—Sí, un agente de nuestro equipo —asintió Bosch.
—¿Y por qué su propio agente haría algo así?
Bosch miró al policía y después a la señorita Wood, que permanecía sumida en el silencio.
—No lo sabemos. Díaz posee un historial impecable. Si estaba loco, lo disimuló muy bien durante varios años.
—¿Qué saben de él? ¿Tiene familia? ¿Amigos...?
Bosch recitó los antecedentes que ya se había aprendido de memoria por haberlos repasado cien veces durante los últimos días.
—Soltero, veintiséis años, natural de México, su padre muerto de cáncer de pulmón, su madre vive con su hermana en el Distrito Federal. Óscar emigró a Estados Unidos a los dieciocho años. Es fuerte, le gusta el deporte. Trabajó de guardaespaldas para empresarios hispanos afincados en Miami o Nueva York. Uno de ellos tenía una obra hiperdramática en su casa. Óscar pidió información y comenzó a vigilar exposiciones pequeñas en galerías neoyorquinas. Luego trabajó para nosotros. Fuimos ampliándole el terreno, porque era listo y bastante competente. La primera gran obra de la Fundación que custodió fue un Buncher que exponía la galería Leo Castelli.
—¿Un qué?
La señorita Wood tomó la palabra con sequedad.
—Evard Buncher fue uno de los fundadores del hiperdramatismo ortodoxo, junto con Max Kalima y Bruno van Tysch. Era noruego, y durante la segunda guerra mundial fue arrestado por los nazis y enviado a Mauthausen. Logró sobrevivir. Viajó a Londres, conoció a Kalima y a Tanagorsky y empezó a usar seres humanos en vez de lienzos de tela para pintar sus cuadros. Pero él los encerraba en cajas. Algunos dicen que se vio influido por sus experiencias en el campo de concentración.
«Esta mujer es una computadora», pensó el policía.
—Son cajas pequeñas, abiertas por un lateral —siguió explicando Wood—. El lienzo se introduce en una y permanece en ella durante horas. —Giró hacia la pared que tenía detrás y señaló la gran foto que la adornaba—. Eso es un Buncher, por ejemplo.
El policía la había visto nada más llegar y se había preguntado qué diablos significaba. Dos cuerpos desnudos y pintados de rojo comprimidos dentro de un cubo de cristal. El cubo era tan pequeño que los obligaba a fundirse en una complicada contorsión. Los genitales resultaban visibles, los rostros no. A juzgar por los primeros, eran un hombre y una mujer. La foto, enorme, ocupaba casi toda la pared de aquel despacho del Museumsquartier. «Se supone que
eso
es una obra de arte —pensó el policía—. Y cualquiera podría comprarla y llevársela a casa.» Se preguntó si a su esposa le gustaría tener una cosa como aquélla adornando el comedor. ¿Cómo lograban aguantar tanto tiempo en esas inhumanas posturas?
Recordó la exposición que acababa de ver aquella misma tarde.
El arte nunca había interesado especialmente a Félix Braun, detective de la sección de homicidios del Departamento de Investigación Criminal de la policía austríaca. Sus preferencias de buen vienés se detenían en la música del siglo XIX. Naturalmente, había visto varias obras hiperdramáticas exhibidas al aire libre en lugares públicos de Viena, pero nunca hasta esa tarde había asistido a una exposición completa.
Había llegado al Museumsquartier —el centro cultural y artístico que albergaba la mayoría de los museos de arte moderno de Viena— cuarenta minutos antes de la hora prevista para su reunión con la señorita Wood y el señor Bosch. Como no tenía nada mejor que hacer, y debido a las circunstancias especiales del caso, había decidido visitar la exposición a la que pertenecía la adolescente asesinada.
Se exhibía en la Kunsthalle. Un enorme cartel con la foto de una de las figuras (después supo que era
Calendula desiderata)
ocupaba toda la fachada principal del edificio. El título de la colección estaba escrito en alemán con grandes letras rojas: «Blumen», de Bruno van Tysch. Un título muy simple, pensó Braun. «Flores.» Antes de acceder a la sala, el público se deslizaba por un detector magnético, una cinta de rayos X y una cabina individual de análisis de imágenes. Por supuesto, su arma reglamentaria hizo saltar la alarma del primer filtro, pero Braun ya se había identificado. Franqueó unas puertas dobles y penetró en la inhumana oscuridad del arte. Al principio pensó en estatuas pintadas y colocadas sobre pedestales. Luego, al acercarse a la primera, apenas se atrevió a creer que aquello fuera un individuo de carne y hueso, una persona viva. Cinturas dobladas como bisagras, piernas enarboladas en vertical, espaldas arqueadas con arquitectura de puente... No se movían, no parpadeaban, no respiraban. Los brazos imitaban pétalos y los tobillos, de lejos, simulaban tallos. Era preciso aproximarse hasta el cordón de seguridad y observar con mucha atención para distinguir músculos, pechos coronados por el botón rojo de los pezones, genitales desprovistos de vello y de obscenidad, genitales limpios de ideas como corolas de flor. Y entonces la nariz de Braun tomó el relevo informándole de que cada una despedía un aroma distinto y penetrante, perceptible a cierta distancia incluso por encima de los diversos olores (no todos gratos) del público que abarrotaba la sala, como el tema de un instrumento solista destacándose sobre el acompañamiento orquestal.
