—Puedo dejarlo todo si la oferta merece la pena.
—La oferta
merece
la pena.
—¿Y yo tengo que creérmelo?
—No queremos precipitarnos, ni usted ni nosotros, ¿verdad? —El hombre se llevó una mano a la americana. Un billetero negro de piel. Una tarjeta turquesa—. Llame a este número. Tiene de plazo hasta mañana jueves por la noche.
Examinó la tarjeta antes de enterrarla en el bolsillo de la bata: sólo mostraba un número de teléfono. Podía ser un móvil.
El despacho de Gertrude era una habitación pequeña y blanca sin ventanas. No obstante, a ella le pareció que afuera había empezado a llover. Se escuchaba un artístico simulacro de lluvia en sordina. Los dos hombres la miraban fijamente, como esperando que dijera algo. Dijo:
—No me gusta aceptar ofertas que no conozco.
—Usted no tiene que conocer nada: usted es la obra. Los únicos que conocen son los artistas.
—Pues dígame entonces quién es el artista que quiere pintarme.
—No puede saberlo.
Encajó el aparente desprecio sin replicar. Sabía que el tipo decía la verdad. Los grandes pintores nunca revelaban su identidad al lienzo hasta que el trabajo comenzaba: de esta forma mantenían en secreto el cuadro que iban a pintar.
La puerta se abrió y apareció Gertrude.
—Disculpen, pero voy a salir a almorzar y debo cerrar la galería.
—No se preocupe, ya hemos terminado. —Los dos hombres recogieron los catálogos y se marcharon en silencio.
Durante la exhibición de la tarde sus pechos se alzaban con la respiración. Debido a los nervios, la Quietud le resultaba más difícil que nunca. Sin embargo, soñar le ayudaba a permanecer inmóvil, porque en el sueño podemos movernos en la inmovilidad. Pasó el tiempo y nadie bajó a verla, pero no le importó, porque estaba acompañada por sus fantasías.
Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.
Su principal deseo era ser pintada por un genio. A su mente acudían varios nombres, pero no se atrevía a especular con ellos. No quería hacerse muchas ilusiones para después recibir una decepción. Continuó de pie en aquella blancura silenciosa hasta que Gertrude le dijo que era hora de cerrar.
Afuera realmente llovía: un violento aguacero de verano que la televisión había anticipado. En otras circunstancias hubiera echado a correr hasta la entrada del aparcamiento, pero en aquel momento prefirió caminar despacio bajo la descarga torrencial, con su bolsa de pinturas al hombro. Notaba el chándal ciñéndola como una sábana húmeda y la boina chorreante sobre su cabeza, pero la sensación no era desagradable. Es más: le apetecía aquella zambullida en diamantes de agua helada.
Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.
¿Y si era una trampa? A veces se daban casos. Te contrataban fingiendo representar a un gran maestro, te llevaban fuera del país y te obligaban a participar en arte manchado. Pero no lo creía. Además, aun si así fuera, se arriesgaría. Ser obra de arte significaba aceptar todos los riesgos, todas las inmolaciones. Le atemorizaba más enfrentarse a una decepción que a un peligro. Admitía cualquier encerrona, salvo la de la mediocridad.
Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y
De repente sintió como si su cuerpo fuera una vela derretida. Creyó que se licuaba, que se fundía con la lluvia. Se miró los pies y comprendió. Había olvidado que aún estaba pintada y el agua la desteñía. Iba dejando por la calle un reguero quebrado y blanco, un flujo lácteo y sinuoso que transpiraba desde su chándal hacia la acera de Velázquez y que la lluvia se encargaba de ir borrando con la violenta precisión de un pintor puntillista. Blanco, blanco, blanco.
Poco a poco, aclarada por el agua, Clara se oscurecía.
Rojo. El rojo era el color predominante. Rojo como un estropicio de amapolas machacadas. La señorita Wood se quitó las gafas para contemplar las fotos.
—La encontramos esta madrugada en una zona boscosa del Wienerwald —dijo el policía—, a una hora en coche desde Viena. Dos aficionados a la ornitología que estudiaban el canto de las lechuzas nos avisaron. Bueno, en realidad avisaron a la policía uniformada, y el teniente coronel Huddle nos llamó a nosotros. Así suele ocurrir.
Bosch iba pasando las fotos a la señorita Wood mientras el policía hablaba. El paisaje mostraba césped, troncos de hayas y varias flores, incluso la sorprendente presencia de un papamoscas posado en la hierba junto a la blusa rosada hecha jirones. Pero todo estaba cubierto de rojo, hasta el zapato en forma de oso de peluche que asomaba detrás de un árbol. La cara del oso sonreía.
—Estas cosas esparcidas alrededor... —dijo la señorita Wood.
La mesa era enorme y el policía, sentado frente a Wood, no podía ver lo que ella señalaba, pero sabía perfectamente a qué se refería.
—Es la ropa.
—¿Y por qué está tan destrozada y manchada de sangre?
