Bosch observaba las dos fotos casi hipnotizado. Si la intuición de Wood era correcta, y si los filtros informáticos no habían pasado nada por alto, uno de ellos era El Artista.
—Adivínalo —sonrió Nikki—: Lije puede estar ahora mismo en Holanda. De hecho, quizás esté en Amsterdam.
—¿Qué?
—Así es. Su rastro se pierde a raíz de una participación clandestina en dos art-shocks de Extreme, un local de obras ilegales en el Barrio Rojo. Esto ocurrió en diciembre del año pasado.
—He oído hablar de Extreme —dijo Bosch.
—Sus dueños no se han mostrado muy colaboradores. Dicen que ignoran dónde se ha metido Lije después de eso y se han negado a facilitar información al grupo de entrevistadores que les enviamos. Estoy pensando en enviar a la gente de Romberg para sacarles las muelas, si tú me das permiso.
Bosch contemplaba el enigmático rostro de Lije, incapaz de decidir si aquellas facciones tersas eran de hombre o mujer.
—¿Y Baldi?
—Le perdemos la pista en Francia. La última obra que sabemos que hizo con seguridad fue un transgenérico dejan van Obber para la marchante Jenny Thoureau, pero ni siquiera cumplió el plazo del contrato. Se marchó y desapareció del mapa.
Bosch reflexionó un instante.
—Tú dirás. —Nikki enarcaba sus rubias cejas, aguardando.
—Van Obber vive en Delft, ¿no es cierto? Llámalo y acuerda una cita para mañana por la tarde. Tengo que viajar a La Haya por la mañana y podré pasar por Delft de regreso. Dile simplemente que estamos buscando a Póstumo Baldi. Y envía a los hombres de Romberg a Extreme.
Cuando Nikki salió del despacho Bosch siguió contemplando aquellos dos rostros, aquellas juventudes anónimas y tersas que lo miraban desde las fotos. «Uno de ellos es El Artista —pensaba—. Si April tiene razón, y siempre la tiene, uno de ellos es él.»
La luz constituye el último retoque. Gerardo y Uhl la están instalando en el salón de la granja. Llevan haciéndolo desde muy temprano, porque la maquinaria es delicada. Se llaman luces de claroscuro y han sido diseñadas especialmente para la exposición por un físico ruso. Clara contempla los extraños aparatos: varillas metálicas de las que emergen brazos con bulbos en los extremos. Se le antojan perchas de acero.
—Vas a ver algo increíble —dijo Gerardo.
Cerraron las persianas. En la densa tiniebla, Uhl pulsó un interruptor y brotó un resplandor dorado de los bulbos. Era luz pero no iluminaba. Parecía pintar el aire de color de oro antes que revelar los objetos. Con la rapidez centelleante de la electricidad, el salón se había convertido en un lienzo del siglo XVII. Naturaleza minimalista de Frans Hals; Rubens
prêt-à-porter;
Vermeer posmoderno. Gerardo, de pie frente a ella, única figura de aquel óleo tenebrista doméstico, sonreía.
—Parece que estemos en el interior de un Rembrandt, ¿verdad? Pero ven, que tú eres la protagonista.
Avanzó, descalza y desnuda, hacia aquel resplandor. Podía mirarlo fijamente sin cegarse, era una luz amable y tentadora, el sueño de una mariposa suicida. Exclamaciones de admiración resonaron entonces.
—Eres un cuadro perfecto —la alabó Gerardo—. Ni siquiera necesitarías que te pintaran. ¿Quieres mirarte? Mírate.
Precedido por un estrépito de madera, vio acercarse desde el fondo uno de los espejos.
Se le cortó la respiración.
De alguna forma, de algún modo, supo que aquello era lo que había estado buscando toda su vida.
