O quizá sí, pero de otra forma: Clara cree en los designios del azar. El gatito se acercó a ella, suspicaz al principio, convertido en una bola de terciopelo con reflejos azules después, en aquel luminoso verano de 1996 con olor a cloro y a brisa de mar. Pero el gatito no olía a eso sino a jabón, y era evidente que tenía dueño porque se hallaba demasiado acicalado para venir directamente de la naturaleza.
—Hola —lo saludó Clara—. ¿Dónde está tu amo, gatito?
El animal maulló entre sus dedos con una boca que era como un corazón diminuto, o como una almendra abierta por dentro. Ella sonrió. No sentía ningún temor. En su casa del pueblo serrano de Alberca, donde su padre había nacido y adonde iban todos los veranos cuando su padre vivía, se había acostumbrado a toda clase de animales domésticos. Lo acarició como podría haberlo hecho con una lámpara que albergara a un genio donador de deseos.
—¿Te has perdido? —le preguntó.
—Es mío —dijo una voz.
Fue entonces cuando divisó las piernas flacas, mojadas y morenas de Talia, de pie frente a ella. Al elevar la vista vio su sonrisa en perspectiva con el sol, y supo (porque creía en los designios) que iban a ser amigas.
Tenía trece años, los ojos grandes y la piel café. Sonreía y hablaba simultáneamente y con idéntica dulzura, como si sonreír y hablar fueran lo mismo para ella, como si todo lo que dijera fuera alegre y todas sus sonrisas fueran palabras. Su madre era venezolana, de Maracay, y su padre era español. Tenían una casa en el otro extremo de la isla, cerca de Punta Galera. Talia se encontraba en aquella urbanización por casualidad, debido a una visita que sus padres habían hecho a unos amigos. De modo que fue el gatito negro quien las presentó.
El padre de Talia tenía mucho dinero, mucho más que tío Pablo, que no vivía nada mal. La casa de Punta Galera era un enorme chalet frente al mar con un terreno vallado repleto de árboles y sombras, jardines y estanques. Talia invitó a Clara a conocerla dos días después, y Clara se maravilló al comprobar que tenía mayordomos, no simplemente señoras que hacían la colada y preparaban la comida, sino personas de uniforme con la mirada vidriosa. Pero en la piscina estaba lo más increíble. Era muy grande, de agua rectangular y azul. Parecía fantástico que Talia, con su pequeño corpecito moreno, dispusiera de todo aquel inmenso salón zafiro para ella sola, aquel suelo de baldosas líquidas por el que poder pasear flotando. Sin embargo, la primera impresión que Clara se llevó fue distinta.
Otra muchacha compartía la piscina con ella. ¿Acaso tenía una hermana? ¿O era una amiga?
Pero era una chica mayor, sin lugar a dudas. Estaba de rodillas cerca del borde, más bien a cuatro patas, y sólo llevaba encima un ínfimo tanga azul. Su cuerpo brillaba de forma muy extraña. No modificó ni un milímetro su postura mientras Clara y Talia se acercaban.
—Es un cuadro de mi papá —explicó Talia—. Mi papá ha pagado tremendo dineral por él.
Clara se agachó y observó la expresión rígida, la piel reluciente de apresto y óleos, el cabello ligeramente tembloroso con el viento.
—No puedo creerlo —se entusiasmaba Talia al ver su asombro—. ¿No conoces el arte HD? ¡Pues claro que es de carne y hueso, como tú y como yo! Es un cuadro hiper... —Aquí dijo una palabra que Clara no entendió—. No está en trance ni nada por el estilo, está posando. Y el olor que notas es el del óleo.
«Eliseo Sandoval.
Junto a la piscina.
1995. Óleo y cremas solares en muchacha de dieciocho años con tanga de algodón.» Eso fue lo que Clara leyó en la pequeña tarjeta de cartulina colocada en el suelo cerca de la figura.
Como la mayoría de la gente, Clara había oído hablar del arte hiperdramático y había visto documentales y reportajes sobre el tema, pero nunca una obra al natural.
Fue como una maldición. Se arrodilló junto al cuadro y se olvidó de todo. Lo rastreó con la mirada, desde la punta de los dedos de las manos hasta el cabello pintado; desde el cuello hasta la curvatura de las nalgas. Las dos tiras del tanga tenían forma de uve: había un árbol en el jardín de la casa que imitaba la misma letra. Recorrió con los ojos cada milímetro de carne paralizada como si se tratara de una película que hubiera deseado ver toda su vida. Temblorosa, alzó un dedo y lo apoyó en el muslo derecho de aquella cosa. Fue como tocar la silueta de un jarrón. La cosa ni siquiera pestañeó.
—Oye, no hagas eso —la regañó Talia—. Las pinturas no se tocan. ¡Si te viera mi papá...!
El día transcurrió como un tormento. La diversión era un esfuerzo impracticable. La culpa no era de la pobre Talia, por supuesto, sino de aquella
maldita
cosa, aquella
obscena
y maldita cosa que no quería moverse, que continuó allí, bajo el sol, sobre el agua, sin sudar ni quejarse, sumida en la contemplación de un pequeño espacio en las baldosas. Aquella forma paralizada y mágica del tanga en uve, desprovista y repleta de vida al mismo tiempo, era la única culpable.
