Webster volvió a quitarse el casco, extendió una mano y apagó la máquina.
Si alguien, pensó, uno solo, lo leyese alguna vez, me sentiría satisfecho. Si alguien lo leyera y entendiese. Si alguien comprendiera adónde va el hombre. Podría decirlo, por supuesto. Podría ir por las casas y decírselo a todos, uno por uno. Y me entenderían, pues el juwainismo permite entender. Pero no me prestarían atención. Lo guardarían en algún rincón de la cabeza, para uso futuro, y nunca tendrían tiempo o ganas de sacarlo a la luz.
Están haciendo esas tonterías, dedicándose a esos entretenimientos sin pies ni cabeza que reemplazan hoy al trabajo. Randall, con su rebaño de enloquecidos robots, corre de un lado a otro ofreciendo remodelar las casas de sus vecinos. Ballantree se pasa las horas imaginando nuevas mezclas alcohólicas. Sí, y Jon Webster, que investigó durante veinte años para desenterrar la historia de una sola ciudad.
Una puerta crujió débilmente y Webster se volvió. El robot entró de puntillas en el cuarto.
—Sí, ¿qué pasa, Oscar?
El robot se detuvo. Una figura pálida a la media luz del cuarto crepuscular.
—Es la hora de la cena, señor. He venido a ver…
—… qué puedes hacer —dijo Webster—. Enciende el fuego.
—En seguida, señor.
Oscar cruzó la habitación y se inclinó ante la chimenea. El fuego se reflejó en su mano. Webster, reclinado en su silla, miró las llamas que devoraban la leña, escuchó sus primeros y débiles gruñidos, el murmullo de succión que emitía la garganta de la chimenea.
—Es hermoso, señor —dijo Oscar.
—¿A ti también te gusta?
—Mucho, de veras.
—Memoria ancestral —dijo Webster, gravemente—. Recuerdo de la forja donde naciste.
—¿Le parece, señor? —preguntó Oscar.
—No, Oscar. Bromeaba. Anacronismos, eso somos tú y yo. Poca gente usa hoy chimeneas. No las necesitan. Sin embargo, tienen algo, algo de limpio y cómodo.
Miró el cuadro sobre la chimenea, iluminado ahora por el fuego. Oscar vio su mirada.
—Siento lo de la señorita Sara, señor.
Webster sacudió la cabeza.
—No, Oscar. Ella lo quiso así. Es como apagar una vida y comenzar otra. Estará ahí, en el Templo, dormida durante años, y vivirá una nueva vida. Y la suya, Oscar, será una vida feliz. Pues ella así lo habrá planeado —recordó otros días en esta misma habitación—. La señorita Sara pintó este cuadro, Oscar. Le dedicó mucho tiempo, tratando con mucho cuidado de expresar lo que quería. Solía reírse de mí y decir que yo también estaba en el cuadro.
—No lo veo a usted, señor —dijo Oscar.
—No, no estoy. Y sin embargo quizá estoy. O parte de mí. Parte de ese lugar de donde vengo. Esa casa del cuadro, Oscar, es la mansión de los Webster en Norteamérica. Y yo soy un Webster. Pero estoy muy lejos de esa casa, muy lejos de los hombres que la construyeron.
—Norteamérica no está tan lejos, señor.
—No —dijo Webster—. No tan lejos en kilómetros. Pero lejos en otros sentidos.
Webster sintió el calor del fuego de la chimenea, que llegaba hasta él.
Lejos, demasiado lejos, y en el peor sentido.
El robot se movió suavemente, casi resbalando sobre la alfombra, y dejó la habitación.
Sara había dedicado mucho tiempo al cuadro, esforzándose por expresar lo que sentía.
¿Y qué sentía? Nunca se lo había preguntado a Sara, y ésta nunca se lo había dicho. Había pensado, recordó, que se trataba de la dirección del humo, golpeado por el viento; el modo en que la casa se apretaba contra la tierra, confundiéndose con hierbas y árboles, protegiéndose de la tormenta que amenazaba la región.
Pero podía ser otra cosa. Algún simbolismo. Algo que emparentaba la casa con los hombres que la habían edificado.
Webster se incorporó y se acercó a la tela, parándose junto al fuego con la cabeza erguida. Veía ahora los trazos de pincel, y el cuadro parecía menos un cuadro que cuando se lo miraba desde lejos. Cuestión de técnica probablemente. Los trazos del pincel y las sombras contribuían a crear la ilusión óptica.
Seguridad. Había seguridad en la forma y solidez de la casa. Había tenacidad en esa fusión con la tierra. Seriedad, terquedad, y una cierta frialdad de espíritu.
Sara había pasado días y días, sentada aquí, ante el visor que enfocaba la casa, dibujando con cuidado, pintando lentamente, a menudo observando sin hacer nada. Había visto perros y robots, pero no había querido ponerlos en la tela, pues sólo la casa le importaba. Una de las pocas casas campestres todavía en pie. Después de siglos y siglos de descuido y negligencia, las otras casas se habían derrumbado, habían dado paso a la maleza.
Pero había perros y robots en el cuadro. Un robot de gran tamaño, había dicho Sara, y muchos robots pequeñitos.
