Cine o sardina (20 page)

Read Cine o sardina Online

Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

BOOK: Cine o sardina
10.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sabía, como todos sus amigos, que Néstor había desaparecido un domingo, supe que esa desaparición fue en un hospital en busca de un tratamiento desesperado. Aunque Néstor no había dicho a nadie cuál era su enfermedad, muchos sospechábamos que era la
enfermedad
. Oí su discreto mensaje grabado otra vez, pero cuando me disponía a dejar mi mensaje, salió el propio Néstor diciendo: «¡Ah, eres tú!». Aunque Néstor estaba casi sin voz y su mismo mensaje parecía venir del más allá, me contó, sin motivo, el día de su llegada a La Habana en 1948, cómo fue retenido en cuarentena en el barco y cómo vino su padre a rescatarlo con un amigo que era amigo de un inspector de inmigración. «En Cuba», recordó Néstor, «siempre había un amigo que conocía a otro amigo que venía a salvarte». Después nos despedimos, esta vez para siempre. Al otro día, lunes, Néstor entraría en coma para no salir más.

Érase una vez cuando Billy Wilder encontró a William Wyler en el entierro de Ernst Lubitsch. «¡Qué pena!», dijo Wyler. «No más Lubitsch». Le respondió Wilder: «La pena es que no habrá más películas de Lubitsch». ¡Qué pena que no haya más películas de Néstor Almendros! ¡Qué pena mayor que no haya más Néstor Almendros!

El único Guarner posible

Si es cierto que las verdaderas amistades, las que duran toda la vida, se hacen en el bachillerato, entonces mi amistad con José Luis Guarner debió comenzar en el bachillerato. Sé que nuestro bachillerato común no ocurrió nunca. No sólo en el tiempo (le llevo diez años) sino también en el espacio: él vivía en Barcelona, yo en La Habana. Pero sentíamos el uno por el otro una intensa amistad que quedaba en un bachillerato futuro. Éramos, los dos, amigos de toda la vida y ahora a José Luis se le ha acabado la suya. Pero la relación comenzó mal o casi no comenzó.

José Luis vino a conocerme a Londres y su visita coincidió con una de mis crisis de mutismo. Me conocía por mis libros, todos tan gárrulos, y se pasmó de asombro. Años después me contaba: «Lo más elocuente de mi visita es que no dijiste nada». Luego, claro, diría yo mucho y José Luis y Mari Carmen nos visitaron muchas veces en Londres y me invitaba cada año a su festival de cine, que era, como él, fuera de serie. José Luis había visto todas las películas, actuales o pasadas, sabía todo del cine y mucho de la técnica de la televisión. Fue él quien me reveló un día, cruzando Cromwell Road, una frase mágica que contenía una palabra de magia: «Tengo un
betamax
en Barcelona». Era la maravillosa máquina de exhibir, mediante la televisión, todas las películas, viejas, nuevas, posibles de ver de nuevo: el tiempo del cine se había hecho reversible y el televisor era su espacio. Como José Luis, me convertí en más experto que Roberto (Rossellini, uno de los dioses de Guarner) en atrapar el cine al vuelo. José Luis era, por derecho propio, el primer crítico de cine que escribe en español: su actitud crítica era asombrosa. No lo digo porque siempre estuviéramos de acuerdo (no lo estábamos: Guarner atacó duro a una de las películas para mí claves de los años ochenta:
Blue Velvet
) pero sí lo estuvimos en reconocer, contra la crítica mundial, que
Blade Runner
era una obra maestra. Curiosamente hace poco distribuyeron la «versión del director» de esa película y José Luis, que lo veía todo antes que yo, la vio y me comentó por teléfono: «Será el corte original pero prefiero el corte viejo. Además no añade nada nuevo». Cuando vi la versión de
Blade Runner
estuve de acuerdo con él una vez más.

