Clara y la penumbra (55 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Clara y la penumbra
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—¿Por qué quieren encontrar a Póstumo?

—No lo sé —mintió Bosch—. Mi trabajo consiste en encontrarlo.

—Créame, es mejor para todos que Póstumo se haya perdido. Póstumo no es una simple obra de arte: es el
arte,
señor Bosch. El arte. Sin más.

Y miró a Bosch con sus ojos desmesurados y enfermos mientras agregaba:

—De modo que, si lo encuentra, tenga cuidado. El arte es más terrible que el hombre.

Cuando Bosch salió de la casa de Van Obber, una lluvia gris e inmensa dominaba la ciudad. La belleza de Delft se licuaba ante sus ojos. Deseaba con todas sus fuerzas que
Rip van Winkle
hubiera detenido realmente a El Artista, pero sabía que no era así. Estaba seguro de que, fuera Póstumo o no, el criminal seguía libre y preparado para actuar durante la exposición.

El Artista salió a la calle por la noche.

En Amsterdam llovía y hacía un poco de frío. El verano había abierto un paréntesis. Mejor así, pensó. Caminó con las manos en los bolsillos, bajo la luz remota de las farolas, dejando que la lluvia lo cubriera de rocío como a una flor. Atravesó el puente del Singelgracht, donde las luces formaban guirnaldas en el agua y las gotas de lluvia círculos concéntricos, y llegó al Museumplein. Recorrió a paso normal los alrededores del silencioso Túnel de Rembrandt. Los policías de guardia en la entrada lo miraron sin concederle demasiada atención. Su aspecto era el de un individuo normal y corriente, y actuaba de acuerdo a eso. Podía ser hombre o mujer. En Munich había sido Brenda y Weiss; en Viena, Ludmila y Díaz. Podía ser muchas personas. Sólo por dentro era una sola. Llegó al extremo final de la herradura y continuó su camino. Accedió a la plaza del Concertgebouw, donde se alzaba la sala de conciertos más importante de Amsterdam. Pero la música había terminado y todo estaba sumido en el silencio. El Artista no llegó a cruzar Van Baerlestraat. En vez de eso, giró a la derecha, hacia el Stedelijk, y comenzó a recorrer el camino inverso, en dirección al Rijksmuseum. Quería explorarlo todo, revisarlo todo. Vallas metálicas le cerraban el paso por ese lado delimitando una zona reservada para el estacionamiento de furgonetas. Se acodó en una de las vallas y contempló la noche.

Un pequeño cartel de «Rembrandt» estaba atado a una farola a pocos pasos de distancia. El Artista lo contempló. La mano del Ángel se abría en las tinieblas, bajo la llovizna.

Leyó la fecha: 15 de julio de 2006. El día siguiente.

15 de julio. En efecto.
Mañana será el día.

Se apartó de la valla, se introdujo por Van de Veldestraat y continuó su camino. La lluvia amainó mientras regresaba de nuevo al Singel.

Mañana, en la exposición.

A
su alrededor todo era oscuro y poco estético.

Sólo El Artista parecía pura belleza.

CUARTO PASO

LA EXPOSICIÓN

La exposición no me preocupa.

BRUNO VAN TYSCH,

Tratado de pintura hiperdramática

—Yo debería ganar fácilmente... —¡No estés tan seguro...!

...

—¡La Octava Casilla, por fin!

CARROLL

9.15 h

Póstumo Baldi se encontraba en el dormitorio de Lothar Bosch cuando éste despertó.

Estaba de pie, a tres metros de su cama, mirándolo. En apariencia no era peligroso, y eso fue lo primero que pensó Bosch. No es peligroso, se dijo. Lo segundo que supo, con exacta y horrible intuición, fue que no se trataba de un sueño: estaba completamente despierto, era de día, aquélla era su casa de Van Eeghenstraat y Baldi se hallaba en su dormitorio, desnudo, observándolo con expresión pensativa. Su aspecto era el de un adolescente de piel demacrada y huesos notorios, pero en su mirada habitaba la belleza. Pese a todo, Bosch no le temió. «Puedo vencerlo», pensaba.

