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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (22 page)

BOOK: Clochemerle
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Aprovechemos la calma de una digestión laboriosa para redactar un primer balance de la detestable mañana, qué tendrá más tarde consecuencias dramáticas.

Si procedemos por orden de importancia, debemos hablar en primer término de la triste aventura de san Roque. Ya hemos visto cómo san Roque fue alcanzado descuidadamente en su forma de efigie de yeso y cuál fue el destino de su imagen al zambullirse en el agua bendita, lo que al fin y al cabo es un fin consolador para una imagen de santo. Pero la magnífica estatua era un don de la baronesa de Courtebiche, que la ofreció a la iglesia en 1917, con motivo de su instalación definitiva en el pueblo. La baronesa había encargado la estatua en Lyon, en los talleres de unos especialistas en estatuaria religiosa, proveedores asimismo del arzobispado. Pagó por ella dos mil ciento cincuenta francos, cantidad exorbitante para una obra de piedad, pero un tal dispendio autorizaba a la castellana a contar definitivamente con la consideración general, lo que todo el mundo consideró, desde luego, lógico.

Desde 1917, el coste de la vida ha sufrido tal aumento que una estatua de ese tamaño debe de costar en 1923 unos tres mil francos, cifra que hace soñar a los clochemerlinos. Otra cosa: para pagar santos a un precio desorbitado para verlos después destrozados por unos borrachos, porque mucha gente asegura también que Nicolás había empinado el codo, no es ciertamente alentador. Plantéase, pues, la siguiente cuestión: ¿Se verá privado Clochemerle de su san Roque? Sería la primera vez después de cinco siglos. Esta eventualidad no puede ser admitida.

—¿Y si se pusiera otra vez el viejo?

En alguna parte, en el rincón de un granero, debía de guardarse el antiguo san Roque. Sin embargo, el viejo santo estaba apolillado hasta el punto de haber perdido todo el crédito de influencia en el espíritu de los fieles, y, por otra parte, su larga reclusión entre el polvo y la humedad no era ciertamente lo más apropiado para recobrar sus hermosos colores. Entonces, ¿qué? ¿Un santo más pequeño? Mala solución. La piedad se acostumbra al lujo y las oraciones se pronuncian a menudo en proporción directa al tamaño de la imagen. En este rincón de la campiña francesa, donde se siente gran respeto al dinero, no se puede guardar la misma consideración a un pequeño santo de pacotilla que haya costado quinientos o seiscientos francos que a un santo majestuoso de un valor de tres mil. En resumen, el problema queda pendiente de solución.

Hablemos de las personas. No cabe duda que el prestigio del cura de Clochemerle ha sufrido un rudo golpe. Anselme Lamolire, un anciano del pueblo, que no habla nunca a la ligera y cuyas preferencias van por lo general al lado de los curas, porque los curas se inclinan por los partidos de orden, puesto que el orden es la propiedad y él es el propietario más importante de Clochemerle después de Barthélemy Piéchut, su rival directo, Anselme Lamolire, repetimos, ha dicho sin morderse la lengua:

—Desde luego, Ponosse se ha portado como un verdadero tonto.

Ese juicio no perjudica al cura de Clochemerle en su aspecto profesional: absolución, extremaunción, etc., pero le perjudicará en el orden económico porque verá disminuidos sus ingresos. Diez años antes se hubiera resarcido de su torpeza haciendo visitas más frecuentes a la fonda Torbayon y brindando con los contertulios, pero ahora su hígado y su estómago no están en condiciones de permitirle practicar esa especie de apostolado. Si no hubiera otros ingresos, el caso del cura revestiría suma gravedad. Afortunadamente, no faltan agonizantes que se muestran conciliadores en el momento de abandonar a sus camaradas. La situación de un hombre que enseña su pasaporte cuando se dirige hacia el más allá dejará de ser comprometida mientras los hombres teman al más allá. Ponosse, apacible y bonachón, seguirá ejerciendo una dictadura basada en el terror. Humilde y paciente, deja que los engreídos hombres, mientras conservan su vitalidad, blasfemen cuanto les venga en gana, pero espera a la vuelta, cuando se presenta la Parca, con sus visajes burlones que hielan la sangre, con las cuencas vacías y haciendo crujir su esqueleto al pie de la cama. Sirve a un Maestro que dice: "Mi reino no es de este mundo." La influencia de Ponosse comienza con la enfermedad y este camino le lleva a los lugares donde opera el doctor Mouraille, lo que exaspera al galeno. En una ocasión, gruñó:

