—Sé que puedo
atraparlo,
señor Stein —agregó Wood—. Pero El Artista no es un simple sicópata: es un verdadero experto, lo ha planeado todo de antemano y se ha movido a una velocidad escalofriante. Ahora va a por un cuadro de la colección «Rembrandt», lo sé, y es preciso que nos defendamos. —De repente la voz de Wood se quebró—. Usted conoce mi forma de trabajar, señor Stein. Ya sabe que no admito errores. Pero, cuando éstos se producen, mi único consuelo es pensar que son imprevistos. Por favor: no me obligue a soportar un error
previsible.
Suspenda esa exposición, se lo ruego.
—No puedo. Créame que no puedo, amiga mía. La colección «Rembrandt» está casi terminada, la presentación a la prensa será dentro de dos semanas y la inauguración dos días después, sábado 15 de julio, la fecha del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Rembrandt. Ya están muy avanzadas las obras de instalación del Túnel en el Museumplein. Además, el Maestro lleva demasiado tiempo con estos cuadros. Está obsesionado, y yo soy el guardián del paraíso de sus obsesiones. Eso es lo que siempre he sido,
galismus,
y voy a seguir siéndolo...
—¿Y si le explicáramos al Maestro el peligro que corren sus obras?
—¿Cree que eso le importaría? ¿Acaso conoce usted a algún pintor que no quiera exhibir sus creaciones debido a que pueden resultar destruidas?
Galismus,
los pintores siempre creamos para la eternidad, no importa que nuestras obras duren veinte siglos, veinte años o veinte minutos.
Wood contemplaba en silencio los arabescos de la moqueta.
—No voy a decirle nada al Maestro —continuó Stein—. Toda mi vida he actuado de barrera entre la realidad y él. Mis propias obras no son nada comparadas con las suyas, pero me doy por satisfecho habiéndole ayudado a concebirlas, manteniéndolo apartado de los problemas, ocupándome del trabajo sucio... Mi mejor cuadro ha sido, y sigue siendo, lograr que el Maestro continúe pintando. Es un hombre sometido a la dictadura de su propio genio. Un ser inefable,
galismus,
tan extraño como un fenómeno astrofísico, a veces terrible, a veces dulce. Pero si alguna vez, en algún momento, en algún lugar, ha existido un genio, ése es Bruno van Tysch. Los demás sólo podemos esperar obedecerle y protegerle. Su deber, señorita Wood, es protegerle. El mío es obedecerle... Ah,
galismus,
qué brillo más hermoso. Neve: mira la piel de tus piernas ahora, mientras el sol te da de costado... Bonito, ¿verdad...? Un poco de amarillo de arilamida disuelto en rosa tenue, un barniz, y quedarías perfecta.
Fuschus,
me pregunto por qué todavía no se han pintado cuadros para el interior de los coches espaciosos. Con lienzos menores de edad sería posible. Ya hemos diseñado y vendido adornos y objetos que hacen de todo y están en todas partes, pero...
—Suspenda esa exposición, señor Stein, o habrá otro cuadro destruido —lo interrumpió Wood sin alzar la voz.
Stein se limitó a mirarla fijamente durante un silencio prolongado. Luego sonrió y movió la cabeza, como si hubiera visto algo en April Wood que se le antojara inconcebible.
—Encuentre a ese tipo —dijo—, sea quien sea. Encuentre a El Artista, muérdalo, tráigalo en la boca y todo estará bien. O si no, espere a que
Rip van Winkle
lo haga. Pero no intente ponerle barreras al arte,
fuschus.
Usted no es artista, April, sólo un perro de presa. No lo olvide.
—
Rip van Winkle
no va a poder hacer nada, señor Stein —replicó la señorita Wood—. Hay algo que usted no sabe.
Se detuvo y miró a su alrededor. Stein comprendió perfectamente el significado de aquella mirada.
—Puede decir todo lo que quiera delante de Neve. Es como mis ojos y oídos.
—Preferiría que no estuvieran presentes tantos ojos y oídos, aunque sean suyos, señor Stein.