Entonces Baldi inició una danza grácil y silenciosa, un torbellino de luz. Su cuerpo flaco giraba por toda la habitación. Luego regresó a la misma postura y el mundo pareció paralizarse. Y se movió de nuevo. Y se detuvo. Bosch, fascinado, demoró en comprender lo que ocurría: se había quedado dormido con el visor de RA en los ojos mientras examinaba las cintas con las imágenes tridimensionales que la Fundación había grabado cuando el modelo tenía quince años de edad.

Lanzando un juramento, apagó el reproductor y se quitó las lentes. El dormitorio apareció vacío, pero en sus ojos aún bailaba la huella iridiscente de Baldi. La claridad de la ventana anunciaba un día lluvioso: el día de la inauguración de «Rembrandt».

No había sacado nada en limpio de aquellas imágenes. Van Obber no había exagerado al afirmar que Póstumo era «arcilla fresca»: una figura depilada y tersa, un comienzo, un punto de partida humano, el inicio de toda fisonomía.

Se levantó, recibió una tonificante andanada de agua en la ducha y eligió un sobrio traje oscuro de su vestidor. A las diez y media tendría que dirigirse a los vehículos de Seguridad instalados alrededor del Túnel para supervisar el comienzo de la vigilancia. Se encontraba frente al espejo luchando con el nudo de la corbata. Había vuelto a equivocarse al trenzar el garabato de seda. No recordaba haber estado tan nervioso desde la muerte de Hendrickje.

«Pero nunca ha atacado durante la inauguración. Debes calmarte. Quizá ni siquiera esté en Amsterdam. ¿Quién te asegura que Wood tiene razón? A lo mejor, a estas alturas, se ha entregado ya a la policía en cualquier comisaría de Munich. O quizá... Maldito nudo... Quizá
Rip van Winkle
lo haya pescado realmente... Contrólate. Piensa en positivo. Piensa de una vez en positivo.»De repente oyó un repiqueteo. Se asomó a la terraza: el Vermeer del paisaje había comenzado a deslizarse hacia un Monet. Las gotas de lluvia difuminaron los verdes, los ocres, los rojizos, los blancos.

«Bueno, ya llueve.»Mientras terminaba de vestirse se permitió un último pensamiento para Danielle. No quería rezar, aunque sabía que, a diferencia de lo que enseña la religión, Dios también tentaba, no sólo el diablo. Sin embargo, improvisó una breve plegaria. No se dirigió a nadie en especial, simplemente miró el ceño fruncido de las nubes. «Es la única que no tiene nada que ver en esto. Es la única que no debería sufrir. Protégela. Por favor, protégela.»Luego bajó la escalera. Aquél iba a ser un día aciago, y lo sabía.

Al menos, ya había logrado ahorcarse correctamente. El nudo de la corbata estaba bien.

9.19 h

Gerardo tomó una pizca de color amarillo pardo y la aplicó a lo largo de la mejilla de Clara.

—El Maestro irá esta tarde a revisar todos los cuadros antes de la inauguración.

—Creí que ya no vendría —dijo ella.

—Siempre da un repaso final antes de marcharse. No te muevas ahora.

Cogió un pincel muy fino y pintó sus labios con una capa de bermellón atenuado. Ella lo vio sonreír a escasos centímetros de distancia. Semejaba un miniaturista inclinado sobre un libro de estampas.

—¿Eres feliz? —le preguntó él mientras volvía a mojar el pincel.

—Sí.

La aprendiz retiró la caperuza del pelo revelando un brote de bucles en rojo caoba. Gerardo volvió a mojar el pincel y regresó a sus labios.

—Me gustaría seguir viéndote cuando todo esto termine. Quiero decir, después de que te compren. —Hizo una pausa, mojó el dedo en algún tipo de disolvente y lo aplicó a una comisura—. Porque ya sabes que estás comprada de antemano. Irás a la casa de cualquier coleccionista millonario. Pero a mí me gustaría seguir viéndote. No, no hables. Ahora no puedes hablar.

