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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (28 page)

BOOK: Clochemerle
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Una ligera lasitud lo invadió, restituyéndole la preciosa necesidad de sueño, que le desazonaba hacía cuarenta y ocho horas. Pensó que podría descabezar un sueñecito antes de hacer los gargarismos de la tarde, que Adele tenía que traerle a eso de las cuatro. Imaginó nuevas formas de acometerla, que valoraran las partes de aquel opulento cuerpo que la primera vez había desestimado. La posesión sólo es completa a la larga y cuando se ha experimentado en todas sus formas. Antes de formarse una opinión definitiva, convenía, pues, desarrollar activa y ampliamente la experiencia. Cerró los ojos y pensando en las múltiples iniciativas que exigía tan sugestiva tarea se dibujó en sus labios una inefable sonrisa.

—Adele… Qué apetitosa está… —murmuró tiernamente.

Fue su último pensamiento. Se olvidó de su dolor de garganta y se durmió profundamente, con ese bienestar interior que proporciona una conciencia tranquila, unida a la cabeza de los sentidos.

Al volver abajo, todavía envanecida de la distinguida voluptuosidad que acababa de dispensarle el bello escribano, Adele Torbayon se apostó en el umbral de su casa. En frente, Judith Toumignon se hallaba también a la puerta de su establecimiento. Las miradas de las dos mujeres se cruzaron. Judith Toumignon se quedó estupefacta ante la nueva expresión de su enemiga. No era el aire rencoroso de una mujer ultrajada que no ha podido lograr el desquite, sino el continente de despectiva indulgencia del vencedor hacia su vencido. La burlona sonrisa de triunfo que se dibujó en los labios de la posadera y la especie de dichosa languidez que irradiaba de todo su ser, hicieron concebir a Judith Toumignon una atroz sospecha. Reconocía en la actitud de su rival síntomas de ese gozo interior que le permitía a ella apiadarse a veces de las otras mujeres. No había duda, pues, acerca de las causas de aquel fulgor especial del que ella solía resplandecer. Retrocedió hacia el interior del establecimiento disimulándose a la vista de Adele Torbayon, y miró fijamente la ventana del cuarto de Foncimagne, esperando angustiada que su amante, descorriendo ligeramente las cortinillas, atestiguara que le seguía guardando fidelidad como solía hacerlo varias veces al día cuando no podían encontrarse. Pero Foncimagne dormía profundamente y soñaba con mujeres de una admirable variedad que sabían reconocer ardorosamente una competencia amorosa que no tenía igual en Clochemerle. La bella Judith experimentó el horrible sufrimiento que produce la traición presentida. Entre ella y su amante, sólo separados por unos metros, se alzaban todos los impedimentos del amor prohibido. Esto le impedía franquear aquel espacio para obtener las seguridades cuya necesidad le desgarraba el alma. Muchas veces en el transcurso del día vio en el rostro de Adele Torbayon la misma intencionada sonrisa. Su corazón sangraba.

—Si fuera verdad… Pero yo lo sabré.

Proyectos de venganza se agitaban en su alma, tan crueles que incluso su hermosura, habitualmente serena, se alteró.

Capítulo 14
Un viento de locura

—¿Una qué, dice usted?

—Una chinche, señora. Una chinche casera, esto es lo que es usted.

—¿Quiere saber lo que pienso de usted?

—En todo caso, yo no soy una cochina con los hombres como usted.

—Si los hombres no la han tocado nunca, no es su virtud lo que les ha detenido sino su fealdad. Y va usted a reventar, pobre Putet, con tanta virtud conservada en naftalina.

—Y usted reventará en el hospital de una sucia enfermedad en el vientre.

—Pero yo no la habré cogido yendo tras de los curas. Conozco sus manejos, asquerosa.

—¿Qué está diciendo esa chiflada?

—Escúchela, Babette Manopoux. Escuche a esa rata de sacristía. No puede pasar por el lado de la gente sin insultar.

