Ciudad (16 page)

Read Ciudad Online

Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ciudad
5.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se oyó una pisada en el césped y Fowler alzó la vista.

—Buenas tardes —dijo Tyler Webster.

—Me he estado preguntando cuándo vendría —dijo Fowler, cortante—. Siéntese y dígamelo rápido. No me cree, ¿no es así?

Webster se instaló en la segunda silla y puso sobre sus piernas los papeles que traía en la mano.

—No puedo entender cómo se siente —dijo.

—No creo que pueda —comentó Fowler—. Vine con noticias que me parecían muy importantes. Ignora usted el precio de ese informe —se inclinó hacia adelante—. ¿No comprende que cada hora que paso como ser humano es una tortura mental?

—Lo siento —dijo Webster—. Pero tenemos que estar seguros. Tenemos que examinar su informe.

—¿Y hacer ciertas pruebas?

Webster hizo un signo afirmativo.

—¿Como Rover, aquí presente?

—No se llama Rover —dijo Webster con suavidad—. Si ha estado llamándolo así, lo ha ofendido. Todos los perros tienen nombres humanos. El de éste es Elmer.

Elmer había dejado de cavar y venía hacia ellos. Se sentó junto a la silla de Webster y se pasó por los sucios bigotes una pata cubierta de barro.

—¿Qué hay de nuevo, amigo Elmer? —preguntó Webster.

—Es un ser humano, sí —dijo el perro—; pero no humano del todo. Tampoco un mutante. Otra cosa.

—Era de esperar —dijo Fowler—. He sido un joviano cinco años.

Webster movió afirmativamente la cabeza.

—Ha retenido usted parte de su personalidad anterior. Es comprensible. Y el perro lo siente. Son muy sensibles a esas cosas. Psíquicos, acaso. Por eso vigilan a los mutantes. Pueden olfatearlos no importa dónde estén.

—¿Me cree entonces?

Los papeles crujieron en las rodillas de Webster y éste los alisó con cuidado.

—Temo que sí.

—¿Por qué lo teme?

—Porque —dijo Webster— es usted la mayor amenaza que haya tenido hasta hoy la humanidad.

—¡Amenaza! ¿Pero no entiende? Le estoy ofreciendo… le estoy ofreciendo…

—Sí, ya sé —dijo Webster—, el paraíso.

—¿Y tiene miedo de eso?

—Terror —dijo Webster—. Trate sólo de imaginar qué ocurriría si se lo dijéramos a la gente y la gente lo creyera. Todos querrían ir a Júpiter y convertirse en jovianos. El solo hecho de que los jovianos vivan miles de años bastaría. Y aún hay otras razas.

»Todos nos pedirían que los enviásemos en seguida a Júpiter. Nadie querría ser hombre. Y al fin no habría hombres. Todos serían jovianos. ¿Ha pensado en eso?

Fowler se pasó nerviosamente la lengua por los labios.

—Claro que sí. Lo esperaba.

—La raza humana desaparecería —dijo Webster, con lentitud—. Desaparecería de todo. El progreso alcanzado después de miles de años no tendría sentido. Y eso ocurriría en el umbral de nuestras mejores posibilidades.

—Pero usted no sabe —protestó Fowler—. No puede saber. Nunca ha sido un joviano. Yo sí —se golpeó el pecho—. Sé lo que es.

Webster sacudió la cabeza.

—No lo discuto. Estoy dispuesto a reconocer que es mejor ser joviano que hombre. Pero no admito que eso justifique la muerte de la raza humana, que debamos cambiar lo que hemos hecho y deseado por lo que ellos son. La raza humana tiene grandes destinos. Quizá no tan agradables ni tan brillantes como el de sus jovianos. Pero creo que a la larga iremos más lejos. Tenemos una herencia racial que defender, y un destino racial que no podemos olvidar.

Fowler se inclinó hacia adelante.

—Escúcheme —dijo—. He sido honesto. He venido directamente aquí, al Comité Mundial. Pude haberlo dicho a la prensa y la radio, y obligarlo a tomar una decisión. Pero no lo hice.

