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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (19 page)

BOOK: Clochemerle
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Dicho sea de paso, no faltaban motivos que excusaban esos pequeños descarríos. Viviendo uno tan cerca del otro, los esposos acababan por conocerse demasiado, y cuanto más se conocen menos queda por descubrir y menos motivos se encuentran para dar satisfacción al ideal que uno anhela. Por lo tanto, esa búsqueda del ideal hay que emprenderla en otra parte. Los hombres suelen hallarlo en la mujer del vecino, en la que encuentran algo de que la suya carece. La imaginación no se da punto de reposo, les bulle la cabeza al pensar en la mujer ajena, se les trastorna el cerebro, se ponen neurasténicos y a veces enferman. Pero si trocaran su mujer por la del vecino, el cambio les produciría a corto plazo la misma insatisfacción y comenzarían de nuevo a fisgar por los alrededores. Del mismo modo, las mujeres se pirran por el hombre de la vecina, porque éste, por envidia y curiosidad, las mira de una manera distinta al suyo que no las mira de ningún modo. No alcanzan a comprender que el marido ha dejado de mirarlas porque conoce todos sus pelos y señales y que el otro, que las encandila con sus ademanes y sus miradas, en cuanto haya metido las narices donde se le antoja, se desinteresará también de ellas. Desgraciadamente, tales inconsecuencias son inherentes a la naturaleza humana. Las cosas se complican cada vez más, y la gente no está nunca contenta.

Así, cada año, la fiesta brinda, pues, la ocasión de materializar las ilusiones que durante meses atiborraron las cabezas. Al salir de sus casas, se mezclaban unos con otros, y convencidos de que el período de libertad sería de corta duración procuraban sacar el mejor provecho del mismo. Estos pequeños extravíos tenían una ventaja: constituían una especie de válvulas de escape para el excedente de rencores que, de lo contrario, hubiera emponzoñado algunos espíritus. Subrayemos, sin embargo, que los descontentos no eran ni con mucho la mayoría. En Clochemerle, la mayoría de los hombres se acomodaban con sus mujeres y la mayor parte de las mujeres con sus hombres. Claro que no llegaban a un estado de mutua adoración, pero en la mayor parte de los matrimonios, hombres y mujeres se soportaban mutuamente con buena voluntad. Esto estaba bien.

Como los años anteriores, la noche del 15 al 16 de agosto transcurrió alegre y bulliciosa hasta las tres de la madrugada, hora en que la gente comenzó a desertar de la plaza y a dirigirse a sus casas. Sólo quedaron los irreductibles, los esforzados "biberones" cuyas libaciones ya copiosas prestaban a sus voces, en la naciente palidez de la aurora, una extraña resonacia. Y aquella cacofonía era tan chocante que los pájaros, indignados, trasladaron sus graciosos orfeones a los pueblos vecinos, dejando sumido a Clochemerle en su rumorosa borrachera.

El 16 de agosto, a las diez de la mañana, se celebró el solemne oficio. Todas las mujeres de Clochemerle hicieron acto de presencia, tanto por la costumbre de cumplir con sus deberes religiosos como por la ocasión de exhibir las sedas y adornos de su indumentaria cuya confección había sido meditada en secreto, con la esperanza de deslumhrar a todo el pueblo el día en que cubrirían los apetecibles cuerpos de las damas. Fue un desfile de vestidos de color de rosa, azul celeste, verde manzana, amarillo limón, castaño claro, de faldas cortas y ceñidas, como entonces era moda, dejando bien al descubierto las sólidas piernas de aquellas animosas amas de casa. Si una de ellas se agachaba para anudar el lazo del zapato o abrochar los pantalones del chiquillo se veía, más arriba de la media, un carnoso, blanco y deslumbrante muslo, para solazarse con ella en familia, espectáculo que tenía gran predicamento entre los clochemerlinos que, apostados en la calle Mayor, no se perdían nada de aquel desfile que brindaba un estado comparativo exacto de los placeres conyugales que correspondían a cada uno.

