Gramp refunfuñó y miró la segadora con desconfianza.
—Uno de estos días —dijo para sí mismo— esa segadora, maldita sea, va a perder un bocado y tendrá un ataque de nervios.
Se recostó en la silla y contempló el cielo bañado por el sol. Un helicóptero volaba allá lejos. En algún lugar del interior de la casa se encendió una radio y lanzó una oleada ensordecedora de música. Gramp se estremeció y se hundió en la silla.
El joven Charlie estaba preparándose para iniciar una sesión de tortura. Maldita sea.
La segadora pasó cloqueando y Gramp le echó una mirada maliciosa.
—Automática —dijo con los ojos en el cielo—. Todas las malditas cosas son automáticas ahora. Basta con llevar la máquina a un rincón, murmurarle algo al oído y se pone a trabajar.
La voz de su hija llegó a él desde la ventana, lo bastante alta como para elevarse por encima de la música.
—¡Papá!
Gramp se movió, incómodo.
—Sí, Betty.
—Papá, a ver si te mueves cuando la segadora se te acerca. No trates de sacarla de las casillas. Al fin y al cabo, es sólo una máquina. La última vez te quedaste ahí y dejaste que la segadora diera vueltas a tu alrededor.
Gramp no respondió, y cabeceó un poco con la esperanza de que su hija creyera que estaba dormido y le dejara en paz.
—¡Papá! —chilló Betty—. ¿Me has oído?
Gramp comprendió que todo era inútil.
—Claro que te he oído —le contestó—. Ya iba a moverme.
Se incorporó con lentitud, apoyándose pesadamente en su bastón. Quería que Betty se arrepintiera por haber tratado de ese modo a un hombre tan débil y viejo. Tenía que tener cuidado. Si Betty llegaba a saber que no necesitaba del bastón, le buscaría toda clase de ocupaciones, y si, por otra parte, exageraba demasiado, llamaría otra vez a aquel doctor idiota.
Refunfuñando, Gramp movió la silla hacia la parte ya segada del jardín. La máquina pasó a su lado y emitió una risita malévola.
—Uno de estos días —le dijo Gramp— te haré saltar de un golpe uno o dos engranajes.
La segadora se burló ruidosamente y prosiguió su camino.
De la calle cubierta de hierbas llegó un ruido de metales, una tos entrecortada.
Gramp, que iba a sentarse, se enderezó y escuchó.
El sonido se hizo más claro. Era el estruendo de un motor de explosión, el golpeteo de unas partes metálicas sueltas.
—¡Un coche! —aulló Gramp—. ¡Un coche, por todos los diablos!
Echó a correr hacia la verja hasta que recordó de pronto que era un hombre débil y suavizó el paso.
—Tiene que ser ese loco de Ole Johnson —se dijo—. Es el único que conserva un coche. Demasiado terco para abandonar.
Era Ole.
Gramp llegó a la verja cuando el herrumbrado y gastado automóvil doblaba a saltos la esquina y entraba en la calle ya fuera de uso balanceándose y traqueteando. El vapor se escapaba silbando del radiador recalentado, y una nube de humo azul surgía del tubo de escape. El silenciador faltaba desde hacía cinco años o más.
Ole, sentado muy derecho ante el volante, arrugaba los ojos tratando de evitar los lugares más estropeados, aunque a causa de las hierbas y malezas que habían invadido la calle era difícil verlos.
Gramp agitó el bastón.
—Hola, Ole —dijo.
Ole hizo alto recurriendo a los frenos de emergencia. El coche jadeó, se estremeció, tosió y murió con un horrible suspiro.
—¿Qué combustible estás usando? —preguntó Gramp.
—Un poco de todo —dijo Ole—. Petróleo, aceite de tractor que encontré en un barril, alcohol.
Gramp contempló la máquina moribunda con auténtica admiración.
—En otro tiempo —dijo— era posible correr a ciento cincuenta kilómetros por hora.
—Todavía es posible —dijo Ole—. Sólo hace falta encontrar el combustible y los repuestos necesarios. Hace tres o cuatro años aún había bastante gasolina, pero desde hace un tiempo falta del todo. Han dejado de fabricarla, me parece. La gasolina es inútil, me dijeron, cuando se puede disponer de energía atómica.
—Claro —dijo Gramp—. Sospecho que tienen razón, pero uno no puede oler la energía atómica. No hay nada más agradable que el olor de la gasolina. Esos helicópteros y demás aparatos han suprimido el romanticismo de los viajes.
Lanzó una mirada a los pequeños barriles y cestos apilados en el asiento de atrás.
—¿Llevas verduras? —preguntó.
—Sí —dijo Ole—. Espigas de maíz y patatas tempranas, y algunos cestos de tomates. Pensé que quizá podría venderlos.
Gramp sacudió la cabeza.
—No podrás, Ole. No te los comprarán. La gente cree que esas nuevas cosas hidropónicas son lo único comestible. Higiénicas, dicen, y con más aroma.
—No doy un rábano por todos los cultivos de esos tanques —declaró Ole, agresivamente—. No sé por qué, pero no me saben bien. Como le digo a Martha, los alimentos tienen que nacer del suelo para que tengan algún carácter.
