Ciudad (26 page)

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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ciudad
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El lobo estaba tendido en el suelo, mitad en la sombra y mitad a la luz de la luna. El hocico recogido dejaba ver las encías. Una pata se agitaba aún débilmente.

Sobre el cuerpo del lobo se alzaba una forma. Una forma, nada más. Una forma que babeaba y gruñía, una corriente de irritado sonido que entraba en el cerebro de Peter. El viento movió la rama de un árbol, la luz de la luna se filtró entre las hojas y Peter vio el contorno de la cara: un contorno débil, como líneas de tiza, semiborradas, en una pizarra polvorienta. Un rostro de calavera, con una boca que emitía un maullido, ojos hendidos, y orejas cubiertas de tentáculos.

El arco zumbó y la flecha se hundió en la cara, se hundió y pasó al otro lado, cayendo al suelo. Y la cara siguió allí, maullando.

Otra flecha se apoyó en la cuerda y ésta se tendió hacia atrás, muy atrás, casi hasta la oreja de Peter. Era una flecha impulsada por la fuerza de un nogal bien estacionado; por el odio, el temor y la repugnancia del hombre que tiraba de la cuerda.

La flecha chocó contra las líneas borrosas de la cara, se detuvo, tembló y cayó al suelo.

Otra flecha, y la cuerda tendida. Más atrás esta vez. Más atrás en busca de fuerza para matar eso que no moría cuando lo atravesaba una flecha. Eso que sólo retardaba el movimiento de la flecha que temblaba y pasaba al otro lado.

Más y más. Y de pronto ocurrió.

El arco se quebró en dos.

Durante un instante Peter se quedó inmóvil, con el arma inútil colgada de una mano y la flecha inútil en la otra, mirando a unos pocos pasos aquella sombra horrorosa junto al cuerpo gris del lobo.

Y no tuvo miedo. Ningún temor, aunque ya no pudiese recurrir al arma. Sólo un odio inflamado que le sacudía y una voz que le golpeaba el cerebro con un solo grito:

¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!

Arrojó el arco a un costado y se adelantó con las manos plegadas, como garras diminutas.

La sombra retrocedió. Retrocedió hundida de pronto en un agua de terror que le entraba en el cerebro, terror y horror ante el odio encendido con que se adelantaba aquel ser. Un odio que se apoderaba de él y le retorcía las entrañas. Un miedo y un horror que nunca había conocido antes. Miedo, horror, y una resignación perturbadora. Pero también había aquí algo nuevo. Había aquí una tortura que caía como latigazos lastimándole los nervios, que le quemaba la mente.

Era el odio.

La sombra gimió, gimió y maulló retrocediendo y buscando con frenéticas manos mentales los símbolos de la huida en su confuso cerebro.

El viejo cuarto estaba vacío, vacío y lleno de ecos. Era un cuarto que recogía el rechinar de la puerta y lo llevaba a apagadas lejanías y lo devolvía como un grito. Un cuarto cubierto por el polvo del abandono, con el silencio reflexivo de siglos sin objeto.

Jenkins, inmóvil, con el pestillo en la mano, sondeó delicadamente con la maquinaria nueva que era su cuerpo los rincones y las cámaras oscuras. No había más que silencio, polvo y oscuridad. Ni el más leve temblor de un residuo de pensamiento, ni huellas en el suelo, ni huellas digitales en la mesa.

Una vieja canción, una canción, increíblemente vieja… una canción que ya era vieja cuando lo habían forjado, se alzó de algún rincón de su cerebro. Y le sorprendió que estuviese todavía allí, que la hubiese conocido alguna vez, y se angustió ante el torbellino de siglos que había conjurado, con el recuerdo de las casas blancas y ordenadas que se habían alzado en un millón de colinas, ante el pensamiento de los hombres que habían amado sus hectáreas y se habían paseado por ellas con tranquila seguridad de propietarios.

Anita ya no vive aquí.

Es tonto, se dijo Jenkins. Es tonto que la cancioncita absurda de una raza desaparecida se me aparezca ahora y me angustie. Es tonto.

Anita ya no vive aquí.

¿Quién mató al petirrojo? Yo, dijo el gorrión…

Cerró la puerta y cruzó el cuarto.

Muebles cubiertos de polvo todavía esperaban al hombre que no había vuelto. Aparatos y herramientas cubiertos de polvo descansaban sobre las mesas. Hileras de libros cubiertos de polvo llenaban la biblioteca maciza.

Se han ido, dijo Jenkins, hablándose a sí mismo. Y nadie conoce la hora o la causa. Ni tampoco cuándo volverán. Se escabulleron en la noche y no dijeron a nadie que se iban. Y aun ahora, algunas veces, se reirán entre dientes al pensar que creemos que todavía están aquí, se reirán al pensar que estamos esperando que salgan.

Había otras puertas, y Jenkins se encaminó hacia una de ellas, y con la mano en el pestillo reflexionó sobre la futilidad de abrirla, la futilidad de continuar buscando. Como este cuarto, viejo y vacío, serían los otros.