En la posada Torbayon, donde se estaba como en primera fila, había una gran afluencia de hombres que con la cabeza turbia por el exceso de todo clase de bebidas, movían gran algarada contando chistes subidos de tono y explicando las más absurdas fanfarronadas. Entre ellos brillaba con luz propia Frangois Toumignon. Desde la víspera había bebido cuarenta y tres vasos de vino y sólo le faltaban siete para equipararse a Blazot que, sin esforzarse, había ingerido cincuenta. Toumignon afirmaba que esta vez conquistaría el título de "Primer Biberón", certidumbre que le dictaban sin duda los vapores del vino.

Alrededor de las diez y media, la conversación giró en torno al urinario e inmediatamente se enardecieron los ánimos.

—Parece —deslizó Torbayon— que Ponosse, en su sermón, hablará en contra.

—No dirá absolutamente nada. Estoy tranquilo —afirmó Benoit Ploquin, hombre de un natural escéptico.

—Pues ha dicho que hablaría y todo el mundo lo dice. Esto es todo lo que puedo decir —insistió Torbayon—. No olvidéis que la Putet duerme con un ojo abierto y no me extrañaría que Ponosse…

—Y la Courtebiche, que no se da punto de reposo…

—Y Girodot, que es un beato…

—Por eso os digo que no me extrañaría que se decidiera a abrir el pico…

—Sí, podría ser.

—Hace mucho tiempo que ellos están tramando algo…

—Tanto harán que acabarán por hacer demoler el urinario. Ya veréis cómo pasará lo que os digo.

Al oír estas palabras, terribles pensamientos se atrepellaron en la mente oscurecida de Frangois Toumignon. Desde el altercado que había tenido con Justine Putet, todo cuanto concernía al urinario le sacaba de quicio. Se levantó solemnemente, y ante aquella asamblea de ponderados clochemerlinos pronunció unas palabras que entrañaban un grave compromiso:

—¡Me cisco en la Putet, en la Courtebiche, en Girodot y en Ponosse! En primer lugar, el urinario está adosado a la pared de mi casa y no permitiré que lo derriben. Lo prohibo. ¡Sí, esto es, lo prohibo!

Palabras a todas luces exageradas y que, como tal, las consideraron los hombres que aún conservaban su lucidez de espíritu. Los más sensatos dijeron socarronamente:

—¡No serás tú quien lo impida, pobre Frangois!

—¿Que yo no lo impediré, Arthur? ¿Por qué dices eso sin estar enterado de nada? Pues sí, yo lo impediré.

—No estás en tus cabales, Frangois, para hablar como hablas. Debes hacerte cargo. Si Ponosse expone su opinión en el púlpito, en el transcurso de un oficio solemne, precisamente en un día tan señalado como hoy, no cabe duda de que se llevará a las mujeres de calle y no podrás hacer nada para evitarlo.

Esto, dicho en un tono sentencioso y mesurado, acabó de encolerizar a Toumignon.

—¿Que yo no podré hacer nada? —gritó—. ¿Estás seguro de que no podré hacer nada? Te advierto que no soy manco ni tonto como algunos de por aquí. Y te aseguro que a ese Ponosse puedo cerrarle el pico cuando me dé la gana.

Con un gesto de compasión, los hombres sensatos se encogieron de hombres. Y una voz aconsejó:

—Será mejor que vayas a dormir la mona, Frangois. Porque la has cogido buena.

—¿Quién es el cornudo que dice que estoy borracho? ¿No quiere darse a conocer? ¡Hace bien! Le cerraría el pico lo mismo que a Ponosse…

—¿Dices que le cerrarás el pico a Ponosse? ¿Y dónde, si puede saberse?

—¡Dios, pues en la misma iglesia!

