—Pienso que jamás me había sentido así con ningún pintor. Que me he entregado a usted. Que mi cuerpo hace lo que usted dice casi antes de que usted lo diga. Y pienso que mi mente también tiene que entregarse. Estaba pensando eso cuando usted me preguntó qué pasaba.
Cuando terminó fue como si hubiera arrojado un lastre. Se revisó. Descubrió que no le quedaba nada por confesar. Guardó silencio como un soldado esperando órdenes.
Van Tysch se quitó las gafas. Parecía aburrido. Murmuró algunas palabras en holandés mientras sacaba del bolsillo un pañuelo y un pequeño frasco. En algún lugar del cielo rugió un avión. El sol agonizaba.
—Vamos a borrar estos rasgos —dijo, mojando una punta del pañuelo en el líquido del frasco y dirigiéndolo hacia su frente.
Ella no movió un músculo. El dedo de Van Tysch envuelto en el pañuelo raspaba su cara con fuerza. Cuando descendió hacia sus ojos se obligó a no cerrarlos, ya que él no le había dicho que lo hiciera. Imágenes débiles de Gerardo la visitaban como remotos ecos. Se había sentido bien cuando él le dibujó el rostro, pero ahora se alegraba de que Van Tysch lo borrara. Había sido una torpeza más por parte de Gerardo, como si un niño pintarrajeara en una esquina de un lienzo que Rembrandt pensaba usar. Le parecía increíble que Van Tysch no hubiera protestado.
Cuando finalizó, Van Tysch volvió a calarse las gafas. Por un momento ella creyó que no estaba satisfecho. Luego lo vio guardar el frasco y el pañuelo.
—¿Por qué tiene miedo de que alguien entre en su casa de noche?
—No sé. De verdad, no lo sé. No recuerdo que me haya pasado nada nunca.
—Vi las grabaciones nocturnas que le hicimos y me sorprendí con las caras de terror que ponía usted cuando mis asistentes se acercaban a la ventana. Pensé que podíamos fijar alguna expresión de ese tipo. Pintarla así, quiero decir. Y quizá lo haga. Pero voy en busca de algo mejor...
Ella no dijo nada. Siguió mirándolo. Por encima de la cabeza de Van Tysch el cielo se oscurecía.
—¿Qué sintió al morir su padre?
—Me sentí bastante mal. Fue un poco antes de las navidades. Recuerdo que esas navidades fueron muy tristes. Al año siguiente se me fue pasando.
—¿Por qué ha parpadeado?
—No lo sé. Quizá su aliento. Al hablar, lo echa sobre mí. ¿Quiere que intente no parpadear?
—¿Qué sintió al morir su padre?
—Mucha tristeza. Lloré mucho.
—¿Por qué le excita tanto que alguien entre en su casa de noche?
—Porque... ¿Excitarme? No, no me excita. Me da miedo.
—No es usted sincera.
La frase la cogió desprevenida. Dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—No. Sí.
—¿Por qué no es sincera?
—No sé. Tengo miedo.
—¿De mí?
—No sé. De mí.
—¿Está excitada ahora mismo?
—No. Un poco, quizá.
—¿Por qué responde siempre dos cosas distintas?
—Porque quiero ser sincera. Decir todo lo que se me ocurre.
Van Tysch parecía vagamente irritado. Sacó un papel doblado del bolsillo de su chaqueta, lo desdobló e hizo algo inesperado. Se lo arrojó a ella a la cara.
El papel golpeó su rostro y planeó hasta el suelo de plástico. Cuando cayó, Clara pudo reconocerlo: era un maltrecho catálogo de
Muchacha ante el espejo,
de Alex Bassan. En el catálogo aparecía una foto en primer plano de su rostro.