—Ésa es una buena observación, en efecto. Fue lo primero que nos intrigó. Pero hemos encontrado restos de tejido incrustado en las heridas. La conclusión es sencilla: la cortó con la ropa puesta y después se la arrancó.
—¿Por qué?
El policía hizo un gesto vago.
—Abuso sexual, quizá. Pero no hemos hallado evidencias, aunque estamos esperando el informe definitivo del forense. No obstante, la conducta de estos individuos no siempre sigue un esquema lógico.
—Está como... como mostrada, ¿no? Colocada para que le hagan fotos.
—¿Fue así como la encontraron? —preguntó Bosch al policía.
—Sí, boca arriba, brazos y piernas extendidos.
—Le dejó puestas las etiquetas —señaló Bosch a la señorita Wood.
—Ya lo veo —dijo la señorita Wood—. Las etiquetas son difíciles de romper, pero con el aparato con que le hizo estas heridas podría haberlas cortado como papel. ¿Se ha identificado ya el instrumento que utilizó?
—Fuera lo que fuese, era electrónico —replicó el policía—. Pensamos en un trépano o en algún tipo de sierra automática. Cada herida es un corte profundo y único. —Extendió el brazo a lo largo de la mesa y posó la punta de un lápiz sobre una de las fotos que tenía más cerca—. Hay diez en total: dos en la cara, dos en el pecho, dos en el vientre, una en cada muslo y dos en la espalda. Ocho de ellas forman aspas. Hay cuatro aspas, por tanto. Las de los muslos son dos líneas verticales. Y no me pregunte tampoco por qué.
—¿Murió como consecuencia de las heridas?
—Probablemente. Ya le he dicho que estamos esperando el informe de...
—¿Hay algún cálculo preliminar sobre la hora de la muerte?
—Teniendo en cuenta el estado del cuerpo, pensamos que todo debió de suceder la misma noche del miércoles, horas después de que se la llevaran en la furgoneta.
La señorita Wood sostenía sus gafas oscuras con dos dedos de la mano izquierda. Tocó con ellas delicadamente el brazo de Bosch.
—Yo diría que hay poca sangre alrededor. ¿No te parece?
—Estaba pensando en eso.
—Es cierto —asintió el policía—. No lo hizo ahí. Quizá la cortó dentro de la furgoneta. Tal vez utilizó algún tipo de sedante, porque el cuerpo no presentaba señales de lucha ni de ataduras. Después la arrastró hasta ese lugar y la dejó en la hierba.
—Y se dedicó a arrancarle la ropa al aire libre —acotó Wood—, corriendo el riesgo de que los ornitólogos aficionados hubieran decidido estudiar a las lechuzas una noche antes.
—Sí, es extraño, ¿verdad? Pero ya le digo que la conducta de estos...
—Comprendo —lo interrumpió la mujer, calándose de nuevo las gafas. Eran unas Ray Ban con montura dorada y cristales completamente negros. Al policía le parecía imposible que la señorita Wood lograra ver algo con ellas en la rojiza oscuridad de aquel despacho. La elipse roja de la mesa, al reflejarse en los cristales, se duplicaba en lagunas de sangre—. ¿Podríamos oír ahora la grabación, detective?
—Claro.
El policía se agachó para manipular un maletín de piel. Cuando volvió a incorporarse, sostenía una grabadora portátil. La colocó junto a las fotos como si se tratara de un recuerdo más de algún viaje turístico.
—Se encontraba a los pies del cadáver. Una cinta de cromo de dos horas sin inscripciones ni marcas. El aparato con que la hizo parece bueno.
Con un golpe del dedo índice la puso en marcha. Un ruido repentino provocó que Bosch enarcase las cejas. El policía se apresuró a bajar el volumen.
—Está muy alto —dijo.
Una breve pausa. Un chasquido. Comenzó.
Al principio fue un aleteo. Crepitaciones de hoguera. Un pájaro envuelto en llamas. Entonces un aliento trémulo. Nació la primera palabra. Parecía una queja, un gemido. Pero se repetía, y era posible comprender su significado:
Art.
Tras un nuevo esfuerzo del hálito, se deslizó a tientas la primera frase. La dicción era nasal, quebrada por jadeos, revuelos de papel y graznidos de micrófono. La voz era la de una adolescente. Hablaba en inglés.
—
El arte también es destruc... destrucción... Antes era sólo... eso. En las cuevas se pintaba lo que... lo que se quería sa... sacri... sacri...
Chirridos. Un breve silencio. El policía pulsó la pausa.
—Aquí interrumpió la grabación, sin duda para hacerle repetir la frase.
La continuación era más nítida. Cada palabra era pronunciada ahora con minuciosa lentitud. Lo que se percibía en este nuevo discurso era un intento desesperado de la garganta por no fracasar. Pero algo que quizás era terror cuarteaba los lagos helados de las pausas.
—
En las cuevas se pintaba sólo lo que se quería sacrificar... El arte de los egipcios era funerario... Todo estaba dedicado a la muerte... El artista dice: te he creado para cazarte y destruirte y en tu sacrificio final está el sentido de tu creación... El artista dice: te he creado para honrar a la muerte.
