—Lo he jodido todo, amiguita. Pero te juro por Dios que no podía seguir. Simplemente, no podía. Me da igual que me despidan, ¿oíste? El Maestro me dará la patada, pero me da igual. Estoy harto.
La miró y sonrió. Clara permaneció cruelmente callada.
—Lo estabas pasando mal, amiguita. Lo estabas pasando muy mal. ¿Por qué no cediste? ¿No sabías que la única forma de rebajar el tono era que cedieras? Habríamos dejado de pintarte si hubieras cedido...
Hubo un silencio.
—Anda, vamos a dar un paseo —dijo Gerardo, levantándose.
—No, yo no voy.
—Venga, vamos, no seas...
—No.
—Por favor.
El tono de súplica hizo que ella lo mirase.
—Quiero decirte algo importante —murmuró él.
Era temprano y una brisa fría soplaba desde el norte removiendo hojas, ramas y hierbas, nubes y polvo, los ángulos de la ropa, el borde inferior de su albornoz, el flequillo de su pelo imprimado. Los molinos eran sólo sombras fantasmales en la distancia. Gerardo caminaba junto a ella con las manos en los bolsillos. Cruzaban ante las vallas y las casas, y Clara se preguntaba qué otros cuadros habría dentro de cada una y quiénes estarían pintándolos. A su izquierda quedaba el pequeño bosque. Olía a flores y a hierba cortada. Los pájaros iniciaban su particular alba de sonidos.
—Hay cámaras —dijo Gerardo. Fue lo primero que dijo—. Por eso no quería hablar dentro. Hay cámaras ocultas en los ángulos de las paredes. No las ves si no te fijas. Lo graban todo, incluso en la oscuridad. Después, el Maestro revisa las grabaciones y descarta posturas, gestos y técnicas. —Torció la boca en una sonrisa desganada—. Puede que ahora me descarte a mí.
—¿El... Maestro?
No quería hacer la pregunta que más le importaba, pero casi podía oír los latidos de su corazón mientras miraba a Gerardo fijamente.
—Sí. Qué importa que te lo diga ya... Supongo que lo supiste desde el principio. Te va a pintar el Maestro en persona, Bruno van Tysch. Es él quien te ha contratado. Serás una de las figuras de la colección «Rembrandt». Felicitaciones. Era lo que más deseabas, ¿no?
No contestó. Era lo que más deseaba, en efecto. Y allí estaba. Lo había conseguido. Su meta, su principal objetivo. Y, sin embargo, recibía la noticia de esa forma, mientras caminaba en albornoz en medio de aquel estúpido paisaje campestre, por boca de aquel inepto, aquel inútil, aquel patán a quien ella se sentía ya incapaz de odiar.
—Nunca he visto a Van Tysch en persona —dijo, por decir algo.
—Lo has estado viendo desde que llegaste a la casa —sonrió Gerardo—. El hombre fotografiado de espaldas que hay en el comedor es él. La foto se la hizo un tipo famoso, Sterling, creo que se llama...
Clara se concentró en delinear la silueta de aquel hombre de espaldas rodeado de oscuridad que tanto le había llamado la atención desde su llegada a la granja, aquella figura silenciosa y trágica de cabello negro... ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Van Tysch. El Maestro. La sombra.
—Será el Maestro quien te dé los retoques finales, amiguita —explicó Gerardo—. ¿No te pone contenta saberlo?
—Sí —dijo ella.
Había salido el sol. Los primeros atisbos reptaron en forma de dorados resplandores a espaldas de Clara. Los árboles, las cercas de madera, el camino y su propio cuerpo quedaron bañados de luz y proyectaron sombras. Gerardo caminaba con las manos en los bolsillos, mirando al suelo. Empezó a hablar como si lo hiciera consigo mismo.