—Toda la vida se ha alimentado de cuentas de rosario. Y, claro, le hacen el mismo efecto que las judías. Ahora le salen por el trasero.

—Siga usted su camino, chismosa. Y tenga usted cuidado con los vagabundos, no sea que le hagan un bonito obsequio.

—Más que satisfecha estarías, Putet, si los vagabundos hicieran caso de tu carne podrida. Pero antes de tocar tu carroña, los vagabundos preferirían sin duda atormentarse solos detrás de un seto.

—¿Qué están ustedes discutiendo?

—Llega usted a punto, madame Poipanel. Imagínese usted que esa birria incapaz de alterar la sangre de un hombre, nos está tratando de chinches.

—Pues yo les digo a ustedes que no son más que un hatajo de hurgabraguetas. Y las desprecio.

—La verdad es que los hombres no nos han hecho nunca ningún daño. Tan cierto, pobre Putet, como no te han dado a ti ninguna satisfacción. Esta es tu pena.

—¡Busconas!

—¡Desnalgada!

—He oído palabras desagradables, señoras, he cerrado el estanco y me he apresurado a venir… Como decía mi Adrien, hoy…

—Es otra vez la Putet, madame Fouache. ¡Está como loca!

—No estoy loca. Pero se las he cantado claras a esa mujerzuela.

—Ha tenido la suerte de que Toumignon no estuviera aquí.

—¡Bastante castigo tiene con esa virtud que no puede despachar ni a precio de saldo!

—Lo que yo quisiera saber, señoras, es la causa de este
escándalo
y de esta aglomeración en la vía pública, y esta bulla, y esta gritería…

—Llega usted como bajado del cielo, señor Cudoine…

—Ha sido la Toumignon, señor brigada. Cuando yo pasaba…

—La Putet, señor Cudoine, sin que yo le dijera nada…

—¡Miente usted, señora!

—¡La que miente es usted!

—No me dejaré tratar de embustera por una cualquiera que es la vergüenza…

—Ya oye usted a esa zorra celosa, señor Cudoine…

—¡Podrida!

—¡Buscadora de sotanas!

—¡Es usted una patas por alto!

—¡Y usted una métomeldedo!

—¡Y usted una sobada!

—¡Una enferma por no estarlo!

—¡Culona!

—¡Desnalgada!

—¡Buscona!

—¡Asquerosa!

—¡Bueno, basta!

—¡No le tengo miedo, podrida!

—¡He aquí cómo me trata!

—¡Ya la oye usted, señor Cudoine!

—¡Esto no puede continuar!

—¡Hay que encerrarla!

—¡Me insulta cuando paso!

—Yo no le decía nada a esa vieja loca…

—¡Golfa!

—¡Piojosa!

—¡Basta! ¿Vais a callar las dos de una vez? ¿Queréis que llame a la policía?

—Ha sido ella, señor Cudoine, esa víbora…

—¡Cállese!

—Señor Cudoine, la Toumignon no hace más que…

—¡Cállese, digo! Cierre el pico y despeje la vía pública. Váyase a su casa. Y la próxima vez que vuelva a encontrarla…

—No he sido yo, señor brigada…

—¿La oyen a esa bruja de sacristía? Usted estaba presente, Babette Manopoux, y puede decir que…

Con mano firme, el brigada Cudoine agarró el flaco brazo de Justine Putet y la condujo al callejón de los Frailes, amenazándola con encarcelarla si no se callaba. Las otras mujeres se refugiaron en las "Galeries Beaujolaises" para comentar este vivo incidente.

En esta reunión, madame Fouache brilló particularmente.

