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Authors: Jesús Mate

Tags: #Intriga, #Terror

Ciudad piloto (8 page)

BOOK: Ciudad piloto
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Unas cuarenta y ocho horas antes, Suso se dirigía al mostrador del hotel Hisperia de Lagos. Había pasado una semana de vacaciones con su hijo y mujer. El tiempo les había acompañado. Disfrutaron de siete días de playa y seis noches de paseo por la orilla de mar.

La mañana en la que debían abandonar el hotel, mientras Raquel preparaba a Álvaro para el viaje, introdujeron bajo la puerta de la habitación un sobre cerrado. El primero en darse cuenta fue Alvarito. Con la cara llena de ilusión, como siempre recordaría Suso, su hijo le dio el sobre para que él fuese el primero en saber qué era.

—Toma papi.

Suso rasgó el papel y sacó de su interior una invitación.

Gracias por elegir nuestro hotel.

Como agradecimiento a la semana que han

permanecido con nosotros, nos complace

invitarles a un almuerzo para usted y su

familia.

Atentamente, A. F.

—Nos invitan a almorzar, cariño —avisó a Raquel—. Es un detalle, la verdad.

—Ya te digo. Con la pasta que vamos a pagarles, me hubiera hecho un par de retoques.

Suso evitó hacer comentarios. La obsesión de Raquel con su cuerpo le traería problemas. Para él, su mujer era perfecta. Suso era la envidia de sus amigos desde que presentó a Raquel en una fiesta de cumpleaños. Esa mañana, con la cara sin maquillar, el moreno de su piel tras sus baños de sol y agua salada, y el pelo recogido en una coleta le hacía sentir un hombre afortunado.

—Lo que pasa es que si nos entretenemos mucho, nos va a pillar la noche por el camino.

—¡Qué exagerado eres, Suso! ¿Qué vamos a tardar? Si vemos que la comida se alarga, pues nos vamos y punto.

Suso prefería quedar mal rechazando la invitación, que dejando la comida a medias. Se había pasado la noche anterior planeando la vuelta. Echaría demasiadas horas en la carretera si quería hacer el trayecto de una vez. De modo que el tiempo que emplearan en el almuerzo lo compensaría con bajar el número de paradas para que su hijo fuese a hacer pis.

Terminaron de empaquetar la ropa y los regalos, y se marcharon todos contentos pensando en el detalle que tendría el hotel con ellos.

Al llegar a la planta baja, el recepcionista le pidió la tarjeta de crédito. Tras firmar en la factura, Suso le preguntó por la invitación que habían recibido. La mirada del recepcionista le sonrojó.

—Lo siento, señor. Esta nota no es de nuestro hotel. Ha debido haber una equivocación.

—Vaya, qué vergüenza. Disculpe.

—No se preocupe, señor. Y muchas gracias por su estancia. Buen viaje.

Suso se dio la vuelta y se guardó la invitación en el bolsillo. Raquel había estado pendiente de su hijo, pero una mirada de su marido le bastó para saber que emprenderían el viaje antes de lo que habían previsto.

—Me han dicho que esta nota no es del hotel.

—¿Cómo? Eso no puede ser, Suso. ¿Nos han gastado una broma?

Suso se encogió de hombros.

—No… no lo sé.

—Dame la hoja —le dijo tendiéndole la mano—, voy a ir a quejarme ahora mismo.

Raquel era caprichosa y, si se había ilusionado con el almuerzo, no pararía hasta conseguir su regalo. En sus primeras vacaciones como matrimonio consiguió que el hotel en el que se alojaron les regalase un par de juegos de toallas. Desde entonces, Suso había iniciado una libreta con los lugares a los que no volvería a ir por vergüenza. Así que Suso le entregó el sobre con la invitación sin ponerle ningún reparo.

La casualidad hizo que en el momento de girar para dirigirse a la recepción del hotel, se chocase con una elegante mujer vestida con traje de chaqueta.