Se produjo un movimiento de expectación y por unos instantes se hizo el silencio alrededor del marido de Judith. Toumignon acababa de decir algo muy fuerte. Sí, muy fuerte. En el ánimo de todos los presentes alentó una esperanza desatinada, pero irresistible… ¿Y si ocurriera algo enormemente disparatado…? De todos modos… Sí, pero quizá por una vez… Claro que nadie creía en aquellas bravuconadas, pero proporcionaban un alimento a ese deseo, latente en el corazón de los hombres, que les hace desear perturbaciones escandalosas a condición de que sean los demás los que sufran las consecuencias. En fin, así estaban planteadas las cosas, inciertas, pendientes sin duda de las palabras que todavía quedaban por pronunciar. Toumignon permanecía de pie, engreído por el efecto producido, por el patético silencio que reinaba a su alrededor, obra exclusivamente suya, enorgullecido del dominio que ejercía sobre los circunstantes. Sentíase dispuesto a todo para conservar aquel efímero prestigio, pero dispuesto también a sentarse otra vez, a permanecer tranquilo y a darse por satisfecho con aquel fácil triunfo, si querían concedérselo. Hubo uno de esos minutos de indecisión en que los destinos se deciden.

Las esperanzas que secretamente se incubaban en el ánimo de algunos se iban desvaneciendo. Desgraciadamente, se encontraba en aquella reunión un hombre todo perfidia, Jules Laroudelle, una de esas personas de tez verdosa, de facciones atormentadas, bilioso y de ceño fruncido, que con expresiones dulzonas y razonadas, aparentando refrenar los ímpetus de los hombres, incitan su vanidad y los empujan a los más disparatados desafueros. Su malévolo hilillo de voz manó de pronto como vinagre sobre el amor propio de Toumignon:

—Todo eso es hablar por hablar, Frangois… Lo que yo digo es que tú no harás nada. Quieres hacerte el maligno, esto es todo. Tal vez sería mejor que cerraras el pico.

—¿Que yo no haré nada?

—¡Pero si da risa oírte! Todo se te va por la lengua. Pero cuando se trata de hablarle a la gente cara a cara, ¡ah, entonces sabes callarte como los demás! ¡Ponosse dirá en la iglesia lo que quiera y no serás tú quien se lo impida!

—¿Crees que le tengo miedo a Ponosse?

—¡Si se le antoja te dará de beber agua bendita, pobre Frangois! Y cuando llegue el momento de meterte en la caja de madera, tú lo mandarás a buscar para que te rece el oremus. Estás disparatando y lo mejor que puedes hacer es ir a acostarte. Sin contar con que a Judith le hará maldita la gracia verte salir de aquí en este estado.

Bien calculado. En un vanidoso, unas palabras apaciguadoras como las que acababa de pronunciar Laroudelle habían de producir un efecto deplorable. Frangois Toumignon asió una botella por el gollete y golpeó la mesa con tal fuerza que derribó todos los vasos.

—¿Qué apuestas a que voy a la iglesia ahora mismo? —rugió.

—¡Pobre Frangois! —replicó el provocador con un tono de fingido desengaño—. Te repito que vayas a acostarte.

Era un nuevo reto al puntilloso honor de un borracho. Toumignon descargó un nuevo golpe en la mesa con la botella y dijo iracundo:

—¿Qué apuestas a que voy a cantárselas claras a Ponosse?

—¿Qué le dirás?

—¡Que me cisco en él!

Por toda respuesta, Jules Laroudelle guardó un silencio despreciativo, seguido, sin embargo, de una torcida sonrisa y de un guiño, hecho ostensiblemente adrede, por el cual aquel taimado intrigante tomaba a aquellas honradas gentes como testigos de los delirantes excesos de un insensato. Aquella mímica afrentosa tuvo la virtud de desencadenar al máximun a Frangois Toumignon.

—¡Por Dios de Dios del buen Dios! —aulló—. ¿Es que me tomáis por un eunuco? Y ese bicho dice que no me atreveré. Ya veréis si iré o no iré. Ya veréis el miedo que me da ese Ponosse. ¡Sois un hatajo de cagones! ¡Deberíais llevar faldas! ¿Que no iré, decís? Pues voy ahora mismo a la iglesia. Voy a decirle lo que pienso a ese ratón de sacristía. ¿Venís conmigo vosotros?

Fueron todos: Arthur Torbayon, Jules Laroudelle, Benoit Ploquin, Philibert Daubard, Delphin Lagache, Honoré Brodequin, Tonin Machavoine, Reboulade, Poipanel y otros. En total, unos veinte.

Capítulo 10
Estalla el escándalo

Después de haberse quitado la casulla, solamente con el sobrepelliz sobre la sotana, Ponosse subió lentamente la escalera del púlpito. Y sus primeras palabras fueron:

—Carísimos hermanos, vamos a rezar.

