Volvió a guardar los papeles en el maletín, cruzó frente al espejo con los ojos cerrados, se quitó la toalla junto al armario y eligió cuidadosamente la ropa. «Todo debe salir perfecto, y todo saldrá perfecto.»Había repetido la palabra mágica. ¿Utilizaría también el juramento milagroso? De niña, aquellos rituales le daban buen resultado. Cuando su padre la colocaba frente a una pared con el pelo adornado de flores, la boca y los pezones pintados y un lienzo de tela cubriéndole el pubis, y le tomaba fotos, Wood empleaba el juramento. Era un propósito especial, una especie de ofrenda al dios de hierro de su voluntad interior. En muchas ocasiones, el juramento le había servido. «Juro que voy a soportar esta postura, a mantenerme quieta de esta forma, a permanecer aquí, bajo el sol, sin mover un músculo.»No podía culpar a su padre por todo lo que había sufrido. A fin de cuentas, él sólo había deseado que la vida fuera mejor para ambos. ¿Puede alguien ser culpable por desear lo que todo el mundo desea? Su padre agonizaba ahora en un hospital de Londres. Ella había ido a verlo por última vez el día anterior, horas antes de coger el avión hacia Amsterdam. Por supuesto, él no la había reconocido bajo las cuantiosas capas del disfraz de su enfermedad y sus tubos de oxígeno. Wood se había puesto a contemplarlo de pie, en silencio, a través de sus gafas negras. Había querido compartir con él aquel pequeño trozo de su muerte. «No eres culpable de nada, papá», decidió. Nadie es culpable, pensaba la señorita Wood, nuestras escasas culpas quedan sobradamente pagadas en esta vida, no hay más infierno. La existencia de un cielo era materia de fe, pero el infierno no admitía discusión posible. Nadie podía ser ateo del infierno, porque el infierno existía, estaba aquí, era esto. «No hay otra cosa, papá, y tú ya has pagado lo que debías.» Tal fue su pequeña oración. Después se marchó.
Roben Wood había sido un hombre ambicioso, pero para la señorita Wood la diferencia entre «ambiciosos» y «triunfadores» residía únicamente en que los primeros fracasaban. Su padre había fracasado. Sin embargo, nadie hubiera podido prever este fracaso cuando abandonó Inglaterra y se estableció en Roma, al principio como un simple empleado de una empresa internacional de marchantes de arte y luego como marchante particular, montando su propio negocio. Le había ido muy bien durante algunos años, gracias al auge creciente del hiperdramatismo italiano. Por Dios, cuánto tenían que agradecerle artistas como Ferrucioli, Brentano, Mazzini o Savro. El
signor
Wood había percibido la grandeza de obras como
Genevieve
o
Jessica
en el Ferrucioli temprano y había conseguido grandes sumas de dinero para su autor. Había intuido el poderoso advenimiento de la artesanía humana mucho antes que sus despistados colegas. Y no había cerrado los ojos escandalizado ante el arte adolescente e infantil, a diferencia de otros hipócritas. Asimismo, había defendido la obra juvenil de Brentano, del peor Brentano, el más duro, tachando de «sepulcros blanqueados» a los que criticaban sus escenas reales con chicas azotadas y encerradas en jaulas de hierro, porque eran los mismos que después compraban cuadros manchados a escondidas. El arte italiano le debía mucho a Robert Wood, pero ningún artista había querido devolverle el favor. La señorita Wood no podía perdonar eso.
Todo había ido bien los primeros años: su padre se había hecho rico, había comprado una preciosa villa cercana a Tívoli, tenía una esposa que lo amaba y una hija que desplegaba ante sus ojos una fascinante belleza.
¿Cuándo se torcieron las cosas? ¿Cuándo había empezado su padre a caer en picado, y con él toda su familia? Era difícil saberlo. Ella era muy niña entonces. Su madre había sido la primera en desertar. April prefirió quedarse, entre otras cosas porque su madre la odiaba. Era como si la considerara también culpable del fracaso paterno. Tras el divorcio, Wood se había quedado solo. ¿Quién se acordaba ahora del
signor
que había removido las conciencias y los bolsillos de los coleccionistas italianos? Pero su única y preciosa hija no lo abandonaba. ¿Acaso podía reprochársele que él quisiera convertirla en arte?
