Hago lo que me dice. Mi habitación está sumida en la oscuridad, salvo por la luz tenue y desvaída de mi lamparita.
Normalmente odio esas bombillas que ahorran energía, porque son muy débiles, pero estando desnuda aquí, con Christian, agradezco esa luz vaga. Él está de pie junto a la cama, contemplándome.
—Podría pasarme el día mirándote, Anastasia —dice, y se sube a la cama, sobre mi cuerpo, a horcajadas—. Los brazos por encima de la cabeza —ordena.
Obedezco y él me ata el extremo del cinturón de mi bata en la muñeca izquierda y pasa el resto entre las barras metálicas del cabezal de la cama. Tensa el cinturón, de forma que mi brazo izquierdo queda flexionado por encima de mí, y luego me ata la mano derecha, y vuelve a tensar la banda.
En cuanto me tiene atada, mirándole, se relaja visiblemente. Le gusta amarrarme. Así no puedo tocarle. Se me ocurre entonces que tampoco ninguna de sus sumisas debe de haberle tocado nunca… y lo que es más, nunca deben de haber tenido la posibilidad de hacerlo. Él nunca ha perdido el control y siempre se ha mantenido a distancia. Por eso le gustan sus normas.
Se baja de encima de mí y se inclina para darme un besito en los labios. Luego se levanta y se quita la camisa por encima de la cabeza. Se desabrocha los vaqueros y los tira al suelo.
Está gloriosamente desnudo. La diosa que llevo dentro hace un triple salto mortal para bajar de las barras asimétricas, y de pronto se me seca la boca. Realmente es extraordinariamente hermoso. Tiene una silueta de trazo clásico. Espaldas anchas y musculosas y caderas estrechas: el triángulo invertido. Es obvio que lo trabaja. Podría pasarme el día entero mirándole. Se desplaza a los pies de la cama, me sujeta los tobillos y tira de mí hacia abajo, bruscamente, de manera que tengo los brazos tirantes y no puedo moverme.
—Así mejor —asegura.
Coge la tarrina de helado, se sube a la cama con delicadeza y vuelve a ponerse a horcajadas encima de mí. Retira la tapa de la tarrina muy despacio y hunde la cuchara en ella.
—Mmm… todavía está bastante duro —dice arqueando una ceja. Saca una cucharada de vainilla y se la mete en la boca—. Delicioso —susurra y se relame—. Es asombroso lo buena que puede estar esta vainilla sosa y aburrida. —Baja la vista hacia mí y sonríe, burlón—. ¿Quieres un poco?
Está tan absolutamente sexy, tan joven y desenfadado… sentado sobre mí y comiendo de una tarrina de helado, con los ojos brillantes y el rostro resplandeciente. Oh, ¿qué demonios va a hacerme? Como si no lo supiera… Asiento, tímida.
Saca otra cucharada y me la ofrece, así que abro la boca, y entonces él vuelve a metérsela rápidamente en la suya.
—Está demasiado bueno para compartirlo —dice con una sonrisa pícara.
—Eh —protesto.
—Vaya, señorita Steele, ¿le gusta la vainilla?
—Sí —digo con más energía de la pretendida, e intento en vano quitármelo de encima.
Se echa a reír.
—Tenemos ganas de pelea, ¿eh? Yo que tú no haría eso.
—Helado —ruego.
—Bueno, porque hoy me has complacido mucho, señorita Steele.
Cede y me ofrece otra cucharada. Esta vez me deja comer.
Me entran ganas de reír. Realmente está disfrutando, y su buen humor es contagioso. Coge otra cucharada y me da un poco más, y luego otra vez. Vale, basta.
—Mmm, bueno, este es un modo de asegurarme de que comes: alimentarte a la fuerza. Podría acostumbrarme a esto.
Coge otra cucharada y me ofrece más. Esta vez mantengo la boca cerrada y muevo la cabeza, y él deja que se derrita lentamente en la cuchara, de manera que empieza a gotear sobre mi cuello, sobre mi pecho. Él lo recoge con la lengua, lo lame muy despacio. El anhelo incendia mi cuerpo.
