Read Ciudad piloto Online

Authors: Jesús Mate

Tags: #Intriga, #Terror

Ciudad piloto (4 page)

BOOK: Ciudad piloto
9.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Eres un gilipollas.

Carcajada.

—Y es que mi moto lo es todo para mí. Entiendo como debes de sentirte con lo de tu hijo. Yo tampoco sé dónde puede estar exactamente. Al menos no pierdo la esperanza de recuperarla, pero la pobre lleva más de tres días sola, con las llaves puestas…

¿Por qué no te muerdes la lengua y te envenenas?
, pensaba Raquel. Javier no había parado de hablar ni un segundo. Ya entendía que el otro tipo no hablase. Debía tener un dolor de cabeza aún mayor que ella.

—…pero lo que no puede ser es que piense mi ex que se va a quedar con ella, ¿verdad?

Raquel asintió sin saber de qué le estaba hablando. En ese momento se oyó cómo una llave se introducía en una cerradura.

—¡Oh no! —Fue lo único que dijo Javier. Raquel comprobó que Ángel se había levantado y también su rostro parecía reflejar preocupación. Raquel imitó a sus compañeros y se puso de pie.

La puerta se abrió para dejar paso a una extravagante mujer negra. Era alta, y el tremendo moño que se levantaba en su cabeza ayudaba a esa primera impresión de altura exagerada en una mujer. Puede que llevase tacones, pero la túnica de brillo morado que vestía impedía apreciar esos detalles. Lo que no dejaba para nada a la imaginación eran sus abundantes pechos que, al igual que Raquel, parecían querer salir de su prisión. Sin embargo, la mujer andaba con la seguridad de llevarlo todo controlado: sus pasos, sus prisioneros, sus tetas,… Según se acercaba, Raquel vio que del cuello de la mujer colgaba una especie de estaca dorada cuyo fin se introducía en el escote. Su rostro estaba adornado con pintura de colores similares a los de la túnica, especialmente alrededor de sus oscuros ojos. Los labios, pintados de un rojo tan vivo que desentonaban con el negro de su piel, mostraban una mueca de satisfacción plena. Su pelo afro bajo el moño indicaba el origen étnico de la mujer. Se les acercaba con paso decidido. Se paró delante de la celda de Javier y le señaló con un dedo que finalizaba en una larguísima uña pintada, cómo no, de morado. Sonó un clic y la puerta de la celda se abrió.

—¿Qué…, qué quieres? —fue lo único que acertó a decir Javier.

La mujer negra no contestó. Se limitó a darse la vuelta y se dirigió hacia la puerta por la que había entrado. Javier, indeciso e inseguro, salió de su celda siguiendo a su libertadora. Miró a sus compañeros cuando estuvo fuera de la celda.

—Ten cuidado —dijo Raquel.

Javier asintió tímidamente. No quería separarse de aquellos con los que compartía encierro, no sabía dónde le iba a llevar aquella extravagante mujer, y temía por su vida mucho más que cuando le llevaron arrastrando con una cadena unos días antes. Finalmente salió por la puerta y se oyó cómo volvían a cerrarla con llave.

Raquel se giró hacia Ángel y vio que este volvía a sentarse en el suelo de su celda. No pudo evitar sentir miedo. ¿Y si aquella negra la hubiese señalado a ella? Pero no lo hizo. El elegido había sido aquel insoportable tipo. Una parte de ella se alegraba. No tendría que escucharlo, al menos durante el tiempo que lo tuviesen retenido fuera.

—¿Crees que regresará? —Le preguntó a Ángel.

Su compañero no contestó. Lo que decía Javier de él era cierto. Era muy poco hablador y, ahora que Javier no estaba, aquella característica ya no era tan atractiva.

— ¿Crees que le harán algo? —volvió a intentar mientras se acercaba a él lo más posible.

