—Más fuerte —pensó Jenkins—. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!
Sintió que un temblor le sacudía el cerebro y lo hizo rápidamente a un lado. No era hipnotismo, tampoco telepatía, pero no lo podía hacer mejor. Un acercamiento, una unión de mentes… un juego.
Con lentitud, con cuidado, sacó a la superficie el símbolo escondido, las palabras, el pensamiento y la inflexión. Y luego los introdujo en su mente, como si estuviese hablándole a un niño, tratando de enseñarle el tono exacto, el modo de mover los labios, la lengua.
Los dejó allí un momento, y sintió que las otras mentes lo tocaban. Y entonces lo pensó abiertamente, como lo había hecho la criatura.
Y no ocurrió nada. Absolutamente nada. Nada cambió en su mente. Ninguna sensación de caída, ningún vértigo. Nada.
De modo que había fracasado. No había más que hacer. El juego había concluido.
Abrió los ojos y la colina era la misma. El sol brillaba aún, y el cielo era un huevo de petirrojo.
Inmóvil, tieso, en silencio, sintió que los otros lo miraban.
Todo era como antes.
Excepto…
Había una margarita donde antes asomaba una florecilla roja de té. A un lado se extendía una pradera. Y antes de cerrar los ojos no había praderas.
—¿Eso es todo? —preguntó la joven de la risita, claramente desilusionada.
—Eso es todo —dijo Jenkins.
—Ahora podremos probar los arcos y flechas —dijo uno de los jóvenes.
—Sí —dijo Jenkins—, pero tened cuidado. No os apuntéis entre vosotros. Es peligroso. Peter os enseñará.
—Desempaquetaremos el almuerzo —dijo una de las mujeres—. ¿Has traído tu cesta, Jenkins?
—Sí —dijo Jenkins—. La tiene Esther. La tenía en sus brazos mientras jugábamos.
—Magnífico —dijo la mujer—. Nos sorprendes todos los años con las cosas que traes.
Y se sorprenderán este año, pensó Jenkins. Se sorprenderán al ver los paquetes de semillas, bien clasificadas.
Pues necesitaremos semillas. Semillas para nuevos jardines y nuevas huertas. Y arcos y flechas para obtener carne. Y lanzas y cuchillos para el pescado.
Ahora comenzaba a ver otras cosas que eran distintas. La inclinación de un arbusto en los límites del prado. Y una curva nueva en el río.
Jenkins, tranquilamente sentado al sol, escuchaba los gritos de los hombres y jóvenes que probaban los arcos, y las conversaciones de las mujeres mientras extendían los manteles y desempaquetaban los almuerzos.
Tendré que decirlo pronto, pensó. Tendré que advertirles que no malgasten la comida, que no la devoren de una sola vez. Pues necesitaremos esa comida para mantenernos un día o dos hasta que encontremos plantas comestibles, peces y frutas.
Sí, muy pronto tendré que llamarlos y anunciarles la novedad. Decirles que dependen de ellos mismos. Explicarles por qué. Animarles a que sigan adelante y hagan lo que más desean. Pues éste es un mundo nuevo.
Prevenirlos contra los duendes.
Aunque esto es menos importante. El hombre tiene sus métodos propios para estos casos. Métodos un tanto rudos. Y que aplica a cualquier cosa que se le cruce en el camino.
Jenkins suspiró.
El Señor ampare a los duendes, dijo.
A
LGUNOS SOSPECHAN
que el octavo y último cuento puede ser un fraude, que no corresponde al ciclo de la antigua leyenda, que es una historia más reciente preparada por algún cuentista hambriento de notoriedad.
En su estructura, es aceptable; pero no se advierte en él la habilidad narrativa de las otras historias. Hay que añadir, además, que es demasiado visiblemente un cuento. La referencia a distintos hechos es demasiado inteligente, y une distintos aspectos de la leyenda de un modo artificial.
Y sin embargo, mientras que en los otros cuentos —indudablemente legendarios— no puede encontrarse ninguna base histórica, esa base existe en éste.
Ya se sabe que uno de los mundos cerrados es un mundo de hormigas. Lo es hoy, y lo ha sido durante innumerables generaciones.
No hay prueba de que el mundo de las hormigas sea la patria de los perros, pero nada prueba tampoco lo contrario. El hecho de que distintas investigaciones no hayan descubierto hasta ahora ningún mundo que pueda considerarse el mundo original, parece indicar que el mundo de las hormigas es realmente el llamado Tierra.
Si es así, toda esperanza de encontrar mayores pruebas sobre el origen de la leyenda debe considerarse perdida. Pues sólo en ese primer mundo puede haber artefactos que revelen, más allá de toda duda, el origen de la leyenda. Solo allí podría encontrarse respuesta al problema básico de la existencia, o no existencia, del hombre. Si el mundo de las hormigas es la Tierra, entonces la ciudad cerrada de Ginebra y la casa en la colina de los Webster están perdidas para siempre.