La limusina se había detenido a la entrada del aeropuerto. Otro coche aguardaba en la cuneta para llevar a Wood de regreso a la ciudad. Stein hizo una seña y su secretaria salió del vehículo y cerró la puerta. Wood miró hacia el chófer: los cristales impedían que pudiera escuchar.
Cuando volvió a hablar, la voz de Wood denotaba tensión.
—Esto no lo sabe nadie: ni las autoridades de Munich, ni los miembros del gabinete de crisis, ni siquiera Lothar Bosch. Pero a usted quiero contárselo. Quizá le haga cambiar de opinión. —Clavó en Stein su gélida mirada azul—. Ayer, cuando supimos la noticia de la destrucción de
Monstruos,
llamé personalmente a Marthe Schimmel para saber si podía decirme algo de utilidad. Me contó que los gemelos Walden le habían pedido un chaval la noche del martes. Ya sabe que en Conservación procuraban tenerlos satisfechos. Exigían a un chico de pelo rubio platino. Schimmel estaba buscando a toda prisa al posible candidato cuando recibió una contraorden telefónica. Era una voz desconocida, pero repitió sin errores el código restringido de Conservación de Amsterdam y se identificó como un ayudante de Benoit. Le dijo que el chico ya no tenía que acudir. Marthe pensaba decírselo hoy a Benoit, pero le pedí que no lo hiciera. Entonces llamé a los ayudantes de Benoit en Amsterdam, uno por uno, y a su secretaria. Por último indagué con el propio Benoit.
Ni Benoit ni sus ayudantes dieron esa orden jamás,
señor Stein.
Wood miraba a Stein directamente a los ojos, sin parpadear. Stein le devolvía la mirada de igual forma. Tras una pausa, Wood prosiguió:
—La llamada
no pudo hacerla
el criminal, ya que en ese momento se hallaba disfrazado como la obra de Gigli, ¿comprende? De modo que sólo cabe una posibilidad.
Alguien
le preparó el terreno desde
dentro
para que la destrucción del cuadro se desarrollara sin problemas. Un alto cargo, sin duda, o por lo menos alguien con capacidad de acceso a los códigos restringidos de Conservación. Por eso le pido que suspenda la inauguración de «Rembrandt». Si no lo hace, El Artista destruirá otro cuadro
inevitablemente.
Un avión acababa de despegar y surcaba el cielo azul como un águila de nácar. Stein lo observó con curiosidad y luego volvió a mirar a Wood. Un brillo de ansiedad, casi de temor, velaba los fríos ojos de la directora de Seguridad.
—Por increíble que parezca, señor Stein,
uno de nosotros
colabora con ese loco.
Cuando Clara despertó aquel miércoles 28 de junio, Gerardo y Uhl ya habían llegado. En sus rostros creyó percibir que aquella sesión iba a ser especial. Dejaron las bolsas en el suelo y Gerardo dijo:
—Hoy no vamos a darte color. Queremos dibujar polígonos.
Así se llamaban los ejercicios de posturas destinados a explorar las capacidades físicas del lienzo. Desayunó con frugalidad y tomó la dosis de pastillas recomendada por F&W para mejorar el rendimiento de sus músculos y disminuir en lo posible sus necesidades orgánicas. Gerardo le advirtió que le esperaba un día difícil.
—Pues vamos allá —dijo ella.
Habían traído un asiento de piel sin respaldo. Uhl lo sacó de la furgoneta y lo colocó en el salón. Apartaron la alfombra y el sofá y comenzaron a manipularla. Arquearon su espalda hacia atrás y apoyaron su rabadilla en el asiento, le alzaron una pierna, luego la otra, las extendieron y flexionaron alternativamente. Fijaron una postura definitiva y programaron el temporizador.
La inmovilidad consiste, sobre todo, en no hacer caso a nada. Recibimos avisos, señales de molestia creciente. El cerebro tensa las cuerdas de su propio potro. La molestia se convierte en dolor, el dolor en obsesión. La forma de resistir (en las academias de arte lo enseñan) estriba en identificar toda esa copiosa información y mantenerla a distancia sin rechazarla pero sin considerarla como algo que
sucede.
