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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (9 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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—Me gustaría saber, Lothar —dijo Benoit de repente—, si puede tener sentido algún tipo de... de hipótesis de «montaje». —Dibujó la palabra en el aire con un gesto de la mano derecha—. ¿Me explico?

—Te refieres a...

—A que todo sea un... Me da escalofríos incluso decirlo... Un «teatro».

—Teatro —repitió Bosch.

En ese instante apareció en los monitores el rostro de
Jacinto moteado,
la primera
flor
que había solicitado una cita con Apoyo. Acababa de ducharse y desprenderse la pintura. Su cráneo liso y su piel imprimada, sin cejas ni pestañas, se estampaban sobre fondo negro. Los ojos eran incoloros como vidrios redondos. Podía advertirse la cinta de la que colgaba la etiqueta del cuello.


Buona sera,
Pietro —dijo De Baas en tono cordial, hablando por el micrófono—. ¿En qué podemos ayudarte?


Hola, señor De Baas.
—La voz del lienzo italiano llenó los amplificadores—.
Lo de siempre. La dioxacina me produce picores. No entiendo por qué el señor Hoffmann insiste en usarla para el añil de mis brazos...

Benoit apenas dedicó un segundo de atención al diálogo entre De Baas y el lienzo. En seguida siguió hablando.

—Sí, teatro. Me explicaré. A primera vista, Óscar Díaz es un sico-lo-que-sea, ¿no? Ha custodiado el cuadro varias veces y, mientras lo hacía, disfrutaba pensando cómo iba a destrozarlo. Lo planea muy bien y decide dar el golpe el miércoles por la noche. Conduce la furgoneta, pero, en vez de dirigirse al hotel, se marcha al bosque. Ya lo tiene todo preparado. Obliga al cuadro a leer un texto absurdo mientras graba su voz, luego lo corta y realiza sus rituales de loco, sean los que fueren. Éste es el planteamiento, ¿no?

—A grandes rasgos, así es.

—Bien, pues ahora imagínate que sea un montaje. Imagínate que Díaz no esté más loco que tú y que yo, y que las grabaciones y la parafernalia sádica sean un teatro para despistarnos y hacernos pensar en una especie de asesino en serie, cuando, en realidad, el sector de la competencia le ha
pagado
para que destroce el cuadro justo antes de la subasta. —Hizo una pausa y enarcó una ceja—. Tú has sido policía, Lothar. ¿Qué te parece esta idea?

«Ridícula», pensó Bosch. Por fortuna, no necesitaba ocultar su cerebro con la mano izquierda, como hacía con la taza, para impedir que Benoit supiera lo que pensaba.

—Me cuesta trabajo aceptarla —dijo.

—¿Por?

—Sencillamente, no puedo creer que alguien haya podido hacerle
eso
a una niña como Annek sólo para jodernos una venta de millones de dólares, Paul. Tú tienes más experiencia en este terreno, pero... Piensa por un momento: si querían destruir el cuadro, por qué no hacerlo de mil maneras más rápidas.. . Incluso si pretendían imitar un acto de sadismo, como tú dices, había otros métodos... Era una niña de catorce años, por Dios. La cortaron con... con una especie de sierra eléctrica..., y estaba
viva
mientras...

—No era una niña de catorce años, Lothar —precisó Benoit—. Era un cuadro valorado en más de cincuenta millones de dólares de precio
inicial.

—De acuerdo, pero...

—O lo ves de esta forma, o te equivocarás por completo.

Bosch asintió dócilmente. Durante un instante sólo se escuchó el diálogo entre De Baas
y Jacinto moteado.

—La dioxacina ayuda a elaborar un violeta azulado más profundo, Pietro.


Siempre me dice lo mismo, señor De Baas... Pero no es a usted a quien le pican los brazos.

