europa.
—Así pues —dijo el cazador—, siguiendo en el mapa la dirección del Victoria, avanzamos directamente hacia el norte.
—Directamente, amigo Dick.
—¿Y eso no te inquieta un poco?
—¿Por qué?
—Porque nos dirigimos a Trípoli cruzando el gran desierto.
—Espero no ir tan lejos, amigo mío.
—¿Dónde, pues, piensas detenerte?
—Dime, Dick, ¿no sientes curiosidad por ver Tombuctú?
—¿Tombuctú?
—Sin duda —repuso Joe—. Nadie debe permitirse hacer un viaje a África sin visitar Tombuctú.
—Serás el quinto o sexto europeo que haya visto esa ciudad misteriosa.
—Pues vamos a Tombuctú.
—Entonces deja que lleguemos a 17° o 18° de latitud, y allí buscaremos un viento favorable que nos empuje hacia el oeste.
—De acuerdo —respondió el cazador—. Pero ¿tenemos aún que avanzar mucho hacia el norte?
—Ciento cincuenta millas, al menos.
—Entonces —replicó Kennedy—, voy a dormir un poco.
—Duerma —respondió Joe—, y usted también, señor. Sin duda tienen necesidad de descanso, porque les he hecho velar de una manera indiscreta.
El cazador se tendió bajo la tienda; pero Fergusson, que era infatigable, permaneció en su puesto de observación.
Tres horas después, el Victoria salvaba con suma rapidez un terreno pedregoso, con hileras de altas montañas peladas de base granítica. Algunos picos aislados llegaban a alcanzar una altura de cuatro mil pies. Las jirafas, los antílopes y los avestruces saltaban con maravillosa agilidad entre bosques de acacias, mimosas, guamos y palmeras. Tras la aridez del desierto, la vegetación recobraba su imperio. Aquél era el país de los kailuas, que se tapan la cara con una banda de algodón, igual que sus peligrosos vecinos los tuaregs.
A las diez de la noche, después de una soberbia travesía de doscientas cincuenta millas, el Victoria se detuvo sobre una ciudad importante, de la cual, al suave resplandor de la luna, se veía una parte medio en ruinas. Algunas cúpulas y minaretes de mezquitas reflejaban en distintos puntos los blancos rayos de la luna, y el doctor calculando la altura de las estrellas, reconoció que se hallaban en las inmediaciones de Agadés.
Dicha ciudad, centro en otro tiempo de un inmenso comercio, caminaba ya rápidamente hacia su ruina en la época en que la visitó el doctor Barth.
El Victoria, aprovechando la oscuridad, tomó tierra a dos millas de Agadés, en un gran campo de mijo. La noche fue bastante tranquila; a las cinco de la mañana el globo se vio solicitado hacia el oeste, incluso un poco al sur, por un viento ligero.
Fergusson se apresuró a aprovechar tan excelente ocasión. Se elevó rápidamente y partió envuelto en los rayos del sol naciente.
El día 17 de mayo fue tranquilo, y sin ningún incidente. El desierto empezaba de nuevo. Un viento no muy fuerte volvía a empujar al Victoria hacia el sudoeste; el globo no oscilaba ni a derecha ni a izquierda, trazando su sombra en la arena una línea absolutamente recta.
El doctor, antes de partir, había renovado prudentemente su provisión de agua, temiendo no poder tomar tierra en aquellas comarcas plagadas de tuaregs. La meseta, cuya elevación era de mil ochocientos pies sobre el nivel del mar, descendía hacia el sur. Cortando el camino de Agadés a Murzuk, en el que se distinguían muchas pisadas de camellos, los viajeros llegaron por la noche a 16° de latitud y 4° 55' de longitud, después de haber recorrido ciento ochenta millas de prolongada monotonía.
