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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (36 page)

BOOK: Clochemerle
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Cifraba, por tanto, su ambición en que disminuyera el número de personas que podían tratarle de bruto y aumentara el de los que podían ser objeto de aquel trato. Una ambición tan concreta y que de tal modo afectaba a su dignidad personal, no le dejaba un momento de reposo. El sargento Tardivaux vociferaba, pues, a sus anchas en Blidah, y sin tomarse la molestia de enjuiciar las faltas, imponía arrestos o penas de cárcel, del mismo modo que los poderes supremos distribuyen las calamidades entre los hombres, en nombre de una sabiduría metafísica poco confortadora cuyo misterio debemos renunciar a descifrar en esta vida.

La movilización sorprendió a nuestro suboficial entregado a estas ocupaciones y lo condujo al paso de la Chipotte, donde tuvo que enfrentarse inopinadamente con otras tropas imbuidas, como las suyas, de un complejo de superioridad y con otros suboficiales no menos chillones y fanfarrones que los nuestros y que tenían asimismo la pretensión de tratar de brutos y cobardes a los soldados. Esto se notaba a la legua en sus muecas de pelirrojos, de insípidos boquirrubios nórdicos, realmente embrutecidos a fuerza de docilidad y de atiborrarse el cerebro.

El primer contacto entre aquellos hombres resueltos fue detestable, por la razón imperiosa de abandonar lo más pronto posible aquellos parajes. Pero el general, cuidadosamente parapetado en la retaguardia, ordenaba lo contrario. Se resguardaba lo mejor que podía de una posible insolación, el mayor peligro a que se exponía dada la fuerza de aquel sol de agosto. El general, fortificado debajo de un umbroso arbolado, no abandonaba un momento sus catalejos y el espectáculo de una densa humareda que se elevaba de un bosquecillo le producía un marcial regocijo.

—¡Vale la pena haber mandado una avanzadilla! —afirmaba a los oficiales de su Estado Mayor que le escuchaban.

Y la prueba de ello es que del bosquecillo llegaba a sus oídos el estruendo del combate y unos lejanos toques de clarín precursores de un ataque a la bayoneta.

—¡Qué van a tomar esos cochinos! —decía el general refiriéndose a los alemanes.

A su juicio, no cabía ninguna duda de que los alemanes habían de ser rechazados, despedazados, puestos en fuga, aplastados, despanzurrados y todos verdosos a causa de una diarrea incontenible. En cambio los franceses, en el fragor de la pelea, se mantenían lozanos e impertérritos, con un sano color rosado en el rostro, obsequiando a los
boches
con sus inagotables rasgos de humor, y pertrechados, además, de dos centenares de cartuchos, con sus relucientes y mordaces bayonetas que se desvanecían de placer al ponerse en contacto con las tripas de los teutones.

Tan convencido estaba el general de que todo se iba desarrollando de acuerdo con sus previsiones que a las cinco de la tarde, no temiendo ya un porrazo de Febo, no titubeó de tomar una decisión heroica.

—Creo, señores, que podríamos avanzar un centenar de metros. Eso facilitará nuestros trabajos de observación.

El general habló con tanta energía y con un desprecio tal del peligro que todo el mundo se estremeció.

—Mi general, no sea usted imprudente —suplicó el primer coronel de su escolta.

Pero el general le replicó con una sonrisa:

—Hay temeridades indispensables, coronel. No lo olvide.

Palabras lapidarias que no decidieron el resultado de la batalla, bastante confuso sea dicho de paso, pero que hicieron mucho en favor del ascenso del que las había pronunciado.

El general avanzó con denuedo y se detuvo a tres kilómetros escasos de la línea de fuego, en una zona expuesta donde, a decir verdad, no caían los obuses, aunque poco faltaba. Allí permaneció hasta el crepúsculo, hierático e impasible, sin enterarse de lo que ocurría, pero sin la menor vacilación en la transmisión de órdenes. Cabe decir, sin embargo, que el general alemán con quien se enfrentaba se comportaba con la misma intrepidez y daba sus órdenes con parecido conocimiento de causa.