—Pietro, por favor, no te enfades. Estamos tratando de ayudarte. Te diré lo que vamos a hacer. Hablaremos con el señor Hoffmann. Si él nos asegura que la dioxacina es imprescindible, buscaremos alguna forma de anestesiar tus brazos... Sólo tus brazos, ¿qué te parece...? Puede hacerse...

—Cincuenta millones de dólares es mucho dinero —dijo Benoit.

De repente la fingida calma de Bosch se quebró. Dejó de mover la cabeza en sentido afirmativo y clavó los ojos en Benoit.

—Sí, es mucho dinero. Pero señálame con el dedo a la persona capaz de hacerle eso a una niña de catorce años para intentar estropearnos una subasta millonaria. Señálame a esa persona y dime: «Es ésta». Y déjame que la mire a los ojos y compruebe que en ellos no hay otra cosa que dinero, obras de arte y subastas. Sólo entonces te daré la razón.

Ruido de porcelanas. Uno de los ayudantes de De Baas depositaba las tazas, ya vacías, sobre la Mesilla, que aguardaba arrodillada.

—Desde luego, no fue san Francisco de Asís quien destrozó el cuadro, si eso es lo que quieres decir...

—Fue un sádico hijo de puta. —Las mejillas de Bosch estaban teñidas de un color que las luces de la habitación transformaban en morado—. Tengo ganas de atraparlo, créeme.

Hubo una pausa. «Enfadarte con Benoit no te servirá de nada —se dijo Bosch—. Cálmate de una vez.» Se dedicó a mirar hacia los monitores intentando relajarse. El cuadro asentía mientras escuchaba los consejos de De Baas. Bosch recordó que
Jacinto moteado
se exhibía con la pantorrilla derecha alzada por encima del hombro y la cabeza apoyada en la planta del pie. No podía imaginarse a sí mismo doblado en aquella postura ni durante una fracción de segundo, pero
Jacinto
la soportaba seis horas al día.

Se dio cuenta de que Benoit también miraba las pantallas.

—Dios, cuánto nos cuesta conservar estas obras. A veces yo también sueño que las destrozo.

Aquella frase, en labios del jefe de Conservación, sorprendió a Lothar Bosch. Benoit solía usar un lenguaje violento cuando no había lienzos o adornos lujosos que pudieran oírlo (la Mesilla llevaba cobertores), pero aparentaba carecer de puntos débiles. Al menos, nunca los manifestaba en público. Ofrecía el falso aspecto de un jubilado ingenuo en quien podías confiar. Su cabeza completamente calva y carnosa era como una pelotita antiestrés: la mirabas y te parecía que podías exprimirla un poco para relajarte. En realidad, era él quien exprimía la tuya sin que te dieras cuenta. Bosch sabía que había ejercido como sicólogo clínico privado en un barrio noble de París antes de incorporarse a la Fundación, y su antiguo oficio le servía de mucho con los lienzos. De hecho, un éxito terapéutico muy especial provocó que el doctor Benoit cambiara de trabajo con rapidez. Valerie Roseau, una joven lienzo francesa con la que Van Tysch había pintado su obra maestra de primera etapa
La pirámide,
se negó un día a seguir exhibiéndose en el Stedelijk. Esto desencadenó una crisis en la que estaban en juego varios millones de dólares. Valerie llevaba años en tratamiento sicológico debido a una neurosis. Los especialistas sabían que ahí radicaba la causa de su negativa a exhibirse y se esforzaban en curarla. Benoit optó por otra estrategia: en vez de intentar curar la neurosis de Valerie, la convenció de que continuara en el museo. Stein se apresuró a ofrecerle el puesto de jefe de Conservación.

A los cuadros les encantaba hablar con Benoit, sobre todo a los más jóvenes. Le contaban sus angustias a aquel abuelito calvo con acento francés y decidían continuar en la brecha. Por supuesto, se trataba de un truco magistral. En realidad, Benoit era un individuo peligroso; más peligroso, a su modo, que la señorita Wood. Bosch pensaba que era el más peligroso de todos.