Durante aquel día, Joe condimentó las últimas aves, que no habían recibido más que una preparación preliminar; para cenar sirvió unos pinchitos de chocha sumamente apetitosos. Como el viento era favorable, el doctor resolvió proseguir su camino durante la noche, muy clara por alumbrarla una luna casi llena.
El Victoria ascendió a una altura de quinientos pies, y en toda aquella travesía nocturna, de unas sesenta millas, no se habría visto turbado ni el ligero sueño de un niño.
El domingo por la mañana varió de nuevo el viento hacia el noroeste. Algunos cuervos cruzaban los aires, y en el horizonte se distinguían numerosos buitres, que afortunadamente no se acercaron.
La aparición de aquellas aves indujo a Joe a cumplimentar a su señor por su feliz idea de embutir un globo dentro de otro.
—¿Qué sería de nosotros a estas horas —dijo— con un solo envoltorio? Este segundo globo es como la lancha del buque que reemplaza a éste en caso de naufragio.
—Tienes razón, Joe; pero mi lancha me causa alguna zozobra, pues no vale tanto como el buque.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kennedy.
—Quiero decir que el nuevo Victoria es inferior al otro; bien porque la tela se haya desgastado a causa del roce, o bien porque la gutapercha se haya derretido al calor del serpentín, lo cierto es que noto cierta pérdida de gas. Hasta ahora no es gran cosa, pero no deja de ser apreciable. Tenemos tendencia a bajar, y para impedirlo me veo obligado a dar mayor dilatación al hidrogeno.
—¡Demonios! —exclamó Kennedy—. No se me ocurre ninguna solución.
—No la tiene, amigo Dick, por lo que creo que deberíamos darnos prisa, e incluso evitar detenernos de noche.
—¿Estamos aún lejos de la costa? —preguntó Joe.
—¿Qué costa, muchacho? ¿Sabemos acaso adónde nos conducirá el azar? Todo lo que puedo decirte es que Tombuctú todavía se encuentra cuatrocientas millas al oeste.
—¿Y cuánto tiempo tardaremos en llegar?
—Si el viento no nos desvía demasiado, cuento con encontrar dicha ciudad el martes al anochecer.
—Entonces —dijo Joe, señalando una larga comitiva de bestias y de hombres que avanzaba por el desierto llegaremos antes que aquella caravana.
Fergusson y Kennedy se asomaron y vieron una gran aglomeración de seres de toda especie. Había allí más de ciento cincuenta camellos, de esos que por doce mutkabas de oro van de Tombuctú a Tafilete con una carga de quinientas libras. Todos llevaban bajo la cola un talego destinado a recoger sus excrementos, que es el único combustible con que se puede contar en el desierto.
Aquellos camellos de los tuaregs son de una especie superior a todas las demás, pues pueden pasar de tres a siete días sin beber y dos sin comer; además, superan en ligereza a los caballos y obedecen con inteligencia al khabir o conductor de la caravana. Son conocidos en el país con el nombre de meharis.
Tales fueron los pormenores dados por el doctor, mientras sus compañeros contemplaban aquella multitud de hombres, mujeres y niños que caminaban penosamente por una arena movediza, contenida únicamente por algunos cardos, hierbas agostadas y zarzales muy ruines. El viento borraba casi instantáneamente la huella de sus pasos.
Joe preguntó cómo lograban los árabes orientarse en el desierto y encontrar los pozos esparcidos en aquella soledad inmensa.
—Los árabes —respondió Fergusson— han recibido de la naturaleza un maravilloso instinto para reconocer su rumbo. Donde un europeo se desorientaría, ellos no vacilan nunca. Una piedra insignificante, un guijarro, una hierbecita, el indiferente matiz de las arenas les bastan para avanzar con seguridad completa. Durante la noche se guían por la estrella Polar; no andan más que dos millas por hora y descansan a mediodía, que es cuando hace más calor. No hace falta decir más para comprender cuánto tiempo invertirán en atravesar el Sahara, que es un desierto de más de novecientas millas.
