—¿Qué te ocurre, Lothar? Te veo perdido en el espacio.
Alfred van Hoore (que era quien había hablado) y su colaboradora Rita van Dorn lo miraban con los ojos muy abiertos. Discutían en aquel momento (o habían estado discutiendo en el instante previo al trance de Bosch) sobre la distribución de agentes de Seguridad camuflados entre los invitados a la presentación a la prensa de la colección «Rembrandt» del día 13 de julio. Van Hoore opinaba que era necesaria cierta protección adicional para
el Jacob lucha contra el ángel,
la única obra de la colección que se exhibiría ese día. Los dos agentes colocados a ambos lados no eran suficientes —opinaba Van Hoore— para impedir que alguien de la primera fila saltara hacia el podio con un arma cortante y dañara a Paula Kircher o Johann van Allen, los dos lienzos que componían el
Jacob.
Resultaban necesarios otros dos de refuerzo en el área central porque un ataque desde esta posición no podría ser repelido a tiempo desde los ángulos. Luego estaban los peligros a larga distancia. Le mostró a Bosch una simulación de ordenador donde un supuesto terrorista arrojaba un objeto hacia el cuadro desde cualquier punto del salón. Al joven Van Hoore le encantaban las simulaciones, y las diseñaba él mismo. Había aprendido a hacerlo mientras coordinaba la vigilancia de exposiciones en Oriente Medio. Bosch pensaba que a Van Hoore le hubiera gustado ser director de cine: movía los muñecos informáticos de un lado a otro como si fueran actores, los dotaba de vestidos y gestos humanos. Fue durante el desarrollo de la simulación cuando Bosch se despistó. No soportaba aquellos dibujos animados.
—Quizás es que estoy cansado —adujo como disculpa y tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Pero me parece muy interesante lo que planteas, Alfred.
Las pecas en el juvenil semblante de Van Hoore se riñeron de rojo.
—Me alegro —dijo—. Mi razonamiento es muy sencillo: si dejamos que Seguridad Visual controle a los invitados
nadie
intentará hacer nada junto a ellos. Un supuesto terrorista se alejaría de Seguridad Visual en cuanto pudiera. Es necesario que algunos de nuestros hombres formen parte de un nuevo equipo que he bautizado como Seguridad Visual Secreta. Irán de paisano, sin identificaciones, y enviarán señales de alarma a Seguridad de Intervención...
Jacob lucha contra el ángel
era el primer original de la colección «Rembrandt» que se presentaría al público. Toda precaución, por tanto, era poca. Nadie había visto aún la obra, pero se sabía que sus figuras eran Paula Kircher
(Ángel)
y Johann van Allen
(Jacob)
y que estaba basada en el óleo de Rembrandt del mismo título. Las vestimentas serían mínimas y sus cuerpos billonarios y firmados a mano por Van Tysch estarían arriesgadamente expuestos durante las cuatro horas que duraría la fiesta de presentación. Los departamentos de Seguridad y Conservación andaban desesperados con aquel tema.
—Me pregunto —observó Rita— por qué no podemos convertir la mitad de la Seguridad Visual en Seguridad de Intervención durante una crisis.
Bosch iba a decir algo, pero Van Hoore le quitó la palabra.
—Es el mismo tema de siempre, Rita. El grupo de Seguridad Visual no está camuflado y, por tanto, forma parte, oficialmente, del personal de la Fundación. Eso significa que debe estar especialmente vestido. Pero bajo el traje que Nellie Siegel ha diseñado para los hombres apenas puede esconderse un chaleco antibalas. Y, desde luego, las agentes femeninas
no podrían
llevar chaleco. Ni siquiera muñequeras eléctricas.
—El vestuario de los agentes no debería influir en la seguridad de las obras —sentenció Rita, molesta.
Bosch cerró los ojos como si de esta forma también pudiera dejar de oír. Lo que menos deseaba en aquel momento era una discusión entre sus colaboradores. El dolor de cabeza continuaba martirizándolo.