Dejando aparte a Stein y al Maestro, claro.

—Son ricos y jóvenes —decía Benoit con desprecio mientras miraba las pantallas—. ¿Qué más quieren, Lothar? Me cuesta trabajo comprenderlos. Tienen ropa, joyas, adornos y juguetes humanos, coches, drogas, amantes... Mencionan el lugar del mundo donde desean vivir, y allí les compramos un palacio. ¿Qué más quieren?

—Quizás otra clase de vida. También ellos son humanos.

Un friso de arrugas coronó la frente de Benoit. Así permaneció durante varios segundos mientras Bosch sonreía resignado, pero desafiante.

—Por favor, Lothar, no me digas estas cosas mientras bebo mi sucedáneo de té. Mi úlcera está peor últimamente. Lo que Van Tysch les ha otorgado es superior a ellos mismos y a sus miserables vidas. Les ha otorgado la eternidad. ¿Es que no se dan cuenta? Son obras increíblemente hermosas, las más hermosas que ningún pintor haya creado jamás, pero no les basta: se quejan de dolor de espalda, picores en el culo y depresión. Por favor, Lothar, por favor.

—Sólo quise decir...

—No, no, Lothar, no me jodas. —Benoit alzó la mano. Era como si rechazara una comida repugnante—. La belleza requiere cierto sacrificio. Tú no sabes lo que nos cuesta mantener a esas delicadas florecillas. No me jodas. Dejemos el tema.

Con un gesto de cólera tendió la taza en el aire. La Mesilla se acercó velozmente, arqueó la espalda proyectando el vientre y colocó la tabla bajo la taza. Necesitó flexionar las rodillas casi hasta sentarse en los talones, porque Benoit apenas había levantado el brazo. Su sexo depilado y pintado de malva quedó a la vista de Bosch.

—¿Quieres más tú también, Lothar? —preguntó Benoit mientras le indicaba al adorno que le sirviera sólo hasta la mitad.

—No, no, muchas gracias. —Bosch aprovechó la ocasión para abandonar su taza casi llena en la Mesilla.

—¿Te ha gustado?

—Delicioso.

—¿Verdad que sí? Lo encargo personalmente a una empresa de París. Tienen sucedáneos de casi todo lo que puedas imaginarte, incluso sucedáneos de sucedáneos.

Hubo una pausa. En las pantallas apareció
Púrpura mágica.

—¿Te quedarás mucho tiempo en Viena, Paul? —preguntó Bosch al cabo del rato.

La pregunta cogió a Benoit en mitad de un sorbo. Lo bebió con avidez mientras movía la cabeza.

—Lo indispensable. Quiero asegurarme que se restringirá todo lo posible la información sobre el caso. Lo cual está resultando bastante difícil, por cierto. Sin ir más lejos, ayer mantuve una agradable conversación telefónica con un mandamás del Ministerio del Interior austríaco. Esta gente te hierve la sangre. Me presionaba para que la noticia se hiciera pública. Dios mío, ¿qué ocurre en este maldito país desde que en el siglo pasado asomara la cabeza un partido neonazi? Tratan todos los asuntos como si fueran de cristal, los cogen con alfileres... Siempre están pensando en cubrirse las espaldas... ¡Llegó a acusarme de poner en peligro a la población de Viena...! Le dije: «Lo único que se encuentra en peligro hasta el momento, que yo sepa, son nuestros cuadros». ¡Imbécil! —Tras una pausa, agregó—: Bueno, esto último no se lo dije.

Bosch soltó una risa completamente silenciosa, sólo los gestos y la boca entreabierta.

—Paul, necesitas inyecciones intravenosas de sucedáneo de té.

—No me gustan los austríacos. Son demasiado retorcidos. Ese timador de Sigmund Freud era austríaco. Te juro que...

Se escuchó un ruido en la puerta y penetró en tromba la escueta figura de April Wood.

