Cita con Rama (3 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cita con Rama
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Por suerte los diseñadores de Rama habían previsto la solución. A distancias iguales alrededor del eje polar, se levantaban tres estructuras bajas y redondas, de diez metros de diámetro más o menos. Si el
Endeavour
descendía entre dos de estas estructuras, la corriente centrífuga lo levantaría y lo empujaría hacia ellas, y entonces quedaría retenido firmemente en el lugar, como una embarcación apretada contra el muelle por el impulso de las olas.

—Contacto en quince minutos —anunció Calven.

Mientras se ponía tenso sobre los controles duplicados, que esperaba no tener que tocar, Norton se sintió intensamente consciente de la importancia de ese instante en el tiempo. Con seguridad, éste se convertiría en el más trascendental descenso desde aquel primero en la Luna, más de siglo y medio atrás.

Las grises estructuras tubulares se levantaron lentamente frente a la ventanilla de control. Hubo el último silbido de un propulsor a reacción y una sacudida apenas perceptible.

Durante las semanas transcurridas, el comandante Norton se había preguntado muchas veces qué diría en ese momento. Pero ahora, llegado el momento, la historia escogió sus palabras y habló casi automáticamente, apenas consciente del eco del pasado:

—Aquí Base Rama. El
Endeavour
ha descendido.

Un mes antes no lo hubiera creído posible. La nave espacial cumplía una misión de rutina, comprobando y colocando balizas de advertencia de asteroides, cuando llegó la orden. El
Endeavour
era el único vehículo espacial del sistema solar que posiblemente podía tener un encuentro con el intruso antes de que éste circundara al Sol y se lanzara de regreso hacia las estrellas. Aun así, fue necesario quitarles carburante a tres vehículos más de la Vigilancia Solar, que ahora flotaban a la deriva en espera de los tanques de reabastecimiento. Norton temía, con razón, que transcurriría bastante tiempo antes que los comandantes del
Calipso
, el
Beagle
, y el
Challenger
, volvieran a dirigirle la palabra.

Aun con todo ese carburante extra, la caza fue larga y difícil. Rama ya se encontraba en el interior de la órbita de Venus cuando el
Endeavour
le dio alcance. Ningún otro vehículo espacial habría podido hacerlo; este privilegio era único, y no debía perderse un solo minuto de las semanas siguientes. Miles de científicos en la Tierra habrían empeñado con gusto sus almas a cambio de una oportunidad semejante; ahora sólo les restaba seguir los acontecimientos en los circuitos de televisión mordiéndose los labios y pensando cuánto mejor habrían realizado ellos el trabajo. Tal vez tuvieran razón, pero no había alternativa. Las leyes inexorables de la mecánica celeste habían decretado que el
Endeavour
sería el primero, y el último, de los vehículos del hombre que tomara contacto con Rama.

Los consejos que recibía continuamente de la Tierra poco hacían para aliviar la responsabilidad de Norton. Si había que tomar decisiones instantáneas, nadie podría ayudarle; el tiempo de retardo de los contactos por radio con el Control de la Misión era ya de diez minutos e iba en aumento. A menudo envidiaba a los grandes navegantes del pasado remoto, antes de la era de las comunicaciones electrónicas, quienes interpretaban las órdenes contenidas en un sobre lacrado, sin ser controlados segundo a segundo en las pantallas de los monitores desde los centros de Operaciones. Cuando «ellos» cometían errores, nadie se enteraba.

Al mismo tiempo, sin embargo, se alegraba de que algunas decisiones pudieran ser delegadas a la Tierra. Ahora que la órbita del
Endeavour
se había unido a la de Rama, ambos se dirigían hacia el Sol como un solo cuerpo. En cuarenta días alcanzarían el perihelio y pasarían a veinte millones de kilómetros del Sol. Era demasiado cerca para que resultara divertido. Mucho antes, el
Endeavour
tendría que utilizar el resto de su combustible para cobijarse dentro de una órbita más segura. La tripulación contaría tal vez con tres semanas de tiempo para su exploración antes de abandonar Rama para siempre.

Después de eso, el problema quedaba a cargo de la Tierra. El
Endeavour
estaría prácticamente indefenso, moviéndose en una órbita que bien podía convertirlo en el primer vehículo espacial que llegara a las estrellas... en aproximadamente cincuenta mil años. No había motivos para preocuparse, aseguraba el Control de la Misión. De alguna manera, sin tener en cuenta el posible costo, el
Endeavour
sería reabastecido, aun cuando fuese necesario enviar tanques y abandonarlos en el espacio una vez que hubieran transferido hasta el último gramo de carburante. Rama era un premio por cuya conquista bien valía la pena correr cualquier riesgo, sin llegar, naturalmente, al extremo de enviar una misión suicida.