—Quiere decirme —sugirió Webster— que el Comité Mundial no tiene el derecho de decidir. Sugiere usted que el pueblo debe dar su opinión.

Fowler, con los labios muy apretados, hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—Francamente —dijo Webster—. No creo en el pueblo. Obtendría usted reacciones de rebaño. Respuestas egoístas. No pensarán en la raza, sino en sí mismos.

—¿Me está usted diciendo que tengo razón —preguntó Fowler— pero que no puedo hacer nada?

—No exactamente. Tenemos que arreglarlo de algún modo. Quizá Júpiter pueda ser una especie de asilo de ancianos. Cuando un hombre ha vivido una existencia útil…

Fowler lanzó un bufido.

—Un premio —dijo—. Como llevar un caballo viejo al campo. El paraíso como concesión especial.

—De ese modo —apuntó Webster—, salvaríamos a la raza humana y no perderíamos a Júpiter.

Fowler se puso de pie, con rapidez y brusquedad.

—Estoy harto de esto —gritó—. Le he traído a usted algo que quería saber. Algo en que se han gastado billones de dólares, y centenares de vidas. Instaló usted en Júpiter docenas de estaciones de conversión y de allí salieron docenas de hombres que no regresaron y usted pensó que habían muerto, y sin embargo envió a otros. Y ninguno regresó, porque no querían regresar, porque no soportaban la idea de volver a ser hombres. Yo regresé, ¿y de qué me ha servido? Mucha charla elevada, muchas averiguaciones, muchas dudas y preguntas. Luego, al fin, dicen que tengo razón, pero que he cometido el error de volver —dejó caer los brazos y echó los hombros hacia adelante—. Soy libre, supongo. No tengo por qué quedarme aquí.

Webster movió afirmativamente y con lentitud la cabeza.

—Claro que es libre. Siempre lo ha sido. Sólo le pedí que se quedara para examinarlo.

—¿Puedo volver a Júpiter?

—En vista de la situación —dijo Webster— sería una buena idea.

—Me sorprende que no me lo haya sugerido usted —dijo Fowler amargamente—. Sería una solución. Podrían archivar el informe, olvidarlo, y seguir dirigiendo el sistema solar, como niños que juegan en el piso de la sala. Su familia ha estado cometiendo error tras error, durante siglos, y la gente permitió que volviese uno de ustedes a seguir equivocándose. Un antepasado suyo privó al mundo de la filosofía de Juwain, y otro bloqueó los esfuerzos de los hombres para cooperar con los mutantes…

Webster lo interrumpió bruscamente.

—¡No meta a mi familia en esto, Fowler! Se trata de algo más importante que…

Pero Fowler gritaba ahora cubriendo las palabras del secretario.

—Y no voy a permitir que lo estropee. El mundo ya ha tenido bastante de ustedes, los Webster. Hay que cambiar eso. Voy a hablarles a las gentes de Júpiter. Hablaré a la prensa y la radio. Lo gritaré desde los techos de las casas…

Se le quebró la voz y le temblaron los hombros.

Webster habló fríamente, con una ira repentina.

—Lucharé contra usted, Fowler. Lo golpearé. No puedo permitir que haga una cosa semejante.

Fowler había dado media vuelta y se dirigía ya hacia la puerta del Jardín.

Webster, helado en su silla, sintió la pata que le rascaba la pierna.

—¿Lo alcanzo, amo? —preguntó Elmer—. ¿Voy y lo alcanzo?

Webster sacudió la cabeza.

—Déjalo ir —dijo—. Tiene tanto derecho como yo a hacer lo que quiera.

Un viento frío atravesó el cercado del jardín y movió la capa con que Webster se cubría los hombros.

Unas palabras le resonaban en la cabeza. Palabras que habían sido dichas aquí, en el jardín, pocos segundos antes, pero palabras que venían de siglos atrás. Un antepasado suyo privó al mundo de la filosofía de Juwain. Un antepasado suyo…

Webster apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas.