—Ya está aquí el sepulturero. Por lo visto, ya huele el cadáver.

—¡Por Dios, doctor! —contestó tímidamente Ponosse, que suele ser ocurrente cuando no está en el pulpito—. ¡Vengo a terminar lo que usted ha comenzado! ¡Y le cedo a usted todo el mérito!

Fue entonces cuando el doctor Mouraille replicó enfurecido:

—¡Ya vendrá usted a parar a mis manos, compadre!

—Estoy resignado, doctor. Pero no es menos cierto que también usted pasará por las mías —repuso Ponosse con tono flemático y socarrón.

El doctor Mouraille quiso ganar la partida.

—¡Pues le aseguro que no me cogerá usted vivo!

A lo que replicó plácidamente Ponosse:

—La vida no es nada, doctor. En cambio, la fuerza de la Iglesia reside en el cementerio y en la fusión en su seno de los incrédulos con los justos. Veinte años después de su muerte, nadie sabrá si usted fue en vida un buen católico. ¡La Iglesia dispondrá de usted in vitam aeternam, doctor!

Veamos ahora los combatientes. Además del lóbulo sangrante de la oreja izquierda, el pertiguero ha tenido lastimados los genitales. Cuando salió de la iglesia, la gente se dio cuenta de que cojeaba, y el doctor Mouraille confirmará la cosa. Esto demuestra que Toumignon dio fuerte en el sitio de Nicolás que había más blandura. Esta contradicción entre sus palabras y sus golpes demuestran su perfidia. Por otra parte, los clochemerlinos imparciales se manifiestan en favor de Toumignon, diciendo que, en justa represalia, su objetivo fue precisamente el lugar que mencionó Nicolás para llamarle cornudo. El ataque de Toumignon fue, pues, razonable. Sin embargo, los clochemerlinos, por espíritu de economía, deploran unánimemente la destrucción del bonito uniforme de Nicolás: la alabarda hecha añicos, el bicornio ensuciado y desgarrado por los pisotones, la espada torcida como un sable de juguete y la levita de gala con un roto en la espalda, desde la cintura hasta el cuello. Habrá que confeccionar un traje nuevo para el pertiguero.

Las huellas de la batalla no son menos evidentes en la persona de Toumignon. Fruto de los puñetazos de Nicolás, su ojo derecho es monstruoso, saliente como el ojo de un sapo, con la diferencia que el de Toumignon es de color morado y permanece cerrado. En el maxilar inferior faltan tres dientes, pero se trata de tres raigones que contenían, junto a la encía, un depósito verdusco parecido al que se ve en las estacas que han permanecido largo tiempo sumergidas en agua encharcada. En este aspecto no puede hablarse de perjuicio sino casi de beneficio, porque Nicolás hizo saltar de su alveolo unas escorias dentales a las cuales tarde o temprano habría tenido el dentista que aplicar las tenazas. Añádase a esto una rótula cascada y las señales de un principio de estrangulación. También su traje nuevo sufrió algunos desperfectos. Una vez remendado, sólo podrá llevarlo a diario. Pero en las "Galeries Beaujolaises" tienen en existencia un traje de confección que Toumignon comprará con una buena rebaja. La pérdida le será, pues, menos sensible.