Sumergida en una oscuridad de pintura clásica, su silueta se dibujaba con pinceladas de oro. El rostro y la mitad del cortinaje del cabello se incrustaban en ámbar. Parpadeó ante el fulgor de sus propios pechos, la lujosa copa del pubis, el perfil de sus piernas. Al moverse emitió destellos, como un diamante bajo la lámpara, convirtiéndose en otra obra. Pintó mil lienzos distintos de sí misma con cada uno de sus gestos.
—No me importaría colocarte en mi casa bajo estas luces —oyó decir a Gerardo desde la oscuridad—.
Mujer desnuda sobre fondo negro.
Ella apenas lo escuchaba. Le parecía que todo lo que había estado soñando desde que descubrió el cuadro de Elíseo Sandoval en casa de su amiga Talia, todo lo que apenas se había atrevido a expresar o a reconocer cuando decidió convertirse en lienzo, se encontraba allí, en el reflejo de su cuerpo bajo las luces de claroscuro.
Comprendió que ella había sido siempre su propio sueño.
Esa mañana las posturas se suavizaron. Era lo que Gerardo denominaba «rellenar la pose». Los colores ya habían sido decididos: tonalidad rojo oscuro para el pelo, recogido en un moño; nácar mezclado con rosa y amarillo para la piel; un trazo muy fino de ocre para las cejas; los ojos castaños con cierto matiz de cristal; los labios perfilados en carne; las aréolas de los pechos en pardo. Después de ducharse con disolventes y recuperar sus primitivos colores de imprimación, Clara se sintió mejor. Estaba extenuada, pero había llegado al término de aquel largo viaje. Los quince últimos días habían transcurrido entre posturas tensas, experimentos con tonalidades, ejercicios de concentración, repaso de las magistrales pinceladas con que Van Tysch había dibujado su expresión frente al espejo y denso fluir del tiempo. Faltaba el detalle final.
—La firma —le dijo Gerardo—. El Maestro os firmará a todos esta tarde en el salón de ensayos del Viejo Atelier. Y pasaréis a la eternidad —agregó sonriendo.
Uhl condujo la furgoneta. Tomaron por la autopista y pronto divisaron Amsterdam. La visión de aquella ciudad, que siempre le recordaba una preciosa casa de muñecas, alegró el hipnotizado ánimo de Clara. Atravesaron varios puentes y se dirigieron al Barrio de los Museos por entre calles estrechas y ordenadas, escoltados por las infatigables bicicletas y el mecánico desfile de los tranvías. Despuntó la elegante mole del Rijksmuseum. Más allá, en la grisácea claridad del mediodía, se levantaba una masa de tinieblas compactas. La luz del sol, filtrándose a través de las nubes, arrancaba destellos de ópalo a la colosal estructura. Parecía abatirse sobre Amsterdam como un maremoto de petróleo. Uhl hizo un gesto desde el asiento del conductor.
—El Túnel de Rembrandt.
Habían decidido visitarlo antes de dirigirse al Viejo Atelier para la sesión de firmas. A Clara le hacía ilusión conocer el misterioso lugar donde sería exhibida. Estacionaron cerca del Rijksmuseum. La temperatura no era exactamente veraniega, pero ella no sintió frío alguno bajo el ligero vestido acolchado sin mangas y ceñido a su cintura. También llevaba zapatillas de plástico forradas y, por supuesto, las tres etiquetas que la identificaban como una de las figuras originales de
Susana sorprendida por los ancianos.
Penetraron en Museumstraat y se encontraron con el Túnel casi sin querer. Recordaba la boca de una mina gigantesca cubierta de telones. Tenía forma de herradura, con la U abierta hacia la fachada posterior del Rijksmuseum y la entrada principal protegida por dos barreras de vallas, luces parpadeantes y vehículos blancos y anaranjados con la palabra
Politie
escrita en los costados. Mujeres y hombres con uniforme azul oscuro montaban guardia en las vallas. Varios turistas fotografiaban el colosal armazón.
