Sabía que, a diferencia de la suya, la «zona» de Van Tysch en el Nuevo Atelier estaba vacía. Pero Stein vivía rodeado de lujo, y había decorado su comedor a placer con cuadros, adornos y utensilios de Loek, Van der Gaar, Marooder y él mismo. Más de veinte pubertades respiraban en aquel salón, quietas o coreográficamente móviles, pero el silencio era enorme.
Sólo Stein sonaba a vida.
Estaba repasando mentalmente todo lo que debía hacer. A esas horas los cuadros ya tenían que estar colocados en el Túnel, aguardando al Maestro. La inauguración estaba prevista para las seis, pero Stein ya no se encontraría allí: Benoit ocuparía su puesto y atendería a las personalidades. Su presencia sería necesaria en otro lugar donde debería atender también a otra importantísima personalidad.
Fuschus,
el poder era otra clase de arte, pensaba. O quizás una artesanía, la habilidad de tenerlo todo bajo control. Él había sido un verdadero maestro en aquel oficio. Ahora debía superarse a sí mismo. El momento era delicado. En cierto sentido, el más delicado de toda la historia de la Fundación, y él tenía que arrostrarlo.
Neve, su secretaria, apareció de repente al fondo de la sala.
Pese a saber con seguridad que la tan esperada visita se presentaría de un momento a otro, el anuncio de que ya había llegado distendió sus faunescos rasgos con un súbito acceso de felicidad. Se levantó apoyándose en la Mesa y produciendo apenas un leve estremecimiento en las cuatro muchachas de plata —y un parpadeo en aquella sobre cuyo muslo había colocado el pie—, y avanzó hacia la puerta.
La visita quedó un instante absorta, observando con los ojos muy abiertos los cuerpos tibios que decoraban la habitación. Pero en seguida exhibió una deslumbrante sonrisa y tendió la mano, correspondiendo al saludo de Stein.
—Quiero darle la bienvenida a la Fundación Van Tyschse apresuró a decir Stein en un inglés correcto—. Sé que conoce perfectamente el inglés —añadió—. Lamento no poder decir lo mismo del español.
—No se preocupe por eso —respondió, sonriendo, Vicky Lledó.
14.16 h
La señorita Wood llevaba más de tres horas sentada en el césped. Había destapado uno de los zumos que guardaba en el bolso y daba lentos sorbos mientras escrutaba las nubes. Era un lugar pacífico, apropiado para cerrar los ojos y descansar. En cierto sentido le recordaba su casa de Tívoli: la misma banda sonora de verano, cantos de pájaros, ladridos de perros remotos. La casa de Víctor Zericky era pequeña y su valla color verde manzana mostraba señales de haber sido reparada con cierta pericia. En el jardín había flores, una ordenada sociedad de plantas educadas por la mano del hombre. La casa estaba cerrada. No parecía haber nadie.
El anciano de la casa vecina le había dicho que Zericky era divorciado y vivía solo. Con ello parecía haber querido decirle —sospechaba Wood— que su horario no era fijo y que iba y venía con entera libertad. Por lo visto, Zericky acostumbraba a ausentarse durante días para viajar a Maastricht o a La Haya a recabar información sobre su trabajo de historiador o simplemente porque le apetecía estirar las piernas y descubrir nuevas rutas a lo largo del Geul.
—No se lo digo para desanimarla —añadió el viejo, de pelo de mármol y chapetas como bofetones recientes—, pero si él no sabe que usted está aquí no le aconsejo que lo espere. Ya le digo que podría tardar días en regresar.
La señorita Wood se lo agradeció, se dirigió al coche y se inclinó por la ventanilla del chófer.
—Puede marcharse a donde quiera, pero regrese a este mismo lugar a las ocho.
El coche se alejó. Wood buscó un lugar apropiado, se sentó en la hierba, apoyó la espalda en el tronco de un árbol notando las rugosidades a través de su leve cazadora y se dedicó al pesado oficio de dejar pasar el tiempo.
No tenía otra cosa que hacer de todas formas, y nunca le había molestado esperar cuando estaba en juego algún trabajo. De hecho, aquel paréntesis de canto de pájaros y brisa perfumada le agradaba. Terminó el zumo, guardó el cartón vacío en el bolso y sacó otro. Le quedaban sólo dos, pero necesitaba reponer líquidos. Se notaba cada vez más débil, los ojos se le cerraban tras la barrera de cristal oscuro de las gafas, y a veces daba cabezadas. Llevaba sin comer nada sólido un tiempo impreciso —quizá dos días, quizá más—, pero, con todo, no sentía hambre alguna. Sin embargo, hubiera pagado a precio de oro un buen termo de café. Tenía calor. Se quitó la cazadora y la dejó en la hierba. Curiosamente, cubierta sólo con la camiseta de tirantes, sentía un poco de frío.
No se preguntaba si Zericky vendría alguna vez. En realidad, había dejado la mente en blanco. Sólo sabía que esperaría allí hasta que ya no le fuese posible esperar más. Luego regresaría a Amsterdam.