A
RCHIE, EL PEQUEÑO
coatí renegado, se agazapó en la falda de la colina, tratando de cazar una de esas cosas huidizas y diminutas que corrían por el pasto. Rufus, el robot de Archie, trataba de hablarle, pero el coatí estaba demasiado ocupado y no le prestaba atención.
Homer hizo algo que ningún perro había hecho hasta entonces. Cruzó el río y se metió en el campamento de los robots salvajes. Sentía miedo, pues no se podía saber qué harían los robots cuando lo viesen. Pero su preocupación era mayor que su miedo, de modo que no vaciló.
En lo hondo de un nido secreto, las hormigas soñaban y proyectaban un mundo incomprensible. Y luchaban con la esperanza de que ocurriera lo mejor, encaminándose a una meta que ningún perro, ningún robot ni ningún hombre podrían entender.
En Ginebra, Jon Webster se acercaba a los diez mil años de animación suspendida y dormía profundamente. En la calle, afuera, una brisa ociosa arrastraba las hojas que susurraban sobre el pavimento, pero nadie las veía ni las oía.
Jenkins cruzó la colina sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, pues había allí muchas cosas que no deseaba ver. Había un árbol que se alzaba en el sitio donde en otro mundo crecía un árbol similar. Llevaba ese suelo en el cerebro, y en él había un billón de pisadas impresas a lo largo de diez mil años.
Y si uno escuchaba con atención, podía oírse una risa que resonaba a lo largo de las edades… la risa sardónica de un hombre llamado Joe.
Archie logró cazar al fin una de aquellas cosas escurridizas y cerró con fuerza la garra. Alzó luego la garra con cuidado, la abrió, y la cosa estaba allí, corriendo locamente, tratando de escapar.
—Archie —dijo Rufus—, no me estás escuchando.
La cosa escurridiza se metió en la piel de Archie y le subió por el antebrazo.
—Quizá sea una pulga —dijo Archie. Se sentó y se rascó el vientre—. Una nueva especie. Aunque espero que no. La especie conocida ya era bastante mala.
—No estás escuchando —dijo Rufus.
—Estoy ocupado —dijo Archie—. La hierba está llena de estas cositas. Quiero averiguar qué son.
—Me voy, Archie.
—¿Te qué?
—Me voy —dijo Rufus—. Me voy al Edificio.
—Estás loco —dijo Archie—. No puedes hacerme eso. Desvarías un poco desde que te caíste en aquel hormiguero.
—He recibido la llamada —dijo Rufus—. Me voy.
—He sido bueno contigo —dijo el coatí—. Nunca te di demasiado trabajo. Has sido para mí más un compañero que un robot. Te he tratado siempre como a un animal.
Rufus sacudió la cabeza porfiadamente.
—No puedes hacerme quedar. He recibido la llamada y tengo que irme.
—Ya sabes que no podría conseguir otro robot —continuó Archie—. Me quitaron mi número y me escapé. Soy un desertor, y tú lo sabes. Sabes que no podré conseguir otro robot. Los guardias me vigilan.
Rufus guardó silencio, inmóvil.
—Te necesito —dijo Archie—. Tienes que quedarte y ayudarme. No puedo acercarme a ninguno de los puestos de comida, pues los guardias caerían sobre mí y me llevarían de vuelta a la casa de los Webster. Tienes que ayudarme a cavar una madriguera. Se acerca el invierno y la voy a necesitar. No tendrá luz ni calor, pero la necesitaré. Y tú tienes que…
Rufus había dado media vuelta y estaba alejándose colina abajo, hacia el río. Hacia el río… hacia la sombra oscura que se alzaba en el lejano horizonte.
Archie se agazapó de espaldas al viento que le rizaba el pelo y le enrollaba la cola alrededor de los pies. En el viento había algo helado, algo helado que una hora antes no existía. Y ese hielo no tenía relación con la temperatura, sino con otras cosas.
Sus ojos, de cuentas brillantes, recorrieron la colina. No había huellas de Rufus.
Sin comida, sin madriguera, sin robot. Perseguido por los guardias. Devorado por las pulgas.
Y el Edificio, una mancha que se alzaba contra las colinas más lejanas, al otro lado del río.
Cien años antes, decían los Archivos, el Edificio no era más grande que la casa de los Webster.
Pero había crecido desde entonces… y no se completaba nunca. Al principio había cubierto una hectárea. Luego más de un kilómetro cuadrado. Ahora era una ciudad. Y crecía aún, extendiéndose y elevándose.
Una mancha contra las colinas y un nebuloso terror para los pequeños y supersticiosos habitantes del bosque. Una palabra que inmovilizaba de miedo a crías y cachorros.
Pues en el Edificio reinaba el mal… el mal de lo desconocido, un mal presentido e imaginado antes que visto u olido. Un mal que se adivinaba especialmente de noche, cuando se apagaban las luces y el viento gemía en la boca de las madrigueras, y los otros animales dormían y uno despertaba y escuchaba los latidos de esa otra cosa que cantaba entre los mundos.