—Mira, Justus y yo llevamos algún tiempo abocetando figuras para el Maestro y Stein. En «Rembrandt», por ejemplo, ya hemos dibujado a dos sin contarte a ti. Y en algunas podíamos saltar al vacío, pero todas frenan a tiempo. Siempre frenan. Uhl y yo podíamos alcanzar
el extremo
contigo, pero estábamos esperando que frenaras como hiciste ayer por la tarde... ¡Si hubieras vuelto a ceder esta madrugada, habrías detenido el proceso! ¿Por qué carajo no frenaste?
—¿Por qué no alcanzaste el extremo?
El tono de voz de Clara era imperturbable. Gerardo la miró sin responder.
De repente, Clara sintió que no podía dominar su furia. La fue descargando en lentas palabras, sin desviar la vista de él.
—Lo único que has hecho desde el principio ha sido intentar estropearme. Ayer, durante el descanso, me dijiste cosas que no debiste decirme... ¡Me revelaste parte de la técnica que usaba Uhl...!
—¡Ya lo sé! Sólo quería ayudarte. ¡Me preocupaba que pudiéramos hacerte daño!
—¿Por qué no te has limitado a pintarme, como ha hecho Uhl?
—Uhl juega con ventaja.
A ella le pareció que, de haberlo pensado dos veces, Gerardo se habría mordido la lengua antes de decir aquello. De repente su rostro era de grana. Desvió la vista.
—Quiero decir que yo no soy como él... A Justus tú nunca podrías... Bueno, esto no viene al caso... Lo que quería decirte es que, contigo, él puede fingir mejor, comportarse con más frialdad que yo. Por eso él tomó la iniciativa desde el principio.
Ella lo miraba desconcertada. Le parecía increíble que Gerardo aludiera a las tendencias de su compañero para intentar disculpar sus propios errores.
—Necesitábamos crear una sensación de acoso constante a tu alrededor —continuó Gerardo—. De chantaje sexual, pero también de vigilancia. Desde que te contrataron en Madrid, Arte ha estado intentando que te sientas vigilada. Justus y yo nos turnábamos para ir por las noches a la granja y asomarnos a la ventana del dormitorio. Hacíamos ruido para que te despertaras y nos vieras. Conservación tenía instrucciones para darte otra explicación, más tranquilizadora. De esta forma disponíamos del factor sorpresa para cuando decidiéramos, como hoy, dibujarte con un trazo más violento. Luego, por las mañanas, fingíamos llevarnos mal para que creyeras que Justus era un tipo desagradable que abusaba de los lienzos femeninos. En realidad, Uhl es una bellísima persona... Todo esto tiene mucho que ver con la obra que estamos pintando contigo. Es de Rembrandt, pero no puedo decirte cuál es...
—Fueron instrucciones directas del Maestro, ¿verdad? —Clara no apartaba sus ojos amarillentos, imprimados, sin pestañas ni cejas, de los ojos de Gerardo—. El «salto al vacío» de esta madrugada. Van Tysch quería lograr una expresión conmigo, ¿no es cierto? —La desesperación y la rabia apenas la dejaban hablar. Se detuvo para tomar aire—. Y tú has
jodido
el dibujo. Por completo. Yo estaba saliendo
ya
esta madrugada... ¡Yo estaba
ya
casi dibujada, casi a flote, y tú...! ¡Tú me has cogido, me has arrugado, has hecho una bola de papel y me has tirado
a la mierda?
Pensó que estaba llorando, pero se dio cuenta de que sus ojos seguían secos. El rostro de Gerardo se había transformado en una máscara pálida. Temblando de rabia, Clara agregó:
—Felicidades, amiguito.
Dio media vuelta y se alejó en dirección a la casa. El viento la golpeaba ahora por el lado opuesto. Oyó la voz de él, cada vez más lejana, cada vez más aguda.
—¡Clara...! ¡Clara, ven, por favor...! ¡Escúchame...!
Apretó el paso sin mirar atrás hasta que, por fin, dejó de oírlo. Nubes poligonales comenzaban a ocultar el primer sol.
Uhl estaba en el porche cuando ella llegó. La detuvo con un gesto y le preguntó por Gerardo.
—Viene detrás —contestó ella con desgana.