Pero el Victoria ya se encontraba lejos de las miradas atónitas de los árabes, que debieron de envidiar su rapidez. Por la tarde pasaba por los 20 26' de longitud, y durante la noche avanzó más de un grado.
El lunes cambió el tiempo completamente. Empezó a diluviar, y fue preciso resistir el exceso de peso con que la lluvia cargaba el globo y la barquilla. Aquel aguacero continuado explicaba que toda la superficie del país fuese una inmensa ciénaga; reaparecía la vegetación, con mimosas, baobabs y tamarindos.
Era el Sonray, con sus aldeas pobladas de chozas, cuyos techos presentan cierta semejanza con gorros armenios. Había pocas montañas, reduciéndose éstas a colinas muy bajas que forman barrancos y despeñaderos incesantemente cruzados por chochas y pintadas. Un impetuoso torrente cortaba en diversos puntos las sendas, que los indígenas atravesaban agarrándose a un bejuco tendido entre dos árboles. Los bosques iban poco a poco siendo reemplazados por junglas donde se agitaban caimanes, hipopótamos y rinocerontes.
—No tardaremos en ver el Níger —anunció el doctor—; el terreno se metamorfosea en la proximidad de los grandes ríos. Esos caminos andantes, según una feliz expresión, han traído con ellos primero la vegetación y más adelante traerán la civilización. Así es como el Níger, en su trayecto de doscientas cincuenta millas, ha sembrado en sus márgenes las más importantes ciudades de África.
—Eso —dijo Joe— me recuerda la historia de aquel gran admirador de la Providencia, de la cual decía que era acreedora a sus aplausos por haber hecho pasar los ríos por las grandes ciudades.
Hacia mediodía, el Victoria pasó sobre una población llamada Gao, que fue en otro tiempo una gran capital y a la sazón se hallaba reducida a una aglomeración de chozas bastante miserables.
—He aquí el sitio —dijo el doctor— por el cual Barth atravesó el Níger a su regreso de Tombuctú, el Níger, ese río famoso de la antigüedad, el rival del Nilo, al cual la superstición pagana atribuyó un origen celestial. El Níger, como el Nilo, ha atraído la atención de los geógrafos de todos los tiempos, y su exploración, más aún que la del Nilo, ha costado numerosas víctimas.
El Níger corría entre dos orillas muy separadas una de otra, y sus aguas fluían hacia el sur con cierta violencia; pero los viajeros apenas tuvieron tiempo de observar sus curiosos contornos.
—Me dispongo a hablaros de ese río —dijo Fergusson—, ¡y está ya lejos de nosotros! El Níger, que casi puede competir con el Nilo en longitud, recorre una extensión inmensa del país, y según la comarca que atraviesa toma los nombres de Dhiuleba, Mayo, Egghirreou, Quorra y otros, todos los cuales significan «el río».
—¿Siguió el doctor Barth este camino? —preguntó Kennedy.
—No, Dick. Al dejar el lago Chad atravesó las principales ciudades de Bornu, y cruzó el Níger por Sau, cuatro grados más abajo de Gao. Luego penetró en el seno de las inexploradas comarcas que el Níger encierra en su recodo y, después de ocho meses de nuevas fatigas, llegó a Tombuctú, lo que nosotros, con un viento tan rápido, haremos en tres días escasos.
—¿Se ha descubierto el nacimiento del Níger? —preguntó Joe.
