Clara y la penumbra (27 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Clara y la penumbra
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A diez metros detrás de Sylvie tenemos a Hiro Nadei, un anciano japonés pintado en colores ocres que sostiene una flor en su mano derecha, un pequeño jazmín. Hiro es un superviviente real de Hiroshima y tiene sesenta y seis años. Cuando su ciudad reventó en un infierno de átomos, él tenía cinco años de edad y estaba en el jardín trasero de su casa sosteniendo un jazmín con la misma mano. Fue rescatado de los escombros casi ileso. Lo más difícil fue conseguir que abriera la mano derecha, que mantenía cerrada en forma de puño. La abrió un mes después: la flor estaba hecha trizas. Hace dos años, Van Tysch conoció su historia y lo llamó para hacer un pequeño óleo. Al señor Nadei le pareció muy bien: es viudo, vive solo y quiere cerrar el círculo de su vida muriéndose como debió hacerlo en aquel espantoso momento. El óleo, titulado
La mano cerrada,
ha sido vendido a un norteamericano. En el extremo opuesto de la sala, Kim, un joven filipino, agoniza en la fase terminal del sida. Se exhibe acostado en su cama y pintado en colores mortecinos, con un suero intravenoso clavado como un pincho en el escueto hueso del brazo. Respira con dificultad y a veces necesita oxígeno. Es el sustituto número dieciséis de un cuadro cuya permanencia por sí misma se convierte en arte: un cuadro que durará el tiempo que dure la tragedia humana. Por supuesto, no lo hace por dinero. Como todos sus predecesores, Kim desea morir siendo obra de arte. Quiere que su muerte signifique algo. Desea contribuir a que la obra perdure, precisamente para que no perdure. Stein ha sabido resumirlo en una frase genial (le salen muy bien las sentencias de este estilo):
Fase terminal
es el primer cuadro de la historia del arte que empezará a ser hermoso cuando deje de existir. Cerca de
Fase terminal
se exhibe
La muñeca.
Jennifer Halley, un lienzo de ocho años, está de pie pintada de rosa con un vestido negro, acunando entre sus brazos a una muñeca. Pero la muñeca está viva y tiene el aspecto de uno de esos embriones famélicos de vientre de uva negra que asoman la cabeza desde el pozo del Tercer Mundo. No obstante, el aparente niño es un adulto, un lienzo enano y acondroplásico llamado Steve. Steve está desnudo, pintado en tonos oscuros, y llora y se agita en brazos de Jennifer. Más allá está el ahorcado, oscilando en su patíbulo. Junto a él, las muchachas torturadas. Ese olor pungente que nos hace llorar procede del
Hitler
vestido con pieles cosidas de animales muertos. Los retrasados mentales en traje de ejecutivos disfrutan con los colores de sus corbatas y con la saliva que resbala por ellas como un diamante. Hoy martes 27 de junio de 2006 han visitado la increíble exposición cuatro mil personas. Debido a la lentitud de los filtros de Seguridad, resulta imposible admitir a todos los que esperan en la larga fila humana más allá de las escalinatas de la Haus der Kunst. Los que no han podido verla tendrán que regresar mañana. Los
Monstruos
finalizan su jornada. Los cuadros que tienen cerebro, conciencia, extremidades y rostros, logran alegrarse y saludan a sus compañeros. Ha llegado el descanso. Pero ninguno mira hacia el podio circular del centro de la sala.

En el círculo está lo terrible.

Allí se encuentran los
Monstruos
de verdad.

Con un aullido de grúa, el cristal protector que los rodeaba comenzó a levantarse. Cinco técnicos y otros tantos agentes de Seguridad aguardaban al pie del gran podio. El cristal es pesado, hermético, tarda un minuto en subir por completo. Se trata de un cilindro transparente de quince centímetros de grosor cubierto con un techo del mismo material. Durante los primeros meses de gira aquel techo no existía. Se pensaba que una barrera antibalas de tres metros de altura era más que suficiente para protegerlos. Pero durante la exhibición de París en enero de 2006 un visitante les arrojó mierda. Era la suya (después lo confesó), la llevaba en el bolsillo y el detector de metales no lo advirtió, tampoco la cinta de rayos X, ni el
doppler
corporal, ni los programas de análisis de imágenes que indagan en las ropas abultadas, los vientres de las embarazadas y los carritos de bebé. En el siglo XXI —afirmó un periodista a raíz de este suceso— aún es posible hacer terrorismo con mierda. Quién sabe, a lo mejor en el XXII ya no se podrá. El excremento, arrojado con pericia cuando el visitante alcanzó la primera fila y se situó junto al cordón de seguridad, describió una parábola en el aire. Pero el agresor no encestó: las heces rebotaron en el borde del cristal y se esparcieron entre el público. «¿Les ha sucedido alguna vez —preguntaba el mismo periodista a sus lectores—, estando de visita en un museo de arte moderno, sentir como si les cayera mierda en los ojos?» Un poco así.

