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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (33 page)

BOOK: Clochemerle
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—¿Sabe que estoy solo?

—Dice que está seguro de ello, señor ministro.

—Entonces, que pase —ordenó Luvelat con el ceño fruncido.

Al abrirse la puerta, se levantó con un aire de agradable sorpresa y salió al encuentro de su visitante.

—¡Qué amable ha sido usted en venir, mi querido amigo!

—¿De veras no le estorbo, mi querido ministro?

—Usted bromea, mi querido Bourdillat. ¡Estorbarme usted, uno de nuestros viejos republicanos, uno de los pilares del partido! Sus atinados consejos son inmerecidos favores para mí. Nosotros, los jóvenes, estamos en deuda con ustedes. Insisto en decirlo ya que usted me depara la ocasión. El sentido de la gran tradición republicana, la moderación democrática, la experiencia de ustedes son cosas que yo envidio todos los días. Y, además, ustedes han gobernado en la época brillante. Por favor, siéntese, mi querido amigo. ¿Puedo serle útil en algo? Por descontado, ya sabe usted… Nada grave, supongo.

El ex cafetero era hombre que no se andaba por las ramas. El desprecio que sentía hacia los jóvenes ministros que lo habían remplazado demasiado pronto, acentuaba aún más su natural rudeza. No concebía que se pudiera hacer obra provechosa en la dirección del Estado sin haber cumplido los sesenta años. Y mantenía este criterio desde hacía nueve.

—Los curas nos están tomando el pelo —dijo—. Y me pregunto qué puede hacerse en este tiempo en su departamento.

A Luvelat no le gustaba esta clase de exordio. Hombre sagaz, hábil, maravillosamente oportunista, siempre dispuesto a transigir sobre los principios, era, no obstante, muy susceptible en lo concerniente a su vanidad. Cuando se sentía herido en su orgullo, se volvía rencoroso, y una simple falta de admiración le hacía, a veces, perder los estribos. Se tomó un rato para contestar. Su sonrisa fue menos cordial y su amabilidad se hizo cortante.

—Mi querido ministro —repuso—, usted estaba en Agricultura, ¿verdad? Pues permítame que le diga que es mucho más fácil administrar ganado que hombres. Estoy perfectamente enterado de los valiosos servicios que usted ha prestado a la patata, a la remolacha, a los bueyes del Carollais y a los carneros de Argelia. Pero, al fin y al cabo, esos nutritivos vegetales y esos interesantes cuadrúpedos carecen de alma. ¡Y yo estoy encargado de cuarenta millones de almas, mi querido Bourdillat! Se lo recuerdo para que se dé usted cuenta de que existen ciertas diferencias que tal vez le hayan pasado inadvertidas. En el puesto que ocupo, los sinsabores que trae consigo el poder son constantes… En suma, ¿de qué se trata?

—De Clochemerle —dijo Bourdillat figurándose dejar estupefacto al ministro.

—¡Ah! —exclamó Luvelat aliviado.

—¿No le dice a usted nada este nombre?

—¿Clochemerle…? ¡Pues claro, mi querido amigo Bourdillat! ¿Supone usted que ignoro dónde está? ¿No ha nacido usted allí? Un encantador lugar del Beaujolais, de unos dos mil quinientos habitantes…

—Dos mil ochocientos —rectificó Bourdillat, con el orgullo del pueblo natal.

—De acuerdo. Cualquiera puede equivocarse —repuso Luvelat.

—Pero probablemente no está usted enterado de lo que ocurre en Clochemerle —prosiguió Bourdillat, tratando de poner en evidencia la falta de información del ministro—. ¿Acaso lo ignora cuando lo que sucede es una vergüenza en pleno siglo xx? El Beaujolais va a caer en manos de los curas. Ni más ni menos. Imagínese usted, mi querido ministro…

Con la cabeza inclinada, Luvelat dejaba que Bourdillat se despachara a su antojo. Con un lápiz trazaba sobre su agenda pequeños dibujos geométricos en cuya tarea parecía estar muy interesado. Y a veces, entornando los ojos, se apartaba un poco para apreciar el efecto.

—¡Es un asunto grave, mi querido ministro, muy grave! —gritó de pronto Bourdillat, molesto por la indiferencia de Luvelat.

El ministro levantó la cabeza. Con una expresión preocupada, exteriorizó por fin la satisfacción que sentía desde que Bourdillat había pronunciado el nombre de Clochemerle y que hasta aquel momento había retenido:

—Sí —dijo—, lo sé… Precisamente Focart me lo ha contado hace un par de horas.

Por la alteración de las facciones de su interlocutor, el ministro se dio cuenta en seguida de que su triunfo era completo. Bourdillat no tenía la impenetrabilidad de un diplomático. Las arrugas en la frente y los aflujos sanguíneos de su rostro violáceo traicionaban sus sentimientos. Y exhaló un profundo suspiro que no demostraba ciertamente ninguna admiración hacia el diputado que el ministro acababa de nombrar.

—¿Ha estado aquí Focart? —preguntó.

—Aún no hace dos horas. Precisamente estaba sentado en la butaca que ocupa usted, amigo mío.

