Los robots siguieron trabajando un minuto, y al fin uno de ellos se dio vuelta, se acercó y se agachó junto a Homer de modo que su cabeza estaba a la misma altura que la cabeza del perro. Los otros robots siguieron trabajando como si nada hubiese ocurrido.
—Me llamo Andrew —dijo el robot— y no soy lo que tú llamas un robot jefe, pues no existen semejantes títulos entre nosotros. Pero puedo hablar contigo.
—He venido a verlo a propósito del Edificio —dijo Homer.
—Imagino —dijo el robot— que estás hablando de la estructura que se alza en el nordeste. La que se ve desde aquí si te das la vuelta.
—Esa misma —dijo Homer—. Queremos saber para qué la construisteis.
—Pero nosotros no la construimos —dijo Andrew.
—Hemos visto robots que trabajan allí.
—Sí, allí trabajan robots. Pero no la construimos nosotros.
—¿Estáis ayudando a alguien? —preguntó Homer.
Andrew sacudió la cabeza.
—Algunos recibieron una llamada… una llamada para que fuesen a trabajar allí. El resto no trató de detenerlos, pues somos libres.
—¿Pero quién la construye entonces? —preguntó Homer.
—Las hormigas —dijo Andrew.
Homer abrió la boca.
—¿Las hormigas? ¿Se refiere a los insectos? ¿A los que viven en los hormigueros?
—Precisamente —dijo Andrew. Hizo correr los dedos de una mano sobre la arena y trazó algo parecido a un camino de hormigas.
—Pero no pueden construir una cosa como ésa —protestó Homer—. Son estúpidas.
—Ya no —dijo Andrew.
Homer estaba clavado en la arena, y un helado estremecimiento de terror le corría por los nervios.
—Ya no —dijo Andrew hablando para sí mismo—. Ya no son estúpidas. Hubo una vez un hombre llamado Joe…
—¿Un hombre? ¿Qué es eso? —preguntó Homer.
El robot cloqueó como si reprendiera suavemente a Homer.
—Los hombres eran animales —dijo—. Animales que caminaban en dos patas. Se parecían mucho a nosotros, pero ellos eran de carne y nosotros somos de metal.
—Se refiere sin duda a los websters —dijo Homer—. Conocemos seres parecidos, pero los llamamos websters.
El robot movió afirmativamente la cabeza, con lentitud.
—Sí, los websters pueden ser hombres. Había una familia de ellos que se llamaba así. Vivía del otro lado del río.
—Hay un lugar que se llama casa de los Webster —dijo Homer—. Se alza en la colina Webster.
—Ése es el lugar —dijo Andrew.
—La conservamos tal como era antiguamente —dijo Homer—. Es un santuario para nosotros, aunque no sabemos por qué. La recomendación ha pasado de generación en generación… hay que conservar la casa Webster.
—Los websters —dijo Andrew— fueron los que enseñaron a hablar a los perros.
Homer se endureció.
—Nadie nos enseñó a hablar. Aprendimos nosotros mismos. Desarrollamos el sentido del lenguaje en el curso de muchos años. Y enseñamos a otros animales.
Andrew, el robot, sentado en cuclillas al sol, movía afirmativamente la cabeza como siguiendo el curso de sus propios pensamientos.
—Diez mil años —dijo—. No, creo que nos acercamos a los doce mil. Once mil, quizá.
Homer esperó, y mientras esperaba sintió el peso de los años sobre las colinas… los años del río y el sol, de la arena, el viento y el cielo.
Y los años de Andrew.
—Es usted muy viejo —dijo—. ¿Puede recordar cosas tan lejanas?
—Sí —dijo Andrew—. Aunque soy uno de los últimos robots construidos por el hombre. Me hicieron unos pocos años antes que salieran para Júpiter.
Homer, silencioso, sentía un torbellino en la cabeza.
Hombre… una palabra nueva.
Un animal que caminaba en dos patas.
Un animal que había construido los robots, que había enseñado a hablar a los perros.
Y, como si adivinase el pensamiento de Homer, Andrew dijo:
—No debíais haberos apartado de nosotros. Debimos haber trabajado juntos. Trabajamos juntos una vez. Ambos habríamos ganado si hubiésemos trabajado juntos.
—Teníamos miedo de vosotros —dijo Homer—. Yo aún tengo miedo de ti.
—Sí —dijo Andrew—. Sí, supongo que sí. Supongo que Jenkins hizo que nos temierais. Jenkins era inteligente. Sabía que vosotros teníais que empezar desde el principio. Sabía que no debíais cargar con el recuerdo del hombre como un peso muerto.
Homer calló.
—Y nosotros —dijo el robot— no somos más que el recuerdo del hombre. Hacemos lo que él hacía, aunque más científicamente, pues como somos máquinas tenemos que ser científicos. Más pacientes también que el hombre, pues disponemos de mucho tiempo, y él sólo tenía unos pocos años de vida.
Andrew dibujó dos líneas en la arena, y las cruzó con otras dos. Marcó con una X el extremo superior izquierdo.
—Creerás que estoy loco —dijo—. Piensas que estoy hablando sin ton ni son.