Se inclinó hacia la llave del encendido.
—No sé si vale la pena llevar esto a la ciudad —dijo—. Hay que ver cómo están los caminos. O mejor cómo no están. Hace veinte años la carretera estatal era una franja de buen cemento, y la parcheaban y nivelaban todos los inviernos. Gastaban cualquier suma de dinero para tenerla abierta. Y ahora, como si no existiese. El cemento está lleno de rajaduras y en algunos lugares ha desaparecido. Las zarzas crecen en la misma carretera. Esta mañana he tenido que salir del coche y apartar un árbol que había caído en el camino.
—Muy cierto —convino Gramp.
El automóvil volvió de pronto a la vida, tosiendo y atragantándose, envuelto en una nube de humo denso y azul. Con un salto se puso en marcha y se alejó dando tumbos.
Gramp regresó pesadamente a la silla y descubrió que chorreaba humedad. La segadora automática, luego de haber terminado con el césped, había abierto la manguera y estaba regando el jardín.
Lanzando maldiciones, Gramp se dirigió a los fondos de la casa y se sentó en el banco del porche. El lugar no le gustaba, pero era el único en que estaba a salvo de la maquinaria del jardín.
Ante todo, la vista desde el banco lo deprimía bastante, pues consistía en calles y calles con casas abandonadas, y jardines cubiertos todos de malezas.
Había una ventaja, sin embargo. En aquel banco podía fingir cierta sordera, y no prestar atención a aquella música torturante.
Una voz llamó desde el jardín.
—¡Bill, Bill! ¿Dónde estás?
Gramp volvió la cabeza.
—Aquí, Mark. Detrás de la casa. Escapando de esa maldita segadora.
Mark Bailey apareció cojeando en el patio, con un cigarrillo que trataba de quemarle las pobladas patillas.
—Un poco temprano para empezar a jugar, ¿no te parece? —preguntó Gramp.
—Hoy no habrá juego —dijo Mark.
Se sentó en el banco, con dificultad, junto a Gramp.
—Nos vamos —dijo. Gramp dio media vuelta y lo miró.
—¿Os vais?
—Sí. Nos mudamos. Lucinda se decidió al fin y habló con Herb. Sospecho que no lo dejó en paz un minuto. Dijo que todos estaban mudándose a regiones más agradables, y que no sabía por qué no hacíamos lo mismo.
Gramp tragó saliva.
—¿Adónde vais?
—No lo sé muy bien —dijo Mark—. No he estado allí. A algún lugar del Norte. Alguno de los lagos. Conseguimos cuatro hectáreas de tierra. Lucinda quería cincuenta, pero Herb se mostró firme y dijo que cuatro bastaban. Al fin y al cabo, un solar en la ciudad nos ha bastado hasta ahora.
—Betty está asediando a Johnny, también —dijo Gramp—, pero él no le hace caso. Dice que no pueden hacerlo. Dice que no estaría bien que él, secretario de la Cámara de Comercio, abandonase la ciudad.
—La gente está loca —declaró Mark—. Loca de remate.
—Muy cierto —convino Gramp—. Locos por el campo, así están. Mira —señaló con un ademán las casas abandonadas—. Aún recuerdo los años en que florecían aquí los hogares. Buenos vecinos, eso eran. Las mujeres corrían de puerta en puerta intercambiando recetas. Y los hombres salían a cortar el césped y muy pronto todas las segadoras descansaban ociosamente, y los hombres formaban grupos y conversaban. Gente amable, Mark. Pero mira ahora.
Mark se agitó, incómodo.
—Tengo que volver, Bill. He venido sólo a decirte que nos íbamos. Lucinda me pidió que hiciese las maletas. Se enojará si se entera de que me he escapado.
Gramp se incorporó tiesamente y extendió una mano.
—¿Te veré otra vez? ¿Vendrás a echar una última partida?
Mark sacudió la cabeza.
—Temo que no, Bill.
Se dieron la mano, azorados.
—Creo que voy a echar de menos las partidas.
—Yo también —dijo Gramp—. No me quedará nadie una vez que te hayas ido.
—Adiós, Bill —dijo Mark.
—Adiós —dijo Gramp.
Miró cómo su amigo se iba cojeando y sintió que la soledad extendía una garra fría y lo tocaba con dedos helados. Una soledad terrible. La soledad de sentirse viejo… y fuera de época. Era algo cruel, admitió Gramp. Estar fuera de época. Pertenecía a otros tiempos. Había sobrevivido, durado demasiado.
Con los ojos húmedos, tomó el bastón apoyado en el banco, y se dirigió lentamente hacia el portón que daba a las calles desiertas.