Siguió bebiendo zumo mientras el viento removía su cabello.
16.20 h
—Sin novedad, sección dos.
—Todo normal, sección tres.
—Sin novedad, sección cuatro.
Bosch no estaba pensando en El Artista mientras oía la letanía de los agentes en los altavoces. En realidad, se había puesto a reflexionar sobre los circos. De niño había visitado pocos, porque a papá Víctor no le gustaban. Ir al circo no era lo mejor que podía hacerse con los elementos disponibles. Pero todo niño visita, alguna vez, un circo, sea el que fuere, ya Bosch también le había tocado el turno. Sin embargo, no se divirtió: desde el peligro de las acrobacias hasta la ruindad de los tigres enjaulados, desde los payasos de cara de merengue hasta los plastificados trucos de los magos, todo le había parecido miserable y triste.
Ahora se encontraba en otro circo. Las atracciones eran distintas, pero había público, carpas, trucos de magia y fieras. Y todo le parecía igual de triste.
Se hallaba en el interior de una de las dos
roulottes
destinadas a Seguridad. Seis remolques flanqueaban el Túnel por ambos lados, estacionados en lugares que permitían libre acceso a las furgonetas de recogida y evacuación. Cada par estaba ocupado por un departamento diferente: Arte, Conservación y Seguridad. En las
roulottes
de Seguridad se vigilaban, a través de monitores de circuito cerrado, las secciones del Túnel destinadas a exhibición, la entrada, la salida y la plazoleta central desde la cual se procedería a la recogida de los cuadros. La
roulotte A
controlaba las primeras seis obras del brazo de entrada; la
roulotte B,
las otras siete. Esta última estaba aparcada cerca del museo Van Gogh y en su interior se encontraba Bosch.
Las cámaras que enfocaban el Museumplein registraban un espectáculo que, sin duda, provocaría que Paul Benoit se frotara las manos, en opinión de Bosch. Faltaba una hora y media para la inauguración y la hilera de relumbrantes paraguas daba ya la vuelta al Rijksmuseum y llegaba hasta Singelgracht. Algunos esperaban en el mismo sitio desde la madrugada o la noche anterior, de pie frente al primer filtro de seguridad, con la entrada en la mano. La policía había establecido una barrera a lo largo de Museumstraat y Paulus Potterstraat para impedir disturbios. No obstante —para felicidad de Benoit, otra vez—,
había
disturbios en ambas zonas: miembros del BAH y otras organizaciones opuestas al arte HD agitaban pancartas y coreaban consignas contra la Fundación. No demasiado lejos del Túnel, en los terrenos acotados por los equipos de televisión, varios presentadores enarbolaban sus micrófonos.
Los monitores del Túnel, en violento contraste, filmaban el silencio. Algunos cuadros ya estaban instalados, pero en el caso de otros como el
Cristo
el proceso de colocación no había finalizado aún. Bosch observaba el juego de luces y destellos mientras Gustavo Onfretti era crucificado. Llevaban más de cuatro horas sujetando sus miembros a los rectángulos de madera pintada mediante algo parecido a flejes transparentes. Debía quedar inmóvil en la posición exacta pintada por Van Tysch, y eso resultaba ciertamente trabajoso. El «descendimiento», en comparación, sería sencillo. Relámpagos del cuerpo casi desnudo fulguraban en la pantalla cuando las linternas lo apuntaban.
—¿Quién puede querer pasarse seis horas al día así? —comentó Ronald, que vigilaba el monitor del
Cristo.
Ronald era un poco obeso y no perdonaba los donuts a esas horas. Una caja abierta yacía junto a su consola. En aquel momento mordía uno y parte del azúcar del glaseado había caído sobre su tarjeta roja.
Nikki, frente al monitor de
El festín de Baltasar,
esbozó una sonrisa.
—Se trata de arte moderno, Ronald. Nosotros no lo entendemos.
—Se supone que esto es arte clásico —intervino Osterbrock, el vigilante de
Dánae,
pulsando diferentes interruptores desde el asiento opuesto al de Bosch—. Al fin y al cabo, son cuadros de Rembrandt, ¿no?
El estrecho pasillo de la
roulotte
estaba atestado de personal que iba y venía. Bosch no podía evitar observarlos. Los miraba a todos, a los desconocidos y a los que conocía desde hacía tiempo; miraba a Nikki, a Martine, a Ronald el comedonuts, a Michelsen, a Osterbrock. Escrutaba sus sonrisas, sus gestos cotidianos, percibía sus voces. Todos habían pasado por pruebas de identificación antes de incorporarse al trabajo, pero Bosch los vigilaba como se vigila una sombra que se mueve en medio de sombras inmóviles. Luego volvía la vista hacia el monitor que registraba el principio de la larga cola de público.
«¿Dónde estás? ¿Dónde estás?»Europol había recibido esa misma mañana una descripción de Póstumo Baldi. Bosch se la había hecho llegar siguiendo los cauces adecuados, contando a medias con algunos miembros de
Rip van Winkle.
