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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (17 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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Después vinieron las citas, los paseos, las noches compartidas.

Si le hubieran pedido una palabra para resumir aquella relación, habría respondido sin titubeos: «Extraña y excitante».

Todo en ella le fascinaba. La forma en que se maquillaba a veces. Las esencias remotas con que se perfumaba en ocasiones. La lujuriosa elegancia de su vestuario. Su suprema indiferencia a la hora de exhibirse desnuda. Su bisexualidad sin tapujos. Los escandalosos ejercicios que a veces debía realizar cuando la pintaban. Y, sin embargo, pese a todo, su
ingenuidad
de actriz debutante. En ella, las contradicciones eran la norma. Él devoraba sus cualidades hasta empalagarse. Entonces añoraba un poco de sencillez. Beatriz se volvía sencilla tras espiar la copulación de sus bacterias. ¿Por qué Clara no podía serlo cuando se despojaba de la pintura? ¿Por qué esa terrible sensación
de fetichismo,
como si acostarse con ella fuera igual que besar un zapato de lujo?

Últimamente la obligaba a discutir: era su manera de obtener sencillez. «Todas las parejas discuten. Nosotros también. Conclusión: nosotros somos como todas las parejas.» La lógica de aquel razonamiento le parecía rigurosa. El último combate lo habían mantenido el día del cumpleaños de Clara, el 16 de abril. Salieron a cenar a un nuevo restaurante (candelabros, acordeones y platos que exigían una lengua flexible para ser nombrados) descubierto por él. Jorge cierra los ojos y puede verla con la apariencia que tenía aquella noche: un vestido de Lacroix en piel y una gargantilla con la firma del diseñador colgando de una anilla de plata. Todo eso y sólo eso, sin prendas íntimas, porque se exhibía desnuda por las mañanas en un cuadro de Jaume Oreste. La mirada de Jorge zigzagueaba desde aquella anilla al lomo de los pechos comprimidos por el escote. Los pechos respiraban como ballenas blancas, la anilla oscilaba como el ojo de buey de un barco. Por supuesto que estaba excitado (siempre lo estaba cuando salía con ella) pero también tenía ganas de destruir aquella suntuosa armonía. Era como la tentación que impulsa al niño a romper el plato más caro de la vajilla. Comenzó sibilinamente, sin desvelar sus verdaderas intenciones, aprovechando un giro de la conversación.

—¿Sabías que «Monstruos» ha sido la exposición más visitada de la Haus der Kunst de Munich desde su inauguración? Me lo dijo Pedro el otro día.

—No me extraña.

—Y en Bilbao se están dando de hostias para llevar «Flores» al Guggenheim, pero dice Pedro que les va a costar un huevo. Y eso no es nada: según todos los pronósticos, la nueva colección que se presenta este año, «Rembrandt», va a superar a «Flores» y «Monstruos» en número de visitantes y precio de las obras. Algunos dicen que va a ser la exposición más importante de la historia. En fin, que tu «Maestro» ha conseguido que el arte hiperdramático sea uno de los negocios más lucrativos del siglo XXI...

¡Buen anzuelo, capitán Achab! Las dos simétricas ballenas se yerguen a la vez. El barco de plata retiembla.

—Y tú, como siempre, piensas que el mundo se ha vuelto imbécil.

—No, el mundo es imbécil desde sus comienzos, no es eso. Lo que ocurre es que no estoy de acuerdo con la opinión que la mayoría de la gente tiene sobre Van Tysch.

—¿Cuál?

—Que es un genio.

—Es que lo es.

—Perdona, Van Tysch es un listo, que no es lo mismo. Mi hermano dice que el arte hiperdramático lo fundaron Tanagorsky, Kalima y Buncher a principios de la década de los setenta. Ellos sí que fueron artistas, pero no se comieron una rosca. Entonces llegó Van Tysch, que de joven había heredado una fortuna de una especie de pariente rico de Estados Unidos, inventó un sistema para comprar y vender los cuadros, creó una Fundación que gestionara sus obras y se dedicó a forrarse con el hiperdramatismo. Qué negocio más redondo, joder.