Apretó el pestillo con el pulgar y la puerta se abrió. Se sintió una oleada de calor, pero no había otro cuarto. Más allá de la puerta se extendía un desierto, un desierto amarillo hasta un horizonte calcinado por un enorme sol azul.

Una criatura que podía ser un lagarto, pero que era otra cosa, se deslizó por las arenas como un rayo de luz, emitiendo un fantástico silbido.

Jenkins cerró ruidosamente la puerta, con el cuerpo y la mente helados.

Un desierto. Un desierto, y algo que se deslizaba por la arena. No otro cuarto, no un vestíbulo, ni siquiera un porche, sino un desierto.

Y el sol era azul, azul y ardiente.

Lenta, cautelosamente, abrió otra vez la puerta, primero una rendija, luego un poco más.

El desierto seguía allí.

Jenkins cerró otra vez, rápidamente, y se apoyó de espaldas en la puerta, como si fuera necesaria toda la fuerza de su cuerpo metálico para impedir que el desierto entrase en la habitación, para evitar las implicaciones de la puerta y el desierto.

Eran inteligentes, se dijo. Inteligentes y de gran rapidez mental. Demasiado rápidos y demasiado inteligentes, comparados con los hombres comunes. Nunca sabremos hasta qué punto eran inteligentes. Pero sé ahora que no habíamos llegado a imaginar cuánto lo eran.

El cuarto es sólo la antesala de otros mundos, un pasillo que cruza espacios insospechables y llega a otros planetas que giran alrededor de soles desconocidos. Un camino para dejar esta tierra sin salir de ella. Un camino para atravesar el vacío sin cruzar el umbral.

Había otras puertas. Jenkins las miró fijamente y sacudió la cabeza.

Lentamente, cruzó la habitación dirigiéndose hacia la puerta de entrada. Con cuidado, no queriendo quebrar el silencio de la polvorienta habitación, levantó el pestillo, abrió la puerta, y se encontró otra vez en el mundo familiar. El mundo de la luna y las estrellas, de la niebla del río entre las colinas, de las copas de los árboles que se hablaban unas a otras.

Los ratones corrían todavía por sus senderos en la hierba, con felices pensamientos ratoniles que apenas eran pensamientos. Un búho meditaba en una rama sus criminales reflexiones.

Tan cerca aún, pensó Jenkins. Tan cerca aún de la vieja sed de sangre, el odio carnicero. Pero estamos ofreciéndoles un comienzo superior al que tuvo el hombre. Aunque probablemente otro comienzo no hubiese representado para la humanidad ninguna diferencia.

Y aquí están otra vez: la vieja codicia criminal del hombre, el anhelo de ser distintos y más fuertes, de imponer su voluntad de dominio mediante invenciones. Invenciones que dan al brazo una fuerza que no tiene ningún otro brazo o garra, gracias a las cuales los dientes penetran a mayor profundidad que cualquier colmillo y es posible atravesar distancias que no están al alcance de la mano.

Pensé que podía obtener ayuda. Por eso vine aquí. Y no hay ayuda.

Ninguna ayuda. Pues los mutantes eran los únicos hombres que hubiesen podido ayudarlo, y habían desaparecido.

Depende ahora de ti, dijo Jenkins bajando las escaleras. La humanidad depende de ti. Tienes que detenerlos de algún modo. No puedes permitirles que se metan en el trabajo de los perros. No puedes permitirles que vuelvan a transformar la Tierra en un mundo de flechas y arcos.

Atravesó la sombría arboleda del valle y sintió el aroma de las hojas marchitas del otoño sobre el verde de las plantas nuevas. Y aquello era algo, se dijo, que no había conocido antes.

Su cuerpo anterior carecía del sentido del olfato.

Olfato, mejor vista, y la sensación de conocer los pensamientos ajenos, leer el pensamiento de los coatíes, sospechar los pensamientos de los ratones, sentir el crimen en los cerebros de los búhos y las comadrejas.

Y algo más. Un odio débil que traía el viento, un extraño grito de terror.

Pasó como una centella por su cerebro e hizo que se detuviera. En seguida echó a correr, colina arriba, no como pudiera correr un hombre entre las sombras, sino como corre un robot que ve en la oscuridad, y con la fuerza de un cuerpo metálico que no conoce el cansancio de los pulmones ni la falta de aliento.

Odio, y un odio semejante sólo podía nacer en cierta criatura.

La sensación creció y se ahondó mientras subía corriendo por el sendero. Su mente gemía amedrentada por lo que podía encontrar.

Llegó a un grupo de arbustos y se detuvo de pronto.

El hombre se adelantaba con los dedos crispados como garras, y a un lado, en la hierba, yacía el arco roto. El cuerpo gris del lobo estaba tendido, mitad en la oscuridad y mitad a la luz de la luna, y una cosa sombría que era mitad luz, mitad sombra, se alejaba del lobo. Se la veía, pero nunca claramente, como la criatura fantasmal de un sueño.

—¡Peter! —gritó Jenkins, pero las palabras no le brotaron de la boca.

Pues sintió el terror que dominaba la mente de aquella criatura apenas visible, un terror que se abría paso a través del odio del hombre que se adelantaba hacia la babeante burbuja de sombra. Era un terror agazapado y una necesidad imperiosa, la necesidad de encontrar, de recordar.