Advirtió entonces la forma en que Uhl la miraba. Sus ojos, pequeños y dióptricos en sus prisiones de cristal, parpadeaban. Clara se percató de que estaba muy nervioso. El pintor habló en su lento castellano.
—Secretaria de Van Tysch llamar ahora mismo... Van Tysch viene hacia aquí.
Sentía un frío terrible. Se frotaba los brazos con fuerza pero el frío no menguaba. Sabía que nada tenía que ver con el hecho de llevar encima tan sólo aquel breve albornoz que apenas cubría sus muslos: había sido imprimada con una capa protectora de blanco amarillo de base y, como cualquier otro lienzo profesional, estaba acostumbrada a soportar temperaturas más ingratas. Aquel frío era íntimo, directamente relacionado con la noticia que acababa de recibir.
Van Tysch. Venía. Su llegada se esperaba de un momento a otro.
Las emociones de un lienzo ante la proximidad de un gran maestro son difíciles de explicar. Clara intentaba pensar en alguna comparación y no se le ocurría: un actor no se dejaría atropellar así por la sombra de un gran director; nunca un alumno soportaría esos escalofríos frente al profesor al que admira.
Dios mío, estaba temblando. Para impedir que Uhl se diera cuenta de que le castañeteaban los dientes, entró en la casa, caminó por el salón, se quitó el albornoz y adoptó una postura simple de boceto, consiguiendo casi un estado de Quietud.
Allí, frente a ella, estaba la foto del hombre de espaldas.
Del aspecto físico de Van Tysch la gente sólo conocía sus cambiantes imágenes en revistas y reportajes. En cuanto a su forma de ser, Clara tampoco sabía nada definitivo. Pintores y cuadros hablaban mucho sobre él, pero en realidad emitían opiniones sin ninguna base real. Sin embargo, ella recordaba perfectamente las impresiones de aquellos que 5zTo habían visto. Vicky, por ejemplo, que había asistido a algunas de sus lecciones magistrales, afirmaba haber tenido la sensación de estar frente a un autómata, una cosa que no tenía vida propia, un monstruo de Frankenstein creado por el propio monstruo. «Pero a su creador se le olvidó darle vida», añadía. Dos años antes, en Bilbao, pudo conocer a Gustavo Onfretti, uno de los lienzos masculinos más importantes del mundo. Onfretti, que se exhibía en el Guggenheim vasco como el
San Sebastián
de Ferrucioli, había sido pintado por Van Tysch en otra obra religiosa: el
San Esteban.
Ella le preguntó por su experiencia con el gran pintor de Edenburg. El modelo argentino le dedicó una inmensa y oscura mirada antes de decirle, tan sólo: «Van Tysch es tu sombra».
Van Tysch. El Maestro. La sombra.
Iba a venir.
Desvió la vista de la foto y la fijó en las paredes. Distinguió bordes romos en las esquinas del techo y supuso que las cámaras estarían camufladas detrás. Imaginó a Van Tysch escrutando la pantalla, golpeando teclas, juzgando su expresión y su valor como lienzo. Se reprochó por no haber pensado antes en la posibilidad de que hubiera cámaras ocultas. Muchos pintores las usaban: Brentano, Hobber, Ferrucioli... De haberlo sabido, o sospechado, se habría esforzado más por darlo todo. Aunque de poco le habría servido, claro, después del estropicio de Gerardo. ¿Y si Van Tysch venía para despedirla? ¿Y si le decía (si es que se dirigía a ella y no a sus lacayos, porque al fin y al cabo ella era sólo
el material):
«Lo siento, lo he pensado mejor, no eres la adecuada para este cuadro»?
«Tranquilízate. Deja que las cosas sucedan.»Gerardo y Uhl habían entrado en el salón y se dedicaban a recoger las pinturas y guardarlas en bolsas. Clara abandonó su postura de boceto y los miró.
—¿Os vais? —preguntó en inglés. No le gustaba la idea de quedarse sola en la casa esperando al gran genio.