José Luis siempre tuvo problemas con la visión, como yo, y además oía mal, pero la comunicación por teléfono era perfecta. Yo lo llamaba a veces Don Guarner y otras veces
The Guarner Brothers
y era todas esas cosas. Don Guarner porque era un perfecto caballero. No sólo por su cortesía sino por su comportamiento. Dice sir Thomas Browne que un caballero es aquel que arma menos líos y José Luis no armaba nunca líos. Ni se quejaba.

Antes de su terrible última enfermedad hubo otras. Incluso sufrió entonces un accidente en que un automóvil que salía de un callejón le arrolló los pies y ni se quejó. Los problemas de visión me alarmaban más a mí que a él y habiendo sido yo paciente de un extraordinario oftalmólogo inglés, concerté su visita anual a Londres con una cita al médico. El profesor Bird, una eminencia, lo consultó y me dijo como diagnóstico: «¿Su amigo habla inglés?» Le dije que sí pero le señalé que con su acento, el del médico, no entendería mucho más que yo. El doctor Bird me dijo que José Luis padecía de
retinitis pigmentosa
. Es decir, lo que ya sabíamos pero en latín: tenía visión de túnel. Era una enfermedad genética y degenerativa: en menos de diez años se quedaría ciego. Pero nunca le concedieron esos años. Guarner murió pero no murió ciego: vio el cine hasta el final.

Cuando le dije al doctor Bird que Guarner era crítico de cine de profesión, el oculista se mostró un científico: «Entonces tiene la enfermedad perfecta. Su visión se concentra en la pantalla».

El diagnóstico era terrible y no le dije nada a José Luis, que sonrió sabio. Había entendido al médico pero, como siempre, había escogido no quejarse. A la salida de la consulta vio en el escritorio de recepción un gorrión disecado: un calambur visual. «
A bird for Dr. Bird
», fue todo lo que dijo.

El oculista le había recomendado como terapia que evitara la luz del sol. «Como me paso la vida en el cine», fue lo que dijo Guarner con su impenetrable inglés. Pero sí entendió que debía llevar gafas oscuras, lo más negras posible, cuando saliera al sol. Lo hizo. Le dije que acababa de completar su parecido con Lermontov, el empresario Diaguilev en
Zapatillas rojas
, interpretado por Anton Walbrook, un actor con el que siempre tuvo un parecido curioso —excepto que Walbrook, al revés de Guarner, era un experto en histerias. Una de las últimas veces que lo vi caminaba Guarner con su curioso paso con que tanteaba el suelo escurridizo y llevaba sus gafas negras y le dije: «¿Va Boris tras las huellas todavía rosadas de Vicky Page?» Sabía y se rió. Siempre se reía. Nos reíamos, por teléfono muchas veces, en persona, ahora dolorosa persona.

No ya con un pie en el estribo o con dos, sino montando como un pálido jinete, José Luis escribió un alegre obituario de Fellini que tituló «El único Federico posible». Es, como su prosa siempre, diáfana y directa, que muestra al profesional consumado aunque estuviera consumido. Como en el verso, Guarner duró poco y es oscura la noche. Es decir buena para un estreno o volver a ver
El beso mortal
. Lo que venga primero.

POMPAS FÚNEBRES
James Mason

Los juegos prohibidos

de un villano inteligente

James Mason devino de actor romántico (no hay más que recordar
La noche tiene ojos
,
El castillo del odio
,
El hombre de gris
,
Fanny en luz de gas
y, la más popular de todas,
El séptimo velo
, en que sustituyó a la brava belleza bruna de Margaret Lockwood por la desvaída rubia Anne Todd a ser el paria de las calles de Dublín y el más ruso de los terroristas irlandeses.