Desde entonces, la barrera protectora de los hermanos Walden también dispone de techo.

—¿Qué tal, Hubert?

—Bien, Arnold, ¿y tú?

—No muy mal, Hubert.

Las ropas grises de exhibición de los dos hermanos se desprendían fácilmente con una cremallera oculta en la parte posterior. Al quedar desnudos, Hubertus y Arnoldus Walden parecían dos inmensos luchadores de sumo atendidos afanosamente por sus entrenadores. Los técnicos les colocaban los albornoces con sus respectivos nombres y ellos los ataban a sus planetarios vientres, que hacían sombra a unos genitales diminutos y depilados como huevos de codorniz.

—Un día os equivocaréis de albornoz y el precio del cuadro bajará.

Los técnicos reían al unísono la ocurrencia, porque habían recibido la orden de no contrariarlos.

—Dame este algodón, Franz —dijo Arnoldus—. Me lo frotas con tanta delicadeza como si yo fuera tu mamá.

—Os ha vuelto a llamar el señor Robertson —comentó un ayudante.

—Nos llama todos los días —se burló Hubertus—. Sigue pensando en hacer una película sobre nosotros con ese escritor norteamericano que ha recibido el Nobel.

—Pertenece a la nueva
inteligentsia
—dijo Arnoldus.

—Nos cuida.

—Nos quiere.

—Nos quiere
comprar,
Arno.

—Eso es lo que he dicho, Hubert. ¿Puedes rociarme más la espalda con el disolvente, Franz? Me pica la pintura.

—Sólo le interesamos a ese viejo hijo de puta porque quiere comprarnos.

—Sí, pero el Maestro no nos venderá a ese cabrón.

—O sí, no podemos saberlo. Sus ofertas son interesantes, ¿no es cierto, Karl?

—Creo que sí.

—«Cree» que sí. ¿Has oído, Arno...? Karl «cree» que sí.

—Cuidado con el primer escalón del podio...

—Ya lo sabemos, imbécil. ¿Es que eres nuevo? ¿Has empezado a trabajar hoy en Conservación...? Nosotros
no
somos nuevos, idiota.

—Somos viejos. Somos eternos.

A la niña Jennifer Halley ya le habían quitado el vestido. Llevaba encima tan sólo un par de calcetines blancos con pompones de adorno (Steve, el modelo acondroplásico, estaba siendo retirado en un carrito). Varios técnicos frotaban el lustroso cuerpecito de Jennifer con algodones humedecidos en disolvente. Cuando los Walden pasaron junto a ella, Hubertus intentó una reverencia, aunque lo único que logró fue inclinar la cabeza sobre su triple papada.

—¡Adiós, mi virginal princesa de cuento de hadas! ¡Que sueñes con los angelitos!

La niña se volvió hacia él y le hizo un corte de mangas. Hubertus no perdió la sonrisa, pero mientras se bamboleaba como un barco escorado en dirección a la salida entornó los párpados hasta convertir su mirada en un par de guiones oscuros.

—Qué maleducada es la putita. Me entran ganas de enseñarle modales.

—Pídele a Robertson que la compre y la instale en su casa, y le enseñaremos modales entre los dos.

—No digas idioteces, Arno. Además, prefiero los langostinos a las ostras, ya lo sabes... ¿Quiere hacer el favor de apartarse, si no le importa, señorita? Tenemos que pasar.

La muchacha de Conservación se quitó de en medio de un salto, sonriendo y pidiendo disculpas. Estaba atendiendo a los retrasados mentales. Impetuosos, los hermanos Walden continuaron su camino seguidos de cerca por una comitiva de agentes. El albornoz de Hubertus era morado, el de Arnoldus zanahoria con reflejos verdes; estaban forrados de dos capas de terciopelo y sus cinturones podrían haber atado a siete hombres adultos.