—A la Fundación le interesa tanto la
apariencia
como la seguridad, Rita —apuntó Van Hoore que, al contrario que Bosch, sí deseaba discutir—. No hay remedio. Si tiene que haber una decena de individuos de pie en un rincón vigilándolo todo, deben resultar muy llamativos. Si es posible, incluso llevar el mismo color de pelo. «Simetría,
fuschus,
simetría» —agregó, con una pasable imitación del tono engolado de Stein.
En aquel momento entró Nikki. Para Bosch fue como si entrara el aire puro.
—Alfred, Rita: creo que vamos a interrumpir esta agradable conversación durante un rato. Tengo un asunto pendiente con el equipo de rastreo.
—Como quieras —aceptó Van Hoore, que parecía decepcionado—. Pero aún debemos hablar de las medidas de identificación.
—Después, después —dijo Bosch—. He quedado para comer con Benoit, pero, atención todos, antes de comer, oídme bien, antes de comer dispongo de unos cuantos minutos durante los cuales
no tendré nada que hacer.
Asombroso, ¿verdad? Los dedicaré a vosotros.
Rita y Alfred se levantaron sonriendo.
—Todo está bajo control, Lothar —le dijo Rita, compasiva, antes de salir—. No sufras.
—Intentaré pensar en positivo —replicó Bosch, y se sorprendió al caer en la cuenta de que aquélla era la misma respuesta que a veces ofrecía a Hendrickje sólo para lograr que se callara.
Cuando la puerta se cerró, Bosch se sujetó la cabeza con ambas manos y exhaló el aire lentamente. Nikki, sentada frente a él, con el vértice de la mesa casi apuntando hacia su torso, lo observaba con placidez. Aquella mañana vestía traje de chaqueta y pantalones ceñidos en color canario a juego con sus espléndidos cabellos en tono limón. El auricular blanco la coronaba como una diadema.
—Podría haber venido un poco antes —dijo Nikki—, pero tuve que arreglarme, porque hemos estado toda la noche frente a las pantallas, Chris, Anita y yo. Mi aspecto como empleada de la Fundación dejaba mucho que desear esta mañana.
—Comprendo. La imagen ante todo. —Bosch sonrió en simetría con la resplandeciente sonrisa de Nikki—. Dame sólo buenas noticias, por favor.
Ella le entregó los papeles al tiempo que hablaba.
—Similares morfometrías, experiencia notable en retratos y prótesis de ceru. Todos han hecho transgenerismo con figuras andróginas o de cualquier sexo. Y están en paradero desconocido: no hemos podido contactar con ellos ni siquiera a través de pintores o dueños previos.
Bosch observaba los papeles que Nikki había desplegado sobre la mesa.
—Son casi treinta individuos. ¿No podéis reducir más el campo?
Nikki negó con la cabeza.
—La lista comenzó con más de cuatrocientas mil personas el viernes, Lothar. A lo largo del fin de semana logramos reducir las posibilidades: cinco mil, doscientas cincuenta... Anita dio un salto de alegría ayer por la tarde cuando conseguimos quedarnos con cuarenta y dos. De madrugada logramos descartar con absoluta seguridad a quince. Esto es lo mejor que tenemos.
—Te diré lo que vamos a hacer... Te diré lo que vamos a hacer...
—Vamos a tomarnos un par de aspirinas —sonrió Nikki.
—Sí, no es mala idea para empezar.
Debía obrar con prudencia. Nikki y su equipo no pertenecían al «gabinete de crisis», como pomposamente había sido bautizado aquel comité del Obberlund, y por tanto ignoraban todo lo relacionado con El Artista y la destrucción de los cuadros. Sólo sabían que resultaba imprescindible localizar a un individuo experto en cerublastina con determinados datos morfométricos faciales. Por otra parte, dejarlos fuera de la investigación era absurdo. «Thea no va a poder rastrear sola las veintisiete pistas que quedan», pensó Bosch.
—Una persona no se esfuma en el aire, ni siquiera un adorno sin sexo —dijo—. Quiero que los busquéis hasta debajo de las piedras: familiares, amigos, últimos dueños...