Archie parpadeó al sol otoñal y se rascó furtivamente un costado.
Quizás algún día, se dijo, alguien encontrará un modo de librarse de las pulgas. Algo para rascarse la piel y que las aleje. O un modo de razonar con ellas, llegar a ellas y hablarles. Quizá podría instalárselas en una reserva, donde se les daría de comer y no molestarían a otros animales. O algo parecido.
Por ahora no había mucho que hacer. A veces el robot se encargaba de pescarlas. Aunque el robot sacaba a veces más pelos que pulgas. Otras, uno se revolcaba por la arena o el polvo. O se tiraba al río y ahogaba a algunas… bueno, no las ahogaba en realidad. Uno sólo se las sacaba de encima, y si algunas se ahogaban era porque tenían mala suerte.
A veces las pescaba el robot… pero ahora no había robot.
Sin robot para eliminar las pulgas.
Sin robot para conseguir comida.
Pero, recordó Archie, había un árbol de bayas a orillas del río, y la escarcha de la noche anterior quizá no había tocado los frutos. Se pasó la lengua por el hocico pensando en las bayas. Y había un campo de maíz, junto a la colina. Si uno se apresuraba, no perdía tiempo, y lograba no ser visto, podía conseguirse una espiga. Y en el peor de los casos, siempre podría recurrir a las raíces, las bellotas, y las uvas silvestres que crecían en el banco de arena.
Que Rufus se vaya, si quiere, murmuró Archie para sí mismo. Que los perros se guarden sus puestos de comida. Que los guardias sigan vigilando.
Iba a vivir su propia vida. Comería fruta y raíces, y se metería a hurtadillas en los campos de maíz, como habían hecho sus antecesores.
Viviría como habían vivido los otros coatíes antes que apareciesen los perros con esa idea de la Hermandad de las Bestias. Como habían vivido los animales antes que pudiesen hablar con palabras, antes que pudiesen leer los libros que les prestaban los perros, antes que hubiese robots para que sirviesen de manos, antes que hubiese luz y calefacción en las madrigueras.
Sí, y antes que hubiese una lotería que le dijese a uno si se quedaba en la Tierra o se iba a otro mundo.
Los perros, recordó Archie, habían tratado de mostrarse persuasivos acerca de esto, razonables y suaves. Algunos animales, habían dicho, tenían que ir a otros mundos, o habría demasiados animales en la Tierra. La Tierra no era bastante grande para contener a todos. Y una lotería, señalaron, era lo mejor para decidir quién debía irse.
Y al fin y al cabo, habían dicho, los otros mundos eran muy similares a la Tierra. Pues eran nada más que extensiones de la Tierra. Otros mundos que seguían las huellas de la Tierra. No eran exactamente iguales, quizá, pero sí bastante parecidos. Sólo unas pocas diferencias mínimas. Quizá ningún árbol donde aquí había un árbol. Quizás un roble donde aquí había un castaño. Quizás un manantial de agua fresca donde aquí no había ningún manantial.
Quizá, le habían dicho a Homer con un entusiasmo creciente, el mundo que le había tocado era mucho mejor que la Tierra.
Archie se acurrucó contra la colina, sintiendo el sol tibio del otoño que se escurría entre el frío del viento. Pensó en las bayas negras. Quizá eran blandas y pulposas, y algunas, quizá, habían caído al suelo. Podía comer las que estaban caídas, y luego subir al árbol y recoger algunas más, y luego bajar y comer las que se habían desprendido mientras estaba en el árbol.
Podía comerlas y sostenerlas entre las patas y hasta pasárselas por el rostro. Hasta podía revolcarse en ellas.
Vio otra vez, de reojo, las cositas que se deslizaban por la hierba. Como hormigas, pensó, sólo que no eran hormigas. Por lo menos no como las hormigas que había visto otras veces.
Pulgas quizá. Una nueva especie de pulgas.
Extendió una pata y cazó una. Sintió cómo le corría por la palma. Abrió la garra, la vio correr, y volvió a cerrar la garra.
Se llevó la garra a la oreja y escuchó.
¡La cosita que había cazado hacía ruido!
El campamento de los robots salvajes no era exactamente como Homer se lo había imaginado. No había edificios. Sólo rampas y tres naves del espacio y una docena de robots que trabajaban en una de las naves.
Aunque si se pensaba bien, se dijo Homer, uno tendría que saber que en un campamento de robots no había edificios. Pues los robots no necesitaban refugios, y eso eran en verdad los edificios.
Homer sentía miedo, pero trató de no demostrarlo. Alzó la cola, y con la cabeza levantada y las orejas echadas hacia adelante, se acercó sin titubear al grupo de robots. Cuando llegó junto a ellos, se sentó, sacó la lengua y esperó a que alguno le dirigiera la palabra.
Pero como ninguno lo hizo, sacó fuerzas de flaqueza y les habló él mismo:
—Me llamo Homer, y represento a los perros. Si tenéis un robot jefe me gustaría hablar con él.