«Es cierto que no tuviste en cuenta un detalle, papá: yo era muy joven y no te comprendía. Apenas tenía doce o trece años. Debiste explicarme mejor las cosas. Decirme, por ejemplo, que querías hacerlo por mí, no sólo por venderme a un gran pintor, sino por mí, para convertirme en algo grande, algo eterno, algo que, de alguna forma, te inmortalizara.»Un día los visitó un artista mediocre. Era preciso que ella obedeciera las instrucciones de aquel pintor para que las fotos resultaran atractivas y los grandes desearan adquirirla. El hombre la llevó al jardín y empezó a abocetarla mientras su padre la fotografiaba desde el porche. April ensayó más de treinta posiciones distintas a lo largo de seis horas. Su padre le prohibió ingerir alimentos o líquidos durante el ensayo: quizás era una medida acertada, porque las obras de arte no podían comer ni beber mientras posaban, pero resultaba algo dura. Estaba agotada y por eso no lo hacía del todo bien, o el pintor quería que se esforzara más, lo cierto es que discutieron y su padre acudió. «¡Lo estoy haciendo bien!», gritó ella. Vio a su padre quitarse el cinturón. La señorita Wood recuerda perfectamente que no lo descargó con todas sus fuerzas, pero ella estaba desnuda y sólo tenía doce años, de modo que el golpe, de cualquier forma, fue brutal. Se alejó gritando. Su padre la llamó. «Ven aquí.» Volvió a acercarse, temblorosa, y recibió otro golpe. Todo sucedió frente a la mirada tranquila del pintor.
—Y ahora, escúchame —había dicho Robert Wood con infinita calma—. No tienes que hacerlo
bien
nunca. Tienes que hacerlo perfecto. No lo olvides, April. Hacer algo
bien
es hacerlo
mal.
Porque si te derrotan en las cosas pequeñas, perderás de inmediato en las grandes.
«Tenías razón, y debí comprenderlo a tiempo.»Comenzó el lento proceso de su vestuario.
«También me decías: "Quizá pienses que me gusta hacerte sufrir, April, pero quiero que entiendas que es necesario darlo
todo
por el arte. No basta con un sacrificio. Es preciso darlo todo. El arte es voraz".»Ella no había sido capaz de comprenderlo en aquel momento. Después lo supo. El arte lo exigía todo porque, a cambio, te recompensaba con placeres eternos. ¿Qué representaban los cuerpos en comparación con eso? Los cuerpos agonizan en hospitales perforados de tubos de goma, o son azotados hasta las lágrimas con cinturones de cuero, pero el arte pervive en las remotas regiones de lo intacto. Ella lo había comprendido y aceptado. Hasta aquel momento todo había ido bien. Ahora se enfrentaba a un problema temible, una imperfección monstruosa. Pero también triunfaría.
«Eres muy astuto, seas quien seas, Artista o modelo, eres bueno, lo reconozco. Pero yo soy mejor que tú. Juro que voy a impedir que destruyas otro lienzo de Van Tysch. Juro que protegeré los cuadros de Van Tysch con todas mis fuerzas. Juro que no voy a permitir que otra obra del Maestro sea destruida. Juro que no voy a volver a cometer un solo error más...»Blusa, pantalón, sus inseparables gafas de sol, el pelo corto con raya a la derecha. Había logrado vestirse.
Entonces reflexionó acerca de lo que haría a continuación.
Los críticos no le servían, eso parecía obvio. ¿Habían servido para algo, alguna vez, los críticos? Buena pregunta, pero mal momento para responderla, se dijo la señorita Wood. Tampoco el pintor le resultaba útil. Por otra parte, no consideraba prudente rechazar el plan por completo. Era
necesario
elegir un cuadro. Y no podía permitirse demasiados riesgos: el cuadro que escogiera tendría que contar con muchas probabilidades de ser el elegido por El Artista.