«Blumen.» «Flores.» La colección de veinte «Flores» de Bruno van Tysch.
Calendula desiderata, Iris versicolor, Rosa fabrica, Hedera helix, Orchis fabulata.
Los títulos eran casi tan fantásticos como las propias obras. Recordó haber visto fotos de algunas de aquellas
flores
en una revista, o en el periódico o la televisión. Se habían convertido casi en iconos culturales del siglo XXI. Pero nunca hasta entonces las había contemplado
al natural,
todas juntas, expuestas en aquel enorme salón de la Kunsthalle. Y, por supuesto, nunca las había
olido.
Braun anduvo durante media hora de un podio a otro, la boca paralizada por el asombro. Era una experiencia sobrecogedora.
La que estaba pintada en rojo fuego fue la que más le atrajo. Su color era tan intenso que provocaba una ilusión óptica: un aura, una mancha en las retinas, la leve distorsión del aire que produce un objeto muy caliente. Se acercó al podio como en trance. En su olor, incisivo y fabulatorio como el de los tenderetes de esencias árabes, Braun creyó percibir un deje familiar. La obra se hallaba en cuclillas apoyada sobre las puntas de los pies. Mantenía ambas manos frente al sexo y la cabeza ladeada a la derecha (la izquierda de Braun). Estaba completamente rapada y depilada. Al pronto pensó que carecía de rasgos, pero bajo la intensa máscara bermellón se advertían el rasguño de los párpados, la protuberancia de la nariz y el repujado de un par de labios. Los dos pequeños pechos le hicieron saber que era una mujer joven. No se movía, no temblaba. Braun dio la vuelta al podio sin descubrir ningún tipo de soporte que la ayudara a mantenerse de puntillas en aquella posición. Era una chica pintada de rojo, desnuda, rapada, en equilibrio sobre las puntas de los pies.
Fue entonces cuando creyó reconocer la fragancia.
Aquella figura olía de manera ligeramente similar al perfume que usaba su esposa.
Cuando salió a la calle, aturdido, intentó en vano recordar el título de la
flor
que olía como su mujer.
¿Tulipán púrpura? ¿Mágico carmín?
Aún pugnaba por recordarlo.
—Buncher creó una colección llamada «Claustrofilia» —continuaba explicando Bosch—. Óscar acompañó a casa durante toda una temporada a
Claustrofilia 5,
la modelo Sandy Ryan, la séptima sustituta del cuadro. Era cortés con las obras, a veces un poco hablador, pero siempre respetuoso. En 2003 compró un apartamento en Nueva York y fijó allí su residencia, pero llevaba en Europa desde enero de este año custodiando los cuadros de la colección «Flores». Aquí en Viena se hospedaba en un hotel de Kirchberggasse con el resto del equipo. El hotel está muy cerca del centro cultural. Hemos interrogado a sus compañeros y superiores directos: nadie notó nada raro en él durante los últimos días. Y eso es todo lo que sabemos.
Braun había empezado a tomar datos en una pequeña libreta.
—Sé dónde está Kirchberggasse —dijo. Su tono parecía indicar que el único vienés en aquella reunión era él—. Tendremos que registrar su habitación.
—Claro —asintió Bosch.
Ellos ya la habían registrado, así como su apartamento de Nueva York, pero Bosch no iba a decírselo al policía.
—Cabe también la posibilidad de que Díaz no sea culpable —apuntó Bosch entonces, como si quisiera ejercer de abogado del diablo de su propia teoría—. Y en tal caso habría que preguntarse por qué ha desaparecido.
Braun hizo un gesto vago dando a entender que esa cuestión no era competencia de Bosch.
—Sea como fuere —dijo—, y mientras no dispongamos de datos en contra, tendremos que considerar a Díaz como el principal objetivo de nuestra búsqueda.
—¿Qué sabe la prensa? —preguntó la señorita Wood.
—No se ha revelado la identidad de la adolescente, como ustedes nos pidieron.
—¿Y en cuanto a Díaz?
—Su descripción no se ha hecho pública, pero hemos establecido controles en el aeropuerto de Schwechat, las estaciones ferroviarias y las fronteras. Sin embargo, debemos tener en cuenta que estamos a viernes y recibimos la denuncia ayer. Ese tipo ha dispuesto casi de un día entero para emigrar.
La señorita Wood y el señor Bosch asintieron en silencio. También habían previsto aquella contingencia. De hecho, se habían movido mucho más de prisa que la policía austríaca: Bosch sabía que en aquel momento diez grupos distintos de agentes de seguridad estaban buscando a Díaz por toda Europa. Pero necesitaban la ayuda de la policía del país, no era cuestión de escatimar esfuerzos.