—No, no podemos, tenemos que esperarlo —dijo Uhl—. Estamos limpiando un poco para dar buena impresión —agregó, o, al menos, Clara pudo traducir eso. El inglés de Uhl era muy rápido—. Tenemos que esperarle para saber si continuamos en la misma línea o no. Tal vez quiera abocetar personalmente. O tal vez... —En este punto descargó una ráfaga de palabras que despistaron a Clara—. Cualquier cosa. Debemos estar preparados. A veces... —Enarcó las cejas e hizo un gesto con las manos al tiempo que resoplaba, como si le indicara que Van Tysch era imprevisible y había que esperar lo peor. Ella no comprendió muy bien lo que quería decir y le dio miedo profundizar—. ¿Comprendes?
—Sí —respondió ella, mintiendo en inglés.
—Calma —dijo Uhl en castellano—. Todo está bien.
«Él me devuelve la mentira en español», pensó.
La sombra.
Puntos, líneas, polígonos, cuerpos. Y, en último lugar, la sombra que resalta los contornos y otorga volumen a la forma definitiva.
Cuando aguardamos la llegada de alguien a quien no conocemos, lo vemos como una silueta que se alza frente a nosotros. Entonces comenzamos a perfilarla, a dibujar sus rasgos, a
anticiparla.
En todo momento somos conscientes de que nos vamos a equivocar, que el personaje real no será exactamente igual que nuestra silueta, pero no podemos quitarnos esta última de la cabeza. Se convierte, así, en un fetiche, en una representación sencilla del sujeto, un muñeco con el que podemos practicar. Nos situamos frente a ella y valoramos nuestras posibles reacciones. ¿Qué debo decir o hacer? ¿Le caeré bien tal como soy? ¿Sonreiré y me mostraré amable, o, por el contrario, lo recibiré con frialdad, marcando las distancias? Clara había dibujado ya su silueta de Van Tysch: lo imaginaba alto y delgado, silencioso, de mirada intensa. Sin saber por qué (quizá porque recordaba un par de imágenes así en una revista), le había añadido gafas, unas lentes de cristales amplios que aumentarían el diámetro de sus pupilas. Y defectos, naturalmente, porque la posibilidad de una desilusión le daba pavor. Van Tysch sería feo. Van Tysch sería egoísta. Van Tysch sería descortés. Van Tysch sería brutal. Descubrió que estos «defectos» podía admitirlos de buen grado en un genio como él. Intentó, pues, añadir aquellos otros menos admisibles: un Van Tysch estúpido, torpe o vulgar. El último, el Van Tysch
vulgar,
era el que más insoportable le parecía. Aun así, luchó por imaginárselo. Un Van Tysch que hablara y pensara como Jorge (Dios mío), que la
tranquilizara
y a quien ella pudiera
sorprender.
Un Van Tysch maduro junto al cual ella, a sus veinticuatro años, pudiera sentirse
superior.
O un Van Tysch como Gerardo, novato, poco sutil. Se castigó con todos estos Van Tysch como quien se azota con un cilicio. Los usó como penitencia contra el placer que el verdadero, sin duda, le iba a proporcionar.
Decidió convertir la mañana en una situación de espera constante. Instaló en la cocina su cuartel general, desde cuya ventana podía vigilar la parte delantera de la casa. Prefería dedicarse a
esperar
antes que fingir, como Gerardo y Uhl (que habían salido al porche a charlar), que nada sucedía. A mediodía abrió un zumo vitaminado de Aroxén, lo perforó con una pajita y comenzó a saborearlo. El albornoz permanecía entreabierto sobre sus muslos cruzados. Durante un tiempo había valorado la idea de «prepararse» de alguna forma. ¿Quizá sería mejor si se desnudaba por completo? ¿Y si se pintaba unas facciones o, al menos, se coloreaba los ojos o perfilaba sus labios para fabricar una sonrisa? Pero ¿acaso no era ella un papel en blanco? ¿Y no debía seguir siéndolo? Supuso que mostrarse pasiva sería lo más apropiado.