—Hubert.

—Dime, Arno.

—Debo confesarte algo.

—¿...?

—Ayer te robé el discman. Está en mi taquilla.

—Yo debo confesarte algo a ti, Arno. —Dime Hubert.

—Mi discman está jodidamente estropeado. Entre risitas de sopranos, los dos enormes gemelos salieron de la sala de exhibición por una puerta de emergencia.

La Haus der Kunst de Munich es un paralelepípedo blancuzco cribado de columnas que se encuentra junto al Jardín Inglés. Sus detractores lo llaman «La Salchicha Blanca». Había sido inaugurado durante un desfile clamoroso setenta años antes por Adolf Hitler, que quiso convertirlo en símbolo de la pureza del arte alemán. En el desfile figuraban jovencitas disfrazadas de ninfas que se movían como muñecas y parpadeaban como accionadas por un interruptor. Al Führer no le gustó aquella forma de parpadear. Coincidiendo con la fastuosa inauguración, se estrenó otra más pequeña pero no menos importante titulada «Arte degenerado», donde se exhibían las obras de los pintores proscritos por el régimen como Paul Klee. Los hermanos Walden conocían aquella historia, y no podían dejar de preguntarse, mientras avanzaban rebosantes y mayestáticos por los pasillos del museo en dirección al vestuario, en cuál de las dos colecciones los hubiera incluido a ellos el gran mandatario nazi. ¿En la que simbolizaba la pureza del germanismo? ¿En la de «Arte degenerado»?

Círculos. A Arno le gusta dibujar círculos. Él mismo se representa como una figura de círculos encadenados: arriba, la cabeza; el vientre es todo el cuerpo; dos piernecitas a los lados.

—¿De qué te quejas tanto, Hubert?

—Tengo la piel muy sensible desde que me cambiaron el apresto de cola, Arno. Después de la ducha de disolventes me escuece.

—Es curioso, a mí me pasa lo mismo.

Se encontraban en la sala de etiquetado, completamente vestidos, peinándose con la raya a un lado. Los técnicos acababan de colocarles las etiquetas y servirles la suntuosa cena de mariscos, de la que ambos habían dado buena cuenta.

Los Walden eran dos seres simétricos, una de las raras fotocopias exactas de la naturaleza. Como suele ocurrir en estos casos, usaban idéntica ropa (hecha a medida por sastres italianos) y se cortaban el pelo de igual forma. Cuando uno enfermaba, el otro no tardaba en seguir sus pasos. Tenían gustos similares y se irritaban con molestias parecidas. Estaban diagnosticados desde niños del mismo síndrome (obesidad, esterilidad y conducta antisocial), habían ido a los mismos colegios, desempeñado iguales trabajos en las mismas empresas y estado en las mismas cárceles al mismo tiempo acusados de los mismos delitos. En sus antecedentes clínicos y penales figuraban idénticas palabras: «pederasta», «sicópata» y «sadismo». Van Tysch los había llamado a la vez un día de otoño de 2002, poco después de que hubieron salido absueltos en el juicio por el atroz asesinato de Helga Blanchard y su hijo, y los había convertido simultáneamente en obras de arte.

Helga Blanchard era una joven actriz de la televisión alemana, ex amante de un defensa del Bayern de Munich, madre de un niño de cinco años llamado Oswald, fruto de un anterior matrimonio, y agraciada con una notable pensión de divorcio. Nadie sabe muy bien lo que ocurrió, pero la madrugada del día 5 de agosto de 2003 hubo niebla en los alrededores de Hamburgo. Cuando se disipó, Helga y su hijo Oswald aparecieron desnudos y clavados con pernos de tienda de campaña de un centímetro de grosor a las tablas del suelo de su casita de campo de las afueras de la ciudad. Madre e hijo compartían uno de los clavos (el de la mano derecha de ella, izquierda de él). También compartían la amputación de la lengua, la violación con destornilladores y la extirpación de globos oculares (o casi: a Helga le habían dejado el derecho para que pudiera ver cómodamente lo que ocurría con su hijo). El crimen provocó tal escándalo que las autoridades se vieron obligadas a realizar un arresto inmediato, a ciegas: recayó en una pareja de lesbianas que eran las vecinas más próximas de Helga y que en aquellos días se habían hecho célebres a su modo intentando obtener el permiso legal para adoptar a un niño. Un piquete de ciudadanos enfurecidos quiso quemar el chalet donde vivían. Pero fueron puestas en libertad veinticuatro horas después, sin cargos. Una de ellas, la más joven, salió hablando en un programa de televisión, y mucha gente imitó al día siguiente el gesto que hacía con los índices cuando afirmaba que nada tenían que ver con lo sucedido y que no vieron ni oyeron nada. Luego fueron arrestados, por este orden, el ex marido de Helga (un empresario), la actual esposa de su ex marido, el hermano de su ex marido y, por último, el futbolista. Cuando se produjo el arresto del futbolista, el asunto trascendió los límites de Alemania y empezó a discutirse en toda Europa.