Lo que sucede, de hecho, es que la espalda está doblada o que los músculos de la pantorrilla se contraen. Más allá de estos sucesos sólo hay sensaciones: incomodidad, calambres, un caudal torcido de estímulos y pensamientos, una riada de cristales rotos. Con adecuado entrenamiento, el lienzo aprende a controlar ese cauce, a mantenerlo a distancia, verlo crecer sin que la postura se modifique.
Sumergida en su propia contorsión, la cabeza en el suelo junto a los brazos, la vista fija en la pared, las piernas en alto, la rabadilla apoyada en el asiento, Clara se sentía como una cáscara a punto de romperse para dar paso a otra cosa. No conocía nada mejor para arrancarse de la órbita de su propia humanidad que una postura incómoda. Su mente abandonaba los recuerdos, los temores, los pensamientos complejos, y se concentraba en la albañilería de los músculos. Era maravilloso dejar de ser Clara y convertirse en un objeto con una mínima conciencia de dolor.
Fue tan leve que, al principio, apenas lo notó.
Al modificar la posición de sus piernas en el aire, Uhl le acarició innecesariamente las nalgas. Lo hizo con sutileza, sin gestos bruscos o estereotipados. Simplemente deslizó la mano a lo largo de la columna tensa de su muslo izquierdo y abarcó sus glúteos contraídos. Pero apenas los presionó y se apartó en seguida. Otro borroso lapso de tiempo más tarde sintió unos dedos ásperos sobre su muslo derecho, parpadeó, irguió la cabeza y vio la mano de Uhl descendiendo hacia su ingle. Uhl no la miraba mientras la tocaba. Ella siguió inmóvil y Uhl se retiró casi de inmediato.
La invasión se hizo más evidente la tercera vez, cuando, después de mover sus piernas hasta ajustarías en una posición distinta, Uhl tanteó su sexo con cierta brusquedad. Desconcertada, flexionó las piernas y se hizo un ovillo en el suelo.
—Postura —ordenó Uhl. Parecía enfadado.
Clara se limitó a mirarlo.
—Postura.
Desde donde ella se encontraba, la figura de Uhl resultaba amenazadora. Pero Clara no sentía ningún miedo real. Algo en la actitud del pintor lo convertía todo en una escena perfecta, le otorgaba a todo el adecuado punto artístico. Decidió obedecer. Pese a las protestas de sus tendones (no hay nada peor que perder una postura difícil e intentar recuperarla sin preparación previa), volvió a apoyarse en el asiento, elevó las piernas y se mantuvo inmóvil con la cabeza y los brazos en el suelo. Pensó que Uhl reanudaría el asedio, pero lo que hizo éste fue contemplarla un instante y alejarse.
Clara sabía que Uhl
podía estar fingiendo
el acoso con fines hiperdramáticos. Las pinceladas estaban tan bien ejecutadas, sin embargo, que le resultaba imposible, pese a su experiencia como lienzo, determinar dónde acababa el verdadero Uhl y comenzaba el artista. Por otra parte, aquel fingimiento no exceptuaba la posibilidad de un acoso
real
tras los bastidores. Uhl podía haber recibido instrucciones del pintor principal, pero ella ignoraba hasta qué punto no estaba
abusando
de aquella situación privilegiada. Era difícil marcar límites, porque entre un gesto de pintor y una caricia existe un sinfín de misteriosos grados.
Sonó el temporizador. Los dos asistentes regresaron y cambiaron el boceto. La hicieron incorporarse y quitaron el asiento de piel. Luego la tendieron bocabajo y la manipularon otra vez: cabeza alzada, brazo derecho extendido, izquierdo hacia atrás, pierna izquierda en alto. La posición recordaba la de una persona nadando. Estiraron sus extremidades hasta que las articulaciones ofrecieron resistencia. Era evidente que querían dibujarla tensa. No bastaba una simple contracción: deseaban recalcar los trazos. Cuando se sintieron satisfechos con la firme silueta de sus miembros extendidos, volvieron a programar el temporizador y la dejaron en el suelo.