—¿Y eso te parece mal?

Ella mostraba una insoportable tranquilidad. Acostumbrada a dominarse, usaba este dominio como ventaja frente a él. A Jorge le resultaba muy difícil alterarla, porque la paciencia de un lienzo es infinita.

—Lo que me parece es eso: negocio, no arte. Aunque, bien pensado, ¿no fue tu querido Van Tysch quien dijo esa parida de «el arte es dinero»?

—Y tenía razón.

—¿Tenía razón? ¿Acaso Rembrandt es un genio porque sus cuadros valen hoy millones de dólares?

—No, pero si los cuadros de Rembrandt no valieran hoy millones de dólares, ¿a quién le importaría que fuera un genio? —Él se disponía a replicar cuando una imprevista gota de natillas (era el postre: crepes en forma de rollitos cebados de crema) fue a caer en aquel momento sobre su corbata
(chof,
capitán Achab, te ha cagado una gaviota), lo que le obligó a desplegar el irritante ritual de la servilleta mientras ella proseguía—. Van Tysch comprendió que para crear un nuevo arte sólo se necesita que produzca dinero.

—Ese razonamiento únicamente es aplicable a los negocios, querida.

—El arte es un negocio, Jorge —sentenció ella inmutable, y la llama de las velas, fotocopiada por sus ojos azules, parpadeó.

—¡Dios mío, oigan ustedes la opinión de una obra de arte! ¿Así que, según tú, que eres un cuadro profesional, el arte es un negocio?

—Ajá. Igual que la medicina.

«Ajá.» Esa maldita costumbre suya al hablar. Abría la boca y enarcaba una de sus falsas cejas pintadas al pronunciar aquella simétrica palabra. Ajá.

—Tú cobras por tus radiografías como un pintor por sus cuadros —prosiguió ella—. ¿No te cansas siempre de decir que tal o cual colega debería saber que «la medicina es arte»? Pues eso.

—¿Pues eso qué?

—Que la medicina es arte, y por lo tanto es negocio. Hoy todo es igual: arte y negocio. Los verdaderos artistas saben que no hay diferencias entre ambas cosas. Al menos, hoy día ya no hay ninguna.

—De acuerdo, admitamos que el arte es un negocio. Entonces el arte hiperdramático es el negocio de comprar y vender personas, ¿no?

—He captado tu segunda intención, pero debo decirte que los modelos no somos personas cuando hacemos una obra de arte: somos cuadros.

—No me vengas con chorradas. Para engañar al público, esa tontería está bien. Pero las personas no somos cuadros.

—Ahora te pareces a los que opinaban, a principios del siglo pasado, que los cuadros impresionistas no eran cuadros de verdad. La historia del arte admitió el impresionismo, después el cubismo, y ahora ha admitido el hiperdramatismo.

—Porque son buenos negocios, ¿verdad? —Ella encogió sus hombros perfectos sin replicar—. Mira, Clara, no quiero ser iconoclasta, pero el arte hiperdramático consiste en colocar a chicas como tú desnudas o casi desnudas en diversas posturitas. También hay chicos, por supuesto. Y muchas adolescentes, e incluso niños. Pero ¿cuántos hombres o mujeres maduros ves en obras de arte HD? ¡Dime! ¿Quién pagaría veinte millones de euros por llevarse a un gordo pintado a su casa y colocarlo en una posturita?

—Te recuerdo que el cuadro que da nombre a la colección «Monstruos» de Van Tysch son dos personas gordísimas. Y vale mucho más de veinte millones, Jorge.

—¿Y los adornos? Convertir a alguien en Cenicero o en Silla, ¿qué te parece? ¿También es arte...? ¿Y el art-shock...? ¿Y los cuadros «manchados»...?