Ángel se levantó y se acercó a Raquel. Sin que ella lo esperase, la cogió de la mano y la miró a los ojos. Fue una sensación agradable, que recorrió el cuerpo de Raquel como una pequeña descarga eléctrica. El contacto con otra persona hizo que olvidara que se encontraba sola en aquella horrible situación, separada de su hijo y de su marido. Pero sin saber por qué, Raquel se soltó de Ángel y dio un paso hacia atrás.

—Lo siento —dijo Ángel con voz suave—, no quería hacerte sentir incómoda.

—No lo has hecho —mintió.

—Yo sólo quería que te quedase claro que no creo que a Javier le vayan a hacer nada. Llevo aquí un par de días encerrado con él, y dudo mucho que haya llegado aquí como lo hemos hecho nosotros.

—¿Qué quieres decir?

—Creo que es un topo.

—Eso mismo parecía decir él de ti.

Ángel la miró otra vez a los ojos.

—¡Precisamente! —dijo—. Precisamente por eso. Durante este tiempo no ha parado de decir estupideces. Pero desde que llegaste… Desde que llegaste no ha parado de dejar caer que no se fía de mí, que miento, que no me llamo Ángel. ¿De qué iba?

Raquel se encogió de hombros. Conocía a aquellos tíos desde hacía un par de horas. Desconfiaba de ambos por igual. Ojalá Suso estuviese con ella. Él sabría qué hacer y a quién creer.

—Y ahora le sacan de aquí -continuaba su compañero—, y me preguntas si le van a hacer algo. Pues mi opinión es que no. Opino que ahora se tiene que estar hartándose de reír de nosotros ahí fuera, con la negra esa.

Quizá tuviese razón Ángel. Había sido extraño. Sin embargo, tanto Javier como Ángel se habían asustado cuando oyeron la puerta abrirse.

—¿Y por qué…? —Raquel iba a preguntarle a Ángel por aquello, pero un pequeño zumbido hizo que se olvidase de lo que iba a preguntar.

Ángel también lo había sentido y la miraba con preocupación.

—Inmersión —dijo una melodiosa voz desde algún lugar de la sala.

Entonces, aparecieron unas rendijas en el techo de la celda de Raquel y por ellas bajaron unas paredes transparentes que la encerraron en su propia celda.

—Inmersión —repitió otra vez la voz, aunque esta vez Raquel la escuchó desde el interior de las paredes, mucho más flojo que la primera vez.

Unos pequeños orificios aparecieron en el techo de la misma manera que lo hicieron las rendijas. Pero por ellos no salió ninguna superficie. Sólo agua. Unos chorros de agua fría que cayeron encima de Raquel con tanta fuerza que la tiraron al suelo. Raquel puso de manera instintiva su brazo por encima de su frente para protegerse los ojos. Pudo ver cómo Ángel aporreaba las paredes de plástico sin conseguir nada. Raquel se levantó y se sorprendió de la rapidez con la que el agua subía. Ya le llegaba por encima de las rodillas. No era buena en matemáticas, pero antes de un par de minutos le cubriría el agua.

—¡Socorro! —Chilló siendo consciente de su inutilidad, y encima tragando un poco de aquella agua—. ¡Dios! ¡Qué fría está, joder!

El agua seguía subiendo. Su ombligo ya estaba sintiendo la presión del líquido. Se le ocurrió la idea de empezar a beber agua para impedir que siguiera su curso ascendente, pero la rechazó no por absurda sino por desconocer su procedencia. Raquel se movió, con el ritmo propio de alguien que se desplaza por una piscina pequeña o a escasos metros de la orilla del mar, hacia el lugar donde Ángel se destrozaba sus nudillos. Empezó a imitarle pero aquel esfuerzo era inútil también. Las paredes parecían de un material que aguantaría cualquier golpe.

En unos segundos apenas pudo continuar golpeando la pared. El agua ya le llegaba al cuello y la temperatura de esta se estaba haciendo insoportable. Iba a morir ahogada. Había escuchado que aquella era la peor muerte que te podías imaginar, ¿o era por frío? No estaba segura. De todas formas, intentó tratar de encontrar otro tipo de muerte que evitase aquel horror en el que estaba siendo sumergida. Pensó que aquella agua congelada esperaba el momento de entrar en sus pulmones, por lo que sus pies empezaron a moverse para conseguir que sus pequeñas fosas nasales no quedaran sumergidas. Lo conseguía. Ya no tocaba el suelo. Estaba nadando. Como en la zona más profunda de una piscina, Raquel bailaba al son de la caída del agua. Pero quedaba menos de medio metro para que su cabeza chocase con el techo.