Aunque, desde luego, la de ellos podía convertirse en eso. El comandante Norton no se hacía ilusiones al respecto. Por primera vez en cien años, un elemento de total incertidumbre se había mezclado en los asuntos humanos; y la incertidumbre era justamente aquello que ni los científicos ni los políticos podían tolerar. Si ése era el precio que había que pagar para resolverla, el
Endeavour
y su tripulación serían moneda desembolsable.

Primer reconocimiento

R
ama era silencioso como una tumba... cosa que quizá fuera en realidad. No había señales de radio, en ninguna frecuencia; ninguna vibración que los sismógrafos pudieran captar, aparte de los microtemblores causados sin duda por el creciente calor emanado del Sol; nada de corrientes eléctricas, ninguna radiactividad. Estaba casi presagiosamente tranquilo. Uno hubiera supuesto que un asteroide sería más ruidoso.

«¿Qué esperábamos?» se preguntó Norton. «¿Un comité de recepción?». No estaba seguro de si debía sentirse decepcionado o aliviado. La iniciativa, de todas maneras, parecía pertenecerle.

Sus órdenes eran esperar veinticuatro horas, y luego salir a explorar. Nadie durmió mucho ese primer día. Hasta los miembros de la tripulación que estaban de turno se pasaban el tiempo observando en los monitores los ineficaces instrumentos de sondeo, o mirando simplemente por los portillos de observación el paisaje geométrico.

¿Está vivo este mundo? se preguntaban. ¿Está muerto? ¿O tan sólo dormido?

En su primera salida de reconocimiento, Norton sólo llevó un acompañante: el teniente Karl Mercer, un oficial fuerte, fogueado y lleno de recursos. No tenía la menor intención de alejarse de la vista de la nave, y si se presentaban problemas no era probable que un grupo mayor estuviera más seguro. No obstante, como medida de precaución, puso a dos miembros de la tripulación, ya preparados, de guardia en la cámara de descompresión.

Los pocos gramos de peso que les daban el campo gravitatorio y la fuerza centrífuga de Rama combinados, no les servían de ayuda, aunque tampoco les molestaban; debían depender enteramente de sus propulsores. Lo más pronto posible, decidió Norton, tendería una red de cuerdas de arrastre entre la nave y los pilares de Rama, con el fin de poder moverse de un lado a otro sin desperdiciar carburante.

El pilar más próximo quedaba a sólo diez metros de la cerradura aérea, y la primera preocupación de Norton fue asegurarse de que el contacto no había dañado a la nave. El casco del
Endeavour
descansaba contra la pared curvada del pilar con un empuje de varias toneladas, pero la presión estaba distribuida en forma regular. Tranquilizado a ese respecto, comenzó a flotar alrededor de la estructura circular, tratando de determinar su finalidad.

Había viajado sólo unos pocos metros cuando descubrió una interrupción en la cáscara lisa y aparentemente metálica de Rama. Al principio pensó en alguna peculiar decoración, porque no parecía tener una función útil. Seis ranuras estriadas aparecían profundamente hundidas en el metal. Las atravesaban seis barras cruzadas, semejantes a los radios de una rueda sin reborde, con un pequeño cubo en el centro. Pero no había forma alguna en que se pudiera hacer girar esa rueda, ya que estaba encastrada en la pared.

Luego reparó, con creciente excitación, en que había huecos más profundos en los extremos de los radios delicadamente formados como para permitir el paso de una mano... (¿Garra? ¿Tentáculo?) Si uno se colocaba en esta posición, si se apoyaba contra la pared, y comenzaba a tirar de esos radios en esta forma...

Suave como la seda, la rueda se deslizó de la pared hacia afuera. Atónito —porque había estado prácticamente seguro de que cualquier parte movible que hubiera, habría quedado soldada siglos atrás—, Norton se encontró sujetando una rueda con sus correspondientes radios. Habría podido ser el capitán de alguna vieja goleta de pie frente al timón.

Se alegró de que la visera de su casco no permitiera a Mercer ver su expresión. Estaba alarmado pero también se sentía enojado consigo mismo. Tal vez había cometido su primer error. ¿Estaban en este mismo momento resonando las alarmas en el interior de Rama, y algún implacable mecanismo había puesto ya en marcha su irreflexiva acción?

Pero el
Endeavour
no informaba que hubiera habido ningún cambio; sus sensores no detectaban nada aparte de débiles crepitaciones termales, y sus propios movimientos.

—Bien, capitán, ¿harás girar esa rueda?

Norton recordó una vez más las instrucciones recibidas: «Use su propio criterio, pero proceda con precaución». Si se detenía a consultar cada uno de sus movimientos con el Control de la Misión, no llegaría jamás a ninguna parte.

—¿Cuál es tu diagnóstico, Karl? —preguntó.