..
Porque el arte que sobrevive es el arte que ha muerto... Si las figuras mueren, las obras perduran...
El policía apagó la grabadora.
—Eso es todo. Por supuesto, estamos analizándola en el laboratorio. Creemos que la hizo en la furgoneta con las ventanillas cerradas, porque no hay mucho ruido de fondo. Probablemente se trataba de un texto escrito y la niña tuvo que leerlo.
El denso silencio perduró después de las palabras del policía. «Es como si al escucharla, al oír su voz, hubiésemos comprendido por fin todo el horror», pensaba Bosch. No le sorprendía esta reacción. Las fotos lo habían impresionado, desde luego, pero, en cierto modo, era fácil distanciarse de una foto. En sus tiempos como miembro activo de la policía holandesa, Lothar Bosch había desarrollado una frialdad inesperada frente a los espantosos fantasmas de color rojo convocados en el cuarto de revelado. Sin embargo, escuchar la voz resultaba muy diferente. Detrás de aquella garganta vibraba un ser humano que había muerto de manera espantosa. El violinista se hace más nítido cuando percibimos el violín.
A los ojos de Bosch, acostumbrado a verla posando al aire libre, o en el interior de habitaciones o museos, desnuda o casi desnuda y pintada de varios colores, ella nunca había sido una «niña», como el policía la denominaba, salvo una vez. Había ocurrido dos años antes. Un coleccionista colombiano llamado Cárdenas de antecedentes no muy limpios la había comprado en
La guirnalda,
de Jacob Stein, y Bosch se había sentido inseguro sobre lo que podía suceder en aquella hacienda de las afueras de Bogotá cuando ella posara ocho horas diarias frente a su propietario vestida con una mínima cinta de terciopelo atada a su cintura. Decidió adjudicarle protección adicional y la citó en sus oficinas del Nuevo Atelier de Amsterdam para informarle sobre el asunto. Recordaba bien el momento: la obra entró en su despacho en camiseta y vaqueros, la piel imprimada y sin cejas, con las tres etiquetas amarillas de costumbre, pero, por lo demás, sin una gota de pintura encima, y le tendió la mano. «Señor Bosch», le dijo.
Era la misma voz de la niña de la grabación. El mismo acento holandés, idéntica tersura.
Señor Bosch.
Con aquel simple gesto y aquellas palabras el lienzo se había transformado ante sus ojos en una niña de doce años. La sensación tuvo apariencia de relámpago. Por su cerebro cruzaron imágenes de su propia sobrina, Danielle, cuatro años menor. Se dio cuenta de que estaba permitiendo que una chiquilla se marchara a trabajar prácticamente desnuda a la casa de un hombre adulto con antecedentes penales. Pero, cuando el vértigo cesó, recobró su neutralidad de costumbre. «No es una niña, es un lienzo, por supuesto», se dijo. No le había sucedido nada malo a la obra en la hacienda de Bogotá. Ahora, en cambio, alguien la había destrozado en un bosque de Viena.
Mientras escuchaba la grabación, Bosch había estado recordando aquella tierna presión en su mano derecha y el «señor Bosch» pronunciado con inconsciente delicadeza. Dos clases distintas de percepciones, pero en el fondo idénticas: suavidad, calidez, inocencia, suavidad, suavidad...
Tenía delante al policía, que lo miraba como esperando que dijera algo.
—¿Por qué dejaría la grabación? —preguntó Bosch.
—Esta clase de locos quieren que todo el mundo escuche sus teorías —dijo el policía.
—¿Han encontrado ya la furgoneta? —preguntó la señorita Wood.
—No, pero la encontraremos pronto, si es que no la ha hecho desaparecer de algún modo. Conocemos el modelo y la matrícula, así que...
—Fue muy listo —dijo Bosch.
—¿Por qué lo dice?
—Nuestras furgonetas tienen un localizador. Un sistema GPS que avisa de la posición del vehículo en cada momento. Lo instalamos hace un año para prevenir el robo de obras valiosas. Pero el miércoles por la noche perdimos la señal de ésta al poco rato de salir del museo. Sin duda, encontró el localizador y supo desactivarlo.
—¿Y por qué tardaron tanto en llamarnos? Recibimos la denuncia el jueves por la mañana.
—No nos dimos cuenta de la pérdida de señal. El localizador hace sonar una alarma si la furgoneta se desvía del camino prefijado, si hay un accidente o si permanece detenida durante mucho tiempo antes de llegar al hotel. Pero en este caso la alarma no sonó, y se nos pasó por alto la pérdida de la señal.
—Eso indica que el tipo conocía la existencia de ese localizador —observó el policía.
—Por eso pensamos que Óscar Díaz tuvo que haber colaborado de alguna forma, o ser el culpable.
—A ver si lo he entendido bien. Óscar Díaz era el encargado de llevarla al hotel, ¿no es cierto? Una especie de vigilante de seguridad de la empresa de ustedes, ¿no?