Los años habían pasado con excesiva rapidez. Años que habían traído el avión familiar y el helicóptero, y que habían dejado que el automóvil se herrumbrase en cualquier lugar, y que los caminos se estropearan. Años que habían suprimido virtualmente el cultivo del suelo y que habían desarrollado la hidroponía. Años que habían abaratado las tierras, que habían hecho desaparecer la granja como unidad económica, y que habían lanzado la gente de la ciudad al campo, donde, por un precio menor al de un solar urbano, cualquiera podía ser dueño de varias hectáreas. Años que habían revolucionado la construcción de las casas, de modo que las familias se mudaron simplemente de las viejas a las nuevas. Éstas podían comprarse, hechas a la medida, por un precio muy inferior al de las construcciones de preguerra, y podían acomodarse, con un pequeño gasto adicional, a nuevas necesidades, o simplemente para satisfacer un capricho pasajero.
Gramp resopló. Casas que pueden transformarse todos los años, así como se mueven los muebles. ¿Qué clase de vida era ésa?
Se arrastró a lo largo del sendero polvoriento que pocos años antes había sido una ajetreada calle, bordeada de residencias. Una calle de fantasmas ahora, pensó. De fantasmitas furtivos que murmuraban en la noche. Fantasmas de niños sumidos en sus juegos, fantasmas de volcados triciclos y caídas bicicletas. Fantasmas de saludos lanzados a gritos. Fantasmas de hogares llameantes y chimeneas que humeaban en una noche de invierno.
Unas pequeñas nubes de polvo se movieron alrededor de los pies de Gramp y le blanquearon las botamangas.
Al otro lado de la calle se alzaba la casa del viejo Adams. Adams se sentía muy orgulloso de esa casa, recordó Gramp. Fachada de piedras grises y ventanas de color. Ahora la piedra, cubierta de moho, era verde, y las ventanas rotas miraban lívidamente de soslayo. La maleza cubría el jardín y ocultaban los escalones de la entrada. Un olmo había metido sus ramas debajo del techo. Gramp recordaba aún el día en que Adams había plantado ese olmo.
Durante un momento se detuvo en la calle cubierta de hierbas, con los pies hundidos en el polvo, las manos apoyadas en el bastón, los ojos cerrados.
A través de la niebla de los años escuchó los gritos infantiles, los ladridos del perro de Conrad, allá abajo, en la calle. Y allí estaba Adams, con el torso desnudo, moviendo la pala, abriendo el agujero. Y el olmo con las raíces envueltas en arpillera tumbado en el jardín.
Mayo de 1946. Hacía cuarenta y cuatro años. Poco antes Adams y él habían vuelto de la guerra.
En la calle polvorienta se oyeron unas pisadas y Gramp, sorprendido, alzó los ojos.
A su lado estaba un hombre joven. Un hombre de unos treinta años. Quizá un poco menos.
—Buenos días —dijo Gramp.
—Espero —dijo el hombre joven— no haberle asustado.
—¿Me vio —preguntó Gramp— con los ojos cerrados, como un tonto?
El joven asintió con un movimiento de cabeza.
—Estaba recordando —dijo Gramp.
—¿Vive por aquí cerca?
—Calle abajo. La última casa en esta zona de la ciudad.
—Quizá pueda ayudarme entonces.
—Haré lo posible —dijo Gramp.
El joven tartamudeó.
—Bueno, verá usted, es algo así. Soy una especie de… bueno, podría decirse un peregrino un tanto sentimental.
—Entiendo —dijo Gramp—. Yo también lo soy.
—Me llamo Adams —dijo el joven—. Mi abuelo vivía por aquí. Me pregunto…
—Ahí enfrente —dijo Gramp. Los dos se quedaron mirando la casa.
—Era muy bonita hace un tiempo —dijo Gramp—. Su abuelo plantó ese árbol poco después de regresar de la guerra. Estuve con él durante toda la guerra y volvimos juntos. Fue un día que…
—Es una lástima —dijo el joven Adams—. Una lástima…
Pero Gramp no escuchaba, aparentemente.
—¿Y su abuelo? —preguntó—. No sé nada de él, desde hace tiempo.
—Murió —dijo el joven Adams—. Hace ya bastantes años.
—Se había interesado por la energía atómica —dijo Gramp.
—Eso es —dijo Adams orgullosamente—. Se empleó tan pronto como fue utilizada en las industrias. Poco después del Convenio de Moscú.
—En cuanto decidieron —declaró Gramp— que no podían hacer la guerra.
—Eso es —dijo Adams.
—Es difícil hacer la guerra cuando no hay objetivos.
—¿Se refiere a las ciudades? —dijo Adams.
—Exactamente —dijo Gramp—, y hay algo gracioso. Muéstrele a la gente todas las bombas atómicas que quiera y no se asustarán. Ofrézcales en cambio tierra barata y aviones familiares y saldrán disparados como malditos conejos.
John J. Webster estaba subiendo por la ancha escalinata del ayuntamiento cuando el espantapájaros móvil, con un rifle bajo el brazo, salió a su encuentro y lo detuvo.
—Hola, señor Webster —dijo el espantapájaros.
Webster abrió los ojos y al fin arrugó la cara, recordando.
—Pero si es Levi —dijo—. ¿Cómo van las cosas, Levi?
Levi Lewis sonrió, mostrando una dentadura irregular.
—Ni mal ni bien. Las huertas prosperan y los conejitos van a tener buena comida.
—¿No estará metido en ese asunto infernal de las casas? —preguntó Webster.