—En lo que respecta a la familia de la víctima... —dijo Braun, y miró a Bosch titubeando.
—Sólo tenía a su madre, pero está de viaje. Hemos solicitado permiso para informarle personalmente. Por cierto, creo que podemos quedarnos con las fotos y la cinta, ¿no?
—Así es. Son copias para ustedes.
—Gracias. ¿Quiere más café?
Braun contestó después de una pausa. Se había puesto a contemplar a la camarera que acababa de entrar en silencio en la habitación. Era la muchacha morena con el largo vestido rojo y la bandeja con la cafetera plateada que le había servido antes. No podía considerarse que su fisonomía fuera inusitadamente rara o hermosa pero tenía
algo
que Braun no acertaba a definir. Un balanceo, un ritmo aprendido, unos sutiles gestos de bailarina secreta. Braun conocía la existencia de los adornos y utensilios humanos y sabía que estaban prohibidos, pero aquella chica se mantenía en los límites de lo estrictamente legal. No había nada delictivo en su apariencia o su conducta, y todas las cosas que Braun imaginaba al verla bien podían encontrarse sólo en su cerebro. Aceptó más café y se quedó mirando mientras la muchacha volcaba el denso y humeante arco del
mokka
vienés sobre su taza. Volvió a pensar, como la vez anterior, que estaba descalza, pero no podía cerciorarse debido a la longitud del vestido y la oscuridad de la habitación. Despedía ráfagas de perfume.
Ni Bosch ni la señorita Wood quisieron más café. La camarera dio media vuelta. Se escuchó el zru, zro, zru del vestido batiendo contra sus piernas. La puerta se abrió y se cerró. Braun permaneció un instante mirando aquella puerta. Luego parpadeó y volvió a la realidad.
—Le agradecemos mucho la colaboración de la policía austríaca, detective Braun —decía Bosch. Acababa de reunir las fotos que había sobre la mesa (una elipse en laca roja que imitaba la forma de una paleta de pintor) y estaba sacando la cinta de la grabadora.
—Me he limitado a cumplir con mi obligación —declaró Braun—. Mis superiores me ordenaron que me presentara en el museo para informarles a ustedes, y eso es lo que he hecho.
—Usted pensará que la situación resulta un tanto anómala, y lo comprendemos perfectamente.
—«Anómala» es decir poco —sonrió Braun, intentando que la frase sonara cínica—. En primer lugar, no es norma de nuestro departamento ocultar información a los periódicos sobre las actividades de un posible sicópata. Mañana podría aparecer otra adolescente muerta en el bosque y nos veríamos envueltos en un serio problema.
—Entiendo —asintió Bosch.
—En segundo lugar, el hecho de revelar a particulares como ustedes detalles vinculados directamente con la investigación tampoco es una práctica demasiado usual para la policía, al menos en este país. No solemos colaborar con empresas privadas de seguridad, y menos hasta este punto.
Nuevo asentimiento.
—Pero... —Braun abrió los brazos en un ademán que parecía significar: «A mí me han ordenado que venga y les informe, y eso estoy haciendo»—. En fin, quedo a su disposición —agregó.
No deseaba mostrar su disgusto pero no podía evitarlo. Aquella mañana había recibido no menos de cinco llamadas procedentes de distintos departamentos cada vez más elevados en el escalafón político. La última provenía de un alto cargo del Ministerio del Interior cuyo nombre nunca aparecía en los periódicos. Le aconsejaron que no dejara de acudir a su cita en el Museumsquartier y le instaron a que pusiera a disposición de Wood y Bosch toda la información y ayuda disponibles. Resultaba obvio que la Fundación Van Tysch contaba con amplias y complejas influencias.
—Su café —dijo Bosch señalando la taza—. Se le va a enfriar.
—Gracias.
En realidad, Braun no quería beber más. Pero cogió la taza por cortesía y fingió probar un sorbo. Mientras los personajes que tenía enfrente intercambiaban algunas frases banales, se dedicó a escrutarlos. El hombre llamado Bosch le caía mucho mejor que la mujer, aunque ello no constituyera ningún mérito. Le había calculado unos cincuenta años. Parecía un tipo serio, con aquella calva brillante cercada de cabellos blancos y aquel rostro de rasgos nobles. Además, al inicio de las presentaciones, le había confesado a Braun que en su juventud había trabajado para la policía holandesa, de modo que casi eran colegas. Pero la señorita Wood estaba hecha de otra pasta. Parecía joven, entre veinticinco y treinta años. Su pelo era liso, negro y estaba cortado a lo
garçon
con una raya perfecta a la derecha. Su huesuda anatomía se hallaba plastificada por un vestido de tirantes de cuyo escote pendía la tarjeta roja de la sección de Seguridad de la Fundación Van Tysch. El resto consistía en toneladas de maquillaje y aquellas absurdas gafas negras. A diferencia de su colega, Wood nunca sonreía y hablaba como si todos a su alrededor estuvieran a su servicio. Braun compadeció a Bosch por tener que soportarla.