—¿Te ha llamado el policía con el que charlamos ayer? —preguntó directamente a Bosch.

—¿Félix Braun? No. ¿Por qué?

—He dejado un mensaje en su contestador exigiéndole que nos llame de inmediato. Sus hombres encontraron la furgoneta esta madrugada, pero no nos dijeron nada. Me he enterado gracias a nuestros pajaritos. Ah, hola, Paul. Qué bien que hayas venido. Podremos reírnos todos juntos.

—¿La furgoneta? —dijo Benoit—. ¿Y Díaz?

—Ni rastro.

Ambos hombres recibieron la noticia con gestos de preocupación. Durante un momento sólo se escuchó el diálogo que De Baas mantenía con la
flor
púrpura. Un agente acercó una silla. Wood dejó caer en ella su mínima anatomía y cruzó las piernas revelando unos pantalones de jinete y unas botas de cuero de punta afilada. Su delgado cuello asomaba tres palmos por encima de los hombros envuelto en un pañuelo de seda púrpura. La tarjeta roja de la solapa hacía juego con el pañuelo. Parecía un muchachito guapo, un afeminado hijo de papá al que acabaran de expulsar por tercera o cuarta vez de la universidad. Su presencia tenía algo que provocaba desazón: no estaba en su postura al sentarse, ni en el rictus de sus labios, ni en su manera de mirar (aunque a Bosch le gustaba más su perfil que sus ojos directos), ni en su vestimenta llamativa. Por separado, todos los elementos de los que Wood se componía resultaban atractivos: era el conjunto lo que los tornaba desagradables.

—¿Quieres un poco de sucedáneo de té? —ofreció Benoit señalando la Mesilla.

—No, gracias, Paul. Tómatelo tú, te va a hacer falta. Porque ahora viene lo más gracioso.

Bosch y Benoit la miraron.

—La furgoneta se encontraba a cuarenta kilómetros al norte de la zona en que hallaron el cuadro, oculta entre los árboles. El localizador estaba desactivado, como suponíamos. En la parte trasera había un plástico ensangrentado. Quizá lo usó para envolver la obra después de hacerla trizas y poder así arrastrarla por la hierba sin mancharse. Y en la vereda había huellas de otros neumáticos, al parecer un turismo. Tenía otro coche esperándolo ahí, claro. El señor Don Listo lo ha planeado todo muy bien.


Me duele, señor De Baas. Digamos que me duele. Puedo soportarlo, pero me duele.

Era la voz de
Orquídea imaginaria.
Se hallaba en el gimnasio para lienzos del Museumsquartier adoptando una posición clásica de tensión: de pie, doblada sobre sí misma, con las manos en las pantorrillas y la cabeza entre las corvas. Para filmar su rostro, la cámara tenía que situarse a su espalda casi a ras del suelo. Por supuesto, la cara de
Orquídea
aparecía al revés en la pantalla.

—Pero ¿te duele sólo cuando adoptas la postura, Shirley? —preguntó De Baas.

Benoit no miraba hacia los monitores sino a Wood. Parecía repentinamente irritado.

—April, ¿dónde se ha metido Díaz, por el amor de Dios? Ese tipo es un simple empleado de custodia. ¡No puede haber montado un plan de ese calibre! ¿Dónde está Óscar Díaz?

—Haz girar un globo terráqueo y pon un dedo, Paul. A lo mejor aciertas.

—No me sientan bien las bromas últimamente, te lo advierto.

—No es una broma. Desde que destrozó el cuadro hasta que comenzamos a buscarlo pasaron varias horas. Si tenemos en cuenta que disponía de otro coche y si añadimos documentación falsa, puede estar en cualquier sitio del planeta.


Ay, ahora mismo el dolor es... uf...

—No lo aguantes, Shirley. No trates de aguantarlo, porque no vamos a poder saber cuánto te duele... Estoy notando el esfuerzo que haces... Déjate llevar. Expresa el dolor que sientes...

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