Solía preludiar sus pláticas con unas preces en sufragio de las almas de los feligreses muertos y, especialmente, de los que fueron bienhechores de la parroquia. Se rezó particularmente por todos los clochemerlinos fallecidos después de la famosa epidemia de 1431. Terminadas las oraciones, Ponosse procedió a la lectura de los actos religiosos de la semana y a las amonestaciones. Por último, leyó el Evangelio del domingo, que había de proporcionarle el tema para su homilía. Sin embargo, aquel día se trataba de una homilía especial, destinada a impresionar fuertemente a los espíritus. De todos modos, Ponosse sentía una gran inquietud. Leyó:

En aquel tiempo, al llegar Jesús cerca de Jerusalén, mirando la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: "¡Ah! ¡Si supieras también tú por lo menos lo que en este día se te ha dado para tu paz! Pero ahora está oculto a tus ojos. Porque vendrán días malos para ti y tus enemigos te rodearán y te estrecharán por todas partes y te arrasarán con tus hijos dentro de tus muros y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo en que Dios te ha visitado…"

Pensando en la enojosa misión que se había propuesto llevar a cabo, Ponosse se recogió en sí mismo y con una majestuosa lentitud en la que intentó imprimir una amenazadora y desacostumbrada solemnidad hizo la señal de la cruz. De tal modo le preocupaba la predicación evangélica que había de pronunciar que la singular majestad con que hizo la señal de la cruz, lejos de impresionar a sus feligreses, los dejó atónitos y aun algunos creyeron que el párroco se encontraba mal o estaba un poco trastornado. Terminada la lectura del Evangelio, Ponosse dio comienzo a su homilía:

—Acabáis de oír, carísimos hermanos, las palabras que pronunció Jesús al acercarse a Jerusalén: "¡Ah! ¡Si supieras también tú por lo menos lo que en este día se te ha dado para tu paz!" Mis amados hermanos, recapacitemos y reflexionemos. Si Jesús recorriera hoy día nuestra generosa región del Beaujolais, al divisar desde la cima de una montaña nuestro magnífico pueblo de Clochemerle, ¿acaso no tendría ocasión de pronunciar las mismas palabras que le inspirara antaño la contemplación de Jerusalén? Carísimos hermanos, ¿reina entre nosotros la paz, es decir, la caridad, el amor a nuestros semejantes por el que el Hijo de Dios murió crucificado? Claro está que Dios, en su indulgencia infinita, no nos pide tales sacrificios, que serían sin duda superiores a nuestras miserables fuerzas. Nos ha concedido la gracia de venir al mundo en un tiempo en que a uno no le es necesario el martirio para proclamar su fe. Razón de más, queridos hermanos en Cristo, puesto que, de esta manera, se nos facilitan los méritos…

¿Para qué vamos a transcribir íntegramente la plática de Ponosse? La plática no fue muy brillante. Incluso, durante veinte buenos minutos, el excelente hombre tartajeo un poco. Podía achacarse a la falta de costumbre. Treinta años antes, en colaboración con su amigo el cura Jouffe, había compuesto una cincuentena de sermones apropiados a todas las circuntancias que pudieran presentarse en el transcurso de un tranquilo apostolado. Desde hacía treinta años, pues, el párroco de Clochemerle se había mantenido fiel a ese piadoso repertorio, que proporcionaba una completa satisfacción a las necesidades espirituales de los clochemerlinos, a quienes una dialéctica más o menos innovadora hubiera sin duda desconcertado. Pero en el año 1923, Ponosse tuvo que recurrir a la improvisación a fin de deslizar en su plática algunas alusiones al fatal urinario. Estas alusiones, al caer de lo alto del púlpito, precisamente el día consagrado al santo patrón del pueblo, volverían a agrupar en torno a la iglesia a las fuerzas cristianas y, al mismo tiempo, por efecto de la sorpresa, sembraría la desorientación en el campo contrario, en el que figuraban indiferentes, tibios, no practicantes, jactanciosos, pero en realidad muy pocos ateos verdaderos.

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