La batalla se entabló, pues, en pleno boscaje por dos contingentes de locos furiosos, atontados por el miedo, que no sabían lo que habían ido a hacer allí y que se batían como salvajes, aullando, disparando, corriendo, golpeando y asesinando a su antojo, aunque con el deseo de huir a escape de aquella sarracina. Experimentaban todos un ansia indignante de vivir, y comenzaba a iluminar sus mentes la convicción de que los grandes capitanes de todos los ejércitos del mundo son la más auténtica basura de la creación, por lo que a ellos, combatientes, no les cabría mayor goce que retorcer el pescuezo a los grandes capitanes y enviarlos al otro mundo, aunque fuera con los mayores refinamientos, como, por ejemplo, cortarles los testículos y metérselos en la boca. Esto sería mejor que tener que cortar el cuello a esos pobres imbéciles de enemigos que ejercían como ellos esa inverosímil profesión que consistía en exterminarse mutuamente, en destriparse los intestinos, en sembrar el campo con el hígado, el bazo, el corazón, la mollera y hasta los testículos, y decirse, con un último gorgoteo del alma, que unos desvergonzados asquerosos cuya única ocupación consistía en andar todo el día con prostitutas de postín y hartarse de guisos suculentos, de honores, de cumplidos y homenajes, que esos bribones, que ni siquiera oían silbar las balas, esos sádicos, esos "patriotas" profesionales habían organizado este condenado apocalipsis de mierda en provecho propio sin importarles un ardíte que bajo el sol, lleno todavía de peces en los ríos, de pájaros en los árboles, de liebres en los surcos, de semillas en los campos y de frutos en las ramas, lleno de pueblos casi vacíos mientras por doquier abundaban las mujeres estremecidas de deseos solitarios a falta de un hombre, de uno de aquellos hombres que enviaban al matadero como si fueran cerdos.

Esto es lo que habrían pensado los del bosque si no hubieran estado locos hasta los últimos límites de lo inconcebible, o muertos. Estos últimos no tenían ya necesidad de nada más que un poco de tierra sobre el vientre, no tanto por ellos, que se reían total y eternamente de ser sepultados o no. Pero los vivos, aunque no reflexionaran, no querían dejarse allí el pellejo.

Entretanto, el general, tranquilo, satisfecho e incluso sonriente, de pie en un pequeña elevación del terreno rodeada de copudos árboles, repetía cada cuarto de hora:

—¡Esto marcha! ¡Esto marcha!

Y el general de enfrente decía lo mismo en su idioma:

—Es geht! Schon, sehr schon!

Aquello marchó hasta que el general tuvo sed. Entonces un estúpido e idiota comandante, jefe de intendencia, presentó al general una caña de cerveza que no había sido puesta a refrescar, diciendo con una jerárquica sonrisa de cretino:

—¡En la guerra como en la guerra, mi general!

Al primer sorbo, el general comprendió la impertinencia.

—¿Qué ha dicho usted? —tronó—. En primer lugar, cuádrese usted delante de un superior. ¿Para qué sirve usted, comandante…? ¡Presentarme una meada de asno semejante! Mañana mismo lo enviaré al bosque. ¡A usted y a todos los demás imbéciles!

El general había perdido los estribos. Debíase probablemente a los efectos del calor o tal vez a que no había digerido bien el piscolabis del mediodía. Al comandante se le trabó la lengua y no supo qué decir. Era un comandante de escasas luces, de no muy claras dotes militares, tal vez porque no pasó por la Escuela de Guerra. Empezaba a comprender, aunque demasiado tarde, que la bebida del general, el yantar del general, el pipí del general, la cama del general, el uniforme del general, la amiga del general, el capellán del general, el cabo del general, los cascajones del caballo del general, todo lo que podía influir, en suma, en el humor del general, tenía en la guerra su importancia, mucha más importancia, sin duda, que los soldados del general…

Pero era ya demasiado tarde para hacerse cargo de aquellas cosas, porque al día siguiente marchó efectivamente hacia el bosque donde lo despanzurraron como a los demás camaradas. Y mientras eructaba su alma sencilla, que se resistía a abandonar el cuerpo, aquel buenazo de comandante, saludando marcialmente a los moribundos, repetía dulce y respetuosamente:

—¡Qué fría es la muerte, mi general…!

Y murió como un pobre idiota más, como tantos otros…

El general no se ocupó más de él. Y decía:

—Esta vida al aire libre me quita veinte años de encima. Si esta guerra pudiera durar un año o dos más llegaría a centenario.

"Y quizás a mariscal…" Pero esto lo decía para sus adentros, temeroso de que aquellas palabras llegaran a oídos de los demás generales, que tanto como colegas, eran unos taimados bribones dispuestos a ser mariscales antes que sus compañeros, aunque para ello tuvieran que sabotear las operaciones bélicas de su vecino.

A Tardivaux no le gustó mucho su bautismo de fuego. Por supuesto que una vez salido de apuros, se mostró, como los demás, bravucón y fachendoso, pero, en su fuero interno, la sola idea de tener que volver a empuñar un arma lo ponía de mal humor. Afortunadamente, en un lugarejo del valle donde la compañía de Tardivaux se había replegado, las bodegas estaban atestadas de cubas de vino y de botellas de aguardiente de ciruelas. Todos los soldados volvieron borrachos al bosque donde la compañía emprendió un ataque a la bayoneta en un terreno batido por las ametralladoras. Sin embargo, logró franquearlo a costa de la pérdida de las tres cuartas partes de sus efectivos. Al atardecer, los gloriosos supervivientes de la compañía desfilaron en la retaguardia.

El coronel detuvo a los treinta y dos hombres y les dijo:

—¡Sois unos bravos, amigos míos! ¡Unos héroes!