—Vi esta foto cuando buscaba un lienzo para una figura de «Rembrandt» y me atrajo de inmediato el brillo que hay en su mirada —dijo Van Tysch—. Ordené que la contrataran, la hice tensar e imprimar y pagué por usted una fortuna para traería desde Madrid como material artístico. Pensé que ese brillo sería ideal para mi obra y que podría pintarlo mucho mejor que este tipo. ¿Por qué no lo consigo? En las grabaciones de la granja no lo he visto. Pensé que se relacionaría con su terror nocturno y ordené a mis ayudantes que saltaran al vacío esta madrugada con usted. Pero no creo que dependa de la tensión del momento, por eso he venido personalmente. Ahora mismo me ha parecido sorprenderlo durante una décima de segundo, cuando me acercaba a usted. Le pregunté qué había pasado. Pero no creo que el brillo se relacione con usted. Creo que es independiente de usted. Aparece y desaparece como un animal tímido. ¿Por qué? ¿Por qué de improviso sus ojos relumbran así?
Antes de que ella pudiese contestar, Van Tysch habló con otra voz. Era un susurro helado, una corriente galvánica.
—Me he cansado de hacerle preguntas para verlo aparecer y fijarlo en su mirada, pero usted responde a todo como una idiota y no veo lo que me interesa por ninguna parte. Se comporta como una niña guapita que buscara una oportunidad. Un cuerpo bonito que quiere ser pintado. Se considera muy bella y quiere destacar. Desea ser convertida en algo precioso. Cree ser un lienzo profesional, pero no sabe lo que es ser lienzo y morirá sin saberlo. Las grabaciones de la granja me lo han demostrado: como lienzo, es usted absolutamente mediocre. Lo único que me interesa de usted es lo que hay en sus ojos. Hay cosas dentro de nosotros que son más grandes que nosotros, y aun así, siguen siendo ínfimas. Por ejemplo, el tumor de su padre. Cosas diminutas pero más importantes que toda nuestra vida. Cosas que dan miedo. El arte se hace con esas cosas. De vez en cuando las sacamos afuera: a eso lo llamamos «purgar». Es como si vomitáramos. Para mí, usted es más despreciable que su vómito. Yo quiero
su vómito.
¿Y sabe por qué?
Ella no respondió. Agradecía, de alguna forma, carecer de lágrimas, porque estaba deseando llorar.
—Dígame. ¿Sabe por qué lo quiero? —volvió a preguntar Van Tysch en tono indiferente.
—No —murmuró ella.
—Porque es
mío.
Está en usted, pero es mío. —Se golpeaba el pecho con el dedo índice—. Ese brillo que a ratos surge en sus ojos
me pertenece.
Yo fui quien lo vio primero, y por lo tanto es mío.
Se apartó, dio media vuelta y se alejó unos pasos. Clara lo oyó manipular algo. Cuando se volvió, pudo ver que sostenía una pipa que acababa de rellenar.
—De modo que aquí nos quedaremos, usted y yo, hasta verlo aparecer.
Acercó la llama de una cerilla a la cazoleta. La oscuridad que los rodeaba era cada vez más profunda. Arrojó al suelo la cerilla y la apagó con el pie.
—Ventajas de los bosques de plástico no inflamable —dijo.
Fue aquella inusitada broma,
justo
aquella pésima broma que él había intercalado en su helado discurso, lo que a ella le pareció más atroz. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no decir ni hacer nada, para seguir mirándolo inmóvil.
—Voy a azuzar a ese animalito brillante de sus ojos para que salga de la madriguera —dijo Van Tysch—. Y cuando lo vea salir, lo atraparé. Lo demás no me interesa.
Y, tras una breve pausa, añadió:
—Lo demás sólo es usted.
Ignoraba cuántas horas llevaba inmóvil, de pie sobre la hierba de plástico, soportando la noche sobre su tersa desnudez. Se había levantado un viento frío, norteño. Las nubes cubrían el cielo. Un helor lento y profundo, que parecía provenir del interior de su cuerpo, horadaba su voluntad como un taladro. Pero intuía que su sufrimiento no provenía de las incomodidades físicas sino de
él.