Un mal de ojo, pensó. Eso somos. Un mal de ojo para la humanidad. La filosofía de Juwain. Y los mutantes. Pero los mutantes han tenido esa filosofía, durante siglos, y no la han utilizado.

Quizá, pensó Webster, tratando de consolarse, esa filosofía no era importante. Si lo fuera, los mutantes la habrían utilizado. O quizá, sólo quizá, los mutantes han estado alardeando sin motivo. Quizá no saben más de esa filosofía que nosotros.

Una voz metálica carraspeó suavemente y Webster alzó la vista. Un pequeño robot gris se había detenido en la puerta.

—La llamada, señor —dijo el robot—. La llamada que usted esperaba.

La cara de Jenkins apareció en la pantalla, una cara vieja, fea, y pasada de moda. No esa cara lisa y animada de los últimos robots.

—Lamento molestarlo, señor —dijo Jenkins—, pero se trata de algo insólito. Joe vino aquí y me pidió el televisor para llamarlo a usted. No me quiso decir qué quería, señor. Dijo que era sólo una charla con un viejo vecino.

—Llámalo —dijo Webster.

—Algo insólito, señor —insistió Jenkins—. Vino, se sentó, y charló conmigo durante una hora o dos antes de hablarme del televisor. Le diré, señor, si me lo permite, que todo esto es muy raro.

—Ya sé —dijo Webster—. Joe tiene muchas cosas raras.

La cara de Jenkins desapareció de la pantalla y apareció otra cara: la de Joe, el mutante. Era una cara dura, de piel arrugada y correosa, y ojos parpadeantes de color gris azulado. En las sienes aparecían las primeras canas.

—Jenkins no me tiene confianza, Tyler —dijo Joe, y Webster sintió que la risa que acechaba detrás de las palabras le erizaba la piel.

—En cuanto a eso —replicó secamente—, yo tampoco.

Joe chasqueó la lengua.

—Pero cómo, Tyler. Nunca le hemos molestado. Ni un solo minuto. Ninguno de nosotros. Nos ha vigilado usted, y se ha preocupado por nosotros, pero nunca le causamos dificultades. Nos hizo espiar por tantos perros que tropezábamos con ellos cada vez que nos dábamos la vuelta, y organizó archivos para clasificarnos, y nos estudió y habló hasta aburrirse.

—Los conocemos —dijo Webster, torvamente—. Sabemos acerca de ustedes más que ustedes mismos. Sabemos cuántos son, y los conocemos personalmente a todos. ¿Quiere saber qué hacía alguno de ustedes en cualquier momento de estos últimos cien años? Pregúntemelo a mí.

Un trozo de manteca no se hubiese derretido en la boca de Joe.

—Y durante todo ese tiempo —dijo— hemos estado pensando amistosamente en ustedes. Pensando en cómo podríamos ayudarlos.

—¿Y por qué no lo hicieron? —estalló Webster—. Al principio estábamos dispuestos a trabajar con ustedes. Aun después de que usted le robara a Grant la filosofía de Juwain…

—¿Robar? —preguntó Joe—. Creo, Tyler, que le han informado mal. Me la llevé para corregirla. En su estado original era inservible.

—Y eso se le ocurrió seguramente tan pronto como puso las manos en ella —dijo Webster, inexpresivo—. ¿Qué estaba esperando? Si nos la hubieran ofrecido, habríamos comprendido en seguida que ustedes estaban con nosotros, y hubiésemos cooperado. Habríamos retirado los perros, y los hubiéramos aceptado.

—Es gracioso —dijo Joe—. Nunca pareció preocuparnos que nos aceptasen o no.

Y volvió a oírse aquella risa, la risa de un hombre que se bastaba a sí mismo, para quien los esfuerzos de la comunidad humana eran una broma increíble. Un hombre que andaba voluntariamente solo, que veía en la raza humana algo divertido, quizá un poco peligroso, y más divertido aún porque era peligroso. Un hombre que no necesitaba la hermandad de los hombres, que rechazaba toda hermandad como algo gracioso, patético, similar a las sociedades de fomento del siglo veinte.