—¿Y qué se le ha perdido aquí a ese novato? —exclamó Bourdillat.

—Si no estoy equivocado, Clochemerle forma parte de su circunscripción —insinuó Luvelat cuyo regocijo iba en aumento.

—Clochemerle es mi pueblo, mi querido ministro, mi pueblo natal. Por esto me interesa a mí más que a nadie. ¡Intrigar a mis espaldas, a las espaldas de un ex ministro! Ese bribón empieza a escamarme…

—Claro que Focart —dijo Luvelat ladinamente— quizás hubiera debido, antes de verme…

—¿Cómo, quizá? —rugió Bourdillat.

—Quiero decir que hubiera debido, sí, eso es, hubiera debido hablar antes con usted. No cabe duda de que ha obrado, en un exceso de celo, con el propósito de no perder un minuto…

Bourdillat acogió con sarcasmo la suposición del ministro. No creía una sola palabra de lo que decía Luvelat, que, por otra parte, no tenía opinión y sólo pronunciaba esas frases vacías para envenenar las relaciones entre Bourdillat y Focart. Haciendo esto, ponía en práctica otro de sus grandes principios políticos: "Dos hombres ocupados en odiarse no sienten la tentación de unirse a espaldas de un tercero." Nueva forma de la vieja máxima para uso de príncipes: dividir para reinar.

—Si Focart se ha anticipado en venir —respondió Bourdillat— ha sido con el propósito de cortar la hierba debajo de mis pies, de hacerme pasar por un imbécil. Conozco a ese crápula y lo he visto actuar. Es un cochino arrivista.

En aquel momento Luvelat dio una prueba de la juiciosa mesura que debe caracterizar al hombre de Estado y sobre todo a un ministro del Interior. Con todo, nadie se atrevería a afirmar que fuera totalmente extraño a su generosidad el afán de obtener una más amplia información.

—Supongo, mi querido Bourdillat, que está usted exagerando un poco. Me hago perfectamente cargo de los motivos por los cuales está usted resentido, y esto me obliga, dicho sea entre nosotros, a pasar por alto sus excesos de lenguaje. Pero la verdad ante todo, hay que reconocer que Focart es uno de los hombres mejor dotados de la joven generación, uno de nuestros más abnegados militantes. En una palabra, es un hombre que sabe por donde anda.

—Que sabe por donde corre, querrá usted decir, mi querido ministro —estalló Bourdillat—. Y a galope tendido, con la sana intención de atropellarnos, tanto a usted como a mí.

—Sin embargo, tengo la impresión de que Focart y yo nos entendemos muy bien. En cuantos asuntos hemos tratado, se ha mostrado muy correcto. Hoy mismo ha estado muy ponderado, muy puesto en razón. "No siempre sostenemos los mismos puntos de vista, pero no importa cuando el afecto personal está por encima de las pequeñas diferencias de opinión." Muy amable de su parte, ¿no lo cree usted así?

Bourdillat hacía esfuerzos para contenerse.

—¿Eso le ha dicho ese marrano? ¡Si supiera cómo habla de usted a espaldas suyas! ¡Tendría que oírlo! ¡Y aún se atreve a hablar de afecto! Lo desprecia a usted, mi querido ministro, lo desprecia… ¿Acaso no debo decirlo?

—Claro que sí, Bourdillat. Entre usted y yo, ya sabe que…

—Todo lo que digo y hago es en interés de usted ¿entiende?

—¡Qué duda cabe! ¿Y qué? ¿Qué ha dicho Focart de mí?

—Dice horrores. No sólo lo ataca a usted políticamente, sino que incluso se mete con su vida privada. Cuenta historias de mujeres y hasta historias de botellas de vino. En fin, afirma…

Mientras escuchaba atentamente, con una sonrisa que le situaba por encima de las infamias que se le atribuían, Luvelat examinaba a Bourdillat.

"He aquí a ese vejestorio que además de idiota se ha vuelto soplón. Si bien se mira, es el tipo del confidente… ¡Y que ese cretino haya llegado a ser ministro!", pensaba.

—Es un perjuro, un traidor, un hombre que pacta con la burguesía y la plutocracia y que sirve los intereses de los "trusts" metalúrgicos —prosiguió Bourdillat—. En resumen, mi querido ministro, que en espera de desbancarnos, Focart no hace distingos entre usted y yo.

—¿Que no hace distingos?

—En absoluto. Se lo digo yo.

Luvelat se sintió herido en su orgullo. ¿Era posible? Aquel imbécil acababa de decirle lo que más podía agraviarle: que hubiese alguien que no hiciera ninguna distinción entre él, Luvelat, un brillante universitario, y aquel ex tabernero a quien despreciaba. Esta afirmación, lejos de congraciarlo con Bourdillat, acrecentó aún más su odio hacia él. Deseaba dar por terminada la entrevista lo más pronto posible. Pulsó repetidas veces un timbre disimulado debajo del borde de su mesa de escritorio. A esta señal, le daban de la centralita una comunicación ficticia. Simulaba entonces contestar a alguna alta personalidad de la República que reclamaba urgentemente su presencia. Era un medio del que se servía para desembarazarse de los importunos. Por otra parte, nada tenía ya que comunicarle Bourdillat, a quien, desde que sabía que Focart le había ganado la mano, los escándalos de Clochemerle habían dejado de interesarle. Así que, con menos calor que al principio, instigó por última vez al ministro a que diera órdenes severísimas para que se hiciera sentir en el Beaujolais el peso del poder central.