En un momento dado, Clara se sintió enferma. El aire no habitaba sus pulmones, se ahogaba. Salió corriendo y se refugió en la casa. Encontró al gatito en el sofá del lujoso salón y se agazapó junto a él. Sus mejillas ardían y le costaba trabajo respirar. Cuando Talia llegó por fin, Clara la miró implorante.
—¿Es que no se va
nunca
de ahí? —sollozó—. ¿No come? ¿No duerme?
—Claro que come y duerme. Se exhibe sólo de once a siete.
Por la tarde, un mayordomo salió a avisar. Eran las siete en punto. Clara, que había estado muy pendiente de la hora durante todo el día, se acercó al cuadro entonces. Vio cómo se movía; lo vio extender cada extremidad después de una larga pausa y, a un ritmo semejante al de un niño que nace, erguir el tronco y alzar la cabeza con los ojos cerrados; vio destellar el óleo en su pecho cuando lo hinchó al respirar; la vio ponerse en pie con languidez eterna, convertirse en mujer, en muchacha, en alguien como ella misma. Sobre fondo azul.
«Quiero ser eso —pensó—. Quiero ser
eso.»
Sus dientes castañeteaban.
Una mujer apartó las cortinas cobalto, se asomó y comenzó a regar las flores azules. De repente alzó la vista y sorprendió a Clara. Tras contemplarla un instante, hizo un gesto de aprensión. Luego se retiró del balcón, cerró la ventana y corrió las cortinas. Los cristales reflejaron el desnudo cuerpo de Clara enmarcado en su propia ventana, su figura tersa de rostro sin cejas y pubis depilado, los pechos como dos ondulaciones en un papel, el cabello ya seco por el aire nocturno, la mano derecha sosteniendo el auricular del teléfono, todo inmerso en el mundo azul cobalto y ultramar del cristal de enfrente.
En el auricular persistía el silencio. No habían colgado.
Se había dejado llevar por los recuerdos, y la aparición de aquella mujer la había devuelto bruscamente a la realidad. Ibiza, Talia y el inolvidable instante en que descubrió el arte HD se disolvieron en el tono más oscuro de la noche. Ignoraba cuánto tiempo llevaba esperando en la misma posición. Sospechaba que, por lo menos, dos horas. Sentía la mano con que sostenía el auricular mucho más fría que el resto del cuerpo y los músculos de ese brazo agarrotados. Hubiera dado cualquier cosa por cambiar de postura, pero continuaba inmóvil con el teléfono pegado a la oreja; incluso trataba de respirar lo menos posible, como si estuviera trabajando de cuadro. No trasladaba el peso de un pie a otro: permanecía firme y erguida, la mano izquierda apoyada en la cadera, apretando las rodillas contra las columnas del radiador que había bajo las cortinas con el fin de acercarse más a la ventana.
Le entraban tentaciones de colgar. Porque cabía en lo posible que aquella absurda espera fuera un error. Tal vez la idea de que tenía que aguardar desnuda y quieta en la ventana con el auricular en la mano era producto exclusivo de su imaginación. A fin de cuentas, no había recibido aún ni una sola instrucción por parte del pintor, fuera quien fuese, ni un solo gesto, ni una sola palabra. ¿A quién se le ocurriría pintar con el silencio invisible? Eso por no mencionar la desmesurada factura de teléfono que iba a acarrearle la aventura. Jorge se iba a reír.
«Contaré hasta treinta... Bueno, hasta cien... Si no ocurre nada, cuelgo.»Se sentía agotada (todo el día de pie en el cuadro de Bassan), hambrienta y con sueño. Comenzó a contar. Escuchó risas de chavales desde el otro lado de la calle. Quizá la habían visto. No le preocupaba. Era un lienzo profesional. El pudor y la timidez habían quedado atrás hacía mucho tiempo.
«Veintiséis... Veintisiete... Veintiocho...»
Toda su vida era arte. No sabía dónde estaba el límite, si es que había límites en algún sitio.
Había aprendido a mostrar y usar su anatomía a solas, frente a otros y con otros. A no considerar sagrado ninguno de sus resquicios. A soportar en lo posible el asedio del dolor. A soñar en medio de la contracción de sus músculos. A percibir el espacio como tiempo y el tiempo como algo extenso, un paisaje por el que pasear o detenerse. A controlar sus sensaciones, a inventarlas, a fingirlas, a imitarlas. A traspasar cualquier barrera, a dejar de lado cualquier reserva, a desprenderse del lastre del remordimiento. Una obra de arte no tenía nada que le perteneciera: cuerpo y mente estaban dirigidos a crear y ser creados, a transformarse.
Era la profesión más extraña y hermosa del mundo. La había iniciado aquel mismo verano al regreso de Ibiza, y nunca se había arrepentido de hacerlo.