Fue en
Larga es la noche
precisamente que Mason dio su salto de calidad de actor y de cantidad en millas: se fue a Hollywood. Allí continuó con su imagen romántica aún cuando trabajara con Walt Disney, para quien fue el atormentado capitán
Nemo
en
Veinte mil leguas de viaje submarino
. O, subiendo a la superficie, el holandés errado que busca no a su Senta soprano, sino a Pandora y su caja de resonancias. Fue esta película, en que se debatía entre el zurdo absurdo y el risible ridículo, lo que cambió la carrera de Mason, que dejó de ser un romántico tardío para convertirse en un villano cabal. Así fue nuestro nazi favorito, el mariscal Rommel, dos veces, y una víctima de la batalla por el éxito en
Ha nacido una estrella
. Con el tiempo nosotros, los que amamos y admiramos a Judy Garland otrora, escogemos esta cinta no para ver nacer sino para oír morir a una estrella. James Mason, con el nombre más conocido del cine después de Tarzán, King Kong y Rhett Butler, fue llamado para siempre Norman Maine. Si Judy Garland canta todavía algo que nos toca es esa frase favorita final: «Les habla la señora de Norman Maine».

Por este tiempo James Mason hizo una de las películas de espionaje más exitosa desde
La máscara de Demetrio
, la notoria
Cinco dedos
, en que Mason, llamado Cicero, justifica la frase: «El culpable es el mayordomo». Los nazis, con diez dedos, lo burlan y castigan y convierten en el mayor mono. Pero Mason volvió pronto por las suyas y fue un excelente villano en
El prisionero de Zenda
y en
El Príncipe Valiente
, en que su untuosa, suntuosa malignidad tiene la eficacia elegante de una daga envuelta en seda. Un poco antes, James Mason, actor, hizo un pacto de no agresión con uno de los grandes directores de cine de dos continentes, Max Ophuls.

Juntos hicieron
Atrapada
y
El momento imprudente
. En la última, junto a una Joan Bennett que recordaba ala vez a la morena Margaret Lockwood y la exangüe Anne Todd, Mason tuvo uno de sus momentos no imprudentes, sino memorables, y volvió a recordar al héroe vulnerable, al mártir moderno de su gran momento inglés en
Larga es la noche
, el hombre impar, impío al que el amor regenera y reivindica antes de morir.

De hecho James Mason fue el gran actor romántico inglés más que por antonomasia por naturaleza. Con una figura sombría que recordaba a veces a Laurence Olivier, con una dicción que se oía rodar por los guijarros de los dientes como algo tan natural como un arroyo, James Mason era una de las grandes voces inglesas del cine. Con una suavidad de terciopelo que podía esconder una sierpe, el Mason villano o héroe susurraba siempre. Pero su sonoridad no era bastante para el teatro y de no haber existido el cine sonoro habría tenido que derivar a la radio. Tal era su sedosa sevicia que su suave seductor pudo encontrar papeles perfectos cuando se dio cuenta de que no sería una gran estrella del cine como su precedente Ronald Colman o su seguidor Richard Burton.

Aún da placer oírlo más que verlo actuar en una película como
Con la muerte en los talones
, en que es el vitriólico villano Vandamm, amante de Eva Marie Saint y rival de Cary Grant. En una escena de memorable confrontación en que ha vencido temprano a Cary Grant, ayudado por sus sibilinos secuaces, deja al confundido Cary cariacontecido, mientras abandona la falsa biblioteca en que Grant será preparado para fortificarlo al mortificarlo con una botella entera de ese bourbon que tanto se parece a Cary Grant: Seagrams, V.O. Que quiere decir versión original: en ella verán ustedes a James Mason dejar atrás a Grant ya saliendo y de dolida despedida decir: «Que tenga usted muy buen viaje».

La frase es en sí un adiós leve y va perdiendo intensidad a medida que Vandamm se aleja. Pero su premonitora virulencia está dada por la soez suavidad ceceante con que la pronuncia, nítida, James Mason. Es además el combate de dos estilos de actuación (la de por libre de Cary Grant, la de escuela de Mason), dos voces, dos pronunciaciones y un sólo idioma verdadero: el inglés de Inglaterra. Los que han tenido el privilegio de oír a James Mason, más que verlo, los que pueden captar su distinta dicción, los que han visto no
Con la muerte en los talones
sino
North by Northwest. V.O.
, sabrán lo que digo, gozaron lo que oigo. Hay que repetir aquí aquello que dijo el doctor Johnson de Garrick: «Si hay un placer contra natura hay que hallarlo en la voz de un buen actor».