—Muy bien —dijo Webster con un tono cortante—. Tenía la esperanza de que nos ofreciese usted alguna especie de pacto, la posibilidad de una conciliación. No nos gustan las cosas tal como están. Al contrario, nos gustaría que cambiasen. Pero depende de ustedes.

—Vamos, Tyler —protestó Joe— no pierda los estribos. Creía que le gustaría conocer la filosofía de Juwain. Quizá lo haya olvidado, pero hubo un tiempo en que todo el sistema solar vivía pendiente de ella.

—Muy bien —dijo Webster—, explíquemela.

El tono de su voz parecía decir que sabía que Joe no iba a hacerlo.

—Esencialmente —dijo Joe— ustedes los humanos viven solos. Nunca conocen a sus semejantes. No pueden conocerlos; carecen de puntos comunes. Cultivan amistades, pero basadas en simples emociones, nunca en una comprensión real. Persiguen fines similares, es cierto. Pero más por tolerancia que por afinidad. Abordan los problemas de mutuo acuerdo; un acuerdo aparente que es sólo el triunfo de los más fuertes sobre la oposición de los más débiles.

—¿Y qué se pierde con eso?

—Pero, cómo. Todo —dijo Joe—. Con la filosofía de Juwain podrían entenderse.

—¿Telepatía? —preguntó Webster.

—No exactamente —dijo Joe—. Nosotros, los mutantes, conocemos la telepatía. Esto es algo distinto. La filosofía de Juwain hace posible ponerse en el punto de vista de otro. No sólo se sabe de qué está hablando el otro, sino también qué siente. En la filosofía de Juwain se acepta la validez de las ideas ajenas. No sólo las palabras, sino el pensamiento que esconden esas mismas palabras.

—¿Semántica? —dijo Webster.

—Si le gusta a usted el término —dijo Joe—. Pero no sólo se entiende el significado intrínseco, sino también el implícito. Casi telepatía, pero no del todo. Algo casi mejor.

—Joe, ¿qué han asimilado ustedes de todo eso? ¿Qué…?

Volvió a oírse aquella risa.

—Piénselo un poco, Tyler. Piense cuánto lo necesita. Luego quizá podamos hablar.

—Como mercaderes.

Joe hizo un signo afirmativo.

—Un señuelo también, imagino —continuó diciendo Webster.

—Un par de ellos —dijo Joe—. Cuando los descubra, hablaremos de eso también.

—¿Qué pedirían ustedes?

—Muchas cosas —dijo Joe—. Pero quizá valga la pena.

La pantalla se apagó y Webster se quedó mirándola sin ver. ¿Un señuelo? Claro que sí. Un señuelo evidente.

Webster apretó los ojos y sintió la sangre que le golpeaba el cerebro.

¿Qué se había atribuido a la filosofía de Juwain en aquellos lejanos días? Que haría adelantar a la humanidad cien mil años en el espacio de dos generaciones. Algo parecido.

Quizá se la había sobrestimado un poco. Una pequeña exageración, pero justificada. Nada más.

Los hombres se entenderían, aceptarían todas las ideas. Todos verían el sentido oculto detrás de las palabras. Verían las cosas como las veían los demás, y aceptarían los conceptos ajenos como propios. Harían suyos esos conceptos y podrían aplicarlos al problema más inmediato. No más incomprensión, perjuicios, engaños, tergiversaciones, sino una aprehensión completa de distintos ángulos del problema. Podría aplicarse a todo, a cualquier tipo de conducta humana. A la sociología, la psicología, la ingeniería: todas las facetas de la civilización. No más discusiones, no más peleas, sino una apreciación sincera y honesta de ideas y hechos.

Other books

Dusk and Other Stories by James Salter
Eight Nights by Keira Andrews
Short Squeeze by Chris Knopf
They Fly at Ciron by Samuel R. Delany
Disobeying the Marshal by Lauri Robinson
The Origin of Waves by Austin Clarke