Luego supo de quién procedía aquel regalo sorpresa.
«La idea fue de Hannah —le explicó su hermano Roland por teléfono—. No sabíamos qué tal te iba a caer, Lothar. Pero si no te gusta, nos lo devuelves. Carlsen nos ha asegurado que podemos revenderlo después.»Al principio, Bosch pensó en deshacerse del retrato. Se sentía tan estremecido en su presencia que decidió comer en otra habitación para no contemplarlo. Ignoraba si ese sentimiento se debía a que Hendrickje estaba muerta, o a que él no quería recordarla, o a quién sabe qué otra oscura razón. Como buen policía, comenzó descartando lo improbable. Si admitía las fotos y recuerdos de su esposa, ¿por qué no soportaba
aquello?
Las dos primeras posibilidades quedaban, pues, anuladas. La conclusión a la que llegó fue extraña: lo que le estremecía del retrato no tenía nada que ver con Hendrickje, sino con Emma Thorderberg. Lo que más le impresionaba era ignorar quién se ocultaba detrás de la máscara. Para librarse de aquel fascinante horror, decidió abordar al lienzo. Una noche, cuando ella se marchaba (el contrato estipulaba seis horas de exhibición en su casa), la retuvo con algunas preguntas banales sobre su profesión. Tomaron una copa y Emma se reveló locuaz e impetuosa, mucho menos instruida que Hendrickje, con menos personalidad, más hermosa, bastante más solidaria, menos egoísta. Bosch comprobó algo: Emma no era Hendrickje ni podría serlo nunca, pero también era muy valiosa por sí misma. Una vez que hubo sabido esto (que Hendrickje era, en realidad, Emma Thorderberg disfrazada), el retrato se convirtió en una farsa de carnaval. Ya no le inquietaba mirarlo, comer o leer junto a él. Y, justo a partir de ese punto, decidió devolverlo. Tras un breve acuerdo monetario con Carlsen lograron adjudicárselo a un coleccionista a quien su hermano trataba por una afección laríngea. Incluso le sacaron algún beneficio. Ahora Hendrickje vive con otro. Lo único que Bosch lamenta es que Emma también se ha marchado. Porque no es el arte lo que importa, opina Bosch, sino las personas.
Conocer a Emma Thorderberg le hizo decir que sí cuando, pocos años después, Jacob Stein lo llamó para convertirlo en supervisor de Seguridad de la Fundación. Bosch se consuela pensando que no fue la tentación de la cuantiosa subida de sueldo lo que le impulsó a dejar la policía (no
sólo
eso, al menos). Proteger obras de arte significaba para Bosch lo mismo que proteger
personas.
Las cosas, al final —como diría Hendrickje— terminan alcanzando el equilibrio.
La tercera foto es una instantánea dedicada de su preciosa sobrina Danielle, la hija de su hermano Roland. Roland Bosch, cinco años menor que Lothar, había estudiado medicina y se había especializado en otorrinolaringología. Poseía una excelente consulta privada en La Haya, pero era de esa clase de sujetos que sólo son felices cuando hacen algo inusitado: deportes de riesgo, inversiones repentinas en Bolsa, compras y ventas sorprendentes, cosas así. A la hora de buscar novia eligió a una bellísima y famosa actriz de la televisión alemana a la que conoció en Berlín. Rebasó con éxito la tara de fealdad de los Bosch y presumía de haber logrado que su única hija heredara el físico de la madre. Danielle Bosch era preciosa, en efecto, pero también era una niña de diez años de edad, y Bosch opinaba que no se merecía una familia como aquélla. Roland y Hannah la habían educado con un espejo mágico que todos los días le rendía pleitesía. El año anterior quisieron que su pequeña divinidad hiciera cine. La llevaron a varios
castings,
pero Danielle interpretaba bastante mal y su tono de voz era un poco demasiado grave. Fue rechazada, para disgusto de sus padres y felicidad de su tío Bosch. Las cosas, sin embargo, habían tomado un nuevo e insospechado rumbo hacía tan sólo dos meses: Roland se había propuesto educar a Danielle en serio y la había matriculado como interna en un colegio privado de La Haya. Bosch estaba sorprendido con la noticia, pero al mismo tiempo se preocupaba por Danielle. Quería saber qué tal se encontraba la niña en ese ambiente tan alejado de la inútil complacencia de sus padres. Amaba a Danielle con una locura sólo explicable en un cincuentón viudo y sin hijos, pero no a la Danielle que estaban criando Roland y Hannah, sino a la niña que, a veces, compartía sonrisas y pensamientos con él. Hendrickje no había podido conocer a Danielle, pero Bosch estaba seguro de que se hubieran llevado bien. De hecho, Hendrickje y Roland hacían buenas migas.
El mundo, según Lothar Bosch, se divide en dos clases de seres: los que saben vivir y los que
protegen
a los que saben vivir. Gente como Hendrickje o su hermano Roland pertenecen a la primera categoría; Bosch es de la última.
Ahora observa el retrato de Danielle de hito en hito mientras Nikki Hartel entra en su despacho.
—Creo que tenemos algo, Lothar.
El despacho de April Wood se encuentra en la sexta planta del Nuevo Atelier y está repleto de cuadros. Son desnudos o casi desnudos en color carne. Ningún artificio, ningún color fascinante, ninguna complejidad. A Wood le gusta el arte abstracto corporal, donde las figuras se muestran como meras anatomías vírgenes en tonos uniformes, siempre caucásicas, casi todas femeninas, con talle de bailarinas o acróbatas. Cuestan mucho dinero, pero ella lo tiene. Y la Fundación le permite decorar su despacho a placer. Casi todas las obras son de autores británicos de la nueva hornada. Junto a la puerta se exhibe un Jonathan Bergmann titulado
Culto al cuerpo
que gusta a Bosch especialmente, quizá por su hermosa posición de ballet. De pie al fondo, con las piernas abiertas y las manos en la cintura, se planta un Alec Storck pintado con bronceadores y filtros solares de diversa gradación. También hay tres originales de Morris Bird: una chica en azul lunar que hace el pino frente a la ventana, un chico que se equilibra sobre una sola pierna cerca de la mesa —cuyas nalgas amarillas rozan el cable del teléfono— y una chica ocre y fucsia que se agacha en el suelo en postura de rana a punto de saltar.
Por acostumbrado que estuviera, a Bosch siempre le causaba cierta impresión entrar en aquel despacho.
—¿Sí?
—April, hay buenas noticias.
Ella estaba allí, de pie, paseando con las manos a la espalda, vestida con una pieza tubular en gris plata. («Juana de Arco en armadura», pensó él.) Era como una reina en medio de estatuas desnudas. Su semblante mostraba preocupación.
—Vamos a la salita —dijo.
La salita comunicaba con el despacho a través de un breve pasillo de paredes de espejo. Se trataba de una pequeña habitación sin ventanas y sin decoración humana. Wood cerró la puerta para que los cuadros no pudiesen oírlos y ofreció a Bosch un asiento; ella ocupó el otro. Bosch le entregó los documentos que Nikki le había llevado. Contenían varias impresiones láser en papel de foto.
—Fíjate en esta mujer rubia. Fue filmada en tres ocasiones diferentes por la cámara de entrada en el Museumsquartier de Viena durante el mes de mayo. Ahora observa a este hombre. Filmado por las mismas cámaras cuatro veces y en días distintos a los de la chica. Y lo más increíble. —Mostró un tercer papel con una caricatura informática—. El análisis morfométrico de los rostros ofrece datos muy similares. Con un ochenta por ciento de probabilidad, se trata de la misma persona.
—¿Y en Munich?
—Aquí están los resultados. Tres visitas ella, dos visitas él, días alternos, durante la segunda quincena de mayo.
—Perfecto. Ya lo tenemos. Dispuso de tiempo suficiente para regresar a Viena y convertirse en la indocumentada. Pero estaría más que perfecto si pudiéramos compararlo con un falso Díaz o un falso Weiss...
—Sorpresa.
Bosch le entregó otro papel. Al inclinarse hacia Wood, apreció la palidez de su rostro ensombrecido por el flequillo. «Se maquilla como un antiguo faraón, Dios mío, como si tuviera miedo de que alguien la contemplara al natural.» También era cierto que desde que habían regresado de Munich la encontraba distinta. Suponía que el trabajo la desmejoraba pero se preguntaba si le ocurría algo más. Tendió un tembloroso índice hacia la foto: eran dos hombres, uno de espaldas y otro de frente. El que estaba de frente era de complexión atlética, llevaba el pelo largo y gafas de sol.
—La imagen está grabada por la cámara del hotel Wunderbar. Se trata del momento en que el falso Weiss llegó al hotel el martes por la tarde para hacer la obra de Gigli. El hombre de espaldas es uno de nuestros agentes y está revisando su documentación. Hemos procesado la imagen de inmediato. Los análisis morfométricos coinciden en un noventa y ocho por ciento con los del hombre de Viena y Munich y en un noventa y cinco por ciento con la mujer. La probabilidad de falsos positivos es del catorce por ciento. Se trata de la misma persona, April, estamos casi seguros.
—Es increíble.
—April, perdona, ¿te sucede algo?
A Bosch le había alarmado que ella, de repente, quedara absorta con la mirada perdida en un punto fijo de la pared.
—Me han llamado de Londres —dijo Wood—. Mi padre está peor.
—Oh, cuánto lo siento. ¿Mucho peor?
—Peor.
Las conversaciones sobre la vida íntima de April Wood se limitaban a monosílabos o bisílabos murmurados con concisión y a largos silencios intermedios. «Bien», «mal», «mejor» y «peor» eran las opciones preferidas. Debido a esto, Bosch apenas conocía otra cosa sobre ella que los rumores. Sabía que su padre la había marcado significativamente de una forma que no se atrevía a conjeturar y que ahora se encontraba enfermo en algún hospital privado de Londres. Sabía que Wood había permanecido soltera toda su vida y que los comentarios sobre su posible lesbianismo no eran infrecuentes. Sin embargo, Gerhard Weyleb, el anterior jefe de Seguridad, le había revelado la tormentosa relación de Wood con uno de los críticos de arte más importantes e influyentes de Europa, Hirum Oslo. Bosch admitía haber conocido a Oslo sólo ligeramente, pero no podía imaginar qué clase de atractivo había encontrado una mujer como April en aquel individuo flaco, tullido e inerme.
Wood era un misterio tan apasionante como el fondo inexplorado del mar. Cuando se la presentaron, a Bosch le cayó muy mal.
A tenor de lo ocurrido con Hendrickje, supuso que terminaría enamorándose de ella.
—Lo siento mucho, April, de veras —dijo.
Ella asintió con un gesto de la cabeza y en seguida cambió de tono.
—Un magnífico trabajo, Lothar.
—Gracias.
Wood no prodigaba los elogios, y aquellas palabras lo hicieron sentirse bien. Lo cierto era que no creía merecerlas personalmente. Su equipo era el que lo había hecho todo: la gran Nikki y los demás. Habían estado enfrascados en la tarea desde que Wood sugiriera la posibilidad de rastrear morfometrías similares entre las imágenes de visitantes de las exposiciones de Viena y Munich. «Es probable que haya venido a explorar el terreno antes de actuar —había dicho—, y lo más seguro es que lo haya hecho disfrazado.» Los ordenadores del Atelier en el segundo sótano no habían cesado su febril actividad desde el miércoles. Bosch había recibido los resultados aquella mañana, viernes 30 de junio, a su regreso de Munich. Se sentía satisfecho de su equipo y le agradaba que ella lo reconociese.
—Te confieso algo —dijo Wood—. Mi duda principal consistía en saber si se trataba de
varias
personas o de una sola. En el primer caso estaríamos ante una organización bien estructurada con tipos entrenados para llevar a cabo pequeñas funciones. La segunda posibilidad apunta más bien a un
especialista,
lo cual es más jodido, porque no podemos esperar capturar al pez pequeño y tirar del sedal hasta llegar al grande. Nuestra pesca tendrá que ser de envergadura. Esto es un tiburón, Lothar. ¿Tenemos alguna comparación con los retratos informáticos de la indocumentada y la marchante?
—En la última página.
Wood pasó a la última página. A la izquierda se encontraba una ampliación de la muchacha de Viena y Munich; debajo, el rostro del falso Weiss; arriba, en el centro, el hombre de Viena y Munich; abajo, una foto de Óscar Díaz; a la derecha, los retratos informáticos de la indocumentada y la chica llamada Brenda obtenidos gracias a las declaraciones del barman de Viena y de Sieglinde Albrecht. Eran seis personas distintas: parecía increíble que una sola pudiera haberlas representado a todas. Bosch adivinaba lo que estaba pensando Wood.
—¿Qué crees tú? —preguntó—. ¿Es hombre o mujer?
—Esbelto —replicó Wood—. Del sexo no estoy segura, pero es esbelto. Como mujer, se muestra casi desnudo. Como hombre, siempre lleva trajes y se cubre hasta el cuello. Pero la ceru no puede
quitar,
sólo
añadir.
Observa estas piernas. Son las de la chica llamada Brenda. Si es un hombre, se trata de un joven muy esbelto, con apariencia bastante femenil, depilado. Díaz y Weiss tenían una complexión semejante, y probablemente los resolvió con un molde en los hombros y otro en los muslos. Para la barriga del tipo del bigote usó algo más simple; un accesorio teatral, quizá. No se han encontrado huellas dactilares en ningún caso, ni siquiera en el volante de la furgoneta de
Desfloración,
por ejemplo. Esto sugiere que usó moldes de ceru para las manos, lo cual también explica que arrancara la ropa de
Desfloración
a pedazos, ¿recuerdas? Las manos de Díaz eran grandes. Si el tipo las usó de molde para hacerse unas manos de ceru tuvo que sentirse como si llevara guantes de jardinero. No pudo trabajar con finura. Le hubiera resultado difícil incluso desabrocharse su propia chaqueta. El Artista tiene unas manos muy delgadas, Lothar.
Bosch movía la cabeza contemplando las fotos.
—Parece increíble que se trate de una sola persona —dijo.
—A mí no me sorprende tanto —replicó la señorita Wood—.
He presenciado, custodiado y comprado ciertas obras transgenéricas que, me temo, echarían por tierra todas tus convicciones sobre identidad y género. Vivimos en un mundo confuso, Lothar. Un mundo que se ha convertido en arte, en mero placer de ocultar, de fingir aquello que no se es o que no existe. Quizá nunca fuimos así, tal vez esto haya surgido a pesar de nuestra verdadera naturaleza. O quizás
éramos así
desde el principio, nuestra
verdadera
naturaleza era
el disfraz,
y ahora, por fin, hemos logrado adaptar las cosas a nuestra medida.
Hubo una pausa. A Bosch le había sorprendido aquel inusual discurso filosófico en boca de la mujer más práctica que había conocido jamás. Se preguntó hasta qué punto estaba afectada por la enfermedad de su padre.