Las opiniones de los clochemerlinos están divididas. Unos dan la culpa a Toumignon y otros a Nicolás. Sin embargo, despierta admiración el hecho de que el primero, con sus sesenta y tres kilos, no haya salido malparado de un combate tan desproporcionado, pues Nicolás pesa más de ochenta kilos. La gente se muestra sorprendida de que en un cuerpo tan pequeño como el de Toumignon residiera tanta fuerza. Y es que la gente suele juzgar las cosas superficialmente, sin tener en cuenta el factor moral. En el combate, Nicolás sólo tenía que defender su vanidad, puesto que la belleza de madame Nicolás no fue nunca tema de una discusión en serio. Madame Nicolás es una de esas mujeres de las cuales se habla en pretérito, como por ejemplo: "En su juventud era una buena moza", pero lo cierto es que durante su juventud nadie se dio cuenta de ello. Ya mayor, madame Nicolás se ha clasificado definitivamente en la modesta categoría de las feas, buenas mujeres cuyas costumbres morigeradas nadie pone en duda y que, al margen de cualquier alusión, consagran su tiempo a observar a las virtuosas que son objeto de atenciones y se anticipan muchas veces a denunciar sus deslices.

Por el contrario, Toumignon se sentía alentado en el combate por poderosos motivos de emulación que habían de redoblar su valor. El más importante era la envidiable posesión de una mujer como Judith, que le mantenía en continuo estado de alerta y lo señalaba como víctima propiciatoria de las afrentas inspiradas por la envidia. Luchaba en defensa del honor de la más bella criatura de Clochemerle y, por ende, la más puesta en tela de juicio. De ahí el auténtico valor que derrochó en este asunto, valor que, dicho sea de paso, recibió el aliento de copiosas libaciones nocturnas y matutinas. Tímido por naturaleza en razón del poco desarrollo de su físico, Frangois Toumignon es uno de esos biliosos que se convierten en héroes cuando huelen un vaso de alcohol.

Otra cosa digna de ser señalada. A pesar de una diligente búsqueda faltaron seis de las monedas de dos francos depositadas en la bandeja de la colecta y destinadas a servir de aceite a los fieles de Clochemerle. Esto hace una pérdida de doce francos que afecta a la economía de Ponosse, pérdida sensible porque los ingresos son mediocres. Los clochemerlinos, sobre todo los buenos católicos, son muy recelosos en lo tocante al dinero, pues los únicos derrochadores que se conocen son los asiduos parroquianos de Adele Torbayon, que no van nunca a la iglesia. Sin embargo, desde el punto de vista crematístico, la desaparición de las monedas no revestiría una extraordinaria gravedad. Lo lamentable es que han sembrado la sospecha en el edificante clan, aparentemente unido, de las mujeres piadosas. Algunas se acusan en voz baja de la malversación. Digamos inmediatamente que una iniciativa privada dará dentro de pocos días un nuevo giro a la calumnia. ¿Acaso Clémentine Chavaigne, rival en devoción de Justine Putet, lo que las convierte en melifluas enemigas, no vacilará en sugerir a Ponosse la idea de abrir una suscripción cuyo importe se destinará a la adquisición de un nuevo san Roque y encabezará la lista con la cantidad de ocho francos?

Derrotada una vez en el terreno de las iniciativas piadosas, Justine Putet empleará las pullas más amargas para provocar a su rival. Las relaciones entre las dos distinguidas señoritas alcanzarán tal grado de tensión que Clémentine dirá:

—Lo que yo le digo, señorita, es que no me pongo de pie en el reclinatorio para que se den cuenta de mi presencia. Me limito a dar mi dinero privándome de otras cosas.

Justine Putet, que posee reflejos temibles, tendrá una respuesta venenosa:

—Y ese dinero, señorita, ¿le ha costado sólo el trabajo de agacharse para cogerlo?

—¿Qué quiere usted decir, señorita envidiosa?