A partir de ahí había empezado a recibir información.
La policía de Nápoles ignoraba su paradero. Las de Viena y Munich no habían encontrado ninguna huella o muestra de fluido o cabello en los escenarios de los crímenes que poder comparar con sus datos. Todos los rastros hallados correspondían con disfraces o sustancias artificiales. Ni un solo residuo orgánico, sólo plástico y cerublastina. Era como si El Artista fuera un muñeco. O quizás un lienzo. Europol proseguía a esas horas su infatigable consulta en ordenadores de todo el mundo. Se buscaban pistas que pudieran relacionar la presencia de Baldi con algún lugar o suceso. Se indagaba en hospitales y cementerios, en registros de denuncias por delitos menores, en crímenes cometidos por otros individuos y en aquellos aún no resueltos. La sección de Personas Desaparecidas había seguido su rastro desde Nápoles hasta Van Obber y Jenny Thoureau, desde su casa natal (derruida en la actualidad) y sus padres —madre en paradero desconocido— hasta los últimos hoteles en los que se había hospedado durante el año 2004. Pero todo acababa ahí. A fines de ese año Baldi había abandonado su trabajo como retrato en casa de mademoiselle Thoureau sin ofrecer ninguna explicación y, a partir de entonces, la tierra se lo había tragado. Muchos pensaban que había fallecido.
Pese al aire acondicionado que inundaba el interior de la
roulotte
con un frescor zumbante e infatigable, Bosch sentía cómo el sudor resbalaba por su espalda. Póstumo podía ser cualquiera de los rostros que contemplaba. El comodín Baldi valía por todos, era intercambiable. Por sí solo no tenía más entidad que el aire que corta el cuchillo cuando asesta la puñalada: invisible, aunque imprescindible.
Sus ojos eran espejos. Su cuerpo, arcilla fresca.
La niña en la ventana
parecía devolverle la mirada desde su remoto pedestal en el monitor número nueve. Danielle, su sobrina, era el lienzo que Van Tysch había elegido para recrear aquella obra de Rembrandt. Los claroscuros aún no estaban encendidos y Danielle todavía no destacaba en medio de la negrura del Túnel. Bosch ni siquiera lograba verle la cara.
—Ahí está —dijo alguien a su espalda, sobresaltándolo.
Era Osterbrock. Señalaba el monitor que registraba las llegadas por el acceso de Museumstraat. Un coche alargado y oscuro se deslizaba hacia la entrada del Túnel. Su imagen desapareció al traspasar la primera barrera de la policía.
—Es Van Tysch —dijo Nikki—. Viene a darle el último retoque a las obras.
—Y a encender los claroscuros —añadió Osterbrock.
Bosch se preguntaba dónde estaría Wood. ¿Por qué se le había ocurrido marcharse de repente? ¿Es que deseaba quitarse de en medio?
No lo creía. Confiaba en ella. No podía confiar en nadie más.
Anhelaba que la exposición hubiese finalizado ya. O, por lo menos, que aquel día (aquel día eterno donde las horas se arrastraban como impregnadas en óleo) terminara cuanto antes.
16.45 h
Clara deseaba que aquel día no terminara nunca.
Se encontraba agazapada frente a un estanque de aguas inmóviles, rodeada de árboles y paisajes tenebrosos. Todo olía a pintura y todo era rígido. Se trataba del fondo de
Susana sorprendida por los ancianos.
Estaba completamente desnuda y pintada en densos tonos de rosa, ocre y rojo cadmio sombreado de caoba profundo. Un espejo situado en la base del podio y oculto para el público reflejaba su rostro. Era lo único que podía percibir con nitidez. Sin embargo, aunque no los veía,
intuía
la presencia de los dos Ancianos a su espalda, quimeras petrificadas y monstruosas, montañas inclinadas hacia su cuerpo, acantilados de óleo.
Acababan de colocarla y aún no había entrado en Quietud. El paso del tiempo era como la gente que fluía a su alrededor (técnicos y operarios, agentes de Seguridad): algo que avanzaba sin tocarla. Pero sabía que la exposición no se había inaugurado todavía porque los claroscuros estaban muertos.
En un momento dado, una silueta se movió en la pasarela del público, saltó el cordón de seguridad y caminó hacia el podio. Detrás, una comitiva de piernas. Algo importante sucedía. Dos zapatos oscuros se situaron junto a sus muslos endurecidos de colores. Oyó de nuevo aquel tono remoto y grave, aquel castellano correcto de campanada fúnebre.
—Sigue mirándote al espejo.
Fue casi como un calambre eléctrico. Obedeció, claro.
Así que era cierto que el Maestro revisaba las obras por última vez, como le había dicho Gerardo. La sombra se desplazaba de figura en figura, instruyendo también a los Ancianos con frases que ella no pudo oír. Luego, los zapatos regresaron, extraños animales de charol, misteriosos tiburones de morros de betún apuntando hacia su cuerpo. Un instante de pausa, media vuelta. Quedaron los ecos. Por fin, el silencio embrujado.