—Todo eso es completamente ilegal y no tiene nada que ver con el hiperdramatismo ortodoxo.

—Dejemos el tema. Ya sé que es pecado tomar el nombre de Dios en vano.

—¿Quieres otro rollo o te basta con el que estás soltando? —Señaló ella su plato con los rollitos de crepes intactos (otra consecuencia de su trabajo: controlaba las calorías con precisión, vigilaba su peso con aparatos electrónicos portátiles —la nueva moda—, cenaba zumos hipervitaminados, nunca parecía tener hambre).

Aquella noche hicieron el amor en el piso de él. Resultó como siempre: un ejercicio de placentera delicadeza. Ella era un lienzo y él tenía que ser cuidadoso. A veces él le preguntaba por qué no era tan «cuidadosa» consigo misma en uno de esos
encuentros
interactivos brutales llamados art-shocks en los que participaba en ocasiones. «Eso es distinto porque es arte —replicaba ella—. Y en arte todo está permitido, incluso estropear el lienzo.» «Ah», decía él. Y seguía admirándola.

Estaba loco por ella. Estaba harto de ella. No quería abandonarla jamás. Quería dejarla para siempre.

—No podrás —le advirtió un día su hermano Pedro—. Cuando nos encaprichamos con un cuadro siempre nos pasa lo mismo: no sabemos por qué nos gusta, pero no podemos deshacernos de él.

Clara ignoraba lo que sentía por Jorge. No era amor, por supuesto, ya que no creía haber sentido en toda su vida verdadero amor por nada ni por nadie, salvo por el arte (gente como Gabi o Vicky eran facetas de ese diamante). Y suponía que tampoco Jorge estaba enamorado. Comprendía que para él fuera muy satisfactorio cepillarse a un lienzo: eso pertenecía, digamos, al mismo estatus que comprarse un Lancia o un Patek Philippe, vivir en aquel piso de Conde de Peñalver o dirigir una próspera empresa de diagnóstico radiológico. «Acostarte con un óleo es algo casi lujoso, ¿no, Jorge? Algo propio de tu clase social.»Naturalmente que él le gustaba: aquel pelo blanco y aquel bigote erguidos en su fenomenal estatura, los ojos grises y la mandíbula fuerte. La excitaba pensar que él era un hombre mayor a quien ella pervertía. Lo adoraba cuando lo hacía enrojecer. Pero disfrutaba también imaginando lo contrario: que era él quien la pervertía a ella. El maestro del pelo blanco. El mentor bronceado de rayos UVA. Por si fuera poco, Jorge no pertenecía al mundo del arte, un detalle que le resultaba delicioso por su rareza.

En el otro platillo de la balanza colocaba su absoluta vulgaridad. El doctor Atienza mantenía la ridícula opinión de que el arte hiperdramático era una forma de esclavitud sexual legalizada, la prostitución del siglo XXI. Le parecía inconcebible que alguien pudiera comprar a un menor de edad desnudo con el cuerpo pintado para exhibirlo en su casa. Pensaba que Bruno van Tysch era un vividor cuyo único mérito había consistido en heredar una fortuna prodigiosa. Ella escuchaba sus exabruptos con amargura, porque si había algo en este mundo que la enervaba por encima de todo era la mediocridad. Clara añoraba a los genios como un pájaro la infinitud del aire. Sin embargo, era capaz de comprender la razón de tanta vulgaridad. La profesión de él no consistía, como la de ella, en entregar cuerpo y espíritu. Jorge nunca había sentido aquel escalofrío completo, la fragilidad y el fuego de un modelo en las manos de un pintor experto; desconocía el nirvana de la Quietud, los latidos del tiempo en la parálisis de un salón, las miradas del público como acupuntura fría sobre la carne.