—Que es preciso tener la conciencia muy limpia cuando se tiene la pretensión de dar lecciones, señorita ladrona.

Pocos minutos después, los clochemerlinos han visto correr a aquellas señoritas hacia la casa parroquial para desahogar sus rencores en el regazo de Ponosse. Lo que pondrá en un aprieto al cura de Clochemerle, ya bastante atosigado entre la Iglesia y la República, los conservadores y los partidos de izquierda, también conservadores, dicho sea de paso, porque quien más quien menos todos los clochemerlinos son propietarios y los que no lo son se desinteresan en absoluto de las instituciones. Con la cabeza hecha un lío, Ponosse se da cuenta de que no podrá reconciliar a las dos enemigas si no recurre a la amenaza de negarles la absolución. Acabarán, claro está, por reconciliarse con unas palabras pensadas de antemano que desmentirán sus intenciones ofensivas. Sin embargo, el brillo feroz de su mirada revela claramente que su reconciliación no es sincera. El escándalo de la iglesia habrá hecho florecer magníficamente las semillas de odio que anidaban en ellas. Justine Putet dirá más tarde que Clémentine Chavaigne huele a ratón descompuesto. Y en esto no mentirá, porque sus papilas se verán gravemente afectadas con el solo hedor que le produce la presencia de una rival detestada, cuya suscripción resultó un éxito. Caritativamente informada de la reputación que le confieren, Clémentine Chavaigne revelará bajo secreto, que ha sorprendido en la sacristía una entrevista muy sospechosa entre el pertiguero Coiffenave y Justine Putet. Si creemos a Clémentine Chavaigne, Justine se aprovechaba de la sordera total de Coiffenave para decirle una sarta de obscenidades capaces de erizarle a uno los cabellos dando así libre curso a sus instintos sádicos cuya existencia Clémentine Chavaigne sospechaba hacía mucho tiempo. La taimada, después de alzar la vista al cielo en un gesto de desesperación, susurra al oído de su confidente:

—No me extrañaría que la Putet tratara de seducir al señor cura…

—¿Qué me dice usted, mi querida señorita? —contesta la otra sintiéndose agitado el cuerpo con dulces estremecimientos.

—¿Se ha fijado cómo va detrás de él, de qué modo lo mira cuando le dirige la palabra? Esa Putet es una dominadora inspirada por el infierno, una hipócrita que bajo la capa de la piedad oculta las más perversas intenciones. Me da miedo.

—Afortunadamente el señor cura es un santo varón…

—Y que lo diga usted, mi querida señorita, un santo varón. Y precisamente por esto no ve malicia alguna en los remilgos de la Putet. ¿Sabe usted cuánto tiempo estuvo el otro día en el confesonario? ¡Treinta y ocho minutos, señorita! ¿Es que una mujer honrada comete tantos pecados como para estar confesándose treinta y ocho minutos? Yo se lo voy a decir, mi querida señorita, lo indispone contra nosotras. Y mire usted, tal vez prefiera a mujeres como esa depravada de Toumignon… Me dirá usted que está poseída del diablo y que es una zorra que atrae a todos los hombres con el hedor de sus faldas, pero con mujeres de esa ralea una sabe al menos a qué atenerse. No tienen dos caras…

Esto da idea de cómo están las cosas en los primeros momentos después del escándalo. La opinión pública no ha salido todavía de su asombro. Desde luego, están a uno y a otro lado los partidarios inveterados, los que se encasillan con los ojos cerrados en el bando de la parroquia o en el del Ayuntamiento, pero la masa flotante de la población se manifiesta obedeciendo el dictado de sus motivos particulares. Ahora bien, son necesarias muchas palabras y largas horas de reflexión para adoptar una actitud y las preferencias se basan en motivos que no siempre son evidentes ni siquiera confesables. La envidia está al acecho y ella será la causa de la división que se operará entre el clan de las mujeres piadosas.

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