Ocurrió en un momento impreciso durante aquella nueva postura. Ella percibió sus pasos en el salón y lo vio agacharse a su lado. Su posición dejaba expuestos su pecho izquierdo y su sexo: las manos de Uhl se apropiaron de ambos.
Fue un gesto tan brutal que Clara no pudo evitar soltar las riendas de la inmovilidad y protegerse el cuerpo. Entonces sucedió algo que le cortó el aliento.
Uhl la cogió con violencia de los brazos y se los apartó con fuerza desproporcionada, imprevista, haciéndola gritar. Era la primera vez que empleaba aquella violencia con ella. De hecho, era la primera vez que alguien la trataba con violencia desde que había sido imprimada. La sorpresa la dejó sin habla y sin posibilidad de defenderse. El pintor se agachó aún más y hundió la boca en su cuello mientras le sujetaba las manos. Ella sintió su saliva, su lengua como un pulpo recién capturado y arrojado a su garganta, su aliento gruñendo sobre su yugular. Se debatió como pudo, pero Uhl no aflojó la presa.
—¿Estás loco? —gimió ella—. ¡Déjame!
Uhl no parecía escucharla. El armazón de sus gafas se torcía bajo la mandíbula de Clara, su boca descendía poco a poco, se arrastraba hacia sus pechos. Ella cesó de debatirse un instante.
De repente, casi de forma simultánea a su abandono de la lucha, Uhl se detuvo, lanzó un suspiro, se incorporó y soltó sus muñecas. Jadeaba incluso más que ella, y toda su cara había enrojecido. Se ajustó las gafas sobre el caballete de la nariz, se alisó el pelo de la nuca. Era como si una súbita vergüenza le hubiese impedido proseguir. Clara continuó en el suelo, frotándose las muñecas. Por un instante permanecieron observándose mientras recuperaban el aliento. Entonces Uhl se marchó.
Ella creyó comprender de repente lo que había ocurrido: había sido
su repentina pasividad
lo que había frenado a Uhl, como en ocasiones anteriores.
Aquel dato no significaba nada por sí mismo. Podía tratarse de una reacción humana, no artística: quizás Uhl no se había atrevido a llegar más allá, o tal vez pertenecía a ese tipo de hombres que sólo sienten placer al encontrar resistencia. No obstante, Clara quiso pensar que la
pincelada
le obligaba a detenerse cuando ella no se opusiera. Archivó aquel dato y lo reservó para una prueba posterior.
El nuevo asedio no la cogió desprevenida. La habían dibujado en postura de mesa: boca arriba, apoyada con manos y pies en el suelo, la cabeza hacia atrás y las piernas abiertas. En un momento dado, Uhl se acercó. Ella lo miró a los ojos y supo que todo iba a comenzar de nuevo, pero esta vez decidió oponerse. Abandonó la postura y se incorporó.
—Déjame en paz, ¿vale?
Sin previo aviso, aquellos brazos largos, velludos como fibras de cáñamo áspero o cerdas de pincel, la sujetaron, empujándola de nuevo hacia el suelo. La boca de Uhl se abrió y buscó la suya. Ella apartó la cara con gesto de asco al tiempo que apoyaba los codos en su torso y empujaba. Uhl resistió la presión sin muchas dificultades. Clara lo intentó de nuevo pero encontró un muro infranqueable. Es verdad que estaba más débil de lo normal a causa de los ejercicios, pero era obvio que Uhl poseía una fuerza sorprendente. El pintor aferró sus mejillas con una de sus velludas manos y la hizo volverse hacia él; entonces deslizó la lengua sobre su boca imprimada, sin labios. Clara reunió fuerzas y levantó ambas rodillas a la vez. El intento, en esta ocasión, tuvo éxito: arrojó a Uhl a un lado y rodó sobre sí misma para escapar.