Entonces apareció un testigo sorpresa: un anticuado pintor de lienzos de tela que había estado trabajando el día anterior en un óleo campestre que pensaba titular
Árboles y niebla.
Era médico de profesión y padre de familia. Aquella tranquila mañana festiva se encontraba retocando su lienzo cuando advirtió dos círculos móviles que iban de tronco a tronco entre jirones de niebla difusa y no poseían el color natural de las cosas sanas. Se fijó mejor, y vio a dos hombres inmensamente gordos y desnudos deslizándose entre los árboles, a escasa distancia de la casa de Helga Blanchard. Se quedó tan fascinado con aquellas anatomías que, abandonando todo intento de proseguir con su bosque, se dedicó a dibujarlos en un cuaderno aparte. El boceto fue publicado en exclusiva por
Spiegel.
No hubo que esforzarse mucho más: los hermanos Walden vivían en Hamburgo y poseían un largo historial de actividades delictivas. Fueron arrestados y hubo un juicio. Sin embargo, el joven abogado de oficio que se les designó actuó brillantemente. Lo primero que hizo fue desmontar con suma habilidad la declaración del médico pintor. Todavía se recuerda la trampa en la que envolvió al testigo: «Si su cuadro se titula
Arboles y niebla
y usted mismo afirma inspirarse en el paisaje que le rodeaba, ¿cómo pudo distinguir a los acusados en un lugar lleno de
árboles y niebla?».
Luego tocó la fibra sensible del tribunal. «¿Acaso son culpables porque sus apariencias nos desagradan? ¿O porque poseen antecedentes penales? ¿Debemos inmolarlos para que nuestras conciencias duerman tranquilas?» No hubo forma de demostrar la presencia de los hermanos Walden en el lugar de los hechos, y el juicio se zanjó pronto. Tras recuperar la libertad, los gemelos fueron visitados por un tipo muy amable de tez morena y nariz afilada que olía a dinero a distancia. Cuando juntaba las yemas de los dedos podía advertirse un espléndido trabajo de manicura. Les habló de arte, de la Fundación y de Bruno van Tysch. Fueron imprimados en secreto y enviados a Amsterdam y a Edenburg. Allí, Van Tysch les dijo: «No quiero que le contéis a nadie nunca lo que hicisteis, o lo que creéis haber hecho, ni siquiera a vosotros mismos. No quiero pintar con vuestra culpa sino con la sospecha». La obra acabó siendo muy simple. Los Walden permanecían de pie frente a frente, vestidos con ropas grises de presidiarios y pintados en colores tenues que subrayaban la maligna expresión de sus rostros. Sobre el pecho, como medallas, las fichas de sus antecedentes penales impresos en versalitas. En la espalda, una foto de Helga Blanchard abrazando a su hijo Oswald (el fondo está recortado: es Venecia, durante un viaje) con una interrogación cuyo significado era evidente:
¿fueron ellos?
La familia de Helga se querelló contra Van Tysch por el uso de aquella imagen, pero el asunto se resolvió satisfactoriamente para ambas partes con la aportación de una interesante suma de dinero. En cuanto al trabajo hiper-dramático, no hubo ningún problema. Los Walden habían nacido para ser cuadros. No en vano lo único que habían logrado hacer bien toda su vida era posar quietos en algún sitio y dejar que la humanidad los increpase. Eran dos budas, dos estatuas, dos seres gozosos e inalterables. Estaban asegurados por una cantidad que superaba ampliamente la de la mayoría de las creaciones de Van Gogh. Había sido para ellos un largo camino de expulsiones de colegios, despidos laborales, cárceles y soledad. El público, la humanidad de siempre, continuaba mirándolos con desprecio, pero los Walden habían terminado comprendiendo que hasta el desprecio puede hacerse arte.

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