Sus frases eran tan suaves como las pinceladas con que la delineaba. A ella le pareció que estaba besándola detalladamente.

—Ya sabes lo que se dice. Que entre un cuadro y un pintor no puede haber una relación, porque el hiperdramatismo no lo permite. Bueno, ésa es una teoría. —Apartaba el pincel, mojaba, pintaba, usaba un trapo, volvía a pintar—. Pero conmigo tendrás suerte, porque yo soy
muy mal pintor,
amiguita. Eso compensará lo buen cuadro que eres.

La aprendiz interrumpió a Gerardo para hablarle en inglés. Mantuvieron un breve diálogo sobre la tonalidad de las sombras en los bordes del cuerpo de Clara y examinaron las instrucciones escritas del Maestro. Luego, él se acercó a sus labios y estuvo un rato observándolos. No pareció satisfecho. Desapareció de su campo visual y casi de inmediato regresó con el pincel húmedo de rojo.

Se encontraba tendida boca arriba sobre una camilla en una de las cámaras de ensayos de los sótanos del Viejo Atelier, donde la habían trasladado a primera hora de la mañana para prepararla y colocarla en el Túnel.

—Es preciso ser cuidadoso —dijo Gerardo—. Hoy te van a ver miles de personas.

Se posó dos veces en el labio superior, como el leve paseo de una mariposa.

—No quiero hacerte daño —continuó—. No te haría daño nunca. Pero he pensado que... guardar mis sentimientos para mí mismo no me va a ayudar a hacer las cosas mejor, ya sabes. Soy más serio de lo que crees, amiguita. No hables. —Apartó el pincel cuando Clara separó los labios—. Tú eres la obra. Sólo puedo hablar yo. Tú estás en el cuadro.

Humedeció el pincel y volvió a acariciarla con un rojo más tenue.

—También he oído decir que el pintor se enamora de su obra. Yo creo que es cierto. Pero en mi caso sucede algo muy curioso, chica: me he pintado un poco a mí mismo también. Quiero decir que he disimulado. A veces pienso que no soy quien creo ser. Me levanto todos los días, me miro al espejo y me felicito por la suerte que tengo. Pero las cosas no son tan simples. Mira este bigote y esta perilla. —Se dio pequeños tirones mientras los señalaba—. ¿Son de pintor o son de pintura? He pasado mucho tiempo creyéndomelo, ¿comprendes? Sin mirar más allá, sin querer ver. ¿Y qué hay más allá?, podría preguntarme alguien. Pues más allá están las personas. Yo no te veo como cuadro. No puedo verte como cuadro.

Apoyó un trapo sobre sus labios para limpiar una mancha. Durante un instante se miraron. Mientras ella contemplaba sus ojos grandes y alegres, aquella idea tan extraña que ya había tenido en otras ocasiones la asaltó de nuevo: quizá Gerardo no era tan mal pintor; quizá lo que ocurría era que no quería pintar a
Susana.
A Gerardo no le gustaba esa figura. No era aquel brillo doliente ni aquel pudor horrorizado lo que él buscaba capturar en su expresión, no aquel «lienzo de espanto y piedad», como había dicho Van Tysch. Gerardo quería obtenerla a ella. A Clara Reyes. Recuperarla, limpiarla y darle luz. Era el primer artista que conocía a quien parecía importarle más ella que su propia obra.

Entró Uhl. Dijo que iban demasiado lentos y que era necesario comenzar a retocarla por detrás. La ayudaron a incorporarse y se dio la vuelta.

El proceso continuó, pero ahora en silencio.

10.30 h

—Edenburg, señorita —dijo el conductor.

El paisaje que servía de fondo al curso del río Geul, en el Limburgo meridional, al sur de Holanda, era de ensueño. Bosques y valles destellando bajo un espléndido sol estival entremezclados con granjas rectangulares de madera. Edenburg apareció casi por sorpresa tras una curva, en el extremo final de la carretera: un cúmulo de casas de tejado picudo dominado por la mayestática presencia del castillo donde alguna vez Maurits van Tysch había trabajado de restaurador. La señorita Wood conocía Edenburg. Las audiencias que le había concedido el pintor habían sido concisas y tensas. A Van Tysch nunca le había importado la seguridad de sus propias obras: su única obligación era crearlas.