El hombre alcanzaba casi a la sombra, caminando muy tieso y erguido, un hombre con un cuerpo diminuto y puños ridículos, y coraje. Coraje, pensó Jenkins, como para desafiar al mismo infierno, como para lanzarse de cabeza a los abismos y gritarle una broma obscena y fantástica al guardián de los condenados.

De pronto la criatura encontró, encontró lo que buscaba, supo qué tenía que hacer. Jenkins sintió la marea de alivio que inundaba a la criatura, escuchó aquello, en parte palabras, en parte símbolos, en parte pensamientos. Como un encantamiento, como una fórmula mágica, pero no del todo. Un ejercicio mental, un pensamiento que gobernaba el cuerpo. Eso era quizá.

Pues dio resultado.

La criatura desapareció, salió del mundo.

No dejó rastros. No quedaron ni las vibraciones de su ser. Como si nunca hubiese existido.

¿Y lo que había dicho? ¿Lo que había pensado? Era algo así, algo así…

Jenkins dio un salto, estremeciéndose. Estaba grabado en su mente, y él lo recordaba, recordaba las palabras y el pensamiento, y la inflexión correcta. Pero no debía usarlo, debía olvidarlo, debía mantenerlo oculto.

Pues había dado resultado con aquel duende. Y daría resultado con él mismo.

El hombre había dado media vuelta, y ahora estaba allí, débil, con las manos caídas, con los ojos clavados en Jenkins.

En la mancha blanca de la cara se le movieron los labios:

—Tú… tú…

—Soy Jenkins —dijo el robot—. Éste es mi cuerpo nuevo.

—Había algo ahí.

—Era un duende —dijo Jenkins—. Joshua me dijo que uno había atravesado la pared.

—Mató al lobo —dijo Peter.

Jenkins afirmó con la cabeza.

—Sí, mató al lobo. Y a muchos más. Es el causante de todas esas muertes últimas.

—Y yo lo maté —dijo Peter—. Lo maté… o lo alejé… o algo.

—Lo asustaste y se marchó —dijo Jenkins—. Eras más fuerte que él. Te temía. Lo asustaste y volvió a su mundo.

—Podía haberlo matado —dijo Peter—. Pero la cuerda se rompió.

—La próxima vez harás cuerdas más fuertes. Te mostraré cómo. Y le pondrás una punta de acero a tu flecha.

—¿A mi qué?

—A tu flecha. La vara que se arroja es una flecha. La otra vara con la cuerda se llama arco. Todo junto es un arco y una flecha.

Los hombros de Peter se doblaron hacia adelante.

—Entonces esto ya se conocía. No he sido el primero.

Jenkins sacudió la cabeza.

—No, no fuiste el primero.

Jenkins se adelantó por la hierba y puso una mano en el hombro de Peter.

—Ven a casa conmigo, Peter.

Peter negó con la cabeza.

—No. Me quedaré aquí con el lobo hasta el alba. Y luego llamaré a sus amigos y lo enterraremos —alzó la vista y miró de frente a Jenkins—. Era un gran amigo mío, Jenkins. Un gran amigo.

—Sí, lo creo —dijo Jenkins—. Pero irás al picnic.

—Oh, sí —dijo Peter—. Iré al picnic. El picnic de los websters. Dentro de una semana.

—Así es —dijo Jenkins muy lentamente, pesando las palabras—. Así es. Te veré allí.

Dio media vuelta y se alejó, despacio, colina arriba.

Peter se sentó junto al lobo muerto, esperando el alba. Una o dos veces alzó una mano para frotarse las mejillas.

Estaban sentados en semicírculo y escuchaban con atención a Jenkins.

—Escuchad bien —dijo Jenkins—. Esto es muy importante. Tenéis que prestar atención, pensar de veras y no separaros de las cosas que veis aquí: las cestas, el arco, las flechas, y lo demás.

Una de las jóvenes lanzó una risita.

—¿Es un juego nuevo, Jenkins?

—Sí —dijo Jenkins—, o algo parecido. Quizá sea eso… un juego nuevo. Y muy excitante. Realmente excitante.

Alguien dijo:

—Jenkins siempre inventa juegos nuevos para el picnic de los websters.

—Atended —dijo Jenkins—. Tenéis que mirarme y tratar de imaginar lo que estoy pensando.

—Es un juego de adivinanzas —dijo la muchacha de la risita—. Me gustan mucho las adivinanzas.

Jenkins dio a su boca la forma de una sonrisa.

—Tienes razón —dijo—. Eso es, exactamente. Un juego de adivinanzas. Bueno, si ahora prestáis atención y me miráis…

—Yo quería probar estos arcos y flechas —dijo uno de los hombres—. Cuando esto termine los probaremos, ¿no es cierto, Jenkins?

—Sí —dijo Jenkins pacientemente—. Cuando esto termine los probaremos.

Cerró los ojos e hizo que su mente tocara a todos, uno a uno, y sintió la expectación estremecida de las mentes que se abrían a la suya, y los dedos mentales que le sondeaban el cerebro.

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