Van Tysch iba y venía. De vez en cuando se acercaba y contemplaba su rostro en la creciente oscuridad. Entonces torcía el gesto y se alejaba. En una ocasión se marchó. Estuvo ausente un tiempo indeterminado y regresó con lo que parecían unas frutas. Apoyó la espalda en un árbol de plástico y se puso a comer, ignorándola. Ella, a lo lejos, de pie e inmóvil, lo veía como una mancha oscura de largas piernas, una araña inmensa y esbelta. Luego lo vio echarse en la hierba y cruzar los brazos. Parecía dormitar. Clara sentía hambre, frío, intensos deseos de relajar la postura, pero nada de eso le preocupaba en aquel momento. Estaba intentando, ante todo, conservar intacta su voluntad.
En un momento dado Van Tysch se acercó de nuevo. Caminaba a trompicones, resoplando como una bestia enfurecida.
—Dígame —le espetó.
Ella no entendió. Él soltó entonces una especie de furioso alarido. La voz se le quebró a mitad de palabra, como la de un fumador veterano.
—¡Dígame
lo que sea!
A ella le costaba trabajo hablar. La poderosa inercia de silencio que había mantenido durante horas se lo impedía. Sin embargo, obedeció. Sus palabras emergieron de ella como si sólo la boca interviniera.
—Me siento mal. Quiero hacerlo lo mejor posible pero me siento mal porque usted me desprecia. Pienso que está usted loco o que es un cabronhijodeputa, puede que sea las dos cosas, loco y cabronhijodeputa. Le odio, y creo que usted quería que yo le odiara. No soporto que me desprecie. Antes usted me excitaba. Se lo juro. Me excitaba sentirme en sus manos. Ahora ya no. Empieza usted a importarme una mierda. Y aquí estoy.
Cuando terminó, comprendió que Van Tysch apenas la había escuchado. Seguía mirándola a los ojos.
—¿Qué sintió al morir su padre? —preguntó Van Tysch.
—Alivio —dijo Clara de inmediato—. Su enfermedad era espantosa. Se quedaba en el sofá mucho tiempo y babeaba. Se tiraba pedos delante de mí y me sonreía como si fuera un animal. Un día vomitó en el comedor, se agachó y comenzó a buscar algo en el vómito. Estaba enfermo, pero yo no podía entenderlo. Mi papá había sido siempre una persona amable y culta. Adoraba la pintura clásica. Aquella
cosa
no era mi padre. Por eso me alivió su muerte. Pero ahora sé que...
—Cállese —dijo Van Tysch sin elevar la voz—. ¿Por qué le aterroriza que alguien entre de noche en su habitación?
—Tengo miedo de que alguien me haga daño. Tengo miedo de que alguien me haga daño. Le estoy diciendo todo lo que sé.
El viento había acrecido. En la rama del árbol más próximo, el albornoz osciló y terminó cayendo, pero Clara no lo supo.
—La sinceridad nos cuesta, ¿no es cierto? —gruñó Van Tysch—. Nos han enseñado que es lo opuesto a la mentira. Pero le diré algo. La sinceridad, para muchos, no es otra cosa que la
obligación
de no decir mentiras. Se trata también de un artificio.
—Intento ser sincera.
—Por eso no lo es.
Los faldones de la chaqueta de Van Tysch se agitaban con el viento. Se había subido las solapas para proteger su cuello del frío y se frotaba las manos. Entonces, repentinamente, apuntó a la cabeza de Clara con el dedo índice.
—Ahí dentro se mueve algo, gira algo, se esconde algo que quiere salir. ¿Por qué es usted tan seria consigo misma? ¿Por qué se toma todo esto como si fuera un ejercicio militar? ¿Por qué no hace algo tonto? ¿Tiene ganas de vaciar la vejiga?
—No —dijo Clara.
—Inténtelo, no obstante. Orínese encima.
Lo intentó. No logró ni una gota.
—No puedo —dijo.
—¿Ve? Dice: «No puedo». Todo en usted es poder o no poder. «Puedo hacer esto, no puedo hacer lo otro...» Olvídese de usted por un momento. Lo que quiero es que entienda... No, no que entienda... Lo que quiero es decirle que usted
no importa...