Webster no se había fijado… Las ocupaciones no se lo habían permitido.
Se volvió y regresó al escritorio.
Cosa rara, de veras. Perros y robots que vivían juntos. Un Webster había trabajado alguna vez con perros, tratando de que creasen una cultura propia, de que se desarrollase una civilización dual de hombres y perros.
Webster comenzó a recordar. Menudos fragmentos, recordados a medias, de leyendas que concernían a la casa de los Webster. Se hablaba de un robot llamado Jenkins que había servido a la familia desde un principio. Se hablaba de un anciano en una silla de ruedas, en su jardín, que observaba los astros esperando el regreso de un hijo que nunca había vuelto. Y de una maldición que había caído sobre la casa, una maldición por haber perdido para el mundo la filosofía de Juwain.
El visor se alzaba en un rincón del cuarto, un mueble casi olvidado, algo que apenas se usaba. No había necesidad. El mundo se había reducido a Ginebra.
Webster se incorporó, se acercó al visor, se detuvo junto a él, y pensó. Había una guía para enfocar los distintos lugares del mundo. ¿Pero dónde estaba esa guía? Seguramente en el escritorio.
Volvió al escritorio y comenzó a buscar en los cajones. Excitado ahora, escarbó furiosamente, como un perro que busca un hueso.
Jenkins, el viejo robot, se rascó la barbilla metálica con sus dedos metálicos. Era algo que acostumbraba hacer cuando se sumergía en sus pensamientos, un ademán irritante y sin sentido que procedía de su larga convivencia con la raza humana.
Volvió los ojos al perrito negro sentado en el suelo.
—Así que el lobo se mostró amable. Te ofreció un conejo.
Ebenezer se movió excitado, frotando los cuartos traseros contra el piso.
—Era uno de los que alimentamos el último invierno. La manada que se acercó a la casa y que queríamos domesticar.
—¿Reconocerías otra vez al lobo?
Ebenezer movió la cabeza afirmativamente.
—Recuerdo el olor.
Sombra golpeó con el pie en el suelo.
—Escucha, Jenkins, ¿no vas a castigarlo? Tenía que estar escuchando y se escapó. No era momento de cazar conejos.
Jenkins habló seriamente.
—Tendría que castigarte a ti, Sombra. Por tu actitud. Te hemos asignado a Ebenezer, debes ser parte de él. No eres un individuo, sino las manos de Ebenezer. Si Ebenezer tuviese manos no te necesitaría. No eres su mentor, ni su conciencia. Sólo sus manos, no lo olvides.
Sombra volvió a golpear con el pie en el suelo, rebelde.
—Me escaparé —dijo.
—Te unirás a los robots salvajes, supongo —dijo Jenkins.
Sombra hizo un signo afirmativo.
—Me recibirán con alegría. Están haciendo cosas. Necesitan toda la ayuda posible.
—Te convertirán en chatarra —le dijo Jenkins con acritud—. No tienes entrenamiento, ni ninguna habilidad especial —se volvió hacia Ebenezer—. Tenemos otros robots.
Ebenezer sacudió la cabeza.
—Sombra está muy bien. Puedo manejarlo. Nos conocemos. Me impide caer en la ociosidad; me tiene sobre ascuas.
—Magnífico —dijo Jenkins—. Entonces seguiréis juntos. Y si vuelves a cazar conejos, Ebenezer, y te encuentras otra vez con ese lobo, intenta educarlo.
Los rayos del sol poniente entraban por la ventana dando a la vieja habitación la tibieza de la tarde primaveral.
Jenkins, sentado, en silencio, escuchaba los ruidos que venían de afuera: los cencerros de las vacas, los ladridos de los cachorros, el golpe seco de un hacha que cortaba la leña.
Pobre criatura, pensó Jenkins. Corrió detrás de un conejo cuando debía estar escuchando. Demasiado lejos… demasiado rápido. Hay que vigilar eso. Hay que impedir que se derrumbe. Cuando llegue el otoño nos tomaremos una semana o dos de vacaciones y cazaremos coatíes. Les hará mucho bien.
Aunque llegará un día en que no habrá caza de coatíes, ni persecución de conejos. El día en que los perros lo hayan domesticado todo, y todas las cosas vivas piensen, hablen, y trabajen. Un sueño increíble y lejano, pero, pensó Jenkins, no más increíble y lejano que algunos sueños de los hombres.
Quizá mejor que los sueños de los hombres, pues no habrá en ellos esa crueldad y brutalidad mecánicas que la raza humana difundió por el mundo.
Una nueva civilización, un nuevo modo de pensar. Místico, quizá, y visionario. Como el del hombre en otro tiempo. Los perros sondearán los misterios que el hombre consideró fuera de época, las supersticiones sin base científica.
Cosas que aparecen en la noche. Cosas que se acercan a las casas. Los perros se incorporan y gruñen, y no hay huellas en la nieve. Y esas muertes, que los perros reciben con aullidos.
Los perros conocen muchas cosas. Las han conocido antes de poder hablar, de poder leer. Su historia no es tan antigua como la de los hombres; no son cínicos y escépticos. Creen en lo que sienten. No inventan supersticiones para satisfacer sus propios deseos, como escudos contra fenómenos invisibles.