A su favor tenía una sola cosa: sabía que las dos obras destruidas se relacionaban
directamente
con la vida de Van Tysch, con su
pasado.
No había motivos para pensar que a la tercera no le ocurriría lo mismo. Quizás era el
Cristo,
pero necesitaba una prueba. Algo que le demostrara que no se equivocaba en su elección.
Era preciso conocer el pasado de Van Tysch. Quizás en él se ocultaran datos que poder relacionar con uno de los cuadros de «Rembrandt».
Descolgó el teléfono y marcó un número.
Ya lo había decidido. Investigaría en el pasado del Maestro de la única forma posible.
Lo peor de ser adorno de lujo —piensa Susan Cabot— es que tienes que estar siempre disponible. Los cuadros, por lo general, poseen un horario estricto. Eso es una ventaja, por supuesto, aunque muchos lleguen a trabajar más de diez o doce horas diarias. Pero los adornos y utensilios deben estar preparados continuamente y acudir a donde se les diga en el momento en que se les diga, sin que importe si es de día o de noche, si llueve o si no les apetece. Y cuando llevas dos semanas confinada, tanto peor.
Recibió la llamada aquella madrugada. No estaba durmiendo. Se hallaba acostada en la cama con la luz de la lámpara encendida (no la de
su
lámpara, sino la de la mesilla de noche, una lámpara modesta y no humana) y estaba fumando. No solía fumar mucho, pero últimamente abusaba un poco, quizá porque se sentía nerviosa. De hecho, tenía buenas razones para sentirse así. Llevaba más de dos semanas encerrada en habitaciones como aquélla, sin contacto con el exterior. Eran pequeños albergues que funcionaban como almacenes para adornos y estaban regentados por personal de confianza. Le llevaban la comida y todo lo que precisara. Disponía de televisión, libros y revistas (curiosamente, nunca periódicos; se preguntaba la razón de aquella ausencia: intuía que los mandamases de turno consideraban el periódico como potencialmente peligroso). Por supuesto, no había problemas con los accesorios de su trabajo, incluyendo la tonelada de productos cosméticos e higiénicos, de los que recibía cajas enteras casi diariamente. Allí estaban los revitalizantes, exfoliantes, hidratantes, suavizantes, bruñidores, barnices, tensadores y pulidores. Allí estaban también los hipotérmicos, hipertérmicos, protectores, flexibilizadores y anestésicos. Y las bombillas de repuesto, claro.
Susan era una Lámpara diseñada por Piet Marooder. Necesitaba bombillas.
Había imaginado tantas veces la llamada que, cuando por fin la oyó, casi le pareció ficticia. Ocurrió el viernes de madrugada. Un reloj en una plaza cercana otorgó, con sus campanadas, cierta solemnidad al inesperado instante.
—Oh, coño.
Se levantó de un salto, apagó el cigarrillo, se contempló en el espejo del cuarto de baño, se encontró aceptable después de lavarse la cara. Escogió una blusa y unos vaqueros, por supuesto sin ninguna clase de ropa interior. Se cercioró de que llevaba en la bolsa todo lo que necesitaba. Le sobraron varios minutos.
La mujer que la recogió era bajita y tenía acento francés. Cuando subió a la parte trasera de la gran furgoneta reconoció a varias de las compañeras que habían trabajado con ella en el Obberlund.
Llegaron tan pronto que sospechó que debía de ser La Haya o una ciudad igual de próxima. Aún no había amanecido cuando salieron de la furgoneta en medio del aire fresco de la madrugada y penetraron en un precioso y amplio edificio clásico
(corriendo, corriendo, siempre corriendo a todos sitios, como un ejército).
Allí las reunieron en el salón y les dijeron lo imprescindible. Llevarían de nuevo cobertores auditivos y visuales. «Por lo menos es mejor que seguir encerrada», se dijo.