Mientras Gerardo y Uhl se dirigían a los policías, Clara se detuvo a contemplarlo. A partir de la entrada, cuya altura podía igualar, cómodamente, la de cualquier gran edificio clásico de Amsterdam, los telones discurrían con desniveles, hundiéndose o alzándose hasta las nubes como la carpa de un circo majestuoso, deslizándose entre los árboles y rodeándolos, cegando las calles y prohibiendo el horizonte. Entre los dos brazos de la herradura se hallaba la zona central de la plaza del Museumplein, con el estanque artificial y un monumento conmemorativo. Había algo anormal, grotesco, en aquella negrura posada como una araña muerta sobre el delicado paisaje de Amsterdam, algo que a Clara le resultaba muy difícil definir. Era como si la pintura se hubiera transformado en otra cosa. Como si no fuera una exposición artística lo que estuviera en juego sino algo infinitamente más extraño. Un enorme telón con uno de los célebres autorretratos últimos de Rembrandt tapiaba la entrada. Su rostro bajo la boina —la nariz bulbosa, el bigotito y la perilla holandeses— se asomaba al mundo con expresión escéptica. Semejaba un dios cansado de crear. El telón que tapiaba la salida era una ampliación de la foto de Van Tysch de espaldas. «Entramos por el pecho de Rembrandt y salimos por la espalda de Van Tysch —pensó ella—. Pasado y presente del arte holandés.» Pero ¿cuál de ambos genios era más enigmático? ¿Aquel que mostraba un rostro pintado o el que ocultaba el verdadero? No pudo decidirlo.
Gerardo se acercó a ella.
—Están comprobando nuestra documentación para dejarnos entrar. —Y señaló hacia el Túnel—. ¿Qué te parece?
—Fantástico.
—Mide casi quinientos metros de largo pero está torcido en forma de herradura para que quepa en la plaza. Se accede por este lado y se sale por esa otra boca cercana al museo Van Gogh. En determinados tramos alcanza los cuarenta metros de altura. Van Tysch quería instalarlo cerca de la casa donde vivió Rembrandt, la Rembrandthuis, cortando calles e incluso desalojando edificios, pero naturalmente no se lo permitieron. El material de los telones es especial: elimina cualquier rastro de luz exterior para conservar la atmósfera completamente oscura, negra como un pozo, porque los cuadros sólo estarán iluminados por las lámparas de claroscuro. Vamos a recorrerlo. Pero no te separes de nosotros.
—¿Qué me puede ocurrir? —preguntó Clara sonriendo.
—Bueno, los vagabundos se meten ahí a pasar la noche. También los drogadictos aprovechan la oscuridad para colarse. Y los grupos que protestan contra el arte hiperdramático, el BAH y todos los demás... Sí, el BAH:
Bothered About Hyperdrama,
o «Molestos con el Hiperdrama». Habrás oído hablar de ellos, ¿no...? Son nuestros más fieles seguidores —sonrió Gerardo—. Mañana se concentrarán frente al Túnel, pero en ocasiones uno o dos alborotadores se introducen para colocar pancartas de protesta. La policía patrulla el interior todos los días y arrestan a uno o dos. Vamos.
A Clara le agradó la preocupación que Gerardo mostraba por ella. En otras circunstancias hubiera creído que se preocupaba por
Susana,
pero ahora sabía que no. Era a
ella,
a Clara Reyes, a quien él temía perder.
Uhl los aguardaba junto a un pequeño acceso bajo el telón de entrada. «Es como si nos metiéramos bajo la cabeza de Rembrandt», pensó ella. Débiles luces eléctricas procedentes de pequeños apliques instalados en un zócalo señalaban el camino. Pero cuando el acceso volvió a cerrarse quedaron envueltos por una oscuridad desconocida. Los ruidos de la calle también habían desaparecido. Se oían ecos remotos. Clara distinguía apenas la sombra de Gerardo.
—Aguarda un poco. Los ojos se te acostumbrarán.
—Ya estoy viendo algo.