Wood sabía que en Amsterdam estaba lloviendo, pero en Edenburg todo era sol, tibieza y resplandores de turistas armados con cámaras y planos de carreteras. El automóvil avanzaba parsimonioso por las empedradas y estrechas calles, que conservaban toda la atmósfera de los tiempos antiguos. Algunos transeúntes miraban con curiosidad aquel vehículo de lujo. El conductor se dirigió a Wood.

—¿Va directamente al castillo? Porque, si es así, tendremos que abandonar el centro del pueblo y coger Kastellstraat.

—No, no voy al castillo. —Wood le suministró una dirección. El chófer (un meridional atento, cortés, preocupado por hacerlo todo a gusto de la «señorita», de sonrisa inmutable pese al retraso de casi media hora que había sufrido el avión de Wood hacia Maastricht) decidió detenerse y preguntar a los vecinos.

La idea se le había ocurrido la noche de la víspera. De repente había recordado el nombre de la persona a quien Oslo consideraba «el mejor amigo de la infancia de Bruno van Tysch»: Víctor Zericky. Pensó que comenzar su visita a Edenburg entrevistando a Zericky sería oportuno. Había llamado a Oslo aquella misma noche, y éste se había apresurado a suministrarle la dirección y el teléfono del historiador. Zericky no estaba en casa cuando ella le telefoneó para concertar una cita. Quizá se había marchado de viaje. Confiaba, sin embargo, en poder verle.

El conductor sostenía un animado diálogo con el dependiente de una tienda turística. Luego se volvió hacia Wood.

—Es una bocacalle de Kastellstraat —dijo.

11.30 h

Gustavo Onfretti se adentró en el Túnel rodeado de agentes de Seguridad y técnicos de Arte. Vestía un traje acolchado y llevaba las etiquetas amarillas de costumbre. Su cuerpo había sido pintado de ocre y carne. Capas de cerublastina muy delgadas dotaban a su rostro de cierto parecido con el Maestro, pero también con el Jesucristo de Rembrandt. «Soy ambos», pensaba. Era uno de los últimos cuadros en llegar, y su colocación, bien lo sabía, iba a ser muy difícil.

Permanecería crucificado seis horas al día.

Envuelto en una mortaja de aromas a óleo, Onfretti avanzaba por la rampa en tinieblas hacia el lugar del Túnel donde se hallaba la cruz. No era una cruz normal sino artística: contaba con varios artilugios para impedir que su postura fuera demasiado dolorosa. Pero Onfretti estaba seguro de que ningún artilugio lograría evitar del todo su sufrimiento, y eso lo amedrentaba un poco.

Sin embargo, había aceptado su cáliz. Era una obra maestra, y estaba preparado para sufrir. Van Tysch lo había retocado durante mucho tiempo en Edenburg para que no hubiera errores. De ningún tipo. Todo tendría que salir a la perfección. Al firmarlo el día anterior, el Maestro lo había mirado a los ojos. «No olvides que eres una de mis creaciones más íntimas y personales.»Esa sincera declaración le daba fuerzas para soportar lo que sabía que le esperaba.

13.05 h

Jacob Stein había terminado de comer y se enfrentaba a la pulcritud de la taza de café. La Mesa era sólida, un diseño propio. Estaba formada por una plancha de cristal sostenida mediante arneses sobre los hombros de cuatro adolescentes arrodilladas bañadas en plata. Un velo a modo de cenefa rodeaba por completo el mueble formando ondas entre las figuras. Las adolescentes eran
casi
de idéntica estatura, pero la del extremo más alejado de la izquierda sobresalía un poco, provocando una ligerísima inclinación en la superficie casi horizontal del oscuro y humeante café. Por supuesto, era un mueble ilegal y billonario, como el resto de la decoración de aquella sala. Stein apoyaba el pie distraídamente en un muslo plateado.

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