Homer hundió las ancas en la arena.
—No sé qué pensar —dijo—. Durante todos estos años…
Andrew dibujó una O con el dedo en el cuadrado central de la figura trazada en la arena.
—Ya sé —dijo—. Durante todos estos años habéis vivido con un sueño. La idea de que los perros fueron los iniciadores. Y cuesta admitir los hechos, cuesta bastante comprenderlos. Tal vez fuese mejor que olvidases todo lo que te he dicho. Los hechos son dolorosos a veces. Un robot tiene que trabajar con ellos, pues no tiene otra cosa. No podemos soñar, ya lo sabes. Únicamente disponemos de hechos.
—Superamos hace mucho los hechos —dijo Homer—. Eso no significa que no los usemos. Pero trabajamos con otras herramientas. Escuchamos, intuimos.
—Vosotros no sois mecánicos —dijo Andrew—. Para vosotros dos y dos no son siempre cuatro. Para nosotros debe ser cuatro. Y a veces me pregunto si la tradición no nos enceguece. A veces me pregunto si dos y dos no pueden ser más o menos que cuatro.
Agachados, en silencio, miraron el río: una corriente de plata fundida que recorría a saltos una tierra coloreada.
Andrew dibujó una X en el ángulo superior derecho de la figura, una O en el espacio superior central, y una X en el espacio inferior central. Con la palma de la mano alisó la arena.
—Nunca gano —dijo—. Soy demasiado listo para mí mismo.
—Me hablaba usted de las hormigas —dijo Homer—. De que ya no eran estúpidas.
—Oh, sí —dijo Andrew—. Te hablaba de un hombre llamado Joe…
Jenkins cruzó la colina sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, pues había cosas que no quería ver, cosas que le golpeaban con demasiada fuerza la memoria. Había un árbol en el mismo lugar donde en otro mundo se alzaba otro árbol. En el suelo había un billón de pisadas impresas a lo largo de diez mil años.
El débil sol invernal de la tarde oscilaba allá arriba, oscilaba como una vela movida por el viento, y cuando dejaba de moverse y de oscilar, brillaba la luz de la luna, y ya no la luz del sol.
Jenkins apresuró el paso y dio media vuelta. La casa estaba allí… echada en el suelo, reclinada en la colina, como algo joven y soñoliento que se apretaba contra la madre tierra.
Jenkins dio un paso titubeante, y al moverse su cuerpo metálico resplandeció y reflejó la luz lunar que un momento antes había sido la luz del sol.
Del valle del río llegó la voz quejosa de un pájaro nocturno, y un coatí gemía en un campo de maíz junto a la colina.
Dio otro paso y rogó que la casa no se moviese… aunque sabía que no podía, pues no estaba allí. Pues ésta era una colina desierta donde nunca se había alzado una casa. Éste era otro mundo, donde esa casa no había existido.
La casa siguió allí, oscura y silenciosa, con su chimenea sin humo, sin luz en las ventanas, pero con ciertas características que no permitían el error.
Jenkins se movió lenta, cuidadosamente, temiendo que la casa desapareciese, temiendo que pudiera asustarla y que se escapase.
Pero la casa continuó en su sitio. Y había más. El árbol de la esquina había sido un álamo y ahora era un roble, como antes. En el cielo había una luna otoñal, y no un sol de invierno. La brisa soplaba del oeste, y no del norte.
Algo ha ocurrido, pensó Jenkins. Eso que ha estado creciendo en mí, y no puedo entender. ¿Una nueva habilidad? ¿O un nuevo sentido que alcanza al fin la madurez? O un poder nunca soñado.
El poder de ir de un mundo a otro a voluntad. El poder de ir a donde quiera por el camino más corto que las retorcidas líneas de la fuerza y la casualidad puedan ofrecerme.
Caminó con menos cuidado y la casa siguió allí, sin moverse, sólida y substancial.
Cruzó el patio cubierto de hierbas y se detuvo ante la puerta.
Titubeando, alargó una mano y tocó el pestillo. Y el pestillo seguía allí. No era un objeto fantasmagórico. Era algo concreto, metálico.
Alzó lentamente el pestillo y la puerta se abrió. Jenkins cruzó el umbral.
Después de cinco mil años, Jenkins volvía a su casa, a la casa de los Webster.
De modo que había habido un hombre llamado Joe. No un webster, sino un hombre. Pues un webster era un hombre. Y los perros no habían sido los primeros.
Homer estaba echado ante el fuego (un flexible montón de piel, huesos y músculos) con la cabeza apoyada en las patas. Con ojos entrecerrados miraba el fuego y las sombras, y el calor de los leños ardientes le suavizaba el pelo.
Pero en su interior veía la arena y el robot en cuclillas y las colinas aplastadas por los años.
Andrew se había agachado en la arena y había hablado mientras el sol del otoño se reflejaba en sus espaldas. Había hablado de hombres, perros y hormigas. De algo que había ocurrido cuando vivía Nathaniel. Algo muy remoto, pues Nathaniel había sido el primer perro.
Había existido un hombre llamado Joe, un mutante, un más que hombre… Joe se había preocupado por las hormigas doce mil años atrás. Se había preguntado por qué las hormigas habían progresado tanto y luego se habían detenido, por qué habían llegado aparentemente a un callejón sin salida.
El hambre, quizás, había razonado Joe… La continua necesidad de acumular comida para poder sobrevivir. Las invernadas, quizá, el estancamiento del sueño invernal. La cadena de los recuerdos se rompía, había que comenzar de nuevo. Todos los años eran un génesis para las hormigas.
De modo que (había dicho Andrew, la cabeza calva brillante bajo el sol) Joe eligió un hormiguero, y se convirtió a sí mismo en un dios que cambiaría el destino de las hormigas. Las alimentó para que no tuvieran que luchar contra el hambre. Encerró la colonia en una cúpula de vidrio e instaló un servicio de calefacción para que no tuviesen que invernar.
Y la idea dio resultado. Las hormigas comenzaron a progresar. Fabricaron carritos y fundieron minerales. Esto era por lo menos lo que se veía, pues los carritos corrían por la superficie y el humo surgía de unas diminutas chimeneas. Qué otras cosas hacían, qué otras cosas aprendían allá en lo hondo de sus túneles, era imposible saberlo.
Joe estaba loco, había dicho Andrew… y sin embargo quizá no estaba tan loco.
Pues un día destrozó la cúpula de vidrio y aplastó el hormiguero. Y luego dio media vuelta y se alejó, no preocupándose más por lo que había ocurrido con las hormigas.
Pero las hormigas se preocuparon.
La mano que había roto la cúpula, el pie que había aplastado el hormiguero habían impulsado a las hormigas por el camino de la grandeza. Las habían obligado a luchar… a luchar para conservar sus bienes, a luchar para no volver a encontrarse en un callejón sin salida.
Un puntapié en las posaderas, había dicho Andrew. Un buen puntapié. Un puntapié bien dirigido.
Doce mil años atrás, un hormiguero aplastado. Hoy, un enorme edificio que crecía continuamente. Un edificio que había llegado a tener el tamaño de una ciudad en sólo un siglo. Un edificio que ocuparía un día toda la Tierra. La Tierra, que pertenecía no a las hormigas sino a los animales.
Un edificio… Aunque se lo había llamado así desde un comienzo, no era eso exactamente. Pues un edificio era un refugio, un lugar donde protegerse de las tormentas y el frío. Las hormigas no lo necesitaban, pues tenían sus túneles.
¿Con qué propósito construirían las hormigas algo que había alcanzado en un siglo tales proporciones y que seguía creciendo? ¿Qué posible uso podían encontrarle las hormigas?
Homer hundió el hocico entre las patas y emitió un gruñido sordo.
No había modo de averiguarlo. Ante todo había que saber cómo pensaba una hormiga. Había que conocer sus proyectos y ambiciones. Había que sondear sus conocimientos.
Doce mil años de conocimiento. Doce mil años de evolución a partir de un punto ignorado.
Pero había que averiguarlo. Tenía que haber un modo.
Pues el Edificio se extendía sin cesar. Primero un kilómetro, luego diez y después cien. Cien kilómetros, y luego otros cien, y por fin el mundo.
Una retirada, pensó Homer. Tendremos que pensar en una retirada. Podemos emigrar a otros mundos, los mundos que nos siguen en la corriente del tiempo, los mundos que nos pisan los talones. Podemos dejar la Tierra a las hormigas y aún sobrará espacio para nosotros.
Pero éste es nuestro hogar. Aquí se desarrollaron los perros. Aquí enseñamos a los animales a hablar y actuar juntos. Aquí creamos la Hermandad de las Bestias.
Pues no importa quién fue el primero… el perro o el webster. Nuestro hogar está aquí. Y es nuestro tanto como de los websters. Nuestro tanto como de las hormigas.
Y hay que detener a las hormigas.
Tiene que haber un modo de detenerlas. Un modo de hablarles, de descubrir lo que quieren. Un modo de entenderse con ellas. Alguna base para negociar. Algún posible acuerdo.
Homer, inmóvil y echado ante la chimenea, escuchó los murmullos que corrían por la casa, las suaves y lejanas pisadas de los robots en sus recorridas habituales, las voces apagadas de los perros en las habitaciones del primer piso, los gruñidos de las llamas mientras devoraban los leños.
Una buena vida, murmuró Homer. Una buena vida, y una vida que creamos nosotros. Aunque Andrew dice que no. Dice que no hemos añadido una coma a la habilidad y lógica mecánicas que fueron nuestra herencia… y que, al contrario, hemos perdido mucho. Me habló de química y trató de explicarme qué era eso, pero yo no pude entender. El estudio de los elementos, me dijo, y cosas como moléculas y átomos. Y la electrónica… aunque reconoció que logramos hacer ciertas cosas sin la ayuda de esta ciencia, y con más eficacia que la que lograría el hombre con todos sus conocimientos. Uno podría estudiar electrónica durante un millón de años y nunca llegaría a esos otros mundos, no sabría que están ahí… Y nosotros lo hicimos, hicimos una cosa que para un webster es algo imposible.