—Mmm… Si viene de ti todavía está mejor, señorita Steele.
Yo tiro de mis ataduras y la cama cruje de forma alarmante, pero no me importa… ardo de deseo, me está consumiendo. Él coge otra cucharada y deja que el helado gotee sobre mis pechos. Luego, con el dorso de la cuchara, lo extiende sobre cada pecho y pezón.
Oh… está frío. Ambos pezones se yerguen y endurecen bajo la vainilla fría.
—¿Tienes frío? —pregunta Christian en voz baja y se inclina para lamerme y chuparme todo el helado, y su boca está caliente comparada con la temperatura de la tarrina.
Es una tortura. A medida que va derritiéndose, el helado se derrama en regueros por mi cuerpo hasta la cama. Sus labios siguen con su pausado martirio, chupando con fuerza, rozando suavemente… ¡Oh, Dios! Estoy jadeando.
—¿Quieres un poco?
Y antes de que pueda negarme o aceptar su oferta, me mete la lengua en la boca, y está fría y es hábil y sabe a Christian y a vainilla. Deliciosa.
Y justo cuando me estoy acostumbrando a esa sensación, él vuelve a sentarse y desliza una cucharada de helado por el centro de mi cuerpo, sobre mi vientre y dentro de mi ombligo, donde deposita una gran porción. Oh, está más frío que antes, pero, extrañamente, me arde sobre la piel.
—A ver, no es la primera vez que haces esto. —A Christian le brillan los ojos—. Vas a tener que quedarte quieta, o toda la cama se llenará de helado.
Me besa ambos pechos y me chupa con fuerza los dos pezones, luego sigue el reguero del helado por mi cuerpo, hacia abajo, chupando y lamiendo por el camino.
Y yo lo intento: intento quedarme quieta, pese a la embriagadora combinación del frío y sus caricias que me inflaman. Pero mis caderas empiezan a moverse de forma involuntaria, rotando con su propio ritmo, atrapadas en el embrujo de la vainilla fría. Él baja más y empieza a comer el helado de mi vientre, gira la lengua dentro y alrededor de mi ombligo.
Gimo. Dios… Está frío, es tórrido, es tentador, pero él no para. Sigue el rastro del helado por mi cuerpo hasta abajo, hasta mi vello púbico, hasta mi clítoris. Y grito, fuerte.
—Calla —dice Christian en voz baja, mientras su lengua mágica procede a lamer la vainilla, y ahora lo ansío calladamente.
—Oh… por favor… Christian.
—Lo sé, nena, lo sé —musita, y su lengua sigue obrando su magia.
No para, simplemente no para, y mi cuerpo asciende… arriba, más arriba. Él desliza un dedo dentro de mí, luego otro, y con lentitud agónica, los mueve dentro y fuera.
—Justo aquí —murmura, y acaricia rítmicamente la pared frontal de mi vagina, mientras sigue lamiendo y chupando de un modo implacable y exquisito.
E inesperadamente estallo en un orgasmo alucinante que aturde todos mis sentidos y arrasa todo lo que sucede ajeno a mi cuerpo, mientras no paro de retorcerme y gemir. Santo Dios, qué rápido ha sido…
Soy vagamente consciente de que él ha parado. Está sobre mí, poniéndose un condón, y luego me penetra, rápido y enérgico.
—¡Oh, sí! —gruñe al hundirse en mí.
Está pegajoso: los restos de helado derretido se desparraman entre los dos. Es una sensación extrañamente perturbadora, pero en la que no puedo sumergirme más de unos segundos, cuando de pronto Christian sale de mi cuerpo y me da la vuelta.
—Así —murmura, y bruscamente vuelve a estar en mi interior, pero no inicia su habitual ritmo de castigo inmediatamente.