—¡Perdón! —gritó Raquel.

La mujer sonrió con desdén mientras se reajustaba su vestimenta.

—¿Son ustedes el señor López y su señora?

—Correcto —se anticipó Raquel.

—Permítanme presentarme. Soy Inés, la relaciones públicas del hotel. Quisiera disculparme en nombre de nuestro recepcionista. Ha empezado a trabajar con nosotros hace un par de días y desconoce nuestra política de incentivos a clientes.

—Entonces —la cortó Raquel—, ¿sí tenemos un almuerzo de regalo?

—Efectivamente. Si tienen el detalle de acompañarme fuera del hotel.

—¡Qué bien! Ya me parecía a mí que esa nota no podía ser broma, que si mi marido…

Raquel agarró del brazo a la mujer y se encaminaron hacia la puerta, dejando a Suso con todas las maletas y con el pequeño Álvaro.

Así fue como Suso conoció a la mujer con la que se había cruzado antes de entrar en la construcción de madera. Como empezó a sospechar que aquella mujer escondía algo, al ver que el recepcionista lo miraba con cara de extrañado. Como confió por primera vez en aquella voz que los retuvo el tiempo necesario para que pasasen por Miadona a la hora precisa. Y como cayó en la cuenta que esa fue la misma voz de la conductora que se había llevado a Raquel cuando intentaban escapar de la pesadilla en la que se había convertido la ciudad piloto.

Deprisa. Sin vacilación. Cuando la parte superior de la celda se movió, apareciendo un hueco y bajando una escala de cuerdas, Raquel se lanzó a ella para ser la primera en alcanzar la planta superior. Fuese bueno o malo lo que hubiese arriba, quería demostrarles a los miadonos que ya no era la misma, que había cambiado y que sí era capaz de tomar sus propias decisiones.

Raquel estaba en forma, pero la número uno subió más rápido por la escala mientras que la número dos apenas había empezado a ascender. Levantar esos muslos no debía ser fácil. Siguió su ascenso para ser la elegida de las tres.

Se ayudó con las manos para entrar por el hueco. Todo estaba a oscuras al llegar arriba. En un lugar apartado de aquella nueva sala se veía una especie de estaca luminosa. Tenía la misma forma que el colgante dorado que llevaba Ariadna en el cuello. Por lo demás, era el único elemento que iluminaba la sala, pero no tenía la suficiente potencia como para servir de lámpara. ¿Sería ese el objetivo de la prueba? ¿Alcanzar la estaca?

Raquel pudo escuchar a la número uno rastrear los pies y tropezarse.

—¿Ya estás arriba? —preguntó con sarcasmo tras el tropiezo—. Creo que sabes quién va a ser la elegida, ¿verdad?

Raquel se empezó a mover a gatas y deseó que sus pupilas se adaptaran rápido a la penumbra. Avanzó poco a poco para no hacerse daño con nada. Sin embargo, al adelantar la mano derecha se hizo un corte en el dedo meñique con un objeto afilado.

—¡Mierda! —gritó Raquel.

—Ten cuidado, no me lo vayas a poner demasiado fácil.

Esa tía se iba a enterar. Estaba muy subidita, pero seguro que no estaría tan motivada como ella. Raquel había perdido a su hijo y lucharía por él. Lo sentía en su interior. Él le estaba dando la fuerza necesaria para continuar.