—No te preocupes, que no hay obstáculos. El recorrido está diseñado en forma de rampa muy suave y estrecha y marcado con esas lucecitas. Lo único que tienes que hacer es avanzar. Y cuando los cuadros estén colocados e iluminados con los claroscuros, servirán de puntos de referencia. ¿Tocas la cuerda de la barandilla? No te separes de ella.
Gerardo abrió la marcha. En medio iba Clara. Avanzaron con lentitud sobre un suelo terso, palpando como ciegos la cuerda que flanqueaba el camino. Ella sólo vislumbraba los pies de Gerardo y parte de sus pantalones. El resto de su silueta se mezclaba con la oscuridad. Le parecía que caminaba sobre la noche del mundo.
—¿Todo bien por ahí atrás? —oyó decir a Gerardo.
—Más o menos.
Uhl comentó algo en holandés y Gerardo le respondió y rieron. Después tradujo:
—Hay cuadros que dicen que este lugar les produce escalofríos.
—A mí me gusta —afirmó Clara.
—¿Esta oscuridad?
—Sí, en serio.
Escuchaba los pasos de Gerardo y Uhl y el roce, zap, zap, de las etiquetas de su tobillo y muñeca. De pronto el ambiente sufrió un cambio. Era como si el espacio se hubiera dilatado. Los ecos de las pisadas parecían distintos. Clara se detuvo y miró hacia arriba. Fue como asomarse a un abismo. Sintió un vértigo inverso, como si pudiera desprenderse del suelo y caer hacia los telones de la cúspide. Coros de silencio se trenzaban en la negrura, sobre su cabeza. Recordó de repente las palabras de Van Tysch sobre la inexistencia de la oscuridad absoluta y se preguntó si el pintor habría querido contradecirse a sí mismo diseñando aquel Túnel.
—A esto lo llaman «la basílica». —La voz de Gerardo flotaba frente a ella—. Es la primera cúpula. Mide casi treinta metros de altura. En el otro brazo de la U está la otra, que es aún más alta. Aquí, en el centro, se expondrá
Lección de anatomía.
Más allá estarán
Los síndicos y El buey desollado,
con varios modelos colgando del techo por los pies. Ahora no podemos ver los fondos porque los claroscuros están apagados.
—Huele a pintura —murmuró ella.
—A óleo —dijo Gerardo—. Estamos en el interior de un cuadro de Rembrandt. ¿Acaso se te olvidaba? Pero ven, no te quedes atrás.
—¿Cómo sabes que me quedo atrás?
—Tus etiquetas amarillas te delatan.
A Clara las piernas le temblaban mientras caminaba. Pensó que sus músculos estaban desacostumbrados a ejercer aquella función tan normal después de las duras jornadas de posturas inmóviles que habían padecido, pero sospechaba que el temblor se debía también a la emoción que le suscitaba aquella tiniebla infinita.
—Aún nos falta un trecho para llegar al lugar donde estará
Susana
—dijo Gerardo—. Pero mira, ¿distingues esos armazones oscuros a lo lejos?
Le pareció ver algo, aunque quizá no era lo mismo que señalaba Gerardo. Apenas si lograba discernir el contorno de su mano apuntando al vacío.
—Estamos casi en la curva de la herradura. Allá se colocará
La ronda nocturna,
un mural impresionante con más de veinte modelos. Y allá,
La niña en la ventana y
el pequeño retrato de
Titus,
el hijo de Rembrandt. A ese lado,
La novia judía...
Ahora llegaremos al lugar donde se exhibirá
El festín de Baltasar.
Conforme avanzaban, Clara distinguió algo asombroso moviéndose al fondo: fuegos fatuos, luciérnagas rectilíneas.
—Policía —concretó Uhl a su espalda.
Tenía que ser una de las patrullas que Gerardo le había dicho que recorrían el Túnel. Se cruzaron con ellos. Fantasmas con gorras y reflejos de luz en las placas. Clara percibió sonrisas y frases en holandés.