—¡Haber llegado a mis años —decía— para presenciar espectáculos tan execrables! ¡Cuando pienso que durante mi juventud me codeé con personas de la más alta sociedad, gente educada que nunca elevaba el tono de voz y tan cortés que le pedían a una perdón por rozarle el vestido o pasarle delante! ¡Qué tiempos aquéllos! Siempre "¡Muchas gracias!" a flor de labio y "Mi querida madame Fouache" por aquí y "Mi querida madame Fouache" por allá, y todas las delicadezas imaginables, sin contar con los pequeños regalos… ¡Tener que oír estas cosas en mi vejez, después de haber sido respetada como una princesa y haber disfrutado de coches de caballos todas las mañanas, que la esperaban a una a la puerta, con cocheros ataviados cómo ministros y luciendo una botonadura reluciente como el sol! No cabe duda de que la guerra ha cambiado a todo el mundo…

Apenas apaciguada la disputa de las "Galeries Beaujolaises", suscitóse otro altercado a cincuenta metros escasos, en el barrio bajo del pueblo. Oíanse cosas así:

—¿Acaso ha sido usted la que ha contado esos chismes que Babette Manopoux se encarga de repetir por todas partes? ¿Ha sido usted o no?

—No, madame, no he sido yo. Y le ruego que mida sus palabras.

—Así que la mentirosa soy yo, ¿verdad?

—Usted lo ha dicho, madame.

—¿Y es usted quien dice siempre la verdad?

—Ni más ni menos, madame.

—Sería ésta la primera vez que usted no mintiera. ¡Sí, la primera vez, liosa!

—¡Basta, madame! Será mejor que se calle. Y, si no, alguien la obligará a hacerlo.

—¡Vaya con la chismosa esa…! De sobra la conocemos, madame.

—Usted lo ha dicho. Todo el mundo sabe perfectamente quién soy, madame.

—No en lo que se refiere a su honor.

—A mi honor, al contrario. Perfectamente, madame.

—¿Qué le dijo usted a la Toinette Nunant? ¿Acaso no fue usted?

—Usted lo ha dicho, madame. No era yo.

—¿Ni tampoco a la Berthe y a la Marie-Jeanne?

—No, madame. Usted lo ha dicho.

—Y la que estaba con Beausoleil en el bosque de Fond-Moussu, ¿tampoco era usted?

—¿Con quién estaba usted en el bosque para haberlo visto tan bien?

—¿Y el golpe del mercado, donde robó usted tres quesos de leche de cabra?

—¡Oh, basta ya! ¡Ya tengo bastante!

—Lo mismo le digo. ¡Hace tiempo que debería haber terminado todo esto!

—¡Usted lo ha dicho, madame! Esto debe terminar.

—Ya encontraré el medio de hacerle cerrar el pico. Le alisaré la cara con mi plancha eléctrica.

—¿Usted sola?

—Sí, yo sola, y pronto. Y haré callar su lengua que sólo sirve para lamer los retretes.

—Acerqúese usted, gallina.

—No se atreve usted, ¿verdad?

—Acerqúese, le digo.

—No es el miedo lo que me detiene.

—Pero no se atreve a dar un paso.

—Temería ensuciarme, madame, solamente al tocar cierta clase de gentuza. Sí, eso es, no quiero ensuciarme.

—¡Un poco más de mugre le tendría a usted sin cuidado, marrana!

—Lo que yo le digo, madame, es que no me pondría desnuda en la cocina, como hacen algunas, para que las vean los vecinos.

—¡No sería bonito que lavara usted los platos desnuda, con las dos alforjas vacías que le cuelgan hasta el ombligo! ¡Y todavía se atreve usted a hablar! Que yo la encuentre otra vez chismorreando, vieja zorra, y verá…

Este era el grado de violencia que alcanzaban las escenas en la calle, y estas escenas eran frecuentes desde hacía unos días. Un viento de locura agitaba a los clochemerlinos. Pero es necesario hablar de los nuevos acontecimientos que los llevaban a apasionarse de aquel modo.

Siempre se ha creído en Clochemerle que el notario Girodot había desempeñado un papel tenebroso en la reparación de los disturbios que se produjeron después de la batalla de la iglesia, y que aquel hipócrita estaba confabulado con los jesuítas, cuyas directrices de acción seguía el cura párroco de Montéjour.