Estuvo lista una hora después. Se colocó en un extremo de la sala en la posición de siempre: pierna derecha alzada sosteniendo la esfera luminosa atada al tobillo, la izquierda doblada en ángulo recto, el trasero en alto. La postura la obligaba a mostrar ostentosamente los genitales, pero lo primero que aprende una Lámpara —faltaría más— es a perder el pudor. La encendieron a las nueve y media. Pudo atisbar de reojo Sillones de Opphuls y una inmensa Lámpara de Dominique du Perrin que acababan de instalar en el techo, formada por un hombre y una mujer. Sería una reunión de categoría.
Mientras se contemplaba sus propios muslos debido a la forzada posición, Susan pensaba en su compañero sentimental Se llamaba Ralph, y era una Silla de Mordaieff. En aquel mismo instante Ralph podía encontrarse en cualquier lugar de Europa soportando en la espalda el peso de alguien lo bastante importante como para sentarse sobre él. Debido a sus respectivas obligaciones, Ralph y Susan apenas se veían, incluso aunque coincidieran en el mismo salón. Ella no lo envidiaba: también había sido Silla, pero seguía prefiriendo sostener una luz antes que una persona. Su padre, un ingeniero sudafricano que trabajaba en Pretoria, había querido que Susan estudiara una carrera brillante. ¿Qué te parecen cuatrocientos vatios, papá? No te puedes quejar.
Un poco antes de las once y media se acercó una chica. No era la bajita de acento francés ni tampoco, afortunadamente, aquella estúpida que las había colocado en el Obberlund, sino otra. Llevaba en la solapa la tarjeta de Arte, sección de Decoración. Se agachó junto a ella y le ató los cobertores a la cabeza. El mundo de los sentidos se cerró para Susan.
Lo único no humano en aquel salón (que, por otra parte, no era muy grande) eran unos gruesos cortinajes rojos más allá de los cuales podían vislumbrarse los llamativos rascacielos gemelos de La Haya. Bosch fue el último en llegar. Se sentó en el Sillón de Opphuls que quedaba libre y apoyó los codos en las manos sudorosas y los brazos rígidos del mueble. El Sillón respiraba bajo su trasero. Era una sensación curiosa, como estar sentado sobre un tonel flotando en un mar en calma. El mueble estaba desnudo y se doblaba en bisagra con la espalda apoyada en el suelo, los brazos en alto y el culo empinado. Sobre éste se colocaba una pequeña plancha forrada de piel. Eso era todo. Las piernas alzadas servían de respaldo. Se trataba de objetos fuertes, de complexión atlética, pintados en pardo, perfectamente entrenados. Los había de ambos sexos. El suyo, a juzgar por la forma y tamaño de los miembros superiores, podía ser masculino. Intentó no moverse demasiado ni hacer gestos bruscos: se había sentado varias veces en Sillones de diferente sexo y edad, pero siempre los había tratado con delicadeza y respeto.
Una fina cubertería desnuda se movía de aquí allí. Eran Vajillas de Droessner. Tenían entre quince y dieciocho años y eran todas femeninas a primera vista, a menos que fueran transgenéricas, lo cual Bosch no descartaba. Habían sido untadas con una capa de nácar líquido de la cabeza a los pies sobre la cual Droessner había trazado una sutil filigrana de pájaros azules posados en ramas u hospedados en nidos. Había pájaros en los senos, en la espalda, en las nalgas y el abdomen. Llevaban cobertores auditivos y visuales, y por lo tanto estaban sordas y ciegas, pero aun así su trabajo era impecable. Recorrían el salón en un círculo inacabable, al estilo Escher, sosteniendo pequeñas bandejas con bebida y comida. Cada cierto número de pasos previamente calculado se detenían ante un invitado e inclinaban la bandeja. El invitado podía aceptar o no el ofrecimiento. Lo único que no podía era tocarlas: no eran adornos interactivos. «La Vajilla lujosa no se toca —pensaba Bosch—, ni siquiera aquí.»