—Estábamos todos borrachos, mi coronel —dijo sencillamente Tardivaux, queriendo expresar con aquellas palabras que si aquel puñado de hombres había llevado a cabo de una manera sobrehumana una tarea inhumana, se debía a que no estaban en sus cabales.

El teniente coronel frunció el ceño. Esta libre interpretación del heroísmo no le convencía de ningún modo.

—¡Tendré que vigilarlo! —dijo a Tardivaux.

Afortunadamente, momentos después, el teniente coronel resultó víctima de un schrapnell perdido (uno de los pocos proyectiles que aquel día hicieron un trabajo útil), y aquella muerte salvó la reputación de Tardivaux, que comprendió que no debía hablar jamás a tontas y a locas.

No obstante, aquellos primeros incidentes de la guerra le sumieron en hondas reflexiones, y no tardó en hacer este importante descubrimiento:
En la guerra, un hombre borracho avanza sin miedo
.

Los alemanes debían, más tarde, bañar a sus soldados en alcohol e incluso, según se ha dicho, en éter. Como tantos otros que no supimos explotar, este magnífico invento es francés y el mérito del mismo se debe a un simple suboficial de nuestras tropas coloniales.

Tardivaux no volvió a aventurarse en la línea de fuego sin ir provisto de un buen acopio de alcohol. Bebía hasta perder por completo la noción de las cosas, hasta que se apoderaba de él una furiosa e imbécil exaltación que hacía maravillas en los combates.

Este método le valió varias citaciones por su conducta ejemplar en el campo de batalla. Y como los cuadros se iban diezmando, ascendió rápidamente a brigada y después a subteniente.

Al llegar a Verdún lucía ya dos galones, y en el transcurso de aquella terrible batalla alcanzó definitivamente un sólido renombre. En medio de un horrísono bombardeo, comprendió que le era necesario aumentar su dosis de reconstituyente moral. Pero tomó una cantidad tan grande que cuando su compañía se lanzó fuera de la trinchera para emprender el ataque, cayó completamente ebrio en un hoyo profundo causado por la explosión de un obús, en la tierra de nadie. Allí, en medio de la más formidable empresa de destrucción que haya sacudido al mundo, roncó a sus anchas, rodeado de cadáveres, unas treinta horas. Volvió en sí en un momento de calma preñado de amenazas. Sólo se oía el alegre trino de una alondra que surcaba un cielo sin mácula. Tardivaux no tenía la menor idea de lo que había podido ocurrir, pero la presencia de dos cadáveres y el hedor que despedían le permitieron sacar las deducciones propias del caso. Y antes de tomar sus medidas para ponerse a salvo se dijo:

"Bueno, ¿y cómo se lo tomará el viejo?"

El viejo era el comandante, un condenado que se ponía a chillar por un quítame allá esas pajas. De todos modos, permanecer allí, entre las líneas, no resolvía nada. Así, pues, arrastrándose, llegó hasta su trinchera donde se dejó caer, aturdido aún por los vapores del alcohol. Sus hombres no daban crédito a sus ojos.

—¿Ha escapado usted de los
boches
, mi teniente?

Le contaron que después de haber tomado la trinchera alemana, un contraataque los había desalojado de ella y se habían visto obligados a volver a sus primitivas posiciones, operación que se efectuó a costa de algunas bajas.

El teniente se trasladó al puesto de mando del comandante, que, informado ya de aquel milagroso retorno, esperaba a su subordinado en la puerta de su tienda de campaña.

—Tardivaux —exclamó—, esta vez se ha ganado usted la Legión de Honor. ¿Cómo se ha librado de sus garras?

Tardivaux sabía que no hay que llevar nunca la contraria a un superior, e improvisó, lo mejor que supo, un brillante hecho de armas.

—He matado a los centinelas —dijo.

—¿Había muchos?

—Dos, mi comandante, dos gigantes que no me quitaban el ojo.

—¿Y cómo ha podido salir de sus líneas?

—Difícilmente, mi comandante. He tenido que matar dos o tres más de esos marranos que me habían visto.

—¡Demonio de Tardivaux! —exclamó el comandante—. No cabe duda de que los tiene usted en su sitio. Después de una hazaña así querrá refrescarse el gaznate, ¿verdad?

—No lo rechazo, mi comandante. Ni tampoco me negaré a hincar el diente en un buen bocado.

La hazaña fue pronto divulgada y se le confirió un valor de patriótica ejemplaridad. A través de los puestos de mando y explicada por los ciclistas de enlace y las columnas de intendencia, la nueva versión llegó a conocimiento de los periodistas, y en París, entre caña y caña de cerveza, esos diestros manipuladores de la leyenda, otorgaron al hecho de armas de Tardivaux un alcance definitivo. Uno de los mejores portavoces de la opinión pública se apoderó del tema y publicó en un importante periódico un artículo editorial que comenzaba así:

"Lo que la raza francesa tiene de admirable es que improvisa continuamente la grandeza con un aire de tranquila simplicidad, de una manera que puede calificarse de clásica y que constituye el atributo de su genio inalterable."

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