Ambos ignoraban adonde les conduciría aquella relación de camas y veladas. Probablemente a la ruptura. Jorge quería tener hijos. En ocasiones se lo decía. Ella lo miraba con dulce compasión, como un mártir miraría a quien le preguntara: ¿le duele? La única vida que le apetecía reproducir, respondía, era la de ella. «Cada vez que soy cuadro es como si me diera a luz a mí misma, ¿no comprendes?» Por supuesto que no la comprendía.

Quizá lo que más le agradaba de él era la utilidad de su carácter tranquilo y consejero. Incluso dormido, Jorge resultaba terapéutico: respiraba en su momento, las pesadillas no lo tensaban, no le daba miedo la oscuridad de un cuarto (a ella sí), te aleccionaba sobre la forma perfecta de descansar. Sus palabras eran cremas recetadas por un médico amable y su sonrisa un sedante exacto e instantáneo. Tan lejano de todo lo que ella hacía, y tan apropiado.

En aquel instante necesitaba mucha dosis de Jorge.

—¿Estás segura de que no te engañan? —preguntó él, intentando mostrarse escéptico.

—Por supuesto que estoy segura. Esto va a ser lo más importante de mi vida. No sólo voy a ganar más dinero del que nunca he soñado, sino que voy a convertirme... estoy segura de que voy a convertirme en... en una... en una
gran
obra de arte. —Jorge se dio cuenta de que había vacilado: como si supiese que todo lo que podía decir quedaría muy por debajo de la realidad—. Hoy me aseguraron que dentro de veinticuatro mil años seguirá hablándose de

—agregó en un murmullo—. ¿Puedes creerlo? Me lo dijo la mujer de la Fundación.
Veinticuatro mil años.
No puedo dejar de pensar en eso. ¿Te imaginas?

Acababa de hacerle un apresurado resumen de lo sucedido. Le habló de la visita de los dos hombres a GS y de su entrevista con Friedman el jueves. El trabajo de imprimación se lo habían repartido cinco expertos: el propio Friedman se ocupó del examen de su cabello y su piel; el señor Zumi, de los músculos y articulaciones; el señor Gargallo puso a punto su fisiología; los hermanos Monfort afinaron su concentración y sus hábitos. El primero la recibió en el sótano del edificio de Desiderio Gaos después de que la hubieron desnudado, destruido su ropa y hecho fotos para la compañía de seguros. La palpó minuciosamente. Su pelo —dijo— debía recortarse. Y era preciso recubrirlo con un gel capaz de admitir la pintura. La suavidad de su piel no le pareció la adecuada. Prescribió cremas. Anotó los rebordes, los frunces. Observó el hueso de su laringe al tragar, de qué forma se hacía patente el teclado de sus costillas, la reacción de los pezones a la presión y al frío, la personalidad de sus músculos. Luego exploró todos y cada uno de sus orificios y oquedades correspondientes con dedos y luces. «Evítame los detalles», rogó Jorge.

El señor Zumi, un japonés misterioso y lacónico, la atendió en la primera planta cuando Friedman terminó con ella. Allí había un gimnasio, de cuyos aparatos Clara colgó durante varias horas. Zumi sorprendió cierta laxitud en sus cervicales y tendencia a acumular ácido láctico en las piernas. Envuelta en sudor, ella lo veía sonreír en silencio ante cada siniestra tortura: equilibrio sobre un solo pie, colgada del techo por los tobillos, de puntillas en una plataforma, doblando la espalda, levantando los brazos con pesas atadas a sus bíceps. Dos horas después, el agotado material pasó a manos del señor Gargallo, en la tercera planta. Gargallo era especialista en reacciones fisiológicas de lienzos, y coleccionaba un sinfín de experimentos filmados, una videoteca en DVD absolutamente repugnante. Estaba convencido de su propia inutilidad.

—La única víscera que importa es la única en la que no soy experto —le dijo a Clara, y se señaló la cabeza—. Por suerte, soy experto en la segunda más importante. —Se señaló la entrepierna.

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