—Es lo que hemos estado haciendo, Lothar. Sin resultados.
—Si es preciso, utiliza el equipo de Romberg. Tienen capacidad operativa para desplazarse de un sitio a otro.
—Podríamos buscarlos durante un año entero con idénticos resultados —repuso Nikki, y Bosch advirtió que el cansancio empezaba a irritarla—. Quizás estén muertos, o ingresados en algún hospital con otro nombre. O quizás hayan abandonado la profesión, quién sabe. Nosotros no vamos a poder rastrearlos. ¿Por qué no informamos a Europol? La policía cuenta con mejores medios.
«Porque
Rip van Winkle
se enteraría —pensó Bosch—. Y, después de
Rip van Winkle,
El Artista.» Wood y él habían decidido no contar con
Rip van Winkle
salvo en caso de extrema necesidad. Suponían que el colaborador de El Artista pertenecía al gabinete de crisis y que, por tanto, todas las actividades de este sistema serían completamente inofensivas para el criminal. Intentó improvisar una excusa creíble.
—La policía no busca a nadie si no hay una denuncia previa, Nikki. Y aunque un familiar haya denunciado la desaparición de alguno de estos lienzos, los sistemas policiales siguen su propio ritmo. Tendremos que ser nosotros.
Nikki lo observaba con expresión escéptica. Era demasiado lista para no percibir que aquello era una razón superflua, comprendió Bosch, porque Europol hubiera bailado la danza del vientre si la Fundación se lo hubiera pedido, con o sin denuncia previa.
—De acuerdo —dijo Nikki tras una pausa—. Emplearé el equipo de Romberg. Nos dividiremos el trabajo.
—Gracias —manifestó Bosch con sinceridad. «Nikki: eres mucho más
inteligente
de lo que yo creía», pensó, admirado.
El interfono zumbó y se oyó la voz de una operadora.
—Señor Bosch: por la línea tres, el señor Benoit, pero ha dicho que le haga yo la pregunta si está muy ocupado. Y por la línea dos, su hermano.
«Roland —pensó. Sin poder evitarlo, dirigió una mirada de soslayo a la foto de Danielle. La niña le sonreía pícaramente—. Roland, por Dios, al fin.»
—Dile a Benoit... ¿Qué es lo que quiere preguntarme?
Benoit quería confirmar que almorzarían juntos en su despacho ese mediodía. Bosch respondió que sí con impaciencia.
—Que mi hermano no cuelgue —dijo y se volvió hacia Nikki—: Averigua paraderos actuales. No descartaremos a ninguno hasta asegurarnos de que están muertos, comprados o en plena subasta.
—De acuerdo. Y no olvides las aspirinas.
—No podría olvidarlo aunque quisiera. Gracias, Nikki.
Bosch cerró los ojos cuando Nikki sonrió. Quería conservar aquella sonrisa como la última imagen mental antes de que abandonara el despacho. Al quedarse solo, descolgó uno de los inalámbricos de góndola y pulsó el botón de la línea dos.
—¿Roland?
—Hola, Lothar.
Se lo imaginaba hablando desde su propio despacho, bajo aquella espantosa holografía de una garganta humana que exhibía en la pared. Bosch aún se preguntaba qué había ocurrido con la familia Bosch. Uno de los grandes enigmas del universo se resolvería cuando alguien lograra descifrar por qué su padre había sido abogado de una empresa tabacalera, su madre profesora de Historia, él mismo policía y después encargado de seguridad de una empresa privada de arte, y su hermano, otorrinolaringólogo. Sin olvidar a la pequeña Danielle, que quería ser... Mejor dicho, que ya era...
—Roland, llevo intentando comunicarme contigo desde hace varios días...