—Hace ya mucho tiempo —respondió el doctor—. El reconocimiento del Níger y de sus afluentes atrajo numerosas exploraciones, de las cuales os indicaré las principales. De 1749 a 1758, Adamson reconoce el río y visita Gorea. De 1785 a 1788, Golberry y Geoffroy recorren los desiertos de la Senegambia y suben hasta el país de los moros, que asesinaron a Saugnier, Brisson, Adam, Riley, Cochelet y otros muchos infortunados. Viene entonces el ilustre Mungo-Park, amigo de Walter Scott y escocés como él. Enviado en 1795 por la Sociedad africana de Londres, alcanza Bambarra, ve el Níger, recorre quinientas millas con un traficante de esclavos, explora la costa de Gambia y regresa a Inglaterra en 1797; vuelve a partir el 30 de enero de 1805 con su cuñado Anderson, el dibujante Scott y un grupo de operarios; llega a Gorea, se une a un destacamento de treinta y cinco soldados y vuelve a ver el Níger el 19 de agosto; pero entonces, a consecuencia de las fatigas, de las privaciones, de los malos tratos, de las inclemencias del cielo y de la insalubridad del país, no quedaban ya vivos más que once de los cuarenta europeos; el 16 de noviembre llegaron a manos de su esposa las últimas cartas de Mungo-Park, y un año después se supo por un comerciante del país que, al llegar a Busse, a orillas del Níger, el 23 de diciembre, el desventurado viajero vio cómo arrojaban su barca por las cataratas del río antes de ser degollado por los indígenas.
—¿Y un fin tan terrible no contuvo a los exploradores?
—Al contrario, Dick, porque entonces no sólo hubo que reconocer el río, sino también buscar los papeles del viajero. En 1816 se organizó en Londres una expedición, en la cual toma parte el mayor Gray; llega a Senegal, penetra en el Futa-Djallon, visita las poblaciones fuhlahs y mandingas, y regresa a Inglaterra sin otro resultado. En 1822, el mayor Laing explora toda la parte de África occidental próxima a las posesiones inglesas, siendo el primero en llegar a las fuentes del Níger; según sus documentos, el nacimiento de este río inmenso no tiene dos pies de ancho.
—Es fácil de saltar —dilo Joe.
—¡Fácil! —replicó el doctor—. Según la tradición, cualquiera que intenta cruzar de un salto aquel manantial es inmediatamente engullido, y quien quiere sacar agua de él se siente rechazado por una mano invisible.
—¿Y me está permitido —preguntó Joe— no creer una palabra de la tradición?
—Nadie te lo impide. Cinco años después, el mayor Laing atravesaría el Sahara, penetraría en Tombuctú y moriría estrangulado unas millas más arriba por los ulad-shiman, que querían obligarle a hacerse musulmán.
—¡Otra víctima! —exclamó el cazador.
—Entonces, un joven valeroso y con muy escasos recursos, emprendió y llevó a cabo el viaje moderno más asombroso. Me refiero al francés René Caillié. Después de varias tentativas en 1819 y en 1824, partió de nuevo el 19 de abril de 1827 de Río Núñez; el 3 de agosto llegó tan extenuado y enfermo a Timé, que no pudo proseguir su viaje hasta seis meses después, en enero de 1828; se incorporó entonces a una caravana, protegido por su traje oriental, llegó al Níger el 10 de marzo, penetró en la ciudad de Yenné, se embarcó y descendió por el río hasta Tombuctú, adonde llegó el 30 de abril. En 1670 otro francés, Imbert, y en 1810 un inglés, Robert Adams, tal vez habían visto aquella curiosa ciudad. Pero René Caillié sería el primer europeo que suministrara datos exactos; el 4 de mayo se separó de aquella reina del desierto; el 9 reconoció el lugar exacto donde fue asesinado el mayor Laing; el 19 llegó a El Arauan y dejó aquella ciudad comercial para cruzar, corriendo mil peligros, las vastas soledades comprendidas entre Sudán y las regiones septentrionales de África; por último, entró en Tánger, y el 28 de septiembre embarcó para Toulon, de suerte que en diecinueve meses, pese a una enfermedad de ciento ochenta días, había atravesado África de oeste a norte. ¡Ah! ¡Si Caillié hubiera nacido en Inglaterra, se le habría honrado como al más intrépido viajero de los tiempos modernos, como al mismo Mungo-Park! Pero en Francia no se le apreció en todo su valor.