De todos modos, nada logró probarse, y las cosas pueden explicarse de distintas maneras sin necesidad de mezclar en ello a los jesuítas. Sin embargo, parece bastante verosímil que el notario Girodot jugara un papel preponderante en el fomento de los disturbios, aunque de una manera que no puede precisarse, movido por el odio que sentía contra Barthélemy Piéchut, a quien no perdonaba que fuera el primer ciudadano de Clochemerle. Oficial ministerial y diplomado, Girodot pensaba para sus adentros que por méritos propios la alcaldía le correspondía a él y no a un campesino. Tal era el calificativo que aplicaba a Piéchut, a quien, por otra parte, trataba amistosamente. Pero el alcalde no se dejaba seducir y confiaba los mejores asuntos a un notario de las cercanías.

En Montéjour, lugar de dos mil habitantes, distante seis kilómetros de Clochemerle, al que le unía una accidentada carretera, había un párroco muy activo y una juventud belicosa que el cura encuadró en un batallón de "Juventudes Católicas". La turbulencia de aquellos muchachos de catorce a dieciocho años estaba orientada hacia las luchas políticas beneficiosas para la Iglesia. Existía, además, entre Montéjour y Clochemerle una antigua rivalidad que se remontaba a 1912 y cuyo origen se debía a la excesiva osadía, con que los mozos de Clochemerle habían tratado a las muchachas de Montéjour, en ocasión de la Fiesta Mayor de este último pueblo. De aquellas contiendas solían salir vencedores los clochemerlinos, no porque fuesen los más fuertes, sino porque eran más ingeniosos, más astutos, haciendo de la doblez y la deslealtad un uso más oportuno y decisivo. Por las bribonadas que cometían en sus encuentros atestiguaban una especie de genio militar, producto, probablemente, del cruce de razas que se había operado en aquellas regiones tan a menudo ocupadas por fuerzas invasoras. Los montejourinos tomaban muy a pecho que su mala fe fuese siempre superada por la mala fe, más sutil, de los clochemerlinos, que eran maestros en el arte de atraer a sus enemigos a emboscadas donde ellos les vapuleaban como les venía en gana aprovechando su superioridad numérica, que tal es el objetivo que suele perseguir la estrategia, objetivo que ni el propio Napoleón se atrevió a desdeñar. Los montejourinos se lanzaban a la pelea bajo los pliegues de una bandera bendecida. Figurábanse, por tanto, ser soldados de una cruzada divina y por ello les sulfuraba volver a sus casas con la cabeza abollada por los herejes. Claro que contaban haber abandonado en las zanjas a numerosos clochemerlinos puestos fuera de combate, pero esas aseveraciones, que dejaban el honor a salvo, no satisfacían su amor propio lastimado. De ahí que los montejourinos estaban dispuestos a intervenir en los asuntos referentes a Clochemerle a condición de hacerlo sin arriesgarse demasiado, pues estos celosos centuriones experimentaban una viva repugnancia por los garrotes y los zapatos claveteados de los robustos clochemerlinos.

Los montejourinos efectuaron varias incursiones nocturnas a Clochemerle. Nadie les vio llegar ni partir, pero algunos habitantes del lugar oyeron rumor de voces y apresurado rodar de bicicletas, que debían de coincidir con la fuga de los malhechores. A la mañana siguiente descubríanse las huellas de su paso en forma de inscripciones injuriosas en la puerta de la casa del alcalde, de las "Galeries Beaujolaises" y del consultorio del doctor Mouraille, prueba evidente de que estaban bien informados. Una noche fueron destrozadas las tablillas de anuncios municipales y rotos los cristales del Ayuntamiento. Una mañana se encontró pintado de rojo el "poilu" del monumento a los muertos, orgullo de Clochemerle: una mujer joven, símbolo de la patria, posaba su mano sobre el hombro de un soldado de rostro enérgico que, cruzando la bayoneta, la amparaba con su cuerpo.

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