—Cuente conmigo, mi querido amigo —dijo Luvelat estrechándole la mano—. También yo soy un viejo republicano, fiel a los grandes principios del partido, y considero que por encima de todo está esa libertad del pensamiento que usted ha defendido siempre tan acendradamente.

Los dos conocían sobradamente la vacuidad de tales afirmaciones que uno y otro habían prodigado en innumerables ocasiones. Sin embargo, en aquel momento no se les ocurrió decir otra cosa. No se tenían la menor simpatía y no podían ni sabían disimularlo.

Al referirse a la visita de Focart, Luvelat no había mentido. La visita de aquel hombre joven, ambicioso y decidido, lo inquietaba por las amenazas que encubrían sus palabras. Pero una tercera visita celebrada en secreto le dio a entender que se cernía una amenaza más grave: la que había proferido el reverendo canónigo Trude, el emisario habitual del arzobispado de París. Aquel ducho y taimado eclesiástico, que sobresalía en el arte de la insinuación y de las medias palabras, muy adiestrado además en las corrientes subterráneas de la política, había venido especialmente para indicar a Luvelat que la Iglesia, agraviada en Clochemerle, se colocaba bajo la protección del ministro a quien, una vez resuelto favorablemente el caso y en otro terreno más elevado, otorgaría su valiosa protección.

—La voz de la Iglesia, y a veces sus votos, acaba siempre por hacerse oír, señor ministro —había dicho aquel negociador acostumbrado a las componendas que se debaten con media palabra y se mantienen siempre alejadas de un cinismo enojoso.

Cuando estuvo solo, Alexis Luvelat reflexionó en las tres visitas y conjeturó los peligros que entrañaban. Obligado a escoger entre dos enemistades, lo que solía ocurrirle a menudo en una carrera como la suya, decidió sumarse al clan del más fuerte, dando a los demás unas garantías aparentes. No cabía duda de que, en aquel momento, y pensando sobre todo en sus ambiciones económicas, el apoyo más útil que pudiera recibir era incontestablemente el de la Iglesia. Bastaría con maniobrar hábilmente para que ni Bourdillat ni Focart consiguieran pruebas formales contra él. De todos modos, los dos estaban disgustados, pues ni el uno ni el otro le consideraban con méritos suficientes para vestir la casaca de ministro. De los dos, Bourdillat era un hombre en plena decadencia, de escaso predicamento en el partido y sin ningún porvenir. En cambio, Focart podía ser un enemigo más peligroso, pues además de poseer ciertas cualidades, era mucho más joven y tal vez de brillante porvenir. Su influencia iba en aumento, pero carecía aún de esa sutil experiencia que permite a los hombres acrecentar el número de los agradecidos y aparentar someterse al predominio del número. "Ese Focart es todavía un poco joven en el oficio para poder conmigo. Por otra parte, lo más sencillo…" Por las informaciones que le suministraba su policía, Luvelat estaba enterado que Focart pasaba económicamente por un momento difícil a causa de su amante, una mujer costosa, y ello le indujo a contraer deudas y a atender necesidades superiores a los recursos de que disponía. A un hombre en esta situación no es difícil hacerlo entrar en un asunto de dinero… Y una vez comprometido, se halla a merced de uno. Luvelat contaba, entre su personal semipolicíaco, con algunos agentes discretos, muy duchos en servicios de esta clase y de probada competencia para crear ocasiones de convertir un hombre honrado en un hombre menos estrictamente honrado y, en consecuencia, menos intratable. A este respecto, se propuso entrevistarse lo más pronto posible con el jefe de su policía. Y no tranquilizado aún, mandó recado a su jefe de gabinete rogándole que fuera a verle en seguida a su despacho.

Al salir del despacho del ministro, el jefe de gabinete entró directamente en el del jefe de la secretaría particular.

—No sé —dijo— lo que el imbécil de Bourdillat acaba de contarle al patrón. Cuando se ha marchado echaba chispas.

—¿Se ha ido?

—Sí. Ha de presidir la inauguración de no sé qué y cenar después con un gran financiero. Yo también tengo que irme. Tengo una cita con el director de un gran periódico. Aquí le dejo estos papeles, mi querido amigo. Desenmarañe ese asunto de Clochemerle y haga lo necesario. Se trata, al parecer, de un litigio entre el cura y el Ayuntamiento, en un lugarejo del Ródano. A mi juicio, no es más que una estupidez, pero Luvelat le da cierta importancia. Encontrará dos o tres informes y unos recortes de periódicos. No será difícil, supongo, hallar una solución. Consigna formal del patrón: nada de complicaciones con el arzobispo de Lyon. Sobre todo esto. ¿Ha comprendido usted?

—Perfectamente —contestó el jefe de secretaría, dejando a su lado el "dossier".

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