En casa de Talia se enteró de que Eliseo Sandoval, el pintor de
Junto a la piscina,
vivía y trabajaba en Madrid junto con otros colegas, en un chalet cercano a Torrejón. Pocas semanas después se presentó allí, solitaria y nerviosa. Lo primero que descubrió fue que ella no era la primera en atreverse a dar aquel paso y que el arte HD era más popular en España de lo que había creído. El chalet era un hervidero de pintores y adolescentes aspirantes a obra de arte. Eliseo, un joven artista venezolano de cara de boxeador con un fascinante hoyuelo en la barbilla, se ofrecía, por un módico precio, a dar clases rudimentarias a modelos menores de edad, aunque en secreto y sin esperanzas de venderlos, porque el arte HD con menores aún no había sido legalizado. Clara echó mano a sus pequeños ahorros y comenzó a acudir cada fin de semana. Aprendió, entre otras cosas, a mostrarse desnuda dentro y fuera de la casa, en solitario o frente a los demás. Y a permanecer durante horas con la piel pintada. Y las bases del hiperdrama: los juegos, los ensayos, las formas de expresión. Su hermano se enteró de aquellas visitas y comenzaron los enfrentamientos y las prohibiciones. Clara descubrió que José Manuel quería convertirse en su nuevo cancerbero tras la muerte de su padre. Pero no se lo permitió. Amenazó con marcharse de casa, y cuando la situación se hizo insostenible se marchó. A los dieciséis años entró a trabajar en
The Circle,
una sociedad internacional de artistas marginales que preparaban material joven para grandes pintores. Allí se tatuó el cuerpo, se tiñó el pelo de rojo, perforó su nariz, orejas, pezones y ombligo con anillas y participó en grotescas obras murales. Consiguió dinero y pudo estudiar con Wedekind, Cuinet y Ferrucioli. A los dieciocho años comenzó a vivir con Gabi Ponce, un pintor principiante a quien había conocido en Barcelona, su primer amor, su primer artista. Cuando cumplió veinte años de edad, Alex Bassan, Xavier Gonfrell y Gutiérrez Reguero empezaron a llamarla para crear originales con ella. Luego vinieron los más grandes: Georges Chalboux pintó un duende con su cuerpo, Gilberto Brentano la convirtió en yegua y Vicky le extrajo expresiones que nunca imaginó que su rostro albergara.
Los genios, sin embargo, no la habían tocado aún.
Pero qué pasaría, se preguntaba, qué pasaría si nadie respondiera, qué pasaría si la tensaban más allá de lo prudente, si intentaban forzar la situación hasta el límite, qué pasaría si...
La noche se había hecho azul profundo. La brisa que antes la refrescaba helaba ahora sus huesos.
Había contado hasta cien, luego cien más, y otros cien. Por último había dejado de contar. No se atrevía a colgar, pues conforme más tiempo pasaba
más importante
(y difícil) le parecía lo que le aguardaba detrás. Lo más importante y difícil y lo más duro y arriesgado.
Contempló el silencio, la dormición de la luz, el reino de los gatos. Ser testigo del desarrollo de la madrugada en una ciudad le pareció semejante a observar la imperceptible procesión de la manecilla del reloj.
Qué sucedería, se preguntaba, si no le hablaban. Cuándo, en qué momento sería preciso considerar que había llegado el final de aquel juego. Quién cedería primero en aquel pulso enorme e injusto.
De repente la voz de la mujer regresó al auricular. Su oído había estado tanto tiempo inservible que casi le dolió, como duele la pupila de un ciego que recupera de súbito la luz. La voz fue cortante y concisa. Mencionó un sitio: plaza de Desiderio Gaos sin número. Un nombre: señor Friedman. Una cita: las nueve en punto de la mañana siguiente. Después colgaron.
Durante un rato quiso persistir todavía en la misma postura, el auricular en alto. Luego, con una mueca, regresó a la incomodidad de la vida.
Era la madrugada del jueves 22 de junio de 2006.
El desván. El desván. La casa de Alberca. Papá.
El sol lucía espléndido sobre el huerto. Era una visión encantadora: la hierba, los naranjos, la camisa azul de cuadros de su padre, el sombrero de paja y sus gafas de cristales gruesos y cuadrados, porque Manuel Reyes era miope, un miope intenso y casi voluntario, o al menos resignado, a quien no le importaba llevar aquel artilugio de carey grueso y anticuado sobre el rostro. Aseguraba que sus gafas otorgaban cierta seriedad a las detalladas explicaciones que ofrecía a los turistas sobre los cuadros del museo del Prado. Porque el trabajo de papá era ése: guiar a la gente por las salas del museo mientras explicaba en voz alta y con sobria erudición los secretos de
Las lanzas
y
Las meninas,
sus obras favoritas. Papá podaba los naranjos mientras su hermano José Manuel se entrenaba con el caballete en el garaje (quería ser pintor, pero papá le aconsejaba que estudiase una carrera) y ella aguardaba en su cuarto para ir a misa con mamá.
Entonces oyó el ruido.
En una casa como la Casa, donde anidan tantos (ruidos), uno más carece de importancia. Pero éste había conseguido intrigarla. Su ceño formó una uve diminuta. Salió a ver qué o quién lo había producido.