Hay otro momento óptimo de la actuación de James Mason en el cine (nadie parece haberlo visto nunca en el teatro) y ocurre en toda
Lolita
. Allí, a pesar de la belleza blonda de Sue Lyon (que debiera haber sido menos canéfora y más impúber), del patetismo grasoso y grosero de Shelley Winters y la historia inmortal, amoral del hombre maduro que pudre a una púber americana con sus encantos europeos, podemos gozar a ese Humbert Humbert del cine que por dos veces se somete a la tiranía del sexo de Sue, su Sue, nuestra
Lolita
. Uno de ellos es visible tras los créditos (o nombres propios de actores, actrices y técnicos) y muestra a James Mason en una labor de amor esclavo.

El humilde Humbert Humbert pinta una a una cada uña de los pies de Lolita Lyon. Esta escena es de un erotismo tan germano que nos sorprende encontrarla en una película tan americana como un rascacielos, aunque haya sido rodada en Inglaterra. Luego nos damos cuenta de que fue utilizada primero en
Scarlet Street
, casi veinte años antes, por un director alemán. Esta forma de servidumbre humana no pertenece ni al ruso Nabokov ni al judío americano Stanley Kubrick (a veces llamado Stanley Hubris) sino al espíritu teutón y burlón de Fritz Lang y al arte pictórico de Edward G. Robinson. A pesar de este robo con atenuantes,
Lolita
es un triunfo de Kubrick, pero sobre todo es un triunfo de James Mason.

Como en
Lolita
, como en
Lord Jim
, como en
Los juicios de Oscar Wilde
, James Mason, imitando a Ricardo III, ya que no podía ser el bello galán se dedicó a ser, con mesura, el villano asiduo. Aún en la televisión, como en la larga
Verdadera historia de Frankenstein
. O en el cine actual, como en el sedoso, sevicioso neonazi de
Los muchachos de Brasil
. Pero prefiero recordarlo siempre como el suave y siniestro Vandamm, tan cerca de la palabra
damned
por condenado, y tan libre en su juego histriónico. Habría que decirle a James Mason ahora lo que él dijo a Cary Grant antes de enviarle al otro mundo: «Que tenga usted muy buen viaje». Pero fue Hitchcock quien tuvo, como siempre, la última palabra, que era su axioma para el buen cine: «A mejor villano, mejor película». Estaba hablando, por supuesto, de James Mason.

La venganza a caballo

Fue ciertamente una desgracia para la música que el mismo día que murió Stalin muriera también Prokofiev. Es una lamentable coincidencia que el día que murió Randolph Scott, más una leyenda que un actor de cine, muriera también el bufón Danny Kaye, payaso pasado de moda.

La leyenda quiere que Randolph Scott, alto y rubio, se hiciera actor ante la recomendación de Howard Hughes. Alto y buen mozo, el mismo Hughes dedicó todo su tiempo y su dinero, que era considerable, a la excentricidad y las mujeres. La leyenda dice que al ver Hughes a Scott jugando golf en Pasadena le dio el tip que cambió su vida. John Ford recomendaba que entre la verdad y las leyendas del oeste había siempre que escoger las últimas. Ahora, invirtiendo a Ford, hay que imprimir la verdad. Randolph Scott era un aspirante a actor que sabía montar a caballo, hablaba con acento sureño pero no era más alto que cualquier
cowboy
del cine. La primera oportunidad de Scott (alias Randolph Crane) la tuvo en
La herencia del desierto
. Se la dio Henry Hathaway, el director que después dirigiera más de uno de sus éxitos ya de estrella. El sonsonete sureño le sirvió a Scott para enseñar a Gary Cooper a hablar como virginiano, precisamente, en su rol en
El virginiano
.

Other books

02_Coyote in Provence by Dianne Harman
Patrica Rice by Regency Delights
The Soldier's Wife by Margaret Leroy
Forbidden by Julia Keaton
The Demon's Seduction by Alder, Lisa
Long Past Stopping by Oran Canfield
Return by A.M. Sexton
The Ghost and Mrs. Jeffries by Emily Brightwell