Jenkins se volvió hacia la mesa, tomó una pluma, y se inclinó sobre el cuaderno de notas. La pluma susurró mientras escribía: «Ebenezer dice haber encontrado un lobo amable. Se recomienda al Consejo libre a Ebenezer de sus lecciones para que se ponga en contacto con el lobo».
Los lobos, musitó Jenkins, pueden ser buenos amigos. Serían excelentes exploradores. Mejores que los perros. Más ligeros, solapados. Podrían vigilar a los robots salvajes del otro lado del río y reemplazar a los perros. Podrían observar a los mutantes.
Jenkins sacudió la cabeza. No se puede creer a nadie en estos días. Los robots parecían tan honestos. Eran amables, venían a visitarnos de vez en cuando, y nos prestaban ayuda. Eran verdaderos vecinos, pero nunca se puede estar seguro. Y ahora están fabricando máquinas.
Los mutantes nunca molestaron a nadie, apenas se los ve. Pero también hay que vigilarlos. No se sabe qué diablura pueden preparar. Recuérdese lo que le hicieron al hombre. Esa trampa del juwainismo, que apareció para destruir la raza.
Los hombres. Eran dioses para nosotros, y se han ido. Nos dejaron librados a nuestros propios medios. Quedan unos pocos en Ginebra, es cierto, pero no es posible pedirles nada, no les interesamos.
Jenkins, envuelto en la luz de la tarde, pensó en los whiskys que había servido, en los vagabundos que había echado, en los días en que los Webster vivían y morían entre aquellos muros.
Y ahora… padre confesor de los perros. Diablillos diligentes y traviesos… que hacían lo que podían.
Una campanilla sonó débilmente. Jenkins se sentó muy quieto. Volvió a oírse el mismo sonido y una luz verde parpadeó en el televisor. Jenkins se incorporo, incrédulo, con los ojos clavados en la luz parpadeante.
¡Una llamada!
¡Una llamada después de casi mil años!
Se adelantó tambaleante, se dejó caer en la silla, y movió el interruptor con dedos temblorosos.
La pared de enfrente se disolvió y un hombre apareció del otro lado del escritorio. Detrás del hombre unas llamas iluminaban un cuarto de ventanales de colores.
—Tú eres Jenkins —dijo el hombre, y había algo en su cara que arrancó un grito a Jenkins.
—Usted… usted…
—Yo soy Jon Webster —dijo el hombre.
Jenkins se apoyó en la parte superior del televisor, muy tieso y erguido, temeroso de las emociones —tan poco propias de un robot— que bullían en su ser metálico.
—Le hubiese reconocido en cualquier parte —dijo Jenkins—. Tiene la misma mirada. He trabajado tanto para ustedes, los Webster. Serví bebidas, y…
—Sí, ya sé —dijo Webster—. Tu nombre ha venido con nosotros. No te hemos olvidado.
—¿Está usted en Ginebra, Jon? —Y en seguida Jenkins recordó:— Quiero decir, señor.
—No es necesario —dijo Webster—. Prefiero que me llames Jon. Sí, estoy en Ginebra. Pero me gustaría verte. Me pregunto si podría.
—¿Quiere decir venir aquí?
Webster movió afirmativamente la cabeza.
—Pero la casa está llena de perros, señor.
Webster sonrió mostrando los dientes.
—¿Los perros parlantes? —preguntó.
—Sí —dijo Jenkins—, y les gustaría verlo. Conocen toda la historia de la familia. Se reúnen de noche y se cuentan historias viejas… y… y…
—¿Qué te pasa, Jenkins?
—Me encantaría verle. ¡Me he sentido tan solo!
Dios había llegado.
Ebenezer se estremeció, acurrucándose en la oscuridad. Si Jenkins supiese que estoy aquí, pensó, me daría una buena paliza. Nos dijo que lo dejáramos solo, al menos por un rato.
Se arrastró en silencio y olfateó la puerta del estudio. ¡Y la puerta se abrió sin hacer el menor ruido!
Se echó en el suelo, y escuchó. No se oía nada, pero se sentía un aroma penetrante y raro que le erizó rápidamente la piel, en un éxtasis casi insoportable.
Miró rápidamente por encima del hombro, pero nada se movía. Jenkins estaba en la sala explicándoles a los perros cómo debían portarse, y Sombra estaba afuera, ocupado en algún asunto de robots.
Suave, cuidadosamente, Ebenezer empujó con el hocico, y la puerta se abrió un poco más. Otro empujón, y quedó medio abierta.
El hombre estaba sentado frente a la chimenea, en un sillón, cruzado de piernas, las manos juntas sobre el estomago.
Ebenezer se apretó todavía más contra el suelo, y dejó escapar, involuntariamente, un débil quejido.
Jon Webster se incorporó con rapidez.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
Ebenezer, helado, se apretó contra la puerta, con el corazón en la boca.
—¿Quién anda ahí? —repitió Webster, y entonces vio al perro.
Cuando volvió a hablar su voz era más suave.