Se inclina sobre mí, me desata las manos y me incorpora con un movimiento enérgico, de manera que quedo prácticamente sentada encima de él. Sube las manos, cubre con ellas mis pechos y tira levemente de mis pezones. Yo gimo y echo la cabeza hacia atrás, sobre su hombro. Me roza el cuello con la boca, me muerde, y flexiona las caderas, deliciosamente despacio, colmándome una y otra vez.
—¿Sabes cuánto significas para mí? —me jadea otra vez al oído.
—No —digo sin aliento.
Él sonríe de nuevo pegado a mi cuello, me rodea la barbilla y el cuello con los dedos, y me retiene con fuerza durante un momento.
—Sí, lo sabes. No te dejaré marchar.
Gruño cuando él incrementa el ritmo.
—Eres mía, Anastasia.
—Sí, tuya —jadeo.
—Yo cuido de lo que es mío —sisea, y me muerde la oreja.
Grito.
—Eso es, nena, quiero oírte.
Me pasa una mano por la cintura mientras con la otra me sujeta la cadera y me penetra con más fuerza, obligándome a gritar otra vez. Y empieza su ritmo de castigo. Se le acelera la respiración, es más brusca, entrecortada, acompasada con la mía. Siento en las entrañas esa sensación apremiante y familiar. ¡Otra vez!
Solo soy sensaciones. Esto es lo que él me provoca: toma mi cuerpo y lo posee totalmente, de modo que solo puedo pensar en él. Su magia es poderosa, arrebatadora. Yo soy una mariposa presa en su red, sin capacidad ni ganas de escapar. Soy suya… absolutamente suya.
—Vamos, nena —gruñe entre dientes cuando llega el momento y, como la aprendiza de brujo que soy, me libero y nos dejamos ir juntos.
Estoy acurrucada en sus brazos sobre sábanas pegajosas. Él tiene la frente pegada a mi espalda y la nariz hundida en mi pelo.
—Lo que siento por ti me asusta —susurro.
—A mí también —dice en voz baja y sin moverse.
—¿Y si me dejas?
Es una idea terrorífica.
—No me voy a ir a ninguna parte. No creo que nunca me canse de ti, Anastasia.
Me doy la vuelta y le miro. Tiene una expresión seria, sincera. Me inclino y le beso con cariño. Él sonríe y extiende la mano para recogerme el pelo detrás de la oreja.
—Nunca había sentido lo que sentí cuando te fuiste, Anastasia. Removería cielo y tierra para no volver a sentirme así.
Suena muy triste, abrumado incluso.
Vuelvo a besarle. Quiero animarnos de algún modo, pero Christian lo hace por mí.
—¿Vendrás mañana a la fiesta de verano de mi padre? Es una velada benéfica anual. Yo dije que iría.
Sonrío, con repentina timidez.
—Claro que iré.
Oh, no. No tengo nada que ponerme.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—Dime —insiste.
—No tengo nada que ponerme.
Christian parece momentáneamente incómodo.
—No te enfades, pero sigo teniendo toda esa ropa para ti en casa. Estoy seguro de que hay un par de vestidos.
Frunzo los labios.
—¿Ah, sí? —comento en tono sardónico.
No quiero pelearme con él esta noche. Necesito una ducha.
La chica que se parece a mí espera fuera frente a la puerta de SIP. Un momento… ella es yo. Estoy pálida y sucia, y la ropa que llevo me viene grande. La estoy mirando a ella, que viste mi ropa… saludable y feliz.
—¿Qué tienes tú que yo no tenga? —le pregunto.
—¿Quién eres?
—No soy nadie… ¿Quién eres tú? ¿También eres nadie…?
—Pues ya somos dos…no lo digas, nos harían desaparecer, sabes…
Sonríe despacio, con una mueca diabólica que se extiende por toda su cara, y es tan escalofriante que me pongo a chillar.
—¡Por Dios, Ana!
Christian me zarandea para que despierte.