—Ál…varo…

No pensaba en su marido, sino en su hijo. Se iba a reunir con él en muy poco tiempo. Imaginar su carita sonriendo la hizo feliz, y dejó de moverse. Dejó de intentar combatir contra su inminente muerte. Sumergida por completo en el agua, abrió los ojos y vio una sombra que supuso que sería Ángel mirándola, preocupado, desde detrás de la pared. Ojalá no le pasase nada a aquel tipo. Parecía buena gente. Pero ya no le importó, porque su cerebro dio la orden de respirar y, al hacerlo, sintió un dolor tremendo. Respiró agua y su cerebro quería oxígeno.
Que acabe pronto
, pensó. Sin embargo, aquel pensamiento enseguida fue sustituido por
¿Qué cojones son esas pompas?
Unas columnas de burbujas la empezaron a rodear y a bailar alrededor de ella. Raquel sufrió un repentino espasmo cuando sus pies golpearon sin que lo esperasen el suelo de su celda. Algo raro pasaba. Miró hacia arriba y le dio la sensación de que el agua estaba bajando. Por la razón que fuese habían perdonado su vida. Raquel volvió a patalear para llegar a lo alto de la celda y, cuando lo consiguió, su cerebro volvió a pedirle oxígeno. Pero antes debía expulsar el agua que había tragado. Aquel esfuerzo al toser fue más doloroso aún que en el angustioso momento en el que la tragó. Pero tras varias sacudidas más de tos podía respirar. Qué sensación tan maravillosa estaba experimentando. Había creído que moriría, e incluso ya había llegado a aceptarlo. Pero se agarró como pudo a aquel resquicio de vida. Y sobrevivió. En un par de minutos, el desagüe se lo había tragado todo, y Raquel yacía tirada en el suelo, respirando entrecortadamente y posponiendo el reencuentro con su hijo.

Las paredes de cristal, que habían disminuido aún más la libertad de Raquel, desaparecieron. Lo hicieron en el momento en el que la última gota de agua se coló por los pequeños agujeros que componían el desagüe. Muerta de frío, Raquel se había tenido que quitar la chaqueta que le prestó Ángel. Con lo mojada que estaba se había convertido en un tremendo lastre húmedo. E incluso se atrevió a desembarazarse de su camiseta blanca quedándose en sujetador. Ángel mostró de nuevo su faceta más cortés quitándose su camisa rosácea y dejándosela a Raquel, a pesar de que, entonces, él se quedaba con el torso desnudo.

—Te la devolveré en cuanto se seque mi camiseta —dijo agradecida.

Raquel tiritaba tanto que le era imposible iniciar una conversación con Ángel. Quería preguntarle si entendía las razones de lo que había ocurrido. Sin embargo, Ángel permanecía sentado a la espera de nada en concreto. Sin la camisa, Raquel comprobó el buen estado de forma en el que se encontraba su compañero, mucho más marcado que su marido. Se sonrojó cuando Ángel giró la cabeza hacia ella y la pilló observando sus abdominales.

—Lo… lo siento.

—¿Por qué? —preguntó con una sonrisa.

Un silencio incómodo llenó la habitación, pero no duró mucho. Lo sustituyó un zumbido que le puso la piel de gallina a Raquel. Ya lo había escuchado antes.

—Inmersión —dijo la melodiosa voz.

Ángel y Raquel se levantaron y miraron hacia el techo. Pero las rendijas aparecieron en esta ocasión en la celda de Ángel.

—¡No! —Gritó Raquel.

En su interior se alegró de que no fuesen a tratar de ahogarla esta vez.

—Inmersión —dijo por segunda vez la voz.