Reprimió las lágrimas y vio que la número dos aún no había alcanzado la cima. Tanteó el objeto con el que se había cortado y descubrió que era un cuchillo. Habían dejado un arma blanca allí tirada y Raquel pensó saber con qué objetivo. Cogió el cuchillo y se puso en pie. Ya veía con mayor claridad la habitación en la que se encontraba, pero todavía era pronto para moverse con soltura. Veía a la número uno cerca de la pared. Iba andando de lado, camino de la estaca, girando la cabeza una y otra vez. Si Raquel podía verla, la número uno también. Por eso decidió rápido cuál sería su primer objetivo al ver entrar por el hueco correspondiente a la número dos. Sin dudarlo se encaminó hacia ella. Raquel estaba segura que en esos momentos la número dos no podía ver que ella se le acercaba, aunque sí podría escuchar sus pasos. Pero no le importó. Cuando la número dos intentaba meter el culo por el hueco, Raquel la apuñaló hasta en tres ocasiones por la espalda. El grito de dolor se oyó por toda la sala. Raquel vio que la número uno se agachaba para protegerse. Tenía miedo. Raquel clavó una última vez el cuchillo en la cervical de la número dos y arrojó el cuerpo inerte por el hueco.

—Una menos. Ahora, querida, es tu turno —le dijo a la número uno con una voz que ni ella misma fue capaz de reconocer.

Saber que Pelayo tenía razón cuando le avisó que aquella gente lo tenía todo planeado le provocaba un pánico que le aceleraba el corazón a un ritmo vertiginoso. Sin embargo, Suso estaba seguro que le habían subestimado. Los responsables debían creerse superiores, pero tanto Pelayo como él mismo les estaban demostrando que no podían controlarlo todo. Allí se encontraba Suso, caminando por una serie de pasillos desconocidos, en busca de una pista que le llevase hasta Raquel.

No podía negar que se había perdido. Tampoco entendía la finalidad de aquel edificio que habían construido en mitad de la calle. Suso abrió un par de puertas, pero sólo escondían habitáculos vacíos o llenos de cajas de cartón arrugadas. Los pasillos estaban poco iluminados, lo que impedía que pudiese fijarse en ningún detalle para orientarse. Al menos estaba tranquilo de no ser vigilado por ninguna cámara. Allí no había nada de nada por ninguna parte.

De repente se escuchó un zumbido metálico. Provenía del final del pasillo. Parecía algún tipo de elevador. Eso daría sentido a la situación de aquella construcción. Estaban utilizando los subsuelos del pueblo. ¿Esconderían allí a Raquel? Se orientó por el sonido, que cada vez se escuchaba con mayor claridad, cuando pensó en qué haría si del elevador saliese alguna persona. Recordó al encapuchado que había disparado a su hijo. ¿Cómo actuaría si se abriese una de esas puertas y saliese aquel asesino? ¿Y si fuese acompañado?

Por una vez en su vida, Suso se preguntó por qué se habían hecho realidad sus pensamientos. La última puerta del pasillo se abrió y salieron al trote dos hombres y una mujer. Iban vestidos igual, con unos uniformes de color morado y unas botas de montaña que hacían resonar sus pasos como si de una estampida se tratase. Se habían fijado en él. Intentó disimular como lo hizo con Inés. La poca visibilidad le ayudaba a no poder ser reconocido. Pero ellos eran tres y el pasillo demasiado estrecho. Supo que le habían pillado cuando sus pasos fueron sustituidos por los seguros de sus tres armas de fuego.

La sensación de éxito se desvaneció pronto.

Había acuchillado a la número dos por la espalda. La miraba desde lo alto. Cómo se desangraba. Cómo su mirada perdida miraba a nada en particular. Raquel no se arrepentía de lo que había hecho.

Pero lo que hizo que volviese a la realidad fueron los ruidos que la número uno provocaba en su intento de alcanzar la estaca. Eso le bastó a Raquel para entender que aún no había vencido. Su rival iba arrastrando lo pies mientras esquivaba todos los objetos que se iba encontrando por el camino. Si Raquel no hacía algo pronto, la número uno llegaría a la estaca en unos segundos.

—Esto servirá —dijo mirando al cuchillo ensangrentado.

Nunca había sido buena en puntería, pero lo debía intentar. Distinguiendo entre la oscuridad la situación de la número uno, lanzó el cuchillo con toda la fuerza que pudo.

—¡Puta! —se escuchó.