En fin, para qué hablar si no me cree. —Hizo una pausa, como si se detuviera a escoger palabras más sencillas. Entonces prosiguió con lentitud, ayudándose de las manos—. Usted es un mero transporte de algo que yo necesito para mi obra. Mire, se lo digo con sinceridad, sé que le resulta difícil admitirlo, pero imagínese como una cáscara: yo quiero romperla, pero no porque la odie, no porque la
desprecie,
no porque la considere especial, sino porque busco lo que lleva dentro. El resto lo tiraré. Déjeme hacerlo.
Clara no dijo nada.
—Dígame, al menos, que no desea que lo haga —sugirió Van Tysch con calma, casi suplicando—. Opóngase a mí.
—Quiero darle lo que rae pide —tartamudeó Clara—, pero no puedo.
—Ah, ¿lo ve? «No puedo.» Le he tendido una pequeña trampa. Por supuesto que no puede. Pero ¿ve? Se está esforzando. No quiere aceptar su condición de mero vehículo. Es como si la cáscara pudiera partirse por sí sola, sin ninguna clase de presión. —Alzó una mano y la depositó en el hombro desnudo de ella con suavidad—. Está usted helada. Y fíjese cómo tiembla. ¿Ve cómo tengo razón? Ahora mismo está
esforzándose. ¡Esforzándose!
Lo mejor que podemos hacer es dejarlo.
Se apartó un instante. Cuando regresó, traía el albornoz.
—Vístase.
—Noporfavor.
—Vamos, vístase.
—Porfavornoporfavor.
Sabía perfectamente que Van Tysch estaba empleando una técnica pictórica bastante burda: la falsa compasión. Pero su pincelada había sido maestra. Algo dentro de ella había cedido. Lo sentía de la misma forma que podría haber sentido la llegada de la muerte. La simple idea de regresar a la casa le provocaba terror. Aquella casi intolerable posibilidad —volver a ponerse el albornoz y terminar con todo de un plumazo— había fragmentado algo muy duro en su interior. Sus hombros se agitaron. Comprendió que lloraba sin lágrimas.
Él la observó un instante.
—Es buena esta expresión —dijo—, bastante buena, pero no veo nada especial en sus ojos. Habrá que probar otra cosa.
Hubo un silencio. Clara cerró los ojos con fuerza. Van Tysch la miraba atentamente.
—Es increíble —susurró—. Su voluntad es enorme pero no puede suprimirse a sí misma. Tira de los músculos de su rostro. Mantiene las riendas tensas. Vamos, vamos... ¿Es que desea convertirse en una gran obra? ¿Acaso ha aceptado ser pintada por eso? ¿Desea ser una obra maestra...? Qué gran equivocación. Mire... Incluso ahora, al oírme, vea lo tensa que se pone... Su voluntad le susurra: «¡Debo resistir!».
Alzó una mano y le tocó un pecho. Lo hizo con indiferencia, como si manipulara un objeto intentando descubrir para qué servía. Clara gimió. Sus pechos estaban fríos y sensibles.
—Si la toco, si la
utilizo,
usted se vuelve un
cuerpo,
¿lo ve? Su expresión cambia, y me agrada esa boca entreabierta, pero no es exactamente lo que busco... No, no es lo que busco... —Apartó la mano—. Muchos pintores han hecho muchas obras con usted, y todas muy bonitas. Es usted atractiva. Ha hecho art-shocks. Le encantan los desafíos. Perteneció a
The Circle
de adolescente. Se marchó a Venecia el año pasado a ser pintada por Brentano. Cuánta experiencia —ironizó Van Tysch—. La han convertido en un arquetipo del deseo. La han utilizado para excitar los bolsillos. Usted buscaba ser
obra
y ellos la han transformado en
cuerpo.
—Con el dedo índice le apartó el cabello de los ojos. Clara podía sentir su aliento a picadura de pipa—. Nunca me ha gustado que un lienzo pase por las manos de muchos pintores. Puede llegar a creerse que la pintura es él. Y el lienzo nunca, nunca es la pintura:
sólo su soporte.