—Es obvio que se trata de un control manual para una cerradura a presión, probablemente un sistema defensivo de emergencia para el caso de que hubiera un fallo en la fuerza propulsora. No imagino ninguna tecnología, por más avanzada que sea, que no adopte tales precauciones.

Y estaría a prueba de fallos, reflexionó Norton. Podría ser manejada sólo si no implicaba peligro alguno para el sistema.

Agarró dos radios opuestos del molinete, afirmó los pies en el suelo, y trató de hacer girar la rueda. Esta no cedió.

—Échame una mano —pidió Mercer.

Cada uno tomó un radio. No obstante apelar a todas sus fuerzas no lograron producir el menor movimiento.

Por supuesto, no había razón alguna para suponer que las agujas de los relojes y los sacacorchos de Rama giraran en el mismo sentido que en la Tierra.

—Probemos en la otra dirección —sugirió Mercer.

Esta vez no hubo resistencia. La rueda giró casi sin esfuerzo alguno por parte de ambos hasta dar una vuelta completa. Luego, muy suavemente, se elevó el contrapeso.

A una distancia de medio metro, la pared curva del pilar comenzó a moverse como las valvas de una almeja que se abrieran poco a poco. Algunas partículas de polvo, arrastradas por ráfagas de aire liberado, salieron al exterior como deslumbrantes diamantes diminutos al herirlas el sol.

El camino a Rama estaba abierto.

El Comité

H
abía sido un grave error, pensaba el doctor Bose a menudo, fundar el Cuartel General de los Planetas Unidos en la Luna. Inevitablemente, la Tierra tendía a dominar los procedimientos, como dominaba el paisaje más allá de la cúpula. Si necesariamente tenían que levantar esa sede allí, quizá debieron hacerlo en la otra cara de la Luna, allí donde ese disco hipnótico jamás lanzaba sus rayos.

Pero, claro está, era demasiado tarde para cambiar, y, de cualquier manera, no había en realidad alternativa. Que les agradara o no a las colonias, la Tierra seguía siendo la dueña y señora de la cultura y la economía del sistema solar por los siglos venideros.

El doctor Bose había nacido en la Tierra y no emigró a Marte hasta cumplidos los treinta años, de modo que se sentía capacitado para considerar la situación política con la suficiente imparcialidad. Sabía ahora que jamás regresaría a su planeta natal, aun cuando sólo estaba a cinco horas de distancia viajando en lanzadera... A los 118 años de edad se encontraba en perfecto estado de salud pero no podía afrontar el reacondicionarniento necesario para acostumbrar su cuerpo a soportar el tríple de la gravedad que había disfrutado la mayor parte de su vida. Estaba desterrado para siempre del mundo de su nacimiento. No era un hombre sentimental, y por lo tanto nunca permitió que este pensamiento le deprimiera.

Lo que sí le deprimía a veces era la necesidad de lidiar, año tras año, con los mismos rostros familiares. Las maravillas de la medicina estaban muy bien —y por cierto él no tenía el menor deseo de atrasar el reloj en tal sentido—, pero había hombres alrededor de esa mesa de conferencias con los que trabajaba desde hacía más de medio siglo. Sabía con exactitud qué dirían en un momento dado y cómo votarían respecto a un determinado asunto. Deseaba que, algún día, uno de ellos hiciera algo totalmente inesperado, incluso que cometiera alguna locura.

Y probablemente ellos pensaban de la misma manera con respecto a él.

El Comité Rama era todavía lo bastante reducido como para resultar manejable, aunque sin duda no tardaría en cambiar este satisfactorio estado de cosas. Sus seis colegas —cada uno representaba a uno de los miembros de los Planetas Unidos— estaban presentes en carne y hueso. Tenía que ser así: la diplomacia electrónica no era posible a través de las distancias propias del sistema solar. Algunos viejos hombres de estado, acostumbrados a las comunicaciones instantáneas que la Tierra consideraba desde hacía tiempo como cosa natural, nunca se habían resignado al hecho de que las ondas de radio tardaban minutos, a veces horas, en su viaje a través de los abismos entre los planetas.

—¿No pueden ustedes, los científicos, hacer algo con esto? —se les había oído quejarse amargamente, cuando se les decía que una conversación cara a cara e instantánea era imposible entre la Tierra y cualquiera de sus más remotos hijos. Sólo la Luna tenía el apenas aceptable retraso de un segundo y medio, con todas las consecuencias políticas y psicológicas que ello implicaba. A causa de este hecho incontrovertible de la vida astronómica, la Luna, y sólo la Luna, sería siempre un suburbio de la Tierra.

También presentes en persona, estaban los especialistas agregados a la comisión. El profesor Davidson, astrónomo, era un viejo conocido. Hoy no se mostraba tan irascible como de costumbre. Bose no sabía nada de la lucha interna que precediera al lanzamiento de la primera sonda espacial a Rama, pero los colegas del profesor no le permitían a éste olvidarla.

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