Estoy tan desorientada. Estoy en casa… a oscuras… en la cama con Christian. Sacudo la cabeza, intentando despejar la mente.
—Nena, ¿estás bien? Has tenido una pesadilla.
—Ah.
Enciende la lámpara y nos baña con su luz tenue. Él baja la vista hacia mí con cara de preocupación.
—La chica —murmuro.
—¿Qué pasa? ¿Qué chica? —pregunta con dulzura.
—Había una chica en la puerta de SIP cuando salí esta tarde. Se parecía a mí… bueno, no.
Christian se queda inmóvil, y cuando la luz de la lámpara de la mesita se intensifica, veo que está lívido.
—¿Cuándo fue eso? —susurra consternado.
Se sienta y me mira fijamente.
—Cuando salí de trabajar esta tarde. ¿Tú sabes quién es?
—Sí.
Se pasa la mano por el pelo.
—¿Quién?
Sus labios se convierten en una línea tensa, pero no dice nada.
—¿Quién? —insisto.
—Es Leila.
Yo trago saliva. ¡La ex sumisa! Recuerdo que Christian habló de ella antes de que voláramos en el planeador. De pronto, su cuerpo emana tensión. Algo pasa.
—¿La chica que puso «Toxic» en tu iPod?
Me mira angustiado.
—Sí. ¿Dijo algo?
—Dijo: «¿Qué tienes tú que yo no tenga?», y cuando le pregunté quién era, dijo: «Nadie».
Christian cierra los ojos, como si le doliera. ¿Qué ha pasado? ¿Qué significa ella para él?
Me pica el cuero cabelludo mientras la adrenalina me recorre el cuerpo. ¿Y si le importa mucho? ¿Quizá la echa de menos? Sé tan poco de sus anteriores… esto… relaciones. Seguro que ella firmó un contrato, e hizo lo que él quería, encantada de darle lo que necesitaba.
Oh, no… y yo no puedo. La idea me da náuseas.
Christian sale de la cama, se pone los vaqueros y va al salón. Echo un vistazo al despertador y veo que son las cinco de la mañana. Me levanto, me pongo su camisa blanca y le sigo.
Vaya, está al teléfono.
—Sí, en la puerta de SIP, ayer… por la tarde —dice en voz baja. Se vuelve hacia mí y, mientras me dirijo hacia la cocina, me pregunta—: ¿A qué hora exactamente?
—Hacia… ¿las seis menos diez? —balbuceo.
¿A quién demonios llama a estas horas? ¿Qué ha hecho Leila? Christian transmite esa información a quien sea que esté al aparato, sin apartar los ojos de mí, con expresión grave y sombría.
—Averigua cómo… Sí… No me lo parecía, pero tampoco habría pensado que ella haría eso. —Cierra los ojos, como si sintiera dolor—. No sé cómo acabará esto… Sí, hablaré con ella… Sí… Lo sé… Averigua cuanto puedas y házmelo saber. Y encuéntrala, Welch… tiene problemas. Encuéntrala.
Cuelga.
—¿Quieres un té? —pregunto.
Té, la respuesta de Ray a cualquier crisis y la única cosa que sabe hacer en la cocina. Lleno el hervidor de agua.
—La verdad es que me gustaría volver a la cama.
Su mirada me dice que no es para dormir.
—Bueno, yo necesito un poco de té. ¿Te tomarías una taza conmigo?
Quiero saber qué está pasando. No conseguirás despistarme con sexo.
Él se pasa la mano por el pelo, exasperado.
—Sí, por favor —dice, pero veo que esto le irrita.
Pongo el hervidor al fuego y me ocupo de las tazas y la tetera. Mi ansiedad ha superado el nivel de ataque inminente. ¿Va a explicarme el problema? ¿O voy a tener que sonsacárselo?
Percibo que me está mirando: capto su incertidumbre, y su rabia es palpable. Levanto la vista, y sus ojos brillan de aprensión.
—¿Qué pasa? —pregunto con cariño.
Él sacude la cabeza.