No sabía si le había dado. Pero sí le había metido miedo. Raquel iba a por todas y la número uno ya lo sabía. Aprovechó la confusión que había creado para salir corriendo tras su rival. Se encaminó hacia la pared para aprovechar el camino despejado. A pesar de que la otra chica había pasado por allí, Raquel se rozó con más de un objeto afilado. No le importó que sus perfectas piernas fuesen marcadas por navajas o puntillas. Ni tampoco golpearse en la frente con tablones situados estratégicamente. Porque se acercaba a la número uno como una bestia rabiosa. La mataría con sus propias manos si fuese necesario.

No lo fue.

La número uno, al ver aproximarse a Raquel, se había preparado para el impacto. Sin embargo, no pudo predecir que se le iba a lanzar desde un par de metros antes, que iba a chocar contra ella sin ningún miramiento, que la iba a tirar al suelo, ni que un largo clavo oxidado se introduciría desde la zona posterior de su cráneo hasta alcanzar la órbita de su ojo izquierdo.

Raquel había ganado. Miró hacia la estaca brillante con la convicción de ser la mejor. Nadie la detendría. Nadie.

CAPÍTULO 7

Le habían encerrado en una especie de calabozo. A su derecha, otros dos habitáculos esperaban su hora para ser ocupados. Ni en lo más remoto de su mente, Suso podría haber imaginado que, unas horas antes, su mujer había estado prisionera en aquellas mismas celdas. La había fastidiado al dejarse atrapar, pero había hecho todo lo que estuvo en sus manos.

La puerta del calabozo se abrió. Por ella entró una mujer que ya le resultaba familiar.

—Hola Álvaro —le saludó.

—Hola Inés. ¿Era ese tu nombre, verdad?

La mujer se acercó a su celda. Tenía un andar atractivo. De cerca volvió a comprobar que era guapa, pero no tanto como su esposa. Sin embargo, sus ojos mostraban una audacia de la que Raquel carecía.

Al abrirle la puerta pensó en salir corriendo. Un empujón sería más que suficiente para librarse de ella. Pero no le quedaban fuerzas. Estaba agotado, tanto física como mentalmente.

—Vamos, levanta. Te están esperando.

El deje con el que acabó la frase le hizo recordar.

—¿Por qué te llevaste a mi mujer? ¿Por qué habéis matado a nuestro hijo?

—Te he dicho que te levantes.

—¿Y si no me da la real gana?

La mujer entró en la celda y se sacó del bolsillo una pistola.

—Pues si no te da la gana, escucha.

Le apuntó, quitó el seguro y disparó.

Raquel seguía a Ariadna por una serie de pasillos poco iluminados. No sabía dónde estaba ni hacia dónde se dirigía. La cabeza le daba vueltas. La euforia que le invadió momentos antes la había abandonado. Euforia que dio paso a recuerdos oscuros. Había cometido canibalismo al tragarse el dedo de su hijo. Había sido la responsable de la muerte de dos mujeres. Pero su malestar no se debía a eso. Se sentía como drogada. Ya había tenido esa sensación en la universidad cuando en una fiesta se tomó una pastilla que le pasó su compañera de piso. Ella no quería hacerlo, pero no podía quedar mal delante de todas aquellas chicas que la miraban con desdén. Se dio cuenta que Ángel tenía razón. La habían manipulado desde siempre.

Ariadna se paró y le señaló hacia una puerta visible al fondo del pasillo. Una luz roja brillaba sobre ésta.

—Dirígete hacia esa puerta. Entra dentro cuando la luz se vuelva verde.

—¿Tú no vienes conmigo?

El rostro de Ariadna, apenas alumbrado por un piloto de seguridad colocado en el techo, le causaba aún mayor malestar. Tenía miedo. Ahora se daba cuenta que no sabía dónde se estaba metiendo. Como si hubiese notado su miedo, Ariadna le acarició un mechón de pelo que le caía por la frente.

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