Al igual que antes, unas paredes transparentes encerraron a Ángel en una cabina que en breve se empezó a llenar de agua. Raquel se acercó a la pared colindante a su celda y la golpeó. Pero mientras lo hacía miró a Ángel y vio que estaba inmóvil en el interior. No veía con claridad su rostro, pero a Raquel le pareció que no tenía ningún miedo. Quizás pensase que iban a hacerle lo mismo que a ella. Ángel se dio la vuelta y Raquel dio un paso atrás. Observó como el agua subía con gran velocidad.

—Suerte.

No quería ver cómo Ángel padecía lo que ella había sufrido momentos antes. Se giró justo a tiempo para comprobar que la puerta de la sala se abría para dejar paso a la mujer negra. Empujaba un carrito con el que transportaba un monitor.

—¿Por qué nos hacéis esto? —dijo con todo el odio que su voz pudo desprender.

Pero la mujer negra no le contestó. Se limitó a colocar delante de su celda el monitor y lo encendió. En la pantalla apareció una cabina que, al igual que la de Ángel, se estaba llenando. Raquel no tardó en reconocer al inquilino de esa nueva cabina, que golpeaba con fuerza las paredes para intentar no morir ahogado.

—¿A Javier también? ¿Qué pretendéis?

Raquel dio un rápido vistazo a la celda de Ángel, y comprobó que su compañero ya tenía que mover pies y manos para que el agua no le cubriese.

—Mi nombre es Ariadna —dijo la mujer negra, sorprendiendo a Raquel— y no pierdas atención ni un instante de mis palabras.

—¡Que te jodan!

Ariadna mostró una desafiante mirada a Raquel que la hizo retroceder. Se puso las manos en jarras y empezó a hablar como si fuese a convocar un conjuro.

—A lo largo de toda tu vida no has tomado ninguna decisión importante, Raquel. —Oír su nombre de la boca de aquella mujer le originó un nudo en la garganta—. Eso ha hecho de ti una persona carente de iniciativa.

—¿Qué hablas? —Interrumpió Raquel—. Eso es mentira.

—Sabes que es verdad. Porque estudiaste lo que tu padre quiso. Porque perdiste tu virginidad para no sentirte un bicho raro entre tus amigas. Porque dejaste tus estudios universitarios por consejo de un familiar. —Cada frase que Ariadna terminaba era un golpe inesperado. Se notaba que disfrutaba con ello.— Porque te fuiste a vivir con Suso cuando tu madre te echó de tu propia casa. Porque te casaste con Suso sólo porque te quedaste embarazada.

—No nombres a mi marido —amenazó.

—No has elegido nada importante en tu vida, cariño. Tu comportamiento es comparable a la de una niña de tres años, pero no ha sido culpa tuya. —Ariadna se acercó a la celda—. La culpa ha sido de todas las personas que te han rodeado, mi amor. Ellas te han obligado a obedecer. ¿Cómo luchar contra ello?

Raquel escuchaba ahora en silencio lo que Ariadna le decía. No sabía cómo aquella tipa vestida con una ridícula túnica morada sabía esas…verdades. Y oírlas le hacía daño. Reconocerse en cada palabra que Ariadna pronunciaba había conseguido que olvidase por un momento que, a su lado, Ángel ya no podía respirar. El agua había llenado todo el volumen de la cabina y su cuerpo flotaba inerte. Pero las palabras de aquella mujer invadían su cabeza y le impedían pensar con claridad. ¿Pensaba ella que su familia era la responsable de la vida que había llevado? ¿Eran sus padres, sus amigos o su marido los culpables de que se sintiese vacía cada vez que se iba a la cama? ¿Había podido elegir alguna vez el camino que quería seguir? No podía haberse estado engañando todo el tiempo… ¿o sí?

BOOK: Ciudad piloto
9.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Violin Warrior Romance by Kristina Belle
Road Trip by Eric Walters
Ruthless by Shelia M. Goss
Kissing Maggie Silver by Claydon, Sheila
Avenge by Sarah M. Ross
The Explorers by Tim Flannery