—Lo sé, lo sé. —Oyó la risita de su hermano—. Estuve en un congreso en Suecia y Hannah se fue a París. Supongo que me llamas por lo de Nielle. Ya te has enterado, ¿verdad...? En fin, te hemos gastado una mala pasada y nos arrepentimos. Pero debes comprendernos: Stein nos prohibió terminantemente que te dijéramos nada. Para que no te intrigaras por la ausencia de tu sobrina tuvimos que inventarnos lo de que había ingresado interna en un colegio. Pero no creas que eres el único engañado. Yo mismo me enteré hace menos de dos meses... Fue idea de Hannah presentar a Nielle al señor Stein. ¡Y Van Tysch no dudó un instante en aceptarla como figura para un original! Todo se ha llevado a cabo en el más absoluto secreto. Incluso nos aseguraron que si Danielle no fuera menor de edad, ni siquiera nos hubiéramos enterado nosotros.
—Comprendo, Roland. No te preocupes.
—Dios mío, qué cosa más fantástica. Tú sabrás más de esto que yo. La han... ¿Cómo se dice...? La han
imprimado,
le han depilado las cejas... Al principio no nos dejaban verla... Después nos llevaron al Viejo Atelier y pudimos observarla a través de un cristal de una sola dirección. Llevaba etiquetas en el cuello, la mano y el pie. Me pareció... Nos pareció una criatura bellísima. Creo que debemos sentirnos orgullosos, Lothar. Pero ¿sabes lo que más le hace ilusión a ella? ¡Que su tío sea quien la custodie!
Otra vez aquella risa lejana. Bosch cerró los ojos y apartó el auricular. Sentía el impulso feroz de romper algo. Pero no se atrevió a dejar de oír a Roland.
—Vigílala bien, tío Lothar. Es una obra valiosísima. ¿Puedes imaginar...? No, creo que no podrías. La semana pasada nos informaron de
su precio inicial.
¿Sabes lo que pensé al oír cuánto iba a valer
nuestra hija?
Pensé: ¿por qué diablos me hice médico y no me dediqué a ser obra de arte también...? ¡Hemos perdido el tiempo, Lothar, te lo juro! ¿Puedes creerlo? ¡A sus diez años Nielle va a ganar más dinero del que tú y yo podríamos soñar con reunir en
toda nuestra vida!
Me pregunto qué hubiera opinado papá sobre esto. Creo que nos habría comprendido. Al fin y al cabo, él siempre le dio mucha importancia al valor de las cosas, ¿no? ¿Cómo decía? «Lo mejor posible con los elementos disponibles...»Hubo una pausa. Bosch miraba fijamente el retrato de Danielle.
—¿Lothar? —dijo su hermano.
—Sí, Roland.
—¿Sucede algo?
«Claro que sucede algo, imbécil. Sucede que has dejado que tu hija se convierta en cuadro. Sucede que has permitido que Danielle se exhiba en esta exposición. Sucede que me gustaría morderte.»
—No, nada de particular —contestó—. Quería saber qué tal estabais.
—Muy nerviosos. Lo de Nielle tiene a Hannah subiéndose por las paredes. Y es lógico. No todos los días tu hija de diez años se convierte en una obra de arte inmortal. Me han dicho que a fines de la semana próxima la firmará Van Tysch con un tatuaje en el muslo. ¿Eso hace daño?
—No más que tus operaciones de amígdalas —bromeó Bosch sin ganas. Entonces reunió coraje para decir lo que tenía que decir—. Me preguntaba, Roland...
La veía. Podía verla acostada en la casita de Scheveningen, las sombras de las hojas de un manzano dibujando un rompecabezas en su piel. La veía tumbada al sol, o hablando mientras se rascaba la planta de un pie. Podía verla en Navidad con un jersey de cuello de tortuga, los bucles rubios desparramados por sus hombros y la boca manchada de pastel. Era una niña. Una niña de diez años. Pero no se trataba de la casi inaceptable posibilidad de que se hiciera cuadro. No era la terrible fantasía de encontrársela desnuda e inmóvil en casa de cualquier coleccionista. Todo eso habría sido deprimente, pero no se